Introducción
EN MÉXICO, el tema de la paz es relativamente nuevo. Adquirió un grado importante
de pertinencia en la última década, a raíz de que el entonces presidente, Felipe Calderón,
en diciembre de 2006, decidiera declarar la llamada “guerra contra el narcotráfico”,
como una forma de hacerse de legitimad luego de haber llegado a la presidencia a través
de una elección altamente cuestionada. Esta llamada guerra, lejos de representar una
solución real a los crecientes problemas de violencia relacionados con el crimen organizado,
que desde el sexenio anterior habían comenzado, la incentivaron de una manera exponencial.
Aunque si bien es cierto que la violencia creció de manera importante a partir de
la declaración de guerra calderonista, la violencia relacionada con el crimen organizado
había mostrado ya su crudeza en entidades como Guerrero y Tamaulipas, en el sexenio
anterior. Ahora, este escenario de violencia descarnada no es la única muestra de
la enorme crisis que se vive en México. El proceso de descomposición se ha generalizado.
La descomposición de la economía, por ejemplo, se manifiesta en las consecutivas crisis
y el impacto social que estas tienen; la inflación y la consecuente pérdida del poder
adquisitivo; desempleo y reflujo migratorio debido al cierre de empresas quebradas
en uno y otro lado de la frontera; crecimiento del empleo informal; así como una creciente
precarización laboral. Al mismo tiempo, descomposición de las instituciones de gobierno,
incapaces de garantizar seguridad, elecciones justas, respeto a los derechos humanos
y las libertades básicas. En general, los distintos gobiernos parecen ir en contra
de todos los derechos ganados mediante largas luchas sociales, haciendo que los derechos
laborales y políticos retrocedan considerablemente.
Al igual que la “lucha contra el terrorismo”, que otorgó al gobierno de George Bush
un relativo ascenso en la aceptación de su presidencia, en México, la “lucha contra
el narcotráfico” buscó generar una suerte de aceptación del gobierno calderonista
en medio de una vorágine de ilegitimidad, que comenzó desde la campaña electoral y
se consumó con la cuestionada elección de 2006. La búsqueda de legitimidad del segundo
gobierno panista no escatimó en gastos de propaganda y difusión de su imagen, como
también lo ha hecho el gobierno de Peña Nieto durante su administración. De acuerdo
con datos de Fundar, de 2013 a 2016, la administración peñista había gastado más de
36,000 millones de pesos en publicidad oficial, 71% más de lo aprobado por el Congreso,
equivalente a un gasto de 25 millones de pesos diarios, poco más de un millón de pesos
por hora. Es más, la cifra de gasto en publicidad en este periodo de cuatro años rebasó
el gasto ejercido durante todo el sexenio de Felipe Calderón, ya de por sí oneroso
y que ascendió a un total de más de 32,000 millones. Estas cifras son indicativas
del esfuerzo que ambos gobiernos han hecho para construir una imagen de simulación
respecto a la situación nacional, acorde con el relato oficial de avance positivo
y cifras alegres. Pero sobre todo, para generar un discurso de justificación de la
violencia, basado en la necesidad frente a un enemigo magnificado ex profeso, pero que para inicios del 2017 y después de poco más de diez años de guerra, ha
cobrado más de 200,000 vidas, sin contar los poco más de 60,000 muertos por violencia
criminal en el sexenio de Vicente Fox, más los que se sumarán en el último tramo de
la presente administración.
El complejo panorama que atraviesa el país puede ser explicado de diversas maneras
y desde distintos enfoques. En el caso de este escrito, además de tomar en consideración
los elementos internos que han hecho posible esta crisis, como la puesta en práctica
de políticas de corte “neoliberal” y el consecuente abandono de una política social,
orientada desde un eco lejano proveniente de la Revolución de 1910, se intenta enmarcar
los acontecimientos nacionales en un proceso de transformaciones a escala mundial,
a partir de la reconfiguración estatal que se da en las últimas décadas del siglo
XX. Ante ello, resulta necesario partir de una comprensión general de la relación
intrínseca que existe entre capitalismo y Estado como expresiones de la modernidad,
para luego poder dar cuenta del impacto que esta relación tiene en la orientación
y transformación de las estructuras de gobierno y en las subjetividades.
En este sentido, la violencia aparece como una expresión necesaria a la construcción
de una nueva legitimidad en la dominación estatal capitalista. A la par, la idea de
la paz se configura como una demanda que se va ampliando y que se enuncia desde distintas
posiciones. Si bien esta demanda tiene un importante sesgo en la actualidad, como
exigencia del cese de la violencia subjetiva (aquella que aparece como violencia descarnada
y atroz), esta paz se debe entender como insuficiente. En efecto, dicha exigencia
tendría que acompañarse de una demanda del cese de la violencia objetiva, aquella
que no se ve pero que opera como parte consustancial del sistema estatal capitalista.
Es decir, se hace obligatorio pensar la paz no en su dimensión más básica, como paz
negativa, sino elevar la reflexión y la expectativa a la obtención de una paz en sentido
positivo. Este planteamiento adquiere mayor notoriedad a la luz del análisis de la
realidad política en México y la forma en cómo el Estado se configuró en el siglo
XX.
Modernidad, capital y Estado
La modernidad puede ser analizada y explicada desde una doble vertiente: como proyecto
y, al mismo tiempo, como proceso histórico concreto. Entendida como este último, puede
ser definida de distintas maneras, dependiendo del corte y la orientación del análisis.
Así, la modernidad puede iniciar con la llegada de Colón en 1492, a lo que se conocerá
posteriormente como América y la mundialización de la economía derivada de este acontecimiento;
con el inicio del proceso de separación del pensamiento escolástico ocurrido en el
Renacimiento; con la secularización de la filosofía y la afirmación de la razón como
rasgo específico del ser humano individual; con la transformación del régimen político,
la superación del absolutismo y el arribo de las repúblicas sustentadas en las leyes
que los ciudadanos se dan; o bien, con el proceso de transformación de la forma de
producción y satisfacción de las necesidades humanas mediante la maquinización del
proceso productivo a partir de la Revolución industrial.
Por otra parte, la modernidad también puede ser vista como un “proyecto civilizatorio”,
la construcción de una idea de humanidad que se va definiendo y delineando con el
ascenso de este proceso histórico. Una idea de humanidad que tiene su sustento más
importante en la noción de libertad: libertad manifiesta en lo político, garantizada
por las leyes; en lo económico, expresada en la libre empresa y la libertad de intercambio;
en el pensamiento, con la racionalidad que aparece como atributo que distingue a los
seres humanos como facultad. La utilización de esta razón en el tratamiento del mundo
natural, del que este ser humano “moderno” se ha desprendido a partir de una relación
mediada por la técnica, marcará una nueva etapa en la historia, no solo por este distanciamiento,
sino ante la posibilidad de extinción del mundo que aparece como uno de los resultados
negativos de esta forma en que el ser humano moderno ve el mundo y se ve en él.
Sin duda, uno de los aspectos más relevantes de este proceso es el que se refiere
a la secularización de la actividad política y su separación en una esfera autónoma.
Separación que no existió en ningún otro momento histórico anterior, y que implicó
también una separación respecto de lo social. Es precisamente en el contexto de la
modernidad que esta separación se da de manera mucho más clara, manifestándose en
el surgimiento del Estado. En este sentido, “no toda dominación política se configura
en forma de ‘Estados’ separados de la ‘sociedad’. Lo que denominamos ‘Estado’ surgió
recién con la sociedad burguesa capitalista y representa una de sus características
estructurales fundamentales” (Sartori 2006, 206). Así, del Estado como forma de dominación se habla cuando se conforma un “aparato
de poder autónomo y centralizado, separado de la sociedad y la economía” (Hirsch 2001, 33).
Pese a que en la actualidad, hablar de Estado es un tópico frecuentemente utilizado
para describir distintas formas históricas de organización -o bien de dominación-
política, el Estado es una conformación eminentemente moderna en tanto forma social,
es decir, en su calidad de objeto externo y ajeno al ser humano, en el que se manifiesta
su interrelación social de manera desfigurada y no reconocible de inmediato, y en
el que solamente es posible la socialidad en las condiciones económicas imperantes.
Para Hirsch (2001), las dos formas sociales básicas en las que se objetivan las relaciones sociales
en el capitalismo son el valor, que se expresa en el dinero, y la forma política,
que se expresa en la existencia de un Estado separado de la sociedad. El Estado representa
la forma social de darse del capitalismo, por ello aparece como exterioridad a los
sujetos, representa una esfera autónoma que no obstante define el tipo de relaciones
sociales, al configurarse como una forma política y jurídica que regula a los individuos
y garantiza su existencia. Así, el Estado se ha articulado como parte inmanente del
desarrollo mismo de la modernidad, a tal grado que, hoy día, hablar de modernidad
conlleva hablar de la forma capitalista en que se ha desenvuelto como medio de generación
de riqueza y viceversa. Hablar del hecho capitalista refiere por añadidura a la modernidad
como la forma histórica en la que el capitalismo ha logrado desenvolverse de manera
más amplia.
El hecho capitalista, como el modo de darse de una forma histórica, no se presenta
como una estructura externa a los sujetos, ni como una instancia a la que pueda accederse
o sustraerse por simple decisión individual. El hecho capitalista se muestra como
una realidad infranqueable, una especie de destino trágico del que ningún tipo de
acción se escapa, es decir, nada puede estar fuera de él, articula todas y cada una
de las relaciones de esta forma histórica denominada modernidad. Pareciera como si
nada humanamente asequible pudiese existir (dentro de la modernidad capitalista) sin
contribuir en mayor o menor medida a la lógica de la reproducción ampliada del hecho
capitalista. Si nada escapa de dicha lógica, entonces, todo lo cotidiano se vuelve
pretexto para su reproducción, como si, para que algo pueda existir dentro de esta
modernidad capitalista, fuese necesario que suponga, al menos en parte, el soporte
a dicha existencia de la reproducción del capital.
La sociedad capitalista se caracteriza materialmente por sostenerse y desarrollarse
sobre la base de la producción privada, el trabajo asalariado y el intercambio de
mercancías. Obtiene su coherencia y dinámica de la apropiación privada, mediatizada
por el mercado y el intercambio, del plusvalor producido, es decir, del proceso de
valorización del capital. Impulsado por la coerción de maximizar la ganancia, la acumulación
del capital determina de manera esencial las estructuras y desarrollos sociales, las
condiciones de la división del trabajo, la forma del progreso tecnológico, entre otras
(Hirsch 2001, 35). La historia de la modernidad se ha estructurado en torno a ideas claves que se
han convertido en los ejes de articulación de los discursos, la ideología, las formas
de comportamiento y de actuación de los individuos a través de estos últimos cinco
siglos. Los discursos sobre la razón, la secularización, la democracia, la libertad,
la igualdad, se han convertido en los ejes de la discusión corriente sobre la que
se yergue el proyecto moderno.
Es el Estado ese modo de darse de lo gubernativo y lo social en la modernidad capitalista.
De hecho, a la relación Estado compete asegurar la existencia de los sujetos que lo
conforman, regular las relaciones y sancionar a todo aquel que trasgreda dicha relación.
Ahora bien, si el capitalismo es una relación basada en el interés, interés en tanto
que los sujetos buscan la satisfacción de sus necesidades, es el Estado el que se
encarga de regular dicha relación mediante la ostentación del monopolio de la violencia
física legítima, la existencia de un aparato de gobierno, de un aparato de administración
y un aparato legislativo, convirtiéndose así en un orden jurídico que aparece por
encima de la sociedad (nada por encima de la ley, todo bajo ella). En esta perspectiva,
los sujetos aparecen inicialmente como iguales ante la ley y como sujetos libres para
intercambiar, comprar y vender dentro de los márgenes que la relación Estado define
y posibilita. Posteriormente, el Estado reconocerá también las diferencias entre los
sujetos que conforman las sociedades modernas, pero siempre en función de las necesidades
de reproducción del capital.
El Estado, entonces, aparece como el modo de aseguramiento de la relación capital
y de la relación mercado. Asegura el bienestar de los propietarios del capital, tanto
de aquellos que poseen propiedad privada como de aquellos que solo se poseen a sí
mismos. Así, modernidad, capital y Estado aparecen como inescindibles dentro de todo
análisis. La existencia de estas dos esferas (la política, representada en el Estado,
y la económica, representada en el mercado), como esferas independientes, articula
una suerte de contradicción que permite, por un lado, la existencia de un régimen
de intercambio, explotación y dominio organizado en torno a la creación de riqueza,
y que en este proceso se amenace al ser humano al enajenarle lo que de humano tiene
(su trabajo, que es, por cierto, la fuente del valor y la riqueza), y, por otro lado,
la existencia de un régimen de control político que lo permite hasta cierto grado,
es decir, que regula y mantiene la condición que le da sustento y en lo que adquiere
esencia.
No obstante la estrecha relación existente entre modernidad, capital y Estado, sobre
este último priva una visión en extremo simplista que lo reduce las más de las veces
a uno solo de sus atributos. El Estado tiende entonces a ser visto, ya sea como aparato
de Estado, es decir, gobierno, o como monopolio de la violencia, o, bien, solo como
alguna de sus manifestaciones materiales más visibles. Intentar comprender las transformaciones
ocurridas en la actualidad en el Estado, su índice de violencia, de aseguramiento
de la desigualdad y su esencia contrapuesta a la paz positiva, requiere necesariamente
de una revisión articulada de los tres conceptos a los que ya hemos hecho referencia
y que se corresponden mutuamente como modos de soporte. El Estado, como ese modo de
aseguramiento del capital, ha sufrido transformaciones de acuerdo con las necesidades
propias de la reproducción del capitalismo. De aquel modo de regulación estatal conocido
como fordista, keynesiano o Estado benefactor (Welfare State), figura emblemática del siglo XX, hemos arribado al denominado Estado neoliberal,
“posmoderno”, o mejor llamado por Hirsch como “Estado nacional de competencia”, cuya
base es el modo de regulación conocido como toyotismo. Hablar de las transformaciones
del Estado requiere entonces hacer una revisión de las transformaciones históricas
del capitalismo, de su adaptación y su desenvolvimiento dentro de la modernidad.
Los rostros del Estado
Pese a que la forma Estado, como medio de dominación propiamente moderna, puede ser
caracterizada en lo general (como un proceso estructuralmente continuo), en su particular
concreción, en su manera de darse y organizarse a lo largo del tiempo y en sus distintos
espacios territoriales, muestra diversos matices o rostros. Desde sus orígenes, las
diferentes maneras de manifestación del Estado se han estructurado de acuerdo con
las distintas transformaciones que el modo de producción capitalista ha sufrido, muchas
de ellas resultado del impacto de las sucesivas crisis, del empuje de los movimientos
sociales, de las revoluciones científicas y tecnológicas, así como de las transformaciones
culturales y las diferencias entre países centrales y periféricos. Así, el régimen
de acumulación capitalista ha adquirido diversos modos de organización que permiten
su reproducción. Dicha organización representa una transformación de la forma social
Estado, es decir, una adecuación indispensable para la reformulación de las bases
políticas que posibilitan la producción y el dominio del capital.
Luego de la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1929 y del consecuente colapso del
mercado financiero mundial, la caída de precios en el sector primario y la caída de
la producción del sector secundario provocaron la imperiosa necesidad de reorientar
la economía capitalista. La crisis económica repercutió paralelamente en una crisis
mayor, que puso en entre dicho los preceptos políticos y por supuesto económicos del
liberalismo. La necesaria reorganización política y económica estatal, puesta de relieve
por la crisis del 29, recibió un impulso con el inicio del conflicto bélico internacional
de 1939. La Segunda Guerra Mundial estimuló la industrialización de los países periféricos,
particularmente en América Latina, donde el empuje generado por la demanda de productos
primarios de exportación se dio aparejado de un aumento internacional de sus precios.
El aislamiento de las denominadas potencias del Eje del comercio mundial, con el inicio
de la guerra y la disminución de las exportaciones industriales por parte de los países
aliados, redujo la competencia y aceleró la producción de los sectores primarios,
permitiendo un proceso de industrialización relativo que se vio marcado por la imposibilidad
de adquisición de maquinaria e insumos tecnológicos en medio de la escalada bélica,
así como de una precaria infraestructura de transporte que terminó por marcar hondas
diferencias entre los centros industriales y las áreas rurales dentro de países como
México. En este sentido, la urbanización desigual, generada por la atracción de fuerza
de trabajo frente a la industrialización concentrada, trajo consecuencias importantes
en los países periféricos; la insuficiencia de servicios, así como la imposibilidad
de incorporación de toda aquella fuerza de trabajo por el sector industrial comenzó
a generar presión ante la demanda creciente de vivienda y servicios en los denominados
cinturones de miseria. La afectación en los sectores rurales no fue menor, la crisis
generó una caída de los precios de los productos primarios que se intentó controlar
estatalmente mediante su disminución, lo que impidió la modernización de este sector
y permitió que prevalecieran relaciones de explotación intensivas y formas de producción
basadas en el autoconsumo, que difícilmente podían ser integradas al mercado nacional.
Las migraciones campo-ciudad comenzaron a sucederse de manera importante en este periodo,
alimentadas por el crecimiento poblacional, el aumento de la expectativa de vida y
el mantenimiento de la tasa de natalidad.
El proceso de crecimiento desigual entre los distintos sectores productivos impidió
a países latinoamericanos establecer una ruptura con respecto a la dependencia que
ya sufrían en relación con las exportaciones del sector primario. Parte importante
de estas economías seguía dependiente de su régimen de exportación, lo que las llevó
a hacer fuertes concesiones a los países metropolitanos a fin de mantener esos niveles.
A partir de la crisis, se hace manifiesta de manera clara la necesidad de una reorganización
política y económica, a través de la transformación del modo de regulación liberal
hacia uno que permitiera generar estabilidad. El fuerte impacto de la crisis había
logrado socavar la forma de organización del dominio en su forma liberal tanto política
como económica. La superación del proceso de crisis y sus consecuencias partía de
la necesidad de reactivación del mercado internacional, pero sobre todo, de reconstrucción
de los lazos de dominio y búsqueda de nuevas bases para la erosionada legitimidad
estatal, es decir, de búsqueda de hegemonía.
La reactivación del mercado adquirió forma en el modelo productivo de la industria
automotriz, específicamente en la línea de montaje de Henry Ford, basada en los preceptos
organizativos propuestos por Frederick W. Taylor, y que no solo lograron revolucionar
la forma del trabajo sino la de la sociedad en su conjunto, mediante un flujo de mercancías
producidas en serie y de forma masiva, para las que se necesitaba una población con
un tipo particular de subjetividad, que consumiera también de forma masiva. Dicha
transformación de las subjetividades pudo lograrse en gran medida gracias al despliegue
mediático, sobre todo cinematográfico, a nivel internacional del llamado american way of life. La difusión de imágenes asociadas primordialmente con la libertad y la rebeldía
hicieron eco en un contexto mundial marcado por el ascenso de regímenes totalitarios.
Paralelamente, Estados Unidos (EUA) comenzó a partir de 1933, bajo la presidencia
de Franklin D. Roosevelt, un viraje en su relación con América Latina. De la política
de expansión marítima y ocupación militar, iniciada en 1880 como medida de avance
del naciente imperialismo estadounidense, se dio paso a la llamada política de “buena
vecindad”. Así, de una política de “penetración abierta” se pasó a una política de
“penetración pacífica” (encubierta), que no descartó la intervención abierta en casos
necesarios. La correlación de fuerzas, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial,
llevó a EUA más allá de una simple posición de potencia militar hacia la hegemonía
mundial, enmarcando el siglo XX dentro de una modernidad propiamente americana (Echeverría 2010).
En lo político, el giro diplomático de EUA, aunado a las pretensiones de integración
panamericana y de “defensa hemisférica”, frente al ascenso del fascismo primero y
luego del internacionalismo socialista (González 1979, 21), permitieron consolidar un discurso democrático en oposición al totalitarismo que
justificara la política imperial en América en aras de la defensa de un “mundo libre”.
En este contexto, la organización política en América Latina se revistió de un disfraz
democrático, consolidándose gobiernos estables y fieles a los intereses estadounidenses.
En lo social, el nuevo modo de regulación logró un crecimiento económico sólido y
estable que pronto permitió el aumento de los salarios (González 1979, 108), elevando el poder adquisitivo y propiciando el consumo y la circulación de mercancías.
La industria rápidamente tuvo un crecimiento nunca antes visto. Las ciudades se transformaron
en polos industriales de atracción para un sinnúmero de individuos, sobre todo del
sector rural. El sector obrero, ocupado en el ámbito fabril dentro de las ciudades,
se acrecentó considerablemente debido al aumento de la demanda de fuerza de trabajo.
Como resultado de esta incorporación masiva, producto de la industrialización, se
consolidó, al menos en apariencia, una especie de igualdad social dependiente en lo
absoluto del desenvolvimiento mundial del capital.
La estabilidad lograda hizo necesaria la aparición de un sistema de seguridad social
promovido desde el aparato estatal. No en aras de proteger a los trabajadores frente
al capital, tendiente siempre a la sustracción de plusvalor para su reproducción ampliada,
sino en pro de la conservación del nivel de consumo como medida de estabilidad y crecimiento
económico. La ampliación de las masas de trabajadores ocupados en las fábricas permitió
el surgimiento de sindicatos que, tras largas luchas, lograron incidir de manera positiva
en los derechos y las garantías laborales. Por su parte, el aparato estatal se vio
en la necesidad de ceder ante las demandas obreras y frente a la presión indirecta
que el bloque socialista ejercía. Se hizo necesario el despliegue de un aparato de
tipo corporativo que servía de mediador de la relación capital y salvaba de los peligros
de las diferencias de clases existentes, así como medida para regular el mercado interno
al que se le daba prioridad como medio de reactivación de la economía mundial.
En el caso particular de México, la expresión de este modo de regulación post-liberal
se estructuró con características sumamente específicas, que a su vez encuentran sus
cimientos en dos procesos: por un lado, el de la Revolución mexicana, y los orígenes
de esta lucha armada marcada por la incursión de sectores populares con demandas sociales
que terminaron por ser incluidas constitucionalmente, sobre todo aquellas referentes
a la educación, la tierra y el trabajo (manifiestas en los artículos 3, 27 y 123,
marcando un avance importante en lo que respecta a los derechos sociales), y, por
otro lado, el proceso de reconfiguración estatal y de cambio de modo de regulación,
de uno liberal a uno más intervencionista. En su particularidad, tres son las características
principales que definieron el sistema político mexicano en la época postrevolucionaria
y que, de cierto modo, lograron garantizar un alto grado de legitimidad a la dominación
gracias a la creación de un poder estatal hegemónico: el surgimiento de una figura
presidencial constitucionalmente fortalecida, y que de hecho adquirió facultades metaconstitucionales
al convertirse en la fuente de toma de decisiones en última instancia, en todos los
niveles de gobierno, al grado de transformar la presidencia republicana en una especie
de “principado sexenal” (Roux 2000); un régimen oficial de partido único; y, la organización para su control de los
sectores productivos al Estado dentro de una forma corporativa.
En efecto, la existencia de un partido oficial (Cosío 1982, 35) permitió, entre otras cosas, una salida a la crisis política posrevolucionaria,
que amenazaba con el desmembramiento del grupo revolucionario fragmentado en diferentes
grupos (Garrido 1982, 71). El partido oficial logró el sometimiento de los diferentes caudillismos a un poder
central e instaurar un sistema “civilizado” en las luchas por el poder, además de
oficializar la Revolución mediante el discurso y la creación de un sistema de seguridad
social amplio, acompañado de una estabilidad económica y política creciente y sostenida.
A su vez, permitió la consolidación de un ejército federal y el desarme de los campesinos
revolucionarios (Garrido 1982, 221), así como la desaparición de los múltiples partidos políticos regionales que solo
representaban un brazo de la extensión del poder político de los caudillos.
En términos generales, dos características fundamentales para la constitución del
Estado mexicano postrevolucionario han sido: un poder ejecutivo altamente fortalecido
y un partido con carácter de oficialidad, que al menos en pretensión, quiso incorporar
la totalidad de las masas campesinas y obreras organizadas, de manera subordinada
al poder ejecutivo por medio del partido oficial. En gran medida, el poder adquirido
por el partido oficial y el sustento de su legitimidad se debieron a la transformación
del partido en una organización de masas. La incorporación de los líderes sindicales,
obreros y campesinos al aparato partidista, mediante la promesa incumplida de sesión
de puestos públicos y la puesta en marcha de reformas sociales, como la reactivación
del reparto agrario o la nacionalización de los ferrocarriles y del petróleo (procesos
por demás acordes con la permisibilidad que generó la entrada a la Segunda Guerra
Mundial de EUA y su vuelco de una injerencia política de intervención abierta a una
de “buena vecindad”). Convertido en un aparato de masas, el partido oficial logró
su consolidación como un poder hegemónico, gracias a la búsqueda de satisfacción de
las reivindicaciones aún pendientes que la Revolución había incumplido.
Este proceso de consolidación hegemónica del poder estatal permitió generar una economía
nacionalista ad hoc, con políticas económicas proteccionistas que buscaban revertir la crisis económica
mundial de 1929. Para la segunda mitad del siglo XX, la incentivación de la inversión
privada aumentó, se limitó el reparto agrario, se dio por terminada la aplicación
de la “educación socialista” y se llevó a cabo una política de oposición sistemática
de las demandas de los trabajadores (Garrido 1982, 461). Paralelamente se abrió paso a la conformación de un proyecto “integrador”, que
buscaba subordinar los sindicatos obreros y campesinos. Evidentemente, las masas populares
continuaron relegadas de toda participación política real. Incluso los cargos de elección
popular fueron atribuciones correspondientes al presidente a partir de este proceso.
La consolidación del dominio político se fortaleció a partir de factores externos,
como la imposibilidad de los países participantes en la Segunda Guerra Mundial de
satisfacer la demanda de productos del sector secundario. Esto permitió el desarrollo
de una política interna de “sustitución de importaciones” y de fomento a las exportaciones
que impulsó una industrialización relativa en el país, sobre todo a partir de la participación
del Estado en sectores considerados estratégicos y en el rescate de empresas a fin
de conservar los niveles de empleo. Entrada ya la segunda mitad del siglo XX, México
experimentó un crecimiento industrial importante tanto en el sector público como en
el privado -en parte derivado del aumento de la inversión extranjera y el auge en
los precios del petróleo-, aumentando con ello los índices de exportación. La industria,
a la par que crecía, se diversificó y, para la década de 1970, este crecimiento re
percutió en el sector rural, aunque de manera diferenciada entre el norte y el sur
del país.
Sin embargo, para el último tercio del siglo xx, el crecimiento económico se desaceleró
considerablemente. El aumento de precios, la pérdida del poder adquisitivo y la devaluación
del peso frente al dólar, fueron algunos de los signos que ponían fin al llamado “milagro
mexicano” y dejaban en entredicho el modo de regulación que con éxito había logrado
revertir la severa crisis de 1929. Nuevamente, la necesidad de reorientación económica
y de reconfiguración estatal surgió ante la crisis económica y de legitimidad que
se presentaba. En México podemos marcar el inicio de esta nueva crisis a partir del
inicio de la década de 1980 -pese a que ya había sido anunciada por el hito que representó
el movimiento estudiantil de 1968-. Para el sexenio de Miguel de la Madrid, el arribo
de los denominados tecnócratas hizo inminente la aplicación de políticas neoliberales
que terminaron por sepultar la ideología revolucionaria que había sostenido y fundado
los cimientos más fuertes de la dominación, pero, además, abrió un nuevo episodio
en el que la violencia no ha dejado de ir en aumento.
Crisis y reconfiguración estatal
La reorganización estatal en un nuevo modo de regulación, basado en la idea del Welfare State, pese a tener pretensiones universalistas de instauración, no logró afianzarse a
lo largo y ancho del mundo. A lo sumo, el modelo fue exitoso en Europa occidental,
donde incluso la hegemonía estadounidense se vio fuertemente cuestionada. Sin embargo,
en países de América Latina, el modelo fue copiado solo parcialmente a fin de proteger
el mercado interno, sustento de la economía -como en el caso mexicano-. Paralelamente
se dio inicio a un creciente endeudamiento por parte de los países latinoamericanos
como medida para mantener las economías nacionales y el impulso de la industrialización.
No obstante, se realizaron concesiones democráticas como la universalización del voto
y la extensión del sistema de seguridad social, paralelamente acompañado de un ascenso
de las dictaduras militares impulsadas desde la Casa Blanca. Para los países de África,
el modo de regulación de la posguerra jamás pudo ser introducido, siendo su papel
mantenido como meros proveedores de materias primas (Hirsch 2001, 16). En cada una de las naciones donde el modelo fue adoptado, este se configuró de
acuerdo con las características sociopolíticas, económicas, culturales e históricas
específicas.
En gran medida, la etapa de mayor crecimiento y solidez de este modo de regulación
se dio durante la llamada Guerra Fría. Su crecimiento y expansión fue impulsado inicialmente
por la industria armamentística y militar que EUA encabezaba. El gran potencial productivo
y de competencia que dicha potencia ofrecía, paulatinamente, fue convirtiéndose en
factor de presión para la liberalización de los mercados y el libre tránsito de mercancías
en regiones donde antes no existía inversión. Esto fue poniendo fin a la regulación
del mercado interno por parte del Estado e impulsando su apertura y gradual desarticulación.
Ante la importancia que fue adquiriendo el mercado externo, el sector exportador se
fortaleció. Pronto las empresas multinacionales, capaces de movilizar flujos considerables
de mercancías a escala global, se vieron beneficiadas con la liberación de los mercados
y comenzaron a adquirir importancia económica para las naciones.
En general, la crisis de este modo de regulación fue provocada por “un retroceso estructural
en la rentabilidad del capital en todas las metrópolis capitalistas” (Lipietz 1987, 29), es decir, la disminución de la tasa de ganancia y la detención de la acumulación
que se inició con la pérdida del liderazgo económico por parte de EUA, gracias al
éxito obtenido por parte de países de Europa occidental y de Japón, que aplicaron
un modo de regulación altamente competitivo, pero más efectivo en su apertura al mercado
mundial. El liderazgo militar de EUA representó un gasto enorme, lo que le produjo
un endeudamiento que terminó por debilitar al dólar. Por lo tanto, este último dejó
de fungir como la moneda de referencia para las transacciones internacionales, lo
que finalmente obligó al gobierno de EUA a desistir de la garantía en oro de su moneda,
llevando al colapso del sistema Bretton-Woods a comienzos de los años setenta. Con
ello, se sustrajo un sustento decisivo a la regulación política del mercado mundial.
El sistema de cambios fijos, controlado por instituciones internacionales, se disolvió
(Hirsch 2001).
El colapso del sistema estabilizador de los tipos de cambio permitió que el manejo
internacional del dinero cayera en manos de los bancos, creando una subordinación
económica creciente de los Estados a los intereses privados. El Fondo Monetario Internacional
(FMI) dejó de fungir como órgano regulador para convertirse en una especie de “cancerbero”
del capital financiero, sobre todo frente a las naciones deudoras, ante las que logró
imponer condiciones para negociar la deuda. Entre estas últimas se encuentran la reducción
del sistema de seguridad social, con todo lo que ello implica, y la cancelación de
derechos laborales ganados a partir de largas luchas, hasta llegar a la denominada
flexibilización laboral. Asimismo, se comienza un férreo desmantelamiento de las aún
sobrevivientes estructuras campesinas tradicionales. Este proceso de restructuración
estatal, definido como “Estado nacional de competencia”, se caracteriza por la mundialización
dirigida por el capital financiero (Almeyra 2002, 300).
Contrario a la idea de globalización -que implica esencialmente una referencia a la
idea de una aldea global donde las fronteras se diluyen, las identidades se unifican
en la conformación de una identidad global-, la idea de mundialización implica una
referencia al proceso de transnacionalización de los flujos de capitales y del libre
tránsito de mercancías, sin que por ello desaparezcan las diferencias culturales existentes.
Por el contrario, la diferenciación cultural, racial y nacionalista tiende a marcarse
de un modo radical por dos motivos. El primer motivo es que la estabilidad del sistema
político de las naciones comienza a fundamentarse en la apelación a los intereses
generales de la nación en contra de los competidores frente al capital trasnacional.
Las otras naciones se convierten en competidores por conseguir los favores del establecimiento
del capital en sus territorios. Así, los intereses ajenos se convierten en los enemigos
de la nación, como se puede ver actualmente en la posición de EUA frente al Medio
Oriente, en la guerra por el petróleo o contra Venezuela.
En segundo lugar, el resurgimiento de los racismos, nacionalismos, etnicismos y chauvinismos
es resultado del quiebre del viejo sistema de negociación y cooptación corporativista,
de la desregulación y del prácticamente nulo control de lo social por parte del Estado.
La búsqueda de un posicionamiento óptimo frente al capital mundial hace que las naciones
adopten medidas de escasa regulación en lo que a flujos mercantiles e instalación
de industrias se refiere. Se reducen las políticas sociales, aumentan las privatizaciones,
se minimizan los estándares ecológicos a cambio de que el capital se establezca dentro
del territorio nacional, lo que tiene costos sociales altísimos. Las conquistas laborales
logradas a partir de largas luchas se tiran por la borda (como la reducción de la
jornada laboral a ocho horas). Se pone fin a la protección del trabajo femenino e
infantil. Los bajos salarios se vuelven cada vez más precarios. En suma, la dominación
y la explotación se radicalizan. La política misma, otrora dedicada a salvaguardar
la soberanía de las naciones, se somete casi absolutamente a las fuerzas del mercado
mundial. El crecimiento económico deja de estar vinculado con el bienestar de las
mayorías. Se crean grandes zonas de pobreza y marginación en todo el mundo, en comparación
con las islas de bienestar o pequeños sectores que disfrutan realmente de los beneficios
de esta mundialización. Esta tendencia a la radicalización de las diferencias en el
acceso a los beneficios, así como el grado de explotación y marginalidad, impulsan
con mayor fuerza los flujos migratorios hacia los núcleos industriales o de servicios.
Ahora bien, este proceso de transformación estatal hacia un nuevo modo de regulación,
donde la intervención gubernamental se reduce casi a su mínima expresión, no implica
la necesaria desaparición del Estado. El mercado, pese a poseer sus propias leyes
y su lógica particular de existencia, no puede sustentarse por sí mismo, mucho menos
ocupar el lugar de un aparato de Estado y efectuar funciones de seguridad social y
prevención. El mercado, por más libre que pueda parecer, necesita del aparato estatal
como medio de aseguramiento, regulación y creación de las condiciones mínimas necesarias
para posibilitar su reproducción. En efecto, el Estado cumple funciones específicas
dentro de la lógica de reproducción del capital, tales como regular las relaciones
comerciales, controlar los precios de algunos productos, el tránsito de mercancías,
evitar las prácticas monopólicas, etcétera. Es decir, el Estado no desaparece ni se
reduce, simplemente se transforma en un Estado que posibilita y permite, como nunca
antes, la reproducción ampliada del capital, mediante la creación de las condiciones
necesarias para ello.
El Estado, al igual que siempre, funge hoy día como posibilitador de las condiciones
para la reproducción ampliada del capital. La entrada en vigor de tratados de libre
comercio multinacionales, firmados y aceptados desde los mismos gobiernos; la creación
de leyes que revierten los logros de las luchas obreras y que flexibilizan el trabajo
a favor de las grandes empresas; la mínima regulación ecológica; la condonación de
impuestos a empresas y al tránsito de mercancías, son parte de las labores que realiza
el Estado como expresión política de la modernidad capitalista. En este sentido, debemos
tener en cuenta que el capital no es una cosa, sino una relación: “si el capital no
es una forma económica sino una forma de vida humana, entonces el Estado y la política
se forman o constituyen desde y en la totalidad del capital” (Ávalos 1996, 201). En otras palabras, “los mercados no son fenómenos naturales, sino circunstancias
construidas política e institucionalmente” (Hirsch 2001, 144). La mundialización “adelgaza’’ y desgasta a los Estados, pero no los hace desaparecer
sino que los somete francamente al capital financiero internacional. La pérdida de
soberanía internacional y, al mismo tiempo, de consenso popular, debilita los Estados,
convirtiéndolos cada vez más en maquinarias burocráticas autistas (Almeyra 1997).
La descentralización y la desregulación adoptadas por una mayoría de gobiernos, por
recomendación (forzada) de instituciones políticofinancieras como el FMI, la Organización
Mundial de Comercio (OMC) o el Banco Mundial (BM), junto con la presión de los gobiernos
de los países centrales sobre los países dependientes (Almeyra 2004), apuestan por la reducción del papel del Estado en la economía y la apertura de
los mercados nacionales, en los que las proyecciones a futuro dependen del comportamiento
de los mercados mundiales. Paralelamente a este proceso, surgen nuevos productos,
nuevas tecnologías de producción y de comunicación; cambian las formas de organización
fabril; se flexibilizan las relaciones laborales, dentro de una continua transformación
industrial (Hirsch 2001, 122). Del mismo modo, y con la finalidad de restablecer la acumulación de capital y la
generación de riqueza, los organismos financieros internacionales han presionado a
los países dependientes para lograr una reducción de los costos salariales, un incremento
de los tiempos de trabajo y una intensificación del uso de las plantas fabriles. Estas
condiciones han dado pie a una fuerte crítica en contra de los efectos negativos del
proceso de paulatino desmantelamiento del viejo sistema de seguridad del Welfare State. La agudización de las desigualdades ha ido en constante aumento, dando paso a procesos
como el que actualmente vive México, donde la violencia se hace presente de un modo
crudo y descarnado. A la violencia objetiva, inherente al modelo de desarrollo capitalista
neoliberal, se ha sumado el surgimiento de nuevos actores, de poderes fácticos que
de manera directa o indirecta, han sido incentivados desde el aparato estatal, al
ser funcionales con su dominio.
Crisis estatal, violencia y paz
El fenómeno de transformación estatal abrió paso a un creciente retroceso en la cesión
de derechos sociales y laborales para favorecer la acumulación del capital. Este repliegue
estatal de sus funciones de protección social permitió la incursión del capital privado
en la satisfacción de demandas de salud, educación, seguridad, pero de igual manera
abrió la puerta a la expresión de diversas identidades que, en la forma estatal postliberal,
habían sido integradas corporativamente como parte de los diferentes sectores productivos.
En México, la legitimidad del dominio estatal descansó en la representatividad que
ligaba al partido en el poder con los ideales de la Revolución. La herencia discursiva
basada en la reivindicación del proceso revolucionario, la generación de un sistema
de seguridad social y una Constitución política que parecía dar cuenta de esta heredad,
garantizaron una relativa estabilidad al régimen y hasta cierto punto, un alto grado
de hegemonía que se expresó en un pacto de dominación relativamente estable. Este
pacto adquiere forma y contenido, particularmente en el periodo presidencial de Lázaro
Cárdenas, quien a través de su política de masas, fortalecimiento del corporativismo
y de la institución presidencial, así como de una serie de políticas públicas, buscó
dar solución a las demandas planteadas por los sectores populares durante el movimiento
revolucionario.
Este pacto de dominación, no obstante su efectividad, fue roto a partir de una serie
de procesos que pueden identificarse en cinco momentos que si bien, no son los únicos,
sí pueden ser representativos de esa ruptura que termina por poner al país en una
situación de agravada violencia. El primero de ellos puede identificarse con la puesta
en práctica de políticas neoliberales en los años ochenta del siglo xx, proceso acompañando
por el abandono del discurso reivindicativo de los ideales revolucionarios y el inicio
del desmantelamiento del Estado de bienestar. A partir de este momento comienza a
gestarse eso que se ha dado en llamar “adelgazamiento estatal” y que representa una
disminución de la presencia del Estado y sus instituciones en la seguridad social
para dar paso a la participación de los privados en la oferta de servicios como la
seguridad, la salud y la educación, quitándole, por ende, al Estado, el papel de interventor
en la economía y los mercados para permitir que sea la ley de la oferta y la demanda
la que regule al mercado.
El segundo momento lo representa la fuerte crisis que al interior del partido oficial
se da en la segunda mitad de la década de los 80. Esta crisis comenzó a gestarse como
una fractura resultada del cuestionamiento a la forma de elección de los candidatos
presidenciales. Encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y un grupo de organizaciones sociales
y sectores de izquierda, la ruptura dentro del PRI deriva en el surgimiento del llamado
Frente Nacional Democrático, que postuló en aquel entonces a Cuauhtémoc Cárdenas (hijo
del tata Cárdenas) a la presidencia en las elecciones federales de 1988, frente al candidato
oficial, Carlos Salinas de Gortari. Este Frente consiguió aglutinar un amplio espectro
de las organizaciones de la izquierda mexicana, desde sectores moderados hasta sectores
radicalizados, pero que en la coyuntura lograron unificarse primero en el Frente,
y posteriormente en la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Este
momento es muestra de la crisis al interior del partido oficial, pero también marca
el inicio del fin de la hegemonía priista frente a la sociedad en México, aunque este
proceso no represente el fin del partido revolucionario.
El tercer momento importante lo marca el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) el 1 de enero de 1994. Este suceso atrajo la atención de la opinión
pública nacional e internacional al exponer la miseria y la serie de injusticias que
afectan a los pueblos indígenas en el país justo en el momento en que desde el discurso
oficial del gobierno salinista, México estaba en el umbral del primer mundo, muestra
de ello era la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte. La aparición
del EZLN mostró al mundo la realidad que en México los distintos gobiernos habían
pretendido ocultar u obviar, la situación de miseria y atraso social que viven las
comunidades indígenas desde hace siglos y que representa una deuda histórica no saldada,
pero sobre todo, exhibió la indolencia de los distintos gobiernos priistas, que aún,
arrogándose la herencia de los ideales revolucionarios, no habían logrando hacer la
mínima justicia a estos sectores de la sociedad, mostrando que el pacto de dominación
solo fue parcial, que el arribo de México al primer mundo era un ardid propagandístico
y que en el país había un hondo abismo de marginalidad en los sectores rurales e indígenas.
El cuarto momento se da para las elecciones del año 2000, cuando el entonces presidente,
Ernesto Zedillo, renuncia públicamente a su capacidad de designar a su sucesor como
había sido tradición dentro del presidencialismo de corte priista. Esta renuncia a
la tradición, sumada a un hartazgo social consecuencia de las sucesivas crisis, la
inflación, la caída del peso y el aumento del desempleo, la posibilidad de alternancia
-que comenzó a gestarse con la serie de reformas que en materia electoral se realizan
después de la controvertida elección de 1988-, y la campaña del voto útil para “sacar
al pri de los Pinos”, permiten que por primera vez después de poco más de 70 años
un partido distinto al Revolucionario Institucional ocupe la presidencia de la República.
La llegada de Vicente Fox al gobierno federal de la mano del Partido Acción Nacional
(pan) generó una serie de expectativas que no lograron cumplirse. El cambio de partido
en el gobierno no implicó un cambio en la estructura de poder creada por el PRI, así,
el rumbo fijado desde la lógica del neoliberalismo, no solo se mantuvo, sino que se
acentuó como lo demuestra el intento de implementación del Plan Puebla Panamá que
pretendía extender el modelo de la industria maquiladora a todo el sur y sureste del
país, además de impulsar el modelo extractivista de los recursos naturales (Ornelas 2002). La estructura de gobierno basada en la corrupción, el clientelismo y el control
corporativo se mantuvo intacta, de hecho resultó funcional al partido en el gobierno.
Las promesas de investigar los nexos de políticos con el narcotráfico quedaron solo
en eso, al igual que dar solución al conflicto en Chiapas, por mencionar únicamente
dos de los muchos casos. La continuidad y la frustrada transición democrática no abonaron
para restituir el pacto de dominación desgarrado por los tres gobiernos neoliberales
anteriores, así, la alternancia del partido en el poder a partir del año 2000, no
logró generar una nueva base de legitimidad.
Finalmente, un quinto momento puede identificarse en el fraude electoral de 2006,
que llevó a otro panista, Felipe Calderón, a la presidencia. La controversial elección
del 2006, en la que el candidato del pan se hace del Poder Ejecutivo frente al candidato
de la Alianza por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, con una mínima diferencia
de menos de un punto en el porcentaje de votos, así como la negativa por parte del
Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación (TEPJF), de abrir los paquetes electorales para realizar un conteo de los
votos boleta por boleta ante los reclamos y señalamientos por las irregularidades
detectadas durante el proceso de campañas y la elección, terminaron por derrumbar
la ya de por sí frágil legitimidad estatal. Así, la presidencia de Felipe Calderón,
desde su inicio estuvo marcada por la sombra del fraude electoral y un enorme vacío
de legitimidad. Frente a esta ausencia de legitimidad, el nuevo presidente panista
se lanzó a una aventura bélica. Como uno de sus primeros actos como presidente, Calderón
declara la “guerra contra el narcotráfico”, con esta declaración designa a los narcotraficantes
como el enemigo interno a vencer. Despliega al ejército a lo largo y ancho del país
para realizar actividades de tipo policial, claramente contrarias al papel que constitucionalmente
tienen reservadas las fuerzas armadas. Con el ejército en las calles comienza a darse
un fenómeno doble, no solo la violencia vinculada con el narcotráfico no disminuye,
sino que crece exponencialmente, a la par que crecen también las violaciones a los
derechos humanos de la mano del ejército, que sin ningún marco legal claro que acote
sus funciones, comienza a actuar de manera discrecional afectando a la población civil
y particularmente a luchadores sociales y miembros de organizaciones de defensa de
los derechos humanos.1
La llamada “guerra contra el narcotráfico” lejos de acabar con la violencia, la exponenció
a tal grado que en el sexenio calderonista la cifra de muertos llegó a más de 120
mil (de acuerdo con datos del INEGI) y en el sexenio de Enrique Peña Nieto, esta se
continuó, sumando un número de muertos relacionados con hechos violentos que para
el último año del sexenio, ronda cifras similares a las del sexenio anterior. La fallida
estrategia de combate al narcotráfico se ha mantenido pese a su evidente fracaso.
Así, al desmantelamiento del Estado benefactor, o lo que fue su expresión mexicana,
se suma la creciente violencia, generando una combinación de elementos que dificulta
poder pensar la paz como una aspiración posible a corto plazo.
Pensar en la construcción de paz en el contexto mexicano implica pensar en las condiciones
que han posibilitado su inexistencia. Implica pensar esa posibilidad atravesada por
una doble condición. Por un lado, aquella que deriva de lo que se denomina violencia
objetiva y que tiende a no ser percibida de igual manera que como la violencia subjetiva
lo es (Žižek 2007). La violencia objetiva, por su condición sistémica, tiende a ser naturalizada e
integrada rápidamente en el paisaje, al grado de pasar inadvertida y considerarse
como normal. Este tipo de violencia está representada para este caso, en el desmantelamiento
del Estado benefactor y la orientación neoliberal de los últimos seis gobiernos federales,
que han logrado dar al traste con una parte importante de los derechos sociales recién
conquistados hace menos de un siglo, convirtiendo estos derechos en mercancías valorizables
en el mercado como cualquier otro producto, accesibles solo para aquellos que pueden
pagarlos. Este proceso de desregulación estatal debe reconocerse en el marco de una
de las fases del capitalismo más agresivas y violentas, la de la acumulación por desposesión
(Harvey 2003), que desde los años 70 del siglo pasado comenzó a implementarse bajo la presión
de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial
(BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), como una medida de renegociación
de la deuda externa. Este viraje, implicó una feroz privatización de las empresas
paraestatales y los servicios públicos, así como la privatización y explotación de
los recursos naturales, lo cual ha representado una seria presión y amenaza a las
tierras comunales de los pueblos originarios y comunidades campesinas. Este proceso,
a la par que representó una fractura en el pacto de dominación, abrió la puerta para
la organización de la Sociedad Civil, que abandonada ante el retiro estatal quedó
a expensas de los intereses del capital privado, así como de poderes locales que frente
a este abismo gubernamental se fortalecieron, como el caso de los cacicazgos y los
grupos de poder del crimen organizado, sin más opción que tener que organizarse.
Por otro lado, la violencia subjetiva representa esta segunda condición que dificulta
la posibilidad de pensar la paz en un sentido que rebase la reflexión sobre la paz
negativa. La violencia subjetiva, como esa violencia sangrienta ejecutada por un agente
identificable (Žižek 2007), visible y que genera un alto grado de indignación no puede entenderse sino como
una consecuencia de la violencia objetiva. La violencia criminal tiene en gran medida
su origen en un contexto de desigualdad, crecimiento de la pobreza, pérdida de derechos,
aumento del desempleo, es decir, de la enorme injusticia social que se ha fomentado
desde los distintos gobiernos en este país. Aunque si bien, la desigualdad no es por
sí sola y de manera directa el origen de la violencia, en proporciones como las que
existen en México, no deja de ser un caldo de cultivo para la propagación de la actividad
criminal.
Para el caso mexicano, el crecimiento de la violencia, como ya se mencionó con antelación,
puede marcarse con el inicio del sexenio calderonista, pero la decisión del entonces
presidente no debe entenderse solamente en un contexto nacional de búsqueda de legitimidad
ante la controversial elección federal del 2006. Juega en esa decisión la iniciativa
Mérida, adoptada por los gobiernos de México y Estados Unidos en 2007 y que representa
un acuerdo en materia de seguridad y, particularmente, de lucha conjunta contra el
crimen organizado transnacional. Dicha iniciativa representó un aporte por parte de
Estados Unidos de 1,400 millones de dólares en equipo militar y tecnología con la
pretensión de que México mejorara su programa de combate a las drogas y de vigilancia
de su territorio, equipara a las agencias para las tareas de vigilancia y combate
al crimen organizado, dotara de tecnología para coordinación conjunta de las fuerzas
de seguridad de ambos países, contribuyera a un hemisferio más seguro y protegido
donde las organizaciones criminales no fueran una amenaza para los gobiernos ni la
seguridad regional, y, finalmente, impidiera la entrada y propagación de drogas ilícitas
y amenazas transnacionales en toda la región y hacia Estados Unidos (Arámbula 2008).
Bajo el amparo de este acuerdo bilateral, la violencia subjetiva en México creció.
El establecimiento de una política represiva so pretexto del combate al narcotráfico
con el apoyo de los Estados Unidos, hizo estallar el número de muertes relacionadas
con armas de fuego, mismas que, como lo mostró el caso de las operaciones “Receptor
Abierto” y “Rápido y Furioso” fueron introducidas a México por parte de agencias estadounidenses,
como la Agencia Norteamericana de Control de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos
(ATF, por sus siglas en inglés), de manera ilegal, bajo la intención de seguir las
rutas que el mercado negro de armas en México tenía para poder dar con los líderes
de los grupos criminales. No obstante, estas armas, lejos de permitir la captura de
los líderes de los cárteles, fueron usadas contra civiles, como lo reveló la cadena
Univisión en el caso de la masacre de Villas de Salvárcar, Chihuahua, en enero de
2010, cuando hombres armados irrumpieron en una fiesta de estudiantes y asesinaron
a 16 personas e hirieron a otras 12.
La violencia subjetiva en México no es un resultado azaroso, por el contrario, se
ha convertido en una estrategia gubernamental, una razón de Estado para ejercer control
sobre el territorio, los recursos y las personas desde diciembre de 2006. Con esta
apuesta, la implementación del neoliberalismo entró en una nueva fase, de mayor agresividad
y violencia. Desde la llegada al gobierno de Calderón y continuando con el sexenio
de Peña Nieto, se ha dado prioridad en el gasto de los recursos públicos al supuesto
combate al crimen organizado, sacrificando el gasto social en salud y educación por
la compra de armamento y el despliegue de un dispositivo castrense por todo el país.
La “lucha contra el narcotráfico” se ha convertido en el pretexto perfecto para enviar
al ejército a las calles a realizar labores anticonstitucionales, en franca violación
de los derechos humanos, como medio de amedrentamiento y de instauración de un régimen
de miedo que busca desmovilizar a la sociedad civil, como puede verse en el número
de violaciones, abusos, muertes y la desaparición de líderes sociales, miembros de
movimientos sociales, defensores de los derechos humanos y periodistas.
Frente a este escenario, la necesidad de paz no se puede restringir al mero cese de
la violencia criminal, sino a la búsqueda de una paz más amplia, en su sentido positivo,
pues tanto la violencia objetiva como la subjetiva son las dos caras de una misma
moneda. El rezago social existente en diferentes regiones del país, particularmente
en las zonas habitadas por poblaciones indígenas y campesinas, así como los miles
de pobres que se concentran en las zonas urbanas, representan una deuda que el Estado
tiene para con su población. La complacencia con la que los gobiernos, en una actitud
neoliberal, han dado carta abierta a la inversión privada y han dejado hacer y pasar,
niega las condiciones para toda justicia social, pero también ha abierto el camino
para la aparición y operación de poderes extra-gubernamentales que de facto operan como instancias paraestatales.
Pensar la paz en un sentido positivo no es tarea fácil en el contexto que priva en
México. La búsqueda de paz debería atender esa violencia objetiva que genera los otros
tipos de violencia como la subjetiva, es decir, pensar la paz implica pensar más allá
del neoliberalismo y por lo tanto del capitalismo. Por ello, requiere no solo pensar
en una transformación política profunda, también de una transformación de las subjetividades
colectivas en su conjunto, no únicamente de los funcionarios públicos. La ausencia
de paz no podrá resolverse de arriba hacia abajo, por decreto o desde las instituciones.
Se requiere del empuje de los movimientos sociales, de la sociedad civil organizada,
de una salida de esa pasividad y apatía que durante tanto tiempo han caracterizado
al país, pero que afortunadamente comienzan a retroceder en aras de la urgencia por
resolver la actual situación. En este sentido, la exigencia, que en algunos sectores
movilizados comenzó por el simple cese de la violencia, ha escalado y ampliado sus
objetivos, bajo el entendimiento de que no habrá paz verdadera y duradera, sin justicia
social real.