Escribir sobre emociones y ciudad ha sido un reto autoimpuesto que implica superar las limitaciones de mi formación como urbanista, y al mismo tiempo repensar experiencias y recuerdos personales que han marcado mi relación con la ciudad. Al tratar de explicar las conexiones entre la práctica y la teoría del urbanismo y las emociones asociadas a la experiencia de la ciudad me enfrento a un conflicto entre, por un lado, los conceptos, ideas y valores que han nutrido y sustentan el ejercicio de la planeación, el diseño y la gestión urbanas -todas ellas enmarcadas por el pensamiento racional-; por otro, las emociones derivadas de un sinfín de experiencias personales como habitante, usuario y observador profesional de la ciudad. Esta reflexión me lleva a plantearme una serie de preguntas sobre la capacidad del urbanismo para ordenar racionalmente las ciudades, o bien respecto a la influencia de las emociones asociadas a la experiencia de la ciudad en el ejercicio del urbanismo y -en un exceso de pragmatismo- sobre las posibles aplicaciones del estudio de las emociones en el ordenamiento urbano.
Aclaro: quizás el estudio de las emociones no aporte mucho al ejercicio del urbanismo -al menos en su afán de ordenar y regular los usos y actividades urbanas-, pero estoy convencido de que arroja nuevas luces sobre la entrañable relación que sostenemos con nuestro entorno construido. Como lo he expresado en otros lugares, la percepción y los imaginarios determinan la forma como utilizamos los espacios construidos que vivimos, a partir de su apropiación o rechazo. Un recuerdo entrañable o una mala experiencia marcan nuestra relación con los distintos elementos del ámbito urbano. En este proceso, el reconocimiento de las emociones positivas o negativas generadas por la experiencia de la ciudad contribuye a explicar y entender posturas, opiniones, conflictos, los cuales deben ser considerados en la elaboración de propuestas urbanísticas incluyentes y coherentes con la cultura de sus habitantes.
Las ciudades se han convertido en el hábitat de al menos la mitad de los seres humanos; las previsiones de organismos internacionales señalan que esta tendencia seguirá incrementándose a lo largo del siglo XXI. Al mismo tiempo, las concentraciones urbanas son cada vez más grandes. Las megalópolis contemporáneas pueden llegar a reunir la población de varios países, y frecuentemente se afirma que son inabarcables, como en el caso de la Ciudad de México. En este sentido, resulta muy difícil elaborar una definición universal de la ciudad y de lo urbano, sobre todo cuando esta condición puede aplicarse en asentamientos de aspecto rural pero cuya población es urbana en términos económicos y culturales.
Los antecedentes de las metrópolis contemporáneas se remontan hasta cinco mil años, cuando en diversos lugares del planeta surgieron asentamientos permanentes que cobijaron a sociedades cada vez más complejas y jerarquizadas. La existencia de este tipo de asentamientos nos remite a las cinco civilizaciones originales. En todos los casos se consolidaron como lugares de intercambio, mercados en encrucijadas de caminos, vados de ríos o puertos.
Hasta el siglo XVIII las ciudades tuvieron una escala humana, es decir que podían ser recorridas por un hombre a pie, y además poseían límites concretos, como murallas, las cuales marcaban diferencias culturales y jurídicas entre lo urbano y lo rural, entre los ciudadanos y los paisanos. Las ciudades fueron primero Estados y después del siglo XVI algunas de ellas se convirtieron en capitales de los Estados nacionales modernos. Históricamente fueron la cuna de la democracia y de las libertades ciudadanas, semillero de revoluciones e innovaciones en las artes, las ciencias y la tecnología. Las universidades, los museos y las fábricas son instituciones netamente urbanas.
A pesar de estas evidencias de virtud, en la civilización occidental las ciudades han sido también consideradas fuente de todo tipo de males. El pensamiento anti urbano de raíces judeocristianas explica, en su mitología, el origen de las ciudades como un castigo divino. Desde la célebre cita bíblica que acusaba a la gran Babilonia de ser “la madre de todas las rameras”, las ciudades pervierten al inocente y corrompen los principios más nobles. Esta tradición nutre y complementa la idealización de la naturaleza salvaje, así como de aquellas culturas tradicionales cuyos miembros se supone viven en armonía con ella. El romanticismo tuvo una faceta que se relaciona con esta postura, así como los diversos holismos ambientalistas que se han sucedido a lo largo del siglo XX y que en las últimas décadas han cobrado fuerza y relevancia ante la crisis ambiental que enfrentamos.
La literatura y el cine se han encargado de producir potentes imágenes a favor y en contra de la vida en la ciudad. En el cine contemporáneo mexicano son frecuentes las anécdotas en donde los personajes desean huir de la metrópoli. En estos casos, la ciudad en la ficción es una metáfora de los conflictos que enfrentan el personaje; y la huida, una manera de resolverlo o el primer paso para una inminente reconciliación. La insistencia en esta situación me parece sintomática de nuestra relación con la Ciudad de México.
Atendiendo a esta realidad generalizada, el turismo de masas ofrece a los habitantes de las ciudades evasión mediante lo exótico o inusual, ya sea con destinos en playas con una naturaleza domesticada, ya en ciudades que ofrecen nuevas diversiones o experiencias culturales inusitadas. En ambos casos, la oferta turística propone nuevas emociones dosificadas a lo largo de unas vacaciones planificadas. Paradójicamente, la industria turística ha generado espacios urbanizados -que no ciudades- que integran las infraestructuras necesarias para el hedonismo contemporáneo.
En el siglo XIX, la urbanización rampante derivada de la Revolución industrial dio lugar a un nuevo tipo de asentamiento caracterizado por el crecimiento desordenado, la especulación, el hacinamiento y la contaminación. En este momento las ciudades históricas rebasaron sus límites y se convirtieron en territorios amorfos difíciles de acotar: conurbaciones, metrópolis, megalópolis; suburbios ilimitados, ciudades desechables, virtuales; parques temáticos, ciudades espectáculo e hiperrealidad; todos, términos utilizados para describir el fenómeno urbano del siglo XXI.
La vida en las grandes ciudades de la era industrial propició cambios en la conducta de sus habitantes. A principios del siglo XX, Georg Simmel identificó que los habitantes de estas urbes estaban sometidos de manera cotidiana a una gran cantidad de estímulos, de tal forma que para sobrevivir en este ambiente habían desarrollado una capacidad mental para seleccionar y reaccionar sólo a algunos de ellos, lo que se traducía en la actitud de indiferencia característica de los urbanitas modernos. La tecnología no ha hecho más que reforzar esta especie de atrofia emocional inconsciente (pienso en el aire acondicionado de los autos particulares o los audífonos que muchas personas utilizan en sus trayectos cotidianos) que en principio nos permite convivir con las multitudes de la ciudad sin perder la razón.
Justamente en este contexto de la industrialización surgió el urbanismo
En esta historia, los congresos internacionales de arquitectura moderna, CIAM (1927-1959) constituyen un hito. Sus protagonistas, aglomerados en torno al genérico Movimiento Moderno, produjeron una serie de postulados, manifiestos y cartas, difundidos ampliamente en la segunda mitad del siglo XX y que desde entonces han sustentado la práctica de la planeación urbana.
La palabra clave en este proceso histórico es el orden. El orden racionalista que implicaba establecer jerarquías, simplificar procesos, homogeneizar actividades, estandarizar dimensiones, mientras de paso negaba la complejidad que conlleva considerar las diferencias sociales, culturales y psicológicas de los habitantes de la ciudad, sus principales actores. Este mismo orden es el que ha considerado irregulares a los espacios producidos por los habitantes pobres con sus propios recursos, a pesar de ser un proceso predominante en la construcción de la mayoría de las ciudades latinoamericanas.
La urgencia derivada de la reconstrucción de la posguerra en Europa, la urbanización acelerada en América Latina y, en general, la modernización del mundo en aras del progreso favorecieron, como hemos mencionado, una práctica del urbanismo que privilegiaba la dimensión física de los fenómenos urbanos sobre su dimensión social, o bien confiaba que a través de nuevas formas construidas se generarían los cambios sociales necesarios para conquistar el proyecto de la modernidad.
A partir de la década de 1970, la crisis del Estado de bienestar
A pesar de la crítica posmoderna y del reconocimiento de las virtudes de otras formas más inclusivas de planear y diseñar ciudades, la zonificación ha seguido como la principal herramienta urbanística para intentar regular el funcionamiento de las ciudades, o al menos ha sido el instrumento con el mayor sustento normativo y burocrático. Comparto la opinión del economista liberal Edward Glaeser
Como hemos visto, el racionalismo dejó de lado otras manifestaciones de la conducta humana difíciles de explicar en su propia lógica. En el urbanismo, la dimensión psicológica fue relegada del estudio de lo urbano, y se desvirtuaron las implicaciones de la percepción y la memoria en el uso y apropiación de los espacios construidos.
Ahora bien, las emociones se definen como reacciones subjetivas al ambiente que vienen acompañadas de cambios fisiológicos innatos, influidos por la experiencia, las creencias y la memoria. Las emociones nos permiten adaptarnos al entorno de una manera espontánea y pasajera, pero influyen en cómo percibimos una situación. Las emociones revelan a su vez estados afectivos, motivaciones y deseos, asociados a recuerdos de personas, lugares o cosas. Pueden ser compartidas por los miembros de una cultura o ser individuales. Las emociones universales y biológicamente básicas según Paul Ekman
Creo que todos podemos establecer claramente asociaciones entre nuestra experiencia urbana y estas u otras emociones, y reconocer su incidencia en la percepción que tenemos de lugares, personas o cosas;
Este tipo de planteamientos me permiten recuperar la confianza en el urbanismo y me llevan a pensar de qué manera, con nuestro trabajo, podemos hacer que los habitantes de las ciudades alcancen sus metas para que sean felices. Entonces reconozco los elevados fines de mi profesión, el idealismo que implican y el enorme esfuerzo que se requiere para lograrlos, al mismo tiempo que tomo distancia de los criterios y pretensiones del urbanismo racionalista del cual somos inevitablemente herederos.
Respecto a la consecución de la felicidad, la ciudad contemporánea producida en gran medida atendiendo a las lógicas del capitalismo es el espacio representativo de la sociedad de consumo. En este contexto, la felicidad que nos ofrece el sistema la encontramos materializada en los centros comerciales. En tales espacios, la mercadotecnia echa mano de todos los recursos para crear ambientes placenteros y estandarizados. Si nos dejamos llevar por los estímulos del
La sociedad de consumo nos ofrece otros placeres un poco más duraderos que se confunden fácilmente con la satisfacción de haber alcanzado una meta. En primer lugar, la vivienda con toda su carga simbólica: el hogar en donde nos sentimos bien, cómodos, seguros; el patrimonio de la familia, el logro de toda una vida, también se ha convertido en una mercancía desechable.
Por otra parte, la incomodidad derivada de la ira y la aversión, pero sobre todo del miedo. Esta emoción se ha convertido en el argumento más poderoso para la construcción de una ciudad hiperasegurada que favorece la segregación social en el espacio a través de todo tipo de barreras físicas. Jordi Borja se refiere a la agorafobia contemporánea
La segregación y la desterritorialización de muchas actividades tradicionales, gracias al avance de las telecomunicaciones, parecen determinar la estructura y el paisaje de las ciudades en este siglo. Lo que somos hoy en día es, en consecuencia, lo que son las ciudades que habitamos. Pero ¿podemos llamarle todavía “ciudad” a este espacio? Diversos teóricos de lo urbano (Armando Silva, Thierry Paquot, Massimo Cacciari o Rem Koolhaas) aluden al fin de la ciudad tradicional ante la emergencia de estructuras regionales uniformes y dispersas en las que los intercambios ocurren cada vez más de forma virtual y al margen del espacio público convencional.
Prefiero pensar en mutaciones profundas que derivarán en nuevas formas de convivencia y organización del espacio. Glaeser, en su apasionada defensa de las ciudades,
Sin duda podemos generalizar a partir de emociones compartidas colectivamente, pero la percepción de la ciudad es un asunto muy personal, como las emociones. Esta subjetividad debe ser reconocida y respetada por todos aquéllos que pretendemos intervenir y modificar los espacios construidos -y sobre todo habitados. Aunque francamente, el reconocer esta condición me lleva a suponer una y otra vez la imposibilidad de intervenir racionalmente la ciudad.
Porque nací en una vieja clínica de la colonia Roma con vista (entre tinacos y antenas) al castillo de Chapultepec, puedo afirmar que mi ciudad es bastante fea. De verdad, qué podemos decir a favor de las avenidas Revolución o Patriotismo, del Circuito Interior o del Eje 7 sur; sólo recuerdos personales entrañables y emociones pasadas revividas en la memoria.
Mis primeros años los pasé encerrado en una casa en Mixcoac. Salir a la calle implicaba el riesgo de ser arrollado por el intenso tráfico que circulaba en la avenida frente a la cual se encontraba la casa de mi familia, y sobre todo soportar el humo que emitían los camiones, peseros, ballenas y delfines que transportaban a los habitantes de la ciudad en los años setenta. En otra etapa de mi infancia y adolescencia padecí el aislamiento de un fraccionamiento residencial ubicado en la periferia suroeste. Crecí rodeado de terrenos baldíos y barrancas -sin duda un excelente campo de juegos-, pero alejado de todo lo que conocían mis compañeros de la escuela: cines, parques y centros comerciales.
Después he vivido en el Centro Histórico, antes de que lo comprara Carlos Slim, en el centro de Coyoacán, en la colonia Roma y en la Condesa, donde me cansé de los temblores y de las tortas gourmet, aunque como urbanista sigo apreciando la vida en sus calles, sus áreas verdes, la proximidad de todo tipo de servicios y su arquitectura.
Pienso que en los últimos cuarenta años la capital mexicana finalmente se arruinó -aunque todo empezó cuando decidieron desecar el lago, que imagino azul, vasto y rodeado de una majestuosa cordillera nevada- para convertirse en la metrópoli posapocalíptica descrita por Carlos Monsiváis. Así, por ejemplo, recuerdo que en mi infancia, en el paraje más hermoso -un bosque de encinos rodeado por un pantano estacional- construyeron un supermercado. Para ir a la iglesia de la colonia, la del catecismo y las primeras comuniones, ahora hay que cruzar una reja con vigilante. Se levantaron puentes que surcan las barrancas y en el horizonte aparecieron los rascacielos de Santa Fe, al mismo tiempo que las noches lluviosas de verano dejaron de oler a basura remojada.
Después de varios años alejados de aquel entorno y de la Ciudad de México, cada vez que regresaba a visitar la casa de mis padres me invadía una especie de nostalgia por aquellos años de aislamiento suburbano. Muchos vecinos se han ido y poco falta para que empiecen a demoler las casas de aquella colonia construida en el último refilón del milagro mexicano para una clase media emergente y optimista. En dónde estarán Enrique y Gerardo, compañeros de aventuras; las hermanas Petersen y sus french poodles; Pepe el rebelde y su colección de motos. Me entero de que la mamá de Mónica -quien murió de una peritonitis cuando teníamos 18 años- regresó a vivir a su casa después de muchos años de haber estado desocupada. Hace poco, mi hijo se lanzó cuesta abajo por una de sus calles en una vieja avalancha. Entre sus gritos emocionados, igual que hace cuarenta años, se desvanecieron finalmente mis recuerdos obsesivos e irrelevantes de aquella época.
Para reconciliarme con mi identidad chilanga me he dedicado a estudiar el urbanismo popular, cuyos procesos autogestivos y clientelares han sido el origen de la mayor parte del tejido socioespacial de esta ciudad. Una vez que se superan los prejuicios inculcados por la arquitectura académica, se descubre un universo gris a la distancia, pero desbordante de vitalidad en el detalle. Lo que tiene de feo mi ciudad lo tiene de vital.
Algunas instantáneas: un taxista con lentes oscuros y camiseta del América conduce con el brazo fuera de la ventanilla y un perico en el hombro; el mar de construcciones de tabicón gris desde lo alto de la sierra de Santa Catarina; el Zócalo desolado en una noche de luna llena; una camioneta destartalada que emite música guapachosa a todo volumen con un ataúd atado al techo; la pirámide de Santa Cecilia en medio de viaductos y zonas industriales; una granja, con su milpa y animales de carga, debajo de uno de los puentes de los poetas (Santa Fe); el sol al atardecer recortando el perfil del Ajusco, los Dinamos y la Sierra de las Cruces desde la subida de San Jerónimo al segundo piso de Periférico.
Confieso que me siento bien en Coyoacán. Mi rincón favorito es la plaza de Santa Catarina, a la hora que sea y con el clima que sea. El Centro Histórico lo evito, demasiada gente, demasiado tráfico. Me gusta pasear en bicicleta por mi colonia, atravesar el bosque de Chapultepec -el prado del tótem canadiense es el secreto mejor guardado- y regresar por el Paseo de Reforma peatonalizado los domingos.
Últimamente me pierdo en mi ciudad. Pasos a desnivel, segundos pisos, nuevos rascacielos y torres de departamentos por todos lados han borrado mis referencias metropolitanas, las cuales eran indispensables para sobrevivir antes de los teléfonos celulares y los GPS. En la de por sí anodina avenida Insurgentes sur ya no están el cine Manacar, ni Cinemas 2000 -ambos lugares imprescindibles de mi adolescencia. Las calles de Mixcoac, Nonoalco, la colonia Nápoles, se han llenado de edificios, y en el norte ya no está el toreo de Cuatro Caminos. Me siento un viejo prematuro que añora la ciudad de hace veinte años.
Tenía diez años cuando, por razones profesionales, mi padre nos llevó a vivir a la segunda metrópoli francesa, centro industrial, con dos ríos y un centro histórico con vestigios romanos, y autoproclamada capital de la gastronomía en el país de la gastronomía. Una experiencia entonces inusual para una familia mexicana. Vivíamos en una unidad habitacional funcionalista rodeada de naves industriales, en uno de los municipios conurbados de esta aglomeración. En el centro de la ciudad había plazas monumentales, iglesias góticas y elegantes calles peatonales, aunque muchos edificios estaban cubiertos de hollín y apestaba a humedad. Todo era tan distinto al suburbio mexicano, que el menor detalle cotidiano nos sorprendía: la eficiencia del transporte público, el rigor de los horarios, el metro, las hojas de los árboles, los estacionamientos automatizados, las albercas públicas, las minúsculas salas de cine, la discreción de los vecinos, los anuncios de jabón con modelos desnudas.
Los domingos, como muchas ciudades europeas, las calles estaban desoladas, sin embargo siempre había algo que hacer o visitar. El paseo favorito era el Parc de la Tête d’Or, en donde conocimos los cambios estacionales que sólo se imaginan en las imágenes de los calendarios que regalan las carnicerías de la Ciudad de México. Si hacía frío, siempre quedaban los pasillos de un moderno centro comercial que en aquel entonces se decía era el más grande de Europa. Se podía vivir sin auto.
Todas las mañanas me iba caminando solo a la escuela. Había que atravesar un baldío frecuentado por auténticos punks, quienes a pesar de su aspecto eran inofensivos. De hecho, hablaban español con acento andaluz. En la escuela convivían hijos de obreros franceses con hijos de inmigrantes del Magreb, Indochina, del sur de Europa y un mexicano. Había racismo, pero no extremismos, y la globalización todavía no se conocía con ese nombre. El triunfo de Mitterrand en las elecciones presidenciales de aquel año fue celebrado con auténtico entusiasmo ciudadano en aquel barrio obrero de larga tradición socialista.
Desde entonces la ciudad de Lyon ha ocupado un lugar especial en la memoria familiar. Un año excepcional, cuyos ambientes y acontecimientos siguen siendo evocados inevitablemente al escuchar los éxitos de la radio francesa de entonces: Mireille Mathieu y Julio Iglesias (en francés), John Lennon y Bob Marley. He vuelto como urbanista en varias ocasiones; intentando revivir recuerdos me he encontrado con una ciudad que supo sacudirse el polvo. El casco antiguo fue rehabilitado, las fachadas recuperaron su color original y en las calles peatonalizadas abundan los restaurantes que hacen honor a la gastronomía local. La unidad habitacional y mi escuela siguen ahí. Han cambiado poco, el baldío de los punks ahora es un parque banal. Imagino a mis compañeros de la escuela, los hijos de la inmigración que en los ochenta no correspondían con la imagen que esperábamos de los franceses, pero que de hecho fueron los protagonistas de la transformación francesa en una sociedad multicultural.
Después de la Ciudad de México, la capital francesa es el lugar en donde he residido el tiempo suficiente como para sentirme un poco como en casa. Ahí tengo mis lugares consentidos y a veces hasta puedo orientar y dar recomendaciones a algún turista perdido. Poco puedo agregar a los miles de textos, imágenes y notas que han descrito todas las facetas de esta gran ciudad. Creo que no existe calle en París que no haya sido historiada. Al mismo tiempo, cada quien puede hacer su propia historia. La primera vez que vi la torre Eiffel fue seguramente en 1980, pero la verdad no conservo ningún recuerdo particular de ese momento. Desde entonces, por una u otra razón, he vuelto un sinnúmero de ocasiones y permanecido días, semanas o meses. He pernoctado en las inmediaciones de Trocadero, Pigalle, la Gare du Nord, Montmartre, el Barrio latino, la Porte Saint Denis. La que fue mi casa por varios años estaba cerca del canal Saint Martin que en la misma época se hizo famoso por una escena de la película
Más allá de los lugares comunes de la “ciudad más bella del mundo”, París no deja de sorprenderme con sus perspectivas monumentales que aparecen a la vuelta de cualquier esquina. Como mencioné, mi lista de rincones favoritos es larga: la pasarela que conecta la isla de Saint Louis con La Cité, desde la cual se puede disfrutar el juego de sombras que forman los contrafuertes de Notre Dame al ponerse el sol. Detrás del palacio del Ayuntamiento, escondida, se encuentra la iglesia de San Gervasio; su interior suele estar ambientado con cantos gregorianos, y sus administradores -miembros de la Fraternidad de Jerusalén- portan hábitos de aspecto medieval. El conjunto es un viaje a un pasado místico digno de
El centro de París se camina, y parte del disfrute sigue siendo el contemplar los escaparates que se suceden a lo largo de las aceras como naturalezas muertas de los productos más diversos o instalaciones de arte contemporáneo exhibido para ser admirado. Detrás está todo el
Pero París también fastidia. Al igual que cualquier gran ciudad, hay tumultos e incomodidad en el metro. Puede haber gritos o golpes, pero lo peor es la indiferencia de los testigos sumergidos en su lectura o en su música favorita. La desesperación y locura que expresan los rostros de sus indigentes son como bofetadas a los turistas sonrientes cargados de bolsas Chanel, Vuiton y Dior. El poético cielo plomizo que se funde con sus mansardas en el horizonte puede desquiciar a cualquier inmigrante de los trópicos después de varias semanas invernales. Y siempre, más allá de las imágenes de postal, se extienden los suburbios populares y de la clase media, en donde residen la mayoría de los parisinos alejados del oropel turístico, de la intelectualidad y del refinamiento que distingue a su ciudad.
La capital checa es un destino muy apreciado por los turistas mexicanos. Supongo que en lo más profundo de nuestro inconsciente colectivo, el perfil de sus construcciones corresponde a las imágenes que ilustran los cuentos de hadas que leímos en nuestra infancia.
La última vez que estuve en Praga fue como una cita romántica. Realmente estaba emocionado al salir de la estación de trenes y caminar de nuevo por la plaza de Wenceslao. Era diciembre y el frío calaba. Tenía un solo día para el reencuentro, y durante la noche, Praga me cumplió una de mis fantasías. Desperté muy temprano con el propósito de recorrer y fotografiar la plaza de la ciudad vieja liberada de las masas de turistas que la visitan. Mi sorpresa fue descubrirla cubierta de una fina capa de nieve. El arrebato ante la belleza de sus calles teñidas de azul en un amanecer invernal fue tal que en muy poco tiempo agoté las baterías de mi cámara. El romance continuó gracias a que la única tienda que estaba abierta a esa hora tenía repuestos. Crucé el puente de Carlos sin puestos ambulantes de
Hace poco más de diez años, en otra cita de amor decidí descansar un poco dentro de mi auto a la sombra de un viejo roble, en un estacionamiento aledaño al convento de Loreto -por cierto, uno de mis rincones favoritos de esta ciudad. Dormitaba, cuando se desató una tormenta estival. Un curioso presentimiento me hizo salir del sopor y mover el auto de sitio. Ante la imposibilidad de salir del auto por el chaparrón me acomodé de nuevo en mi asiento para seguir dormitando, cuando un estruendo me despertó. Vi frente a mis ojos como el viejo roble caía derribado por una violenta ráfaga de viento, justo en el lugar en donde había estado estacionado. Creo que desde entonces le debo la vida a la princesa Libushe.
Podría seguir escribiendo sobre estas y otras ciudades entrañables como Córdoba, Barcelona, Berlín, La Habana, Cancún, San Miguel de Allende o Tijuana, sólo para constatar el torrente de emociones que pueden despertar las ciudades en cada uno de nosotros. Hay urbanistas (y me refiero a todas aquellas personas comprometidas con las causas del desarrollo urbano en todas sus facetas y escalas) que llegamos a esta actividad por una personal fascinación por las ciudades, en las que se mezclan ideales, vivencias, emociones y recuerdos. A su vez, nuestro objeto de atención es el hábitat de millones de personas que sienten, perciben e interpretan los espacios que habitan. ¿Es posible ordenar esto racionalmente?
En la práctica, los urbanistas utilizamos fuentes estadísticas y sesudos modelos matemáticos para explicar procesos urbanos y acotar soluciones a problemas específicos; pero también es muy común recurrir al conocimiento empírico para argumentar una decisión o propuesta. Pienso en la inevitable influencia que pueden tener las emociones, positivas y negativas, asociadas a ciertas experiencias urbanas personales, en la toma de decisiones respecto a proyectos urbanísticos, por partero afirmar que el futuro de nuestras ciudades esté sujeto al estado de ánimo de sus gobernantes, aunque a veces así lo pareciera. Existen leyes, normas y procedimientos que impiden que esto ocurra, pero es importante reconocer que la experiencia personal y las emociones que la acompañan marcan posturas y definen acciones.
Como urbanista, creo que en nuestra relación filial con las ciudades la racionalidad nos ha puesto una trampa, en la que la razón y la emoción parecen dos operaciones mentales opuestas. El urbanismo es heredero del racionalismo ilustrado, y como tal confío en que la razón podría salvarnos del caos. Hoy en día aceptamos que existen otros órdenes -que no desordenes- en la conformación de las ciudades, y que las herramientas de la razón no son suficientes para explicarlos.
En el plano individual esto quizás sea posible mediante esfuerzos personales focalizados. Me preocupa su trascendencia al plano colectivo, al menos en el ámbito del gremio profesional, cuando se han institucionalizado procedimientos que responden a intereses particulares y económicos. En un balance de las lógicas que definen la estructura de las ciudades, por encima de las subjetividades emotivas y de cualquier otro criterio, se impone la relación costo-beneficio y la búsqueda de la máxima rentabilidad.
Por otro lado, en el ámbito de la docencia es necesario incitar a los estudiantes a privilegiar las virtudes de la vida urbana sobre sus defectos y a combatir la imagen negativa que prevalece en los medios de comunicación y en la opinión de nuestros conciudadanos. Como afirma Jaime Lerner:
Este espacio no ha sido suficiente para despejar las variables de la ecuación de la ciudad, pero se han aclarado inquietudes respecto a las limitaciones del urbanismo racionalista en su afán de ordenar la compleja realidad urbana. Quizás en algún momento podamos afirmar que las ciudades más queridas por sus habitantes se pueden planificar mejor.
Basta señalar que Londres, Nueva York y Tokio, las tres capitales del mundo globalizado, son puertos históricos
En este sentido me pregunto: en nuestra relación con la ciudad ¿qué peso tienen los fines utilitarios (trabajar, divertirse, circular) sobre los vínculos emocionales?
Me refiero en primer lugar a los destinos de sol y playa como Cancún, Ixtapa, Los Cabos, Playa del Carmen, en México. A esta lista se pueden agregar destinos como Las Vegas, Miami, los parques temáticos, los “pueblos mágicos” en México, e incluso barrios de grandes ciudades históricas convertidos en escenografías para el turismo (como Broadway, el barrio latino de París o el barrio gótico de Barcelona).
Suelo pensar el urbanismo como un concepto que integra la planeación territorial y el diseño urbano, disciplinas que en otros contextos se conciben de manera autónoma.
Este tipo de acciones de renovación urbana o de nuevo urbanismo se replicaron a partir del segundo tercio del siglo XX en Europa, Norteamérica, América Latina e incluso en la Unión Soviética, en donde teóricamente se construía una nueva sociedad.
Imagino que el joven Le Corbusier nunca pensó que sus ideas se materializarían en Brasilia o Chandigarh.
En México corresponde al modelo denominado “desarrollo estabilizador”, que marcó las políticas económicas locales entre los gobiernos de Miguel Alemán y Adolfo López Mateos.
Edward Glaeser,
Ver, por ejemplo, el catálogo de la exposición “Post it city. Ciudades ocasionales”, publicado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona en 2013.
Ver página web:
Curiosamente la tristeza es la emoción que menos evoca mi experiencia urbana, aunque con el paso del tiempo, uno va acumulando lugares que provocan cierta nostalgia, sentimiento doloroso generado por un recuerdo de lo que fuimos o de lo que ya no somos
Es el calificativo que se puede aplicar a las unidades de vivienda construidas masivamente durante los últimos sexenios en la periferia de las ciudades mexicanas.
Jordi Borja, “La ciudad es el espacio público”, en Patricia Ramírez Kuri (coord.),
Edward Glaeser,
Personalmente me he negado a seguir instruyendo a jóvenes urbanistas en los códigos de la zonificación urbana cada vez más sofisticada e ilusoriamente precisa. Me parece ocioso tratar de clasificar las posibles combinaciones que encierra el concepto de uso mixto con la finalidad de poder regularlas o de restringir a tanto metros cuadrados la realización de una actividad que en la práctica dependerá de las necesidades de los operarios o de las características del espacio construido preexistente. Me tranquiliza observar todos los días desviaciones que retan el rigor de la norma, vacíos para que ocurra lo imposible.
En aquel entonces Plaza Universidad y el flamante Perisur
Recuerdo a unas amigas de Filosofía y Letras que fueron de visita y que al sacarse la foto de rigor en el sitio casi lloran de la emoción. Después supe que en Japón editaron una guía especial para los fans de dicha película. Años después, pasada la euforia, entré de casualidad al bar en donde trabajaba la protagonista. Iba con la mamá de mi hijo, con nueve meses de embarazo. Teníamos cita con la partera y éste era el lugar más cercano para sentarnos a descansar.
Personaje mítico con poderes premonitorios a quien se le atribuye la fundación de la ciudad.
Mi búsqueda por tratar de entender la complejidad del fenómeno urbano me ha llevado, desde hace algún tiempo, a interesarme por las representaciones literarias y cinematográficas de la ciudad que, de acuerdo con varios autores, ofrecen visiones más integrales
Exalcalde de la ciudad de Curitiba y autor del libro