La literatura de la modernidad se centra en la idea del cambio y la discontinuidad. Se explica que en la condición moderna, el cambio gobierna y nada puede permanecer fijo o estable. La motivación básica para esta lucha por el cambio se localiza en el deseo de progreso y emancipación, que sólo se pueden lograr si la contención dentro de las asfixiantes convenciones del pasado puede ser superada. Así, en las descripciones comunes, la modernidad se presenta como una búsqueda heroica de una mejor vida y de una mejor sociedad, la cual está en desacuerdo básico con la estabilidad, la tradición y la continuidad. Marshall Berman, por ejemplo, declara:
Ser moderno es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo, y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos.
Así, ser moderno significa para él participar en una búsqueda por el mejoramiento de uno mismo y de su entorno, dejando atrás las certezas del pasado. Inevitablemente, este viaje tiene como resultado la experiencia ambivalente de la gratificación del desarrollo personal, por un lado, y de la nostalgia por lo que está irreparablemente perdido, por otro.
Múltiples autores feministas han señalado que estos enfoques teóricos, hoy bien difundidos, tienden a asignar el género masculino a la modernidad. Esto no se debe sólo a la íntima conexión entre modernidad y razonamiento crítico al ser la razón la capacidad que la filosofía occidental ha atribuido invariablemente más a los hombres que a las mujeres, como lo ha señalado, por ejemplo, Genevieve Lloyd.
La conceptualización propia de la modernidad como la encarnación de la lucha por el progreso, la racionalidad y la autenticidad también tiene connotaciones de género. En la medida en que la modernidad significa cambio y ruptura, parece implicar, de forma necesaria, dejar el hogar. Una metafórica carencia de hogar de hecho se considera a menudo como el sello de la modernidad.
Como el hogar se asocia con las mujeres y lo femenino, la metáfora de la carencia de hogar refuerza la identificación de la modernidad con lo masculino. Pareciera como si las vicisitudes de la modernidad se representaran en un escenario que atribuye los papeles activos y productivos a las cualidades masculinas de la razón, el dominio y la valentía, mientras que deja los papeles más pasivos y resistentes a las capacidades femeninas de alimentar y cuidar. Gracias a esto, por lo tanto, en gran parte se establece con héroes predominante masculinos que se aventuran a conquistar lo desconocido, en tanto que en general el papel de la mujer es el de encarnar “lo otro” de la modernidad -la tradición, la continuidad, el hogar. Este escenario es también, en su mayoría, el guion de la modernidad.
El movimiento moderno, en su sentido más amplio, puede entenderse como un término genérico que designa aquellas ideas teóricas y artísticas acerca de la modernidad que aceptan la experiencia de lo nuevo y que buscan fomentar la evolución hacia un futuro más brillante.
Es, de hecho, sorprendente observar cómo el discurso político, psicológico y estético del cambio de siglo asigna el género femenino constante y obsesivamente a la cultura de masas y a las masas, mientras que la alta cultura, ya sea tradicional o moderna, claramente se mantiene en el ámbito privilegiado de las actividades masculinas.
De muchas formas, los discursos y las prácticas del movimiento moderno favorecieron las cualidades masculinas y fueron personificadas por representantes masculinos. Esto, por ejemplo, lo confirma Richard McCormick, quien comenta que en el movimiento de la nueva objetividad “el género del sujeto que aparentemente lo produjo, el sujeto que glorificaba y al que estaba dirigido era, obvia y explícitamente, de hecho defensivamente, masculino”.
Entonces no es ninguna sorpresa que los grandes artistas, autores y arquitectos modernos sean predominantemente hombres, y que los cánones en los diferentes campos incluyeran sólo a una limitada cantidad de mujeres -aun cuando en las últimas décadas han aparecido importantes contribuciones por parte de investigadores feministas que intentan reinscribir a las artistas, autoras y arquitectas en las historias de las artes visuales, la literatura y la arquitectura.
En el discurso arquitectónico, por ejemplo, era muy común alrededor del cambio de siglo observar cómo el eclecticismo del siglo XIX era condenado por sus rasgos “afeminados”. Arquitectos como Hermann Muthesius, Adolf Loos o Henry van de Velde defendían las virtudes de la simplicidad, la autenticidad y la integridad, y contrastaban estas sobrias y “viriles” cualidades con la sentimentalidad, la ornamentación y las pretensiones ostentosas asociadas con el eclecticismo.
En una maniobra consistente con este esquema analítico, Christopher Reed declara en su introducción al libro Not at Home. The Suppression of Domesticity in Modern Art and Architecture que hay una divergencia creciente entre domesticidad y movimiento moderno. Ve la asociación del movimiento moderno con la idea de la vanguardia como la principal razón para esta divergencia y argumenta que en la medida en que los arquitectos modernos se concebían a sí mismos como miembros de la vanguardia tenían incorporada la tendencia a ser antidomésticos.
Como su nombre derivado de lo militar sugiere, la vanguardia (literalmente “guardia de avanzada”) se imaginaba a sí misma lejos de casa, marchando hacia la gloria en los campos de batalla de la cultura […] Desde el cuarto de dibujo victoriano, con sus artesas llenas de baratijas, hasta la casa suburbana del siglo XX, con sus pinturas producidas en serie, el hogar se ha colocado como antípoda del arte elevado. Al final, a los ojos de la vanguardia, el ser antidoméstico llegó a servir como garantía de ser arte.
Para Reed estaba claro que arquitectos como Loos o Le Corbusier eran profundamente hostiles a la comprensión convencional de la casa, la cual asociaban con histeria sentimental y conservadurismo polvoriento; abogaban por una nueva forma de vivir en la que las residencias se redujeran a máquinas para vivir que ofrecieran a sus habitantes apenas el mínimo de decoración.
Sin embargo, cabe señalar que la comprensión de Reed de la vanguardia en términos de heroísmo pertenece a una interpretación muy específica de la noción de vanguardia. Esta interpretación, formulada por autores como Renato Poggiolo y Matei Calinescu, subraya su carácter radical, su necesidad de lucha contra la tradición y la convención, su dinamismo y activismo, su inquieta búsqueda de aniquilar todo lo superfluo, la cual a veces termina en un gesto nihilista que busca la purificación en la nada absoluta.
En fechas más recientes, sin embargo, un punto de vista distinto hace hincapié en otros aspectos. Este punto de vista es la teoría de Peter Bürger. Según este autor, los movimientos de vanguardia en la primera mitad del siglo XX no se concentraban tanto en cuestiones puramente estéticas, sino que estaban preocupados en abolir la autonomía del arte como institución.
Movimientos como el futurismo, el dadaísmo, el constructivismo y el surrealismo actuaban según el principio de “¡arte en la vida!”; objetaban los límites tradicionales que separan las prácticas artísticas de la vida cotidiana. Andreas Huyssen ha retomado esta comprensión de la vanguardia y el movimiento moderno. Para él, la vanguardia no era la más radical “punta de lanza” del movimiento moderno, sino que formuló una opción para éste. Mientras que el movimiento moderno insiste en la autonomía de la obra de arte, es hostil a la cultura de masas y se separa de la cultura de la vida cotidiana, las vanguardias históricas buscaban el desarrollo de una relación alternativa entre arte elevado y cultura de masas, y por lo tanto deberían ser distintas del movimiento moderno.
Si la vanguardia puede entenderse alternadamente como heroica (perseguir lo desconocido) o transgresora (orientada hacia la vida cotidiana), la cualidad del movimiento moderno como siempre masculino también se problematiza. Bonnie Kim Scott, por ejemplo, enuncia que la asignación de género a la modernidad en la literatura fue el resultado de circunstancias históricas concretas:
La modernidad como nos lo enseñaron a mediados de siglo estaba quizá a la mitad del camino de la verdad. Inconscientemente se le asignaba el género masculino. Las inscripciones de madres y mujeres, y más ampliamente de sexualidad y género, no estaban decodificadas de manera adecuada, en el caso de que fueran detectadas. [...] Deliberado o no, éste es un ejemplo de la política de género. Por lo general, tanto los autores de los manifiestos originales como los historiadores literarios de la modernidad tuvieron como su norma el pequeño conjunto de sus participantes masculinos, que fueron citados, compilados, enseñados y consagrados como genios.
Como una jugada maestra, la antología crítica de la literatura de la modernidad de Scott presenta una serie de textos cuya elección mina la estrechez de la modernidad frente a la escritura experimental, que desafía a la audiencia y se centra en el lenguaje. Su elección amplía el alcance de la modernidad, al mostrar que un gran número de voces se unía a ella y que más bien debía ser descrita como polifónica, móvil, interactiva y cargada sexualmente. Scott así (re)construye la modernidad en el arte como femenina más que masculina.
De hecho, la articulación entre la modernidad en el arte y la feminidad no es tan nueva. Como lo defiende Vivian Liska, hay una larga tradición, que comienza con Charles Baudelaire y Eugen Wolff, que atribuyen cualidades femeninas a
Lo que encontramos aquí como una contradicción entre diversas interpretaciones feministas de lo moderno -la que lo presenta como “masculino” y otra que pone lo “femenino” en su núcleo- viene de una división básica entre dos tendencias que pueden más o menos identificarse como una crítica-emancipadora, constituida en gran parte por autores angloamericanos; frente a un feminismo post-estructuralista francés.
Si una de las perspectivas mencionadas tiende a establecer como masculino el género de la modernidad a partir de su oposición frente a la domesticidad femenina, un enfoque en cuanto a la domesticidad en sí misma, por otra parte, revela una forma distinta de interconexión. Al rastrear la historia y los significados de la domesticidad se puede ver que hubo una conexión directa entre la aparición del ideal doméstico y el surgimiento del capitalismo industrial y el imperialismo.
Walter Benjamin observó que el individuo privado hace su aparición en la escena de la historia a inicios del siglo XIX, en el momento en que, por primera vez, su hogar se convierte en lo opuesto a su lugar de trabajo.
La domesticidad es entonces una construcción del siglo XIX. El término se refiere a un conjunto de ideas que se desarrollaron como reacción a la división entre trabajo y hogar. Estas ideas acentuaron la creciente separación entre las esferas masculina y femenina, que se justificó por las suposiciones acerca de las diferencias presentes en la “naturaleza” entre los géneros, como por ejemplo en esta cita famosa de John Ruskin:
El poder de la mujer es para normar, no para la batalla -y su intelecto no para la invención o creación, sino para ordenar, arreglar y decidir dulcemente. […] El hombre, en su trabajo duro en el mundo abierto, se debe encontrar con todo peligro y todo juicio; […] Pero él protege a la mujer de todo esto; dentro de su casa, gobernada por ella [...] ella necesita no encontrar ningún peligro, ninguna tentación, ninguna causa de error o delito. Ésta es la verdadera naturaleza del hogar -es el lugar de la paz.
Como consecuencia de sus diferentes naturalezas, los hombres se consideraban aptos para tomar su lugar en la esfera pública del trabajo y el poder, mientras que las mujeres se relegaban al campo privado del hogar, el cual, se asumía, convertirían en un lugar para el descanso y la relajación de sus maridos, padres o hermanos.
Cuando los hombres abandonaron sus lugares de trabajo dentro de la casa para establecer sus talleres, fábricas y oficinas como los sitios principales de la producción económica, se creó así una ideología completa que justificaba la división por género entre los que se ganaban el pan, por un lado, y las que proveían el cuidado, por otro. Esta ideología se articuló en términos de género, espacio, trabajo y poder; estableció las normas un tanto precisas (aunque cambiantes) sobre los requisitos esenciales de la vida familiar, las necesidades de los niños, la forma correcta del arreglo de los alimentos, la ropa y los muebles, el cuidado del cuerpo y la salud, las mejores formas de balancear el trabajo, el ocio y las actividades familiares, las necesidades de limpieza e higiene. La domesticidad se puede, por lo tanto, discutir en términos de disposiciones legales, configuraciones espaciales, patrones de comportamiento, efectos sociales y constelaciones de poder, lo que da lugar a una variedad de discursos para comentarlo o criticarlo.
En Estados Unidos, el culto a la domesticidad llevó al surgimiento de lo que Ann Douglas ha llamado la “feminización de la cultura”. Alrededor de la segunda mitad del siglo XIX, la creciente cantidad de mujeres de clase media educadas las llevó a convertirse en las principales consumidoras de productos culturales, como libros y objetos decorativos, ya que ellas tenían el tiempo y la oportunidad de cultivar una cultura de la lectura y las actividades sociales. Abogaban por una literatura construida alrededor de las virtudes femeninas de la piedad, la sensibilidad y la crianza, y que propagara una cultura del sentimentalismo. Como Douglas reconoce, sin embargo, esta feminización de la cultura, aun así, no implicaba una amenaza seria a la hegemonía de los objetivos económicos y políticos, que se guiaban por un conjunto muy diferente de valores:
El sentimentalismo es un fenómeno complejo. Éste afirma que los valores que la actividad de una sociedad niega son precisamente los que atesora; intenta tratar con el fenómeno de la bifurcación cultural mediante la manipulación de la nostalgia. […] Muchos estadounidenses en el noreste de mediados del siglo XIX actuaban cotidianamente como si creyeran que la expansión urbana, la urbanización y la industrialización representaran el mayor bien. Hay que reconocerles que indirectamente reconocieran que la búsqueda de estos objetivos “masculinos” significaba dañar, quizá perder otro bien, uno que cada vez más incluían en el ideal “femenino”. Pero el hecho todavía es que este pesar suyo se calculara para no interferir con sus acciones.
Douglas al parecer observa una oposición clara entre los valores sentimentales de una cultura feminizada, por un lado, y los firmes objetivos que los actores sociales dominantes ya ocupan, por otro. Ella reconoce que es perfectamente posible para una sociedad ser guiada por deseos y valores al parecer incompatibles, designados por sus propios campos para actuar en ellos. Los Estados Unidos del siglo XIX pueden así albergar el sentimentalismo al mismo tiempo que la búsqueda despiadada de la acumulación capitalista.
El desarrollo gradual del culto a la domesticidad pasó por varias etapas. De acuerdo con John Tosh, en la Inglaterra de principios de la era victoriana, la separación entre el trabajo y el hogar se hizo una realidad primero entre los miembros de la clase media y los hombres profesionales.
Es sólo hacia finales del siglo XIX, según Tosh, que la domesticidad y la masculinidad comenzaron a ser vistas como opuestas. Los valores de intimidad, soporte y confort se percibieron cada vez más como amenazas para la reproducción de la masculinidad, ya que en este momento los padres comenzaron a dudar si sus hijos, quienes eran criados en estos hogares bajo la influencia abrumadora de las mujeres, eran capaces de mostrar las características masculinas requeridas para el éxito en el campo público. Se puede observar, por lo tanto, una doble evolución hacia el final del siglo en Gran Bretaña: por un lado, un aumento continuo de la domesticidad masculina entre los sectores bajos de la clase media y, por otro, una crisis real de la domesticidad entre las clases profesionales y comerciales, que comenzaron a preocuparse por la disminución de la autoridad patriarcal y la dominancia de un ambiente femenino en el hogar. El resultado en estos círculos fue una distinguible rebelión masculina en contra de la domesticidad, concluye Tosh -una revuelta, yo agregaría, que tuvo mucho en común con la antidomesticidad que dominaba los discursos modernos.
Es importante también darse cuenta de que los ideales incorporados al culto de la domesticidad tuvieron implicaciones que fueron más allá del umbral de la casa. Como lo señala Karen Hansen, la cercanía etimológica de “domesticidad” con “domesticar” no es coincidencia: la domesticidad se considera a menudo como parte de una misión civilizadora, y como tal la importación de la domesticidad fue un factor crucial en el encuentro colonial.
[…] el imperialismo y la invención de la raza fueron aspectos fundamentales de la modernidad industrial occidental. […] Al mismo tiempo, el culto a la domesticidad no fue sólo una irrelevancia trivial y efímera al pertenecer correctamente al campo privado, “natural”, de la familia. En su lugar sostengo que el culto a la domesticidad fue una crucial, aunque escondida, dimensión de la identidad masculina, así como de la femenina -cambiantes e inestables como eran-, y son elementos indispensables tanto del mercado industrial como de la empresa imperial.
Al analizar imágenes, anuncios de productos y discursos victorianos, McClintock muestra la forma en que la noción de la domesticidad como un espacio organizado correctamente “domesticado”, limpio y privado se proponía como una característica distintiva de la civilización. Por lo tanto fue utilizado para justificar la empresa colonial, al destacar la rectitud moral de “la responsabilidad del hombre blanco”, que consistía en llevar esa civilización a otras partes del mundo.
Visto desde esta perspectiva, es claro que modernidad y domesticidad no pueden considerarse como opuestas: si se amplía más el alcance de la investigación y se incluyen a su vez las capas más ocultas de los determinantes sociales y económicos, que a menudo quedan ocultas en las prácticas y los discursos modernos, es claro que hay también cierta complicidad en juego entre la modernidad y la domesticidad. A pesar de los relatos dominantes que asocian la modernidad con lo público y la domesticidad con lo privado, un análisis más minucioso nos permite ver que esta distinción es en sí parte de una maquinación totalmente inherente a la modernidad. Esta percepción desestabiliza la oposición limpia entre ambos términos.
Si se intenta averiguar cómo se relacionaron las mujeres con la experiencia de la modernidad en el siglo XIX y principios del XX, la imagen se vuelve aún más complicada. En un ensayo citado frecuentemente, “The Invisible
Este ensayo de Wolff ha provocado un debate agitado acerca de la participación de las mujeres en la modernidad. Por ejemplo, Elizabeth Wilson ha objetado el relato de Wolff de las “esferas separadas”, las cuales asignan a las mujeres al espacio privado del hogar y a los hombres al campo público del mundo económico, político y cultural. De acuerdo con Wilson, las mujeres estaban lejos de estar confinadas al hogar en las metrópolis del siglo XIX. Desde luego, hacia los últimos años de ese siglo hubo una cantidad creciente de establecimientos de alimentos y grandes almacenes que ofrecieron nuevos espacios para las mujeres y así justificaron su presencia en las calles. Las fronteras entre las diferentes esferas y clases también estaban lejos de ser rígidas, ya que había zonas sociales intermedias que permitían negociaciones e intercambios (por ejemplo, no era inusual que una prostituta se convirtiera en una respetable mujer casada). Por otra parte, hubo un número creciente de mujeres obreras y trabajadoras de cuello blanco que claramente tenían la facilidad de moverse por la ciudad sin el acompañante requerido para las mujeres de clase media. La realidad social de Londres o París en el siglo XIX, sostiene Wilson, era así mucho más turbulenta y transgresora que lo que Wolff retrata y las ciudades ofrecían a las mujeres oportunidades de libertad y de autodefinición nunca antes vistas.
A finales del siglo XIX e inicios del XX también se vio el auge de un movimiento feminista con las
La difícil posición de las mujeres como sujetos de la modernidad y cuidadoras de la domesticidad sale a la luz una vez más en la imagen de la Nueva mujer. Aparece a finales del siglo XIX en Estados Unidos como resultado de las nuevas oportunidades para las mujeres en la educación superior y en las profesiones, y del creciente número de mujeres que ingresan a la fuerza laboral y al ámbito público. De Estados Unidos emigra a Europa, donde hace una aparición especialmente contundente en Weimar, Alemania.
Janet Ward observa cómo en esta imagen de la Nueva mujer actuó toda una serie de ambivalencias que revelan la ansiedad que acompañaba a la figura de la mujer liberada y autosuficiente. El cuerpo de la Nueva mujer se arquitecturizaba: se conformaba de acuerdo con los nuevos ideales del deporte y la moda, lo que resultó en un delgado y atlético cuerpo que se asemejó a más al de una chica pre púber que al de una mujer madura. La característica más obvia de esta chica era paradójicamente su masculinidad, subrayada también por la moda, que negaba las líneas onduladas del cuerpo femenino y tendía hacia una silueta fluida y lineal sin senos ni caderas. Por lo tanto, Ward declara:
Es en el cuerpo de la Nueva mujer que la cultura superficial de Weimar estaba más claramente inscrita con toda su fuerza -a pesar del hecho de que la figura de la modernidad era predominantemente masculina, y a pesar de la imagen tradicional de la mujer como una figura de Unsachlichkeit [falta de objetividad].
A la Nueva mujer, sin embargo, no se le permitió una larga vida. En Alemania, la reacción violenta contra ella fue la más fuerte al coincidir con el surgimiento del nazismo en los primeros años treinta. Después de la caída financiera de 1929, la mujer ideal fue modelada otra vez como la figura de crianza materna, quien favorecía la tranquilidad de las provincias en lugar del ritmo agitado de la metrópoli. Esta figura maternal claramente le dio la espalda a los llamados por la igualdad y la independencia.
Sin embargo, ya sean mujeres nuevas o antiguas, la mayoría de ellas a inicios del siglo XX negociaba sus vidas respecto a cuestiones relacionadas con la domesticidad. Judy Giles enlista cuatro puntos en los que el efecto de la modernización sobre las vidas de las mujeres fue más prolífico. Primero, el incremento de la urbanización y el desarrollo de la producción industrial habían llevado al fenómeno del suburbio, visto ampliamente como el ambiente ideal para criar una familia. El segundo, el avance del conocimiento y la tecnología médicos había resultado en un mejoramiento sobresaliente de las condiciones básicas de vida. La mejor atención médica, los ambientes más higiénicos, el control de la natalidad y una nutrición más adecuada propiciaron una situación en la que la vida era mucho menos brutal, breve y violenta de lo que fue en el siglo XIX -por lo menos para la clase obrera. En tercer lugar, el cambio hacia una economía consumista había significado un aumento de oportunidades para la comodidad, el disfrute y la autoexpresión. Por último, el éxito del racionalismo científico había cargado el hogar con expectativas contradictorias. Éste permeó el culto a la domesticidad, que se centraba en el amor, la familia y la privacidad, con requisitos en cuanto a eficiencia y control, lo que llevó a exponer el interior a la mirada de los administradores, trabajadores de la salud y expertos domésticos. Todo esto dio lugar a un posicionamiento ambiguo de la mujer ante la modernidad.
Como resultado, las mujeres negociaron formas ambiguas y ambivalentes de verse a sí mismas: algunas veces hacia adelante como agentes del cambio, pero otras hacia atrás como símbolos de la continuidad y la tradición.
En última instancia puede establecerse un cuadro en el que está claro que para la mayoría de las mujeres occidentales la casa fue el lugar donde se efectuó la modernidad:
[…] en la primera mitad del siglo XX, la modernidad para millones de mujeres se trataba de trabajar para crear un espacio llamado “hogar”, en el que la violencia, la inseguridad, la enfermedad, la incomodidad y el dolor eran cosa del pasado. Esto podía proporcionar a las mujeres un sentido de ciudadanía y una participación en el futuro. Más importante aún, trabajar para crear casas mejores les ofreció a muchas mujeres la oportunidad de verse a sí mismas en un papel central para el logro de lo que se consideraba el proyecto de la existencia social moderna, el derecho a definir su propio futuro y la capacidad de estar en control de su propia vida.
Lejos de ser un antídoto a la modernidad, el hogar, de hecho, para muchas de estas mujeres fue el lugar donde se representaba la modernidad. Y este hogar no era visto necesariamente como apretado y estrecho. A menudo era concebido como parte de un esfuerzo más amplio que buscaba una misión civilizadora. Se pretendía trasponer las virtudes domésticas de cuidado amoroso y sutil orientación al nivel de las organizaciones sociales, las instituciones de bienestar y la configuración general del Estado. En ese sentido, muchas mujeres y sus organizaciones manipularon la ideología de la domesticidad de tal manera que les dio acceso a la vida pública y a las posiciones de influencia sustancial, en lugar de circunscribirlas a los estrictos límites de su propia casa.
La oposición radical a los ideales domésticos adoptada por la segunda ola del feminismo, provocada por el libro A
Sin embargo, la realidad está muy atrás de la política y muestra la continua fuerza e influencia de la ideología de la domesticidad. Aunque ésta es hoy día más tácita que explícita, las estadísticas señalan claramente que, en general, los hombres están dedicando muchas más horas a sus puestos de trabajo que las mujeres, y que las mujeres dedican, en promedio, muchas más horas que sus compañeros al cuidado infantil y otras actividades domésticas. En el Flandes de 1999, por ejemplo, los hombres pasaban un promedio de 27 horas y 25 minutos a la semana en sus trabajos, las mujeres solamente 15 horas y 40 minutos; por otro lado, las mujeres dedicaban un promedio de 25 horas y 37 minutos a la semana a las labores del hogar y el cuidado de los niños, y los hombres solamente 13 horas y 26 minutos.
Marshall Berman, All that is Solid Melts into Air. The Experience of Modernity [1982] (Londres: Verso, 1985), 15.
Genevieve Lloyd, The Man of Reason. “Male” and “Female” in Western Philosophy (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984).
Rita Felski, The Gender of Modernity (Cambridge: Harvard University Press, 1995), 2.
[La autora utiliza el término “homelessness” en el original].
Martin Heidegger, “Building, Dwelling, Thinking”, en Martin Heidegger, Poetry, Language Thought (Londres: Harper and Row, 1971):143-162.
Theodor W. Adorno, Minima Moralia. Reflections from Damaged Life [1951] (Londres: Verso, 1991): 38-39.
Peter L. Berger, Brigitte Berger, Hansfried Kellner, The Homeless Mind. Modernization and Consciousness (Nueva York: Vintage Books, 1974).
[La autora utiliza el término “modernism” en el original, se optó por cambiarlo por “movimiento moderno” por carecer de un sustituto en español que abarque el significado del término en inglés.]
Andreas Huyssen, After the Great Divide. Modernism, Mass Culture, Postmodernism (Bloomington: Indiana University Press, 1986), 47.
Richard W. McCormick, Gender and Sexuality in Weimar Modernity. Film, Literature and “New Objectivity” (Nueva York: Palgrave, 2001), 47.
Ver, por ejemplo, Whitney Chadwick, Women, Art and Society (Londres: Thames and Hudson, 1990); Bonnie Kime Scott (ed.), The Gender of Modernism. A Critical Anthology (Bloomington: Indiana University Press, 1990); Susana Torre (ed.), Women in American Architecture: A Historic and Contemporary Perspective (Nueva York: Whitney Library of Design, 1977); Bridget Elliott y Janic Helland (eds.), Women Artists and the Decorative Arts 1880-1935. The Gender of Ornament (Aldershot: Ashgate, 2002).
Ver, por ejemplo, sus textos compilados en Hilde Heynen y otros (eds.), ‘Dat is architectuur’. Sleutelteksten uit de twintigste eeuw [“Esto es arquitectura.”Textos clave del siglo XX] (Rotterdam: nai 010, 2001). Hermann Muthesius(1900): 32-36; Henry van de Velde (1902): 48-50 y Adolf Loos (1910): 63-66.
Hendrik Petrus Berlage, “Over moderne architectuur” [“Acerca de la arquitectura moderna”] (1911), en Hilde Heynen y otros (eds.), ‘Dat is architectuur’, 67-71.
Ayn Rand, The Fountainhead [1943] (Londres: Harper Collins, 1971).
Christopher Reed, “Introduction”, en Christopher Reed (ed.), Not At Home. The Suppression of Domesticity in Modern Art and Architecture (Londres: Thames and Hudson, 1996): 7-17. En su libro reciente, Bloomsbury Rooms. Modernism, Subculture and Domesticity (New Haven: Yale University Press, 2004), Reed es de alguna forma más sutil al distinguir entre el movimiento moderno de la corriente principal, que era antidoméstica, y otras tendencias, como el grupo de Bloomsbury, que más bien nunca desarrollaron sus visiones modernas alrededor del tema de la domesticidad.
Renato Poggioli, The Theory of the Avant-Garde, (Londres: Harvard University Press, 1982), traducción de Teoria dell’arte d’avanguardia, 1962; Matei Calinescu, “The idea of the avantgarde”, en Matei Calinescu, Five Faces of Modernity. Modernism, Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Postmodernism (Durham: Duke University Press, 1987): 93-148.
Peter Bürger, Theory of the Avant-Garde (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984). Traducción de Peter Bürger, Theorie der Avant-Garde, 1974.
Andreas Huyssen, After the Great Divide, VII-VIII.
Bonnie Kime Scott (ed.), The Gender of Modernism, 2.
Vivian Liska, “Die Moderne als Weib”. Am Beispiel von Romanen Ricarda Huchs und Annette Kolbs [“La modernidad como mujer”: Estudios de caso de novelas de Ricarda Huch y Annette Kolb] (Tubinga: Francke, 200), 42-43.
Encontré muy útil el mapeo de estas tendencias hecho por Vivian Liska. Ver Vivian Liska, “Die Moderne als Weib”…, 20-21.
Ver el trabajo de Rosi Braidotti, Sigrid Weigel, Judith Butler o Elisabeth Grosz.
Walter Benjamin, The Arcades Project (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999), 19; traducción de Walter Benjamin, Das Passagenwerk, 1982.
Dona Birdwell-Pheasant y Denise Lawrence Züniga (eds.), House Life. Space, Place and Family in Europe (Oxford: Berg, 1999).
John Ruskin, “Of Queens’ Gardens” [1870], en John Ruskin, Sesame and LiIies y The Crown of Wild Olive, (Nueva York: The Century Co., 1901), 101-102.
Joan Williams, por ejemplo, se enfoca en los aspectos jurídicos. Para ella, la ideología de la domesticidad significó cierto mejoramiento de la situación previa de un patriarcado completamente desarrollado, en el que los hombres conservaban un poder total sobre sus esposas e hijas por la simple razón de que las mujeres eran vistas -de forma inequívoca- como seres humanos inferiores. La domesticidad por lo menos estaba basada en un esfuerzo por conceptualizar a hombres y mujeres como seres hmanos que eran, aunque diferentes, iguales -su diferencia los llevaba a tener diferentes papeles en la vida que no se presentaban en un orden jerárquico, sino complementario. Es claro, Williams consiente, que esta igualdad teórica nunca funcionó tal cual en la vida real, pero la propia evocación de ella, en teoría, ya era un paso hacia delante en comparación con periodos anteriores de la historia occidental. Joan Williams, Unbending Gender. Why Family and Work Conflict and What To Do About It (Oxford: Oxford University Press, 2000), 19-37.
Anne Douglas, The Feminization of American Culture (Nueva York: Knopf, 1978), 12.
John Tosh, “New Men? The Bourgeois Cult of Home”, en History Today 46- 12 (diciembre de 1996): 9-16.
Karen Tranberg Hansen, “Introduction: Domesticity in Africa”, en Karen Tranberg Hansen (ed.), African Encounters with Domesticity (New Brunswick: Rutgers University Press, 1992), 1-33.
Anne McClintock, Imperial Leather. Race, Gender and Sexuality in the Colonial Contest (Nueva York: Routledge, 1995), 5.
La domesticidad se asocia típicamente con la raza blanca, como lo muestra no sólo McClintoch, sino más tarde Wendy Webster. Ella analiza, por ejemplo, cómo en las películas de los años cincuenta y sesenta las personas blancas se representaban consistentemente como parte de una familia y disfrutando el descanso doméstico, mientras que los negros nunca aparecían en un espacio doméstico propio. Wendy Webster, Imagining Home. Gender, ‘Race’ and National Identity, 1945-64 (Londres: UCL Press, 1998).
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Charlotte Perkins Gilman, The Home: Its Work and Influence (reimpresión de la edición de 1903) (Urbanan: University of Illinois Press, 1972). Para una revisión de estas tendencias, ver Dolores Hayden, The Grand Domestic Revolution. A History of Feminist Designs for American Homes, Neighborhoods, and Cities (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1981), y Günter Uhlig, Kollektivmodell Einküchenhaus: Wohnreform und Architekturdebatte zwischen Frauenbewegung und Funktionalismus 1900-1933 [El modelo colectivo de la casa de una cocina. Reforma doméstica y debate arquitectónico entre el movimiento de las mujeres y el funcionalismo 1900-1933] (Giessen: Anabas, 1981).
Mary McLeod y Mark Wigley han comenzado a develar las interconexiones entre la reforma de la moda y la arquitectura moderna. Ver Mary McLeod, “Undressing Architecture: Fashion, Gender and Modernity”, en Deborah Fausch y otros (eds.), Architecture: In Fashion (Nueva York: Princeton Architectural Press, 1994): 38-123; Mark Wigley, White Walls, Designer Dresses. The Fashioning of Modern Architecture (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1995). Sin embargo, la historia completa, de las interconexiones de la reforma social con el movimiento moderno en la arquitectura y las artes aún está pendiente de ser contada.
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Ver, para este argumento, el análisis de Jane Addams en Sharon Haar, “Location, Location, Location: Gender and the Archaeology of Urban Settlement”, en Journal of Architectural Education 55- 3 (febrero de 2002):150-160, y Daphne Spain, How Women Saved the City (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001.
Betty Friedan, The Feminine Mystique [1963] (Nueva York: Norton, 2001).
Ignace Glorieux, Joeri Minnen y Leen Van Tielen, Moeder, Wanneer Werken Wij? Arbeidsmarktconclusies uit het Vlaams Tijdsbestedingsonderzoek 1988-1999 [Mamá, ¿dónde trabajamos nosotras? Conclusiones acerca del mercado laboral de la investigación flamenca de los patrones de tiempo 1988-1999] (Amberes: Garant, 2004). Ver también Tony Chapman, “‘You’ve Got Him Well Trained’. The Negotiation of Roles in the Domestic Sphere”, en Tony Chapman, Jenny Hockey (eds.), Ideal Homes? Social Change and Domestic Life (Londres: Routledge, 1999): 163-180.