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Detengámonos, tras paso forzado por una esquina común, ante la ilusión de un mapa acostumbrado. Ahí, en una puesta gráfico-lógica del lugar -puesta jamás inocente-2 se articula un deseo y el poder efectivo de una organización territorial de la realidad. La discursividad de mapas y la construcción de sitios -entre imaginación y política- comparten una médula latente. Si bien podríamos afirmar que un lugar involucra actos entre lugareños, hablar de actos de espacio y, por qué no, de composición espacial en esta trama, nos lleva por un sendero familiar: aquél que bordea, a veces de modo indecidible, entre la posibilidad de la dirección del proceso de imaginación espacial y su efectiva realización dentro del margen de lo posible, o bien de lo conocido como existente. Patológica ilusión de correspondencia, donde la dirección se enlaza a un poder y, sobre todo, a una toma de poder; toma que no abandona cierto dejo de violencia para afirmarse ante lo que le es ajeno.3 “Lo oficial nunca es del todo cierto”, diremos, si es que en términos de certidumbre hemos de proponer una pugna espacial. Pero si, por otro lado, echamos una pedestre mirada al terreno propio de lo incierto, un paso o dos fuera del pacto ideal -pero en su misma trama- se abre otra posibilidad de preguntar -en lo particular, para quienes emparentados a la arquitectura somos oriundos de los mapas-, sobre el rasgo eminentemente político del arché y su tectónica -de lo gráfico-lógico a la “realización”- cuando no sólo se sujeta a subsecuentes cambios de nombre de linaje,4 sino a otra cosa.
¿A qué?
Si “hacer es todo”,5 para averiguar sobre la actividad de enmarcación espacial y sus consecuencias, no empatemos apresuradamente los actos de lugar con su sentido; quizá entonces broten evidencias de lo que se pone en juego en el hacer-lugar previo a nombrarlo, como parte de su historia de formado, antes de que se le pegue el parásito del nombre.6 Si ha sido probado que hacemos aunque no lo sepamos y aunque lo sepamos lo hacemos aún,7 tendremos más de una razón para sospechar sobre lo que creemos del modo de ser de los lugares: cómo se forman, cómo se usan. Las ilusiones son materiales. Por seguir cierto hilo de teoría crítica, durante la “religión de todos los días” ¿qué estatuto y soporte tienen actualmente los templos cotidianos?
Si la “materialización ideológica” se juega al nivel de la composición de escusados,8 donde no queda duda que el propósito del espacio-marco-objeto es su uso, se abre un orificio en la articulación cartilaginosa entre la creencia y tal uso (donde se podría entrever un pathos -acaso espacial-), por un callejón ante el cual la costumbre nos compele a frotarnos los ojos: los espacios se hacen, son creados, durante el riesgo de vecindad y visita, de práctica y repetición. Aquí es preciso acentuar las sospechas y anidar las tentativas de (creación de) espacio.
Consideremos la narración de la llegada del “sistema casa-territorio”9 expuesta por Deleuze-Guattari, quienes conceden a Hegel10 la especulación histórica del primer arte: el arquitectónico. Curiosamente, lo traen respecto a la obsesión de los artistas por la función (material e ideal) de su producción; marca de su hacer en relación con su mundo. ¿Qué arte más hendido y predispuesto por la utilidad, más acá o más allá, que la arquitectura? ¡Cuánto se ha dicho intentándolo decir! ¿Por qué habría de ser la enmarcación espacial el gesto artístico primigenio? Porque, dicen, no fue que, una vez abandonada la holgazanería nómada, las nuevas costumbres humanas -las “funciones orgánicas”- demandaran la creación artificial de un entorno apto-funcional para tener lugar y realizarse; por el contrario, fue la llegada del territorio, esto es, del hacer-enmarcar el lugar, preñado de la fundación de la pura sensibilidad no-funcional humana, gestada como mutación contingente y amorfa, lo que posibilitó la emergencia de las nuevas costumbres. Una vez llegado, acto seguido, el marco-casa mismo fue rebasado para devenir lugar de otras mediaciones útiles (ritos, “misa animal” de celebración, etc.), lugar precisamente para tales utilidades, y entonces las funcionalidades se transformaron, y aún más, nombraron. Ni territorio ni costumbre se preexisten; se entrelazan mediados por el puro absurdo gesto del arte de espacio. Este doble desplegarse-dejarse a sí para tomarse a sí como otro ya lo vio Hegel y su historia del arte es congruente: el “vector” de la cultura transita, vía superación, del arte a la ciencia; y al borde verse el otro.
Aquí, fuera de haber hecho una revisión reducida y sin pretender citar un “origen”, nos interesa mirar sobre un movimiento lateral; por decirlo, la espuma lateral no incorporada de este devenir de la pura forma pre-textual del lugar: una vez desembocado, ese resto de la enmarcación queda despojado para ser sólo, con palabras de Deleuze-Guattari, un bloque de sensación complejo, sostenido por sí y ofrecido como un marco para exceder -sin fin- las vivencias. Movimiento y actividad de composición de bloques de lo sensible-inútil articulan un territorio y arrancan de éste su propia coherencia surgiendo con lo histórico y en lo histórico. De aquí que la casa sufre también un arrancar: ésta se desenmarca, se excede hacia un universo, se universaliza en cada caso histórico-lateral. El arte-casa ha creado un mundo auto-coherente, pero a la vez lo ha perdido todo; y nosotros, terrícolas, también con éste. Así, la vocación territorial del enmarcamiento y modo de ocurrir relacional e inútil que llamamos “arte de espacio”, resulta un conjunto de marcos “contrapuntísticos”11 que dan pauta para atravesar. Desembocamos de pronto en ese complejo de enmarcaciones llamado ciudad -creando retroactivamente la posibilidad de habernos extraído para hablar de ella.
¿No sucede este tránsito de consecuencia tópica cotidianamente? Este posicionamiento de una posible capacidad poietica de las enmarcaciones de cualquier territorio, que admite una otra categoría en pos de la emisión de las variaciones, permite y hace necesaria la concepción de una cartografía topológica distinta, un aparato para pensar en tanto se localizan estas promesas, necesariamente enmarcadas no por su nombre, sino simplemente por su posibilidad otra, abierta como llaga que se yuxtapone imprevisible, calle a calle, hueco a hueco, a otras. Esta condición poietica que pone en cuestión linaje y utilidad, sin embargo, conlleva consecuencias y demanda políticas; se inscribe muy urbanamente en las problemáticas no problematizadas de una civilidad inmersa en “ideología”. El espectáculo fue un pretexto para que Guy Debord articule esta necesidad:12 no es suficiente el “vitalismo” que afirma el ocurrir de la sensibilidad matérica sin el movimiento especulativo-crítico de las condiciones reales de la urbanidad que nos condiciona, precisamente porque estas condiciones conforman el a priori de nuestras enmarcaciones. La deriva, para Debord -gesto pedestre radicalmente creativo- no tendría lugar sin la radical autoconciencia del discurrir espacial que se reconoce al fin de sí mismo para renacer en cada punto durante la ocurrencia, esto es, durante la construcción y apertura de la situación.13 Sin embargo, bien sabía, incluso en la disolución de la “I.S.” después el mediodía del siglo pasado, que los mapas ideológicos -o bien, el mapa ideológico total, global, llamado capitalismo- continúa conformando y coartando, materialmente, la “universalización” de las enmarcaciones, la posibilidad en todo lugareño de reconocerse en tanto sí y en tanto territorio, en torno a sus vecinos. La crítica del lugar en tanto cuestión de libertad humana, sus pugnas y su verdad, es actual.
Partiendo de la oposición entre “lo que es” y nuestra intervención -búsqueda irreconciliable del estado anfibio14 humano en búsqueda de mediaciones- retomamos el punto donde coinciden partes del pensamiento crítico de la sospecha: la inscripción de esa oposición, como falla inscrita en la sociedad, en la moral, en la cultura, en la conciencia; disfuncionalidad radical harto difícil de problematizar, sostenida del nervio crédulo más íntimo.
¿Qué posibilidad en el malestar original? En camino de la praxis, mientras algunos toman vía analítica en divanes, nosotros proponemos tomar vía arquitectónica para intervenir espacios callejeros. En la espuma viva y vivida del residuo dialéctico late la espacial posibilidad de experimentaciones ocurrentes en la ciudad -qua agregado de enmarcaciones- durante la cotidianeidad de cotidianeidades, donde manan las alteridades y llaman con voz muda por puertas traseras dignas de ficción borgiana: etiquetas alfabéticas de dominio vacío. El afuera, al callejonear un paso a la derecha o a la izquierda, transporta a la extrañamente familiar “tierra incógnita”. Un espectro aún-por-pensar, precisamente porque, hoy en día, en los intersticios de la superficie de la ciudad latinoamericana no sólo se patea con lo real el tablero de la ciudad ideal, sino que, entre (dis)funcionalidades emergentes, se pone en juego el estatuto mismo de las políticas de lo imposible en sus encuentros dislocados con la procuración de lo posible. Aquí la utilidad es definitivamente otra. Empezar por decir algo de ésta, es ya problemático, hasta, por qué no, misterioso.
De ahí la tentativa de un formato situacionista-especulativo, vínculo entre ambulantaje y reflexión; llamado al transeúnte preguntón a que hable y haga hablar (o intente hacerlo), mientras cobra materialidad su pregunta, desde actos espaciales in situ. Desde la parte, partimos el viaje. Es preciso hacerlo sin dejar el marco crítico, como permiso que tomamos libremente para problematizar los problemas y las ilusiones del territorio, quizá, incluso, reconociéndonos en ellas. Doblar las esquinas tomando como pretexto de búsqueda no los hitos, sino su extraño pariente minado al centro por la incoherencia y la incertidumbre: hiatos. Si hay taches en el centro de los mapas, coherencias barradas, pérdidas de ruta, se saltan los espacios pero permiten otras lecturas. Hiatos, flores-paréntesis en los párrafos pretendidos y perdidos. Andar por el hiato, vía el marco del arte de espacio, desde lo sensible y su trabajo, es propiamente volcarse a propiciar lo ciliado de lo inútil, de las memorias incompletas y los gritos silenciosos de las parte-sin-parte,15 haciendo mapa, torciendo la forma del lugar,16 interpretando deseos territoriales de otras resoluciones; mapas ansiosos que surgen en oposición interna.
Decía Derrida que si los hombres se hubieran puesto de acuerdo en completar Babel, no existir.a la arquitectura:17 ese hacer-territorial propiamente fallido como intento de articulación de voces: ______. Y aquel Babel latino está minado. Caminamos por un centro histórico patrimonial lleno de escurridizas esquinas, plagado de irregularidades y órdenes diversos, viejos y nuevos; diversidad no de la “pluralidad multicultural” o “flexibilidad multicéntrica” -por su parte útil como instrumento ideológico- sino de la repetición de las fallas propias de lo universal coartado. Terraplén adyacente a la alcantarilla, de calles pulsantes. Entre violencia y goce y chistes, calles de El Gráfico . Hay arquitectura afuera; participar es inevitable. Vecinos y visitantes, civiles a la vez que inmersos y extranjeros, caminamos por resquicios-fisura de la escisión en el círculo.
-“.Qué círculo?” Preguntan. Por los alternos territorios. Sus goteras.
Doblamos la esquina por lo conocido; dos torsiones más del itinerario y el itinerario pierde su borde. Sí, la enmarcación espacial tiene que ver con lo que se pierde; el arché de la composición está imantado por la instancia del otro; pero requiere recorrerla, visitarla. Si la ciudad puede hablar, necesariamente toma voz de los lugares no propiamente reconocidos, que son fallidos y portan verbo tachado de las consecuencias parasitarias de los actos del lenguaje oficial.
-“.Pero tal cosa como completud contextual?” No la hay.
Un hiato en el centro. .Pero qué torpeza decimos! No hay centro; hay hiatos en la ciudad, universales en su parte. Indecidibles, pero siempre aún por hacerse, por crearse más que creerse. La ranura en la grieta es el mapa y se dice por el hiato, su licencia. La causa territorial es la falta que compele a buscar otras resoluciones. Tomamos el anfibio riesgo.
Caminamos en busca de éste, de su urbana forma, a sabiendas de su ausencia, donde caminar por los pensamientos empata al dejarse y hacerse caminata en banqueta. Hacer rastro y dejar huella, improvisando. México seguir. siendo México.18 Se requiere, por decirlo así, un arché hetero-tectónico; al menos, ese nombre daremos a la labor; dónde sentirse y saberse, quizá prematuramente y con manos inexpertas, recién paridos a hacer; a tomar esta o aquella forma con este o aquel objeto que preexiste en términos de lo que próximamente ha de ser, pero que siempre ya ha sido de ese modo. Nos aguarda una serie de episodios imprevisibles.
- “Está por aquí” Nos han dicho, cerca.
El perímetro se amenaza con la proximidad de ese angosto pasaje; se tienden entre las calles iconos híbridos. Se venden también; se disolverán en la no-inocencia de nuestros mapas. Los edificios pierden altura, la caminata se ha aligerado entre tantas piernas, dejan ya sin estorbo pasar el unificador mediodía. Resaltan toldos coloridos. Actividad detectivesca.
El callejón mide cuatro metros de ancho. Oficialmente. Si uno se atreve a ir, verá que eso no es del todo cierto. Lo oficial nunca es del todo cierto. Extraoficialmente, el callejón a veces mide tres metros y sesenta y ocho centímetros de ancho. En otros extremos, mide cuatro metros y veintiún centímetros. Es irregular, pues. Eso, probablemente, porque jamás cayó, en sus más de cinco siglos de existencia, bajo las coordenadas de la “ciudad oficial”. El callejón, más bien, siempre fue producto de las actividades alternas de la ciudad: en un inicio como atajo entre una calzada que rápidamente se secaba y en otros momentos como prótesis a sus habitantes, quienes históricamente se han distinguido por su comercio barrial: lúdico y excesivo, desafinado y desenfrenado.
Estamos en las cercanías de La Merced. No sabemos por qué, pero en nuestras deambulaciones por esta amiba-metrópoli se nos había escapado este perímetro. Qué lástima, pues los trabajos de rehabilitación urbana, que incluyeron la colocación de pseudoadoquín por doquier, le han borrado ya aquella cualidad mítica, de territorio incógnito. Lo curioso es que, nuevamente, este callejón ha escapado a esa codicia oficiosa de “embellecimiento” sistemático. Si el Centro Histórico se ha empedernido en vestirse de pueblo variopinto, para deleite del turismo, la cultura, la identidad local y la seguridad, hay lugares (¿o no-lugares?) que siguen escapando la mirada fosforescente del pop. En la esquina, hay una señalización, pintada del mismo color que el edificio del cual cuelga, tal vez con la intención de callar el horror que de otra manera delataría, donde dice: “Segundo Callejón de Manzanares”. Nos parece que estamos en una de esas escurridizas ranuras que se descubren, como suelen descubrirse estos sitios, por el relato narrativo del otro.
Llegamos al callejón a pie, caminamos desde lo familiar y pasamos, de inmediato, a lo que lo escapa. Lo que se niega. Lo que también, ¿por qué no?, nos da miedo. Un paso, una mirada y aquí llegamos; una vuelta de noventa grados, un cambio de foco y aquí lo vemos: un hiato en la ciudad. Como manos inexpertas que buscan una hernia, entramos al callejón. Somos un grupo de trece. Algunos ya nos conocíamos: aquí un grupo de tres arquitectos y un cineasta, allá uno de una ilustradora y una psicóloga, más allá la bailarina con el ingeniero. Aún seguían siendo, de un grupo a otro, completos desconocidos. Uno de ellos, que también parece ser nuestro guía, se hace llamar “emprendedor social” -un eufemismo para activista empedernido. Fue él quien nos trajo aquí, donde ya nos comienza a mirar una señora con sospecha. Tiene masa de maíz entre sus manos. Ella, como nosotros, desconoce el motivo por el que estamos aquí.
-Observen -dice el emprendedor.
Observamos. Tres metros y sesenta y ocho centímetros de ancho, a veces cuatro metros y veintiún centímetros. Edificios de tres niveles de como dos metros setenta centímetros de alto en una esquina, posiblemente un entrepiso de doce centímetros, chance veinte, y seguramente hecha de losa maciza, por la época en la que se ve que fue construida. O quién sabe… tal vez de una vigueta y bovedilla temprana… de esas de barro…
Un almacén en construcción en la otra esquina y, al medio, una vecindad, no, una “ruina” de tabique gris y lodo, donde se ve que habitan una multitud de familias. El “emprendedor/mediador” sorprende a algunos de nosotros dibujando un levantamiento arquitectónico del callejón.
-Observen -vuelve a decir el emprendedor.
Hay varios pedazos de varilla empotrada en los muros, a manera de ganchos. Pensamos que son para colgar de allí lonas y toldos. La mitad de esos muros están flanqueados por cortinas de lámina metálica, lo cual nos hace creer que son negocios o almacenes. No podemos dejar de pensar que a pesar de lo olvidado que está este callejón, sus dos entradas son avenidas muy concurridas, muy fotografiadas, embellecidas y en sintonía con el “Centro Histórico de la Ciudad de México, Patrimonio de la Humanidad”. Nos preguntamos si este callejón también es parte de eso.
Pasan los minutos. Algunos de quienes nos acompañan se han puesto a entrevistar a quienes parecen que viven o trabajan aquí. Otros miden con flexómetros las dimensiones del espacio. Hay quienes están dibujando toda clase de garabatos en sus bitácoras. Toman fotos. Deambulan. Como actores sin guión, invitados a experimentar con su cuerpo y sus sentidos este espacio y quienes lo habitan. Hasta fondo musical escuchamos.
-Bien -dice el emprendedor- éste es el Segundo Callejón de Manzanares. Aquí, hasta hace poco más de un año, a lo largo de este callejón completo de más o menos 120 metros de largo, trabajaban unas sesenta prostitutas, algunas de ellas de once años de edad, catorce o sesenta. La mayoría de ellas fueron traídas por la falsa promesa de un matrimonio que les garantizaría una vida digna. Lo que encontraron fueron unos pocos metros de ancho donde por 50 pesos daban su cuerpo sobre un colchón viejo a los albañiles que salían temprano o tenían el turno de madrugada, a veces directamente sobre este piso de concreto. Una y otra vez, durante años. Los padrotes que las engañaron las tenían amenazadas de muerte, de esto, de aquello y más, para obligarlas a quedarse esclavizadas a este callejón. Aquí es donde vamos a trabajar durante estos días. Hagan lo que quieran. Pero hagan algo. No quiero que lo curen. No quiero que lo hagan bonito. No quiero que lo limpien. Quiero que lo despedacen, como un forense de la Semefo hace una autopsia. Órenle.
Pasaron los minutos y pensamos lo que aquí, por unos minutos, significaron 50 pesos.
Ni siquiera la fachada-armazón fungió como límite de intimidad o privacidad. El afuera y el adentro se disuelven, polinizados. Sobre el sólido concreto del callejón se acostaron los cuerpos de las niñas, bajo cubículos improvisados, tensados a muros. Y así, de igual forma, sus cuerpos tensados, sujetos (a ideas falsas)… y los toldos a las varillas.
El callejón mide cuatro metros y cuatro minutos. El callejón, mi-deseo por comprender las configuraciones aquí impresas.
Entonces, los altérterras de-marcamos en remembranza los plásticos-cubículos, con burbujas llenas de historias invisibles, en memoria de aquel callejón de prostitución infantil. [Con el deseo de que estas intervenciones funjan como espejos de aconteSeres urbanos; impronta voluble y versátil de su de-marcación espacial]. Una apertura entre calles, un hiato en la memoria, un vano repleto de remembranza.
Desde una fisura de urbanidad, de aquel callejón-alveolo, salimos a la imperante y abigarrada realidad de La Merced. El re-trato de las estructuras y dualidades; lo inusitado y lo formal; el ambulante y el deambulante; lo surreal y lo predecible; lo “público” y lo “privado”. Nuevamente, lo oficial nunca es del todo cierto. Y de nuevo, cara a cara volcados sobre la vorágine invisible, desembocamos en nuestra ciudad de multificciones (y multifunciones), de imposibles absolutos, cabezas germinales, ca y caminos bifur dos, de bajo realismo imperante, sorpresa e ingenio al mayoreo de brotes espontáneos, sitiados, no citados. Entre las calles, entre nos-otros, entre nuestros ojos, que entre toda ficción [entre de preposición y entre de verbo] discurren, corren y nacen (desde las infranqueables fronteras que nos unen y/separan) para ser la realidad superpuesta -híbrida, caleidoscópica- que nos perpleja y seduce de múltiples colores, lugares, seres y aconteceres. Desde las vértebras a-tópicas de las mínimas células de ciudad, hallamos formas y huecos posibles para manipular nuestros espacios, hacer de nuestras prácticas cotidianas un lugar. Buscamos trazar lo existente, reunirlo; cartografiar en tiempo vivo vertientes-estratos de lo colectivo y su experiencia espacial.
¡(A)notar tales hiatos sin parte! Microestructuras sociales de lo cotidiano, que tapizan de urbanidad lo sólo vano de lo banal. Y en ello, enredarnos entre los hilos invisibles que entretejen el esqueleto de la multitud.
[ A veces fragmentado, a veces inexistente, a veces inquebrantable. ]
Liados e hilvanados, acaecer: salpicar, jaspear, manchar, vetear, tiznar, teñir; o más bien, subrayar, intervenir y derivar, practicar y construir mediante la experiencia de habitar el lugar. Hacer enmarcaciones, desde nuestras propias hendiduras, desde los más mínimos gestos, abiertos a lo ajeno, interiorizados en un destello de alteridad.
En un telar, constelar y suturar. Esto es urbanismo; entre los vínculos estrechos o lejanos, este espacio entre los demás; oblicuo, tangen-te, juguetón. Hallar-leer los acontecimientos vívidos vividos, habitar-practicar un lugar, construido por la propia práctica (individual y colectiva) de morarlo.
[Y de paso, demorar la velocidad de construcción ur-vana19 y densa.]
En nuestro devenir urbano, el espacio colectivo es siempre morada de entrecruces y confrontamientos, ficciones y emociones, o indiferencia o encuentros. En el “vacío” donde al habitar vertimos existencia genuina.
Y construimos. Entre otros, a cielo abierto, vertir y divertir.
Entre nos-otros la ciudad de superficies alberga millones de deslizamientos de los que resultan infinidad de entrecruces y bifurcaciones, coreográficas. Sujetos a la impermanencia que los define, casi nada prevalece físicamente. La obra urbana no termina; se repite cada vez en otro sitio en otro momento. Mientras tanto, sus restos hablan de que ha pasado: la basura, las huellas, las manchas; las marcas, sus territorios. Precipitación urbana: transeúntes con sin-cronía (magnética, frenética o sosegada) dementes cuerdas, de mentes y acuerdos, multitudes ordenadas o delirantes se en-traman y entrelazan.
{bocacalle semáforo banqueta (no) va quieta}
Inquieto el curso incursionado de la sociedad peripatética que baila acrobática entre la cuadrícula de la ciudad, en la vasta superficie, (al ritmo del claxon, de gritos de vendedores, del regular y penetrante sonido del organillo, del chasquido ensordecedor de los camiones, del canto plurifocal manifestante, de los estéreos de compactos piratas, y de la incesante suite callejera, suburbana y poliniza20 cada -toda- esquina (quina al azar).
Mientras los productos económico-políticos de nuestro tiempo atentan en contra de lo humano urbano y de la urbanización de la ciudad, con territorios segmentarios, con políticas carentes e indiferentes a la diversa reunión terrícola, se dirigen con mayor frecuencia a desarrollos que procuran a la minoría de la minoría; lo urbano persiste en los hiatos de sus relatos, en las grietas que, quizá paradójicamente, permiten otras prácticas cotidianas.
En los hiatos de nuestros relatos, en las fisuras de nuestros quehaceres, en las derivas de nuestros andares, buscaremos estos otros lugares, continuos o interrumpidos: en eco con otros, entre cruces.
Pero, lo haremos buscando lo ínfimo entre la multitud, las mayúsculas minúsculas, minuciosamente deshebrando la mega-estructura, resquebrajándola, para trazar resquicios que sean una hendidura de posibilidades, coyunturas. Desde la mirilla: desde nuestro más mínimo espacio (corporal), intervenir alternamente, heterotectónicamente.
Cuartear los paramentos de norma distante, decir con lo no dicho y nombrar sin nombre lo no nombrado, en lengua sensible que sabe callar, e hilar políticas sin pretensión de reparo; son intervenciones experimentales en busca de re-formular un pensar-hacer arquitectura, volverla callejera; tautológica (des)enmarcación, mapa actuado, que no titubea desplegarse al pie de pilas de torres amontonadas en fila por la avenida, entre santos y máscaras, localizadas sin duda bajo nombres y fines; a paso desacostumbrado por la esquina común, deteniéndonos.
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Author
Nuria Benítez
Arquitecta, FA UNAM. México, Mexico
Author
Sergio Beltrán
Arquitecto, FA UNAM. México, Mexico
Author
Francisco Erazo
Maestrando en Filosofía, FFyL UNAM. Arquitecto, FA UNAM. México, Mexico