Introducción
LA TESIS central del trabajo consiste en develar las implicaciones y consecuencias
que guarda el concepto de violencia de género para reconocer en su origen el mismo
entramado de donde se construye la identidad génerica de los hombres, las relaciones
entre mujeres y hombres y las relaciones que mantienen los sujetos al interno de cada
uno de estos campos. Una postura que abreva de la aspiración contenida dentro de la
perspectiva de género que permite pensar que, en tanto productos sociales e históricos,
la violencia así como las condiciones de desigualdad y de opresión genérica son factibles
de desmontar.
Una de las ideas que hilvana la exposición de lo que aquí se presenta reconoce que,
pensar críticamente la violencia masculina tiene una genealogía que lo liga indiscutiblemente
con el pensamiento y la acción feminista. Sin embargo, es una postura tributaria tambien
de diversas corrientes que a lo largo de la historia han pensado y contestado críticamente
a la inevitabilidad de la violencia.
Así, para argumentar estas premisas, la exposición está pensada en tres secciones.
La primera de ellas refiere a la gestación, en condición de poca o nula visibilidad,
de aquellas manifestaciones que en distintos momentos se han gestado para pensar en
formas no violentas de convivencia, expresiones que mirarán críticamente desde asuntos
concernientes con los vínculos más proximos hasta eventos macros como las guerras.
El segundo apartado refiere al proceso de tematización de la violencia contra las
mujeres y el arribo de la perspectiva de género. Recogo la propuestas que desde este
campo se realiza para reconocer la violencia como un recurso del poder, esgrimible
en el momento en que los consenso se agotan. Por eso, lejos de ser eventual o fortuita,
tiene un carácter estructural.
Finalmente, la última parte del escrito se centra en reconocer como atributo y requerimiento
de la masculinidad el ejercicio de la violencia, y por tanto se argumenta que toda
violencia es una violencia de género, pues la violencia está intrísecamente vinculada
al proyecto de masculinidad patriarcal. Pensar en la implicaciones que la violencia
cobra en la vida de los hombres, pensada en primera persona, ya sea a través de las
guerras, los enfrentamientos pandilleros, el narcotráfico y otras, puede abrir horizontes
para desheroizar una narrativa que amplia y hondamente coloniza la subjetividad de
los hombres.
Esa es la aspiración, a continuación presentamos los argumentos.
Revisiones críticas sobre la violencia
Una idea hondamente extendida en la cultura, sancionada a través de discursos religiosos,
filosóficos e incluso fundamentada desde premisas científicas, reconocerá en la violencia
una característica intrínsecamente humana. Un mecanismo de sobrevivencia y para visiones
más proclives a su legitimación, un recurso central para nuestro éxito como especie.
A lo largo y ancho de nuestras sociedades, las narrativas de distinto calado, comenzando
por aquella constitutiva de la historia moderna, no solo naturalizan la violencia
sino la glorifican hasta la saciedad. La épica que tiñe estos discursos ha dejado
signos perdurables en la identidad de las naciones y por tanto en la cultura popular.
Basta recordar los festejos que marcan el calendario cívico en la mayoría de nuestros
países. Conmemoramos y celebramos victorias, conquistas, derrotas y revoluciones,
expresiones todas elocuentes de una violencia vuelta hito y fuerza dinamizadora del
trascurrir de los pueblos.
En la heurística de la violencia confluyen cantos exaltados y otros tantos que ontologizan
su condición, transformándola en inevitable y necesaria, pero también coexisten con
lecturas que paradójicamente la tornan invisible, la velan y la convierten en tabú.
Frente a este estado, las perspectivas que han pujado por convertirla en problema,
colocarla en el centro de la reflexión crítica así como aquellas experiencias colectivas
que procuran una vida libre de violencia navegan viento en contra. Continúan como
expresiones marginales en medio de un mar de turbulencias que antojan hundir toda
perspectiva alternativa que aspire a la pacificación humana.
Particularmente, dentro de un contexto en el cual las dimensiones pornográficas de
la violencia tapizan las topografías humanas, arrojar luz sobre las miradas críticas,
desencializadoras y propugnantes de otro tipo de vínculo puede resultar un esfuerzo
ingenuo y de escasa sonoridad. No obstante, el argumento de la precariedad y la falta
de viabilidad no las hace menos necesarias ni tampoco borra los esfuerzos diversos
que desde tiempos remotos se han realizado para vislumbrar un mundo sin violencia.
En este apartado se realizará un breve recuento de estas otras expresiones que tienen
dos dimensiones interconectadas. Por un lado, formas de interpretación que con distinto
formato permitirán leer críticamente las visiones esencialistas y también aquellas
que heroizan las manifestaciones de la violencia y, por el otro, los experimentos
sociales que concentran esfuerzos opositores a las violencias y otros más que desarrollan
modelos para resolver conflictos en distintos niveles sin que medie la fuerza, la
destrucción o el sometimiento de las otras y los otros.
Así tenemos, por ejemplo, cómo en torno a la guerra, experiencia hiperbólica del acto
violento, se han gestado fuertes cuestionamientos a lo largo de la historia. En efecto,
en tanto fenómeno liminal, el paso de las guerras con su muerte, hambre y sufrimientos,
ha provocado contrapuntos que recordarán con insistencia el horror y el error de las
mismas. Las comedias de Aristófanes constituyen uno de esos momentos en los cuales
el hartazgo de la guerra inspirará relatos satíricos y desacralizados de la empresa
bélica. La Asamblea de Mujeres o Lisistrata pueden ser leídos como llamados a la paz pero también, con cierto atrevimiento, interpretarse
como piezas en las que se asientan el protagonismo que los sujetos de género tienen
en esos dos momentos, siendo los hombres los sujetos de la guerra y las mujeres los
de la paz. A esta cuestión volveremos con mayor aliento en páginas subsecuentes.
Más cercano a nuestro tiempo y teniendo como escenario lo que Lenin denominó la etapa
imperialista del capitalismo, el movimiento socialista nucleado en torno a la
Segunda Internacional hizo una lectura de las conflagraciones que a fines del
siglo
XIX y principios del XX sacudían Europa. El consenso al interno de la organización
caracterizó dichos conflictos como disputas imperiales por la posesión colonial
dentro y fuera del viejo continente. El capitalismo era un sistema que
inevitablemente conducía a la confrontación armada y el movimiento obrero, por
tanto, debía propugnar por la paz y encabezar los esfuerzos por desbocar la carrera
armamentista y los discursos chovinistas que hacían de las otras naciones, enemigas
a las que se debía someter. En las postrimerías de la Primera Guerra Mundial las
corrientes más radicales dentro de la socialdemocracia europea impulsaron campañas
para boicotear eso que ya se vivía como inminente. No solo emprendieron
manifestaciones públicas que habrían de enlazar hombro con hombro a quienes tiempo
después se enfrentaron en las trincheras sino además impulsaron iniciativas
contrarias a los bonos de guerra, al enlistamiento obrero en los ejércitos y a
las
políticas militaristas de sus estados. Advirtieron lo que muy prontamente se volvió
una realidad: el engrosamiento de las huestes armadas con la presencia mayoritaria
del proletariado y el costo que para esta clase tendrían los efectos de un evento
de
las dimensiones que esta guerra anunciaba. A pesar de las razones esgrimidas,
los
tambores de guerra y el estruendo patriótico socavaron toda resistencia; los
partidos, sindicatos y organizaciones socialistas fueron absorbidos por la vorágine
bélica y salvo algunas excepciones, terminaron avalando a sus gobiernos en esa
empresa de resultados catastróficos.
No obstante, la incapacidad del movimiento socialista de cambiar el curso de la historia,
la construcción del olvido en torno a estas acciones justamente ha sido uno de los
acicates para perpetuar la idea sobre la inevitabilidad de la violencia. En el trabajo
por desmontar dicha premisa, asentar estas otras experiencias y generar una memoralia
sobre expresiones recurrentes, permite pensar en momentos que fraguan discontinuidades
dentro de esas visiones monolíticas, por mínimas que estas sean. En esa línea, es
imprescindible rescatar de los silencios el legado de los sufragismos norteamericano
e inglés en aquello referido al repertorio de acciones que innovaron y heredaron a
los movimientos sociales subsecuentes, en específico en lo que se conoce como actos
de resistencia pacífica.
El sufragismo constituyó la respuesta colectiva que las mujeres en todo el mundo darán
a la exclusión de la que fueron objeto de los proyectos de organzación social y política
emanados de la Revolución francesa y del programa ilustrado burgués. A su exclusión
de la ciudadanía y en general de la condición de sujetos sociales, portadores de derechos
políticos, sociales y civiles. Así, ante las constricciones de una vida que se decantaba
en la inmanencia1 del espacio privado, las sufragistas demandaron para las mujeres aquello que la modernidad
burguesa colocó como promesas de los nuevos tiempos y que tendría en el ámbito de
lo público un lugar preponderante por los recursos que ahí se ponían en juego tanto
materiales como simbólicos. Es altamente significativo que justo en la disputa por
su pertenencia al mundo de lo político, de la razón y los derechos, recursos apropiados
monopólicamente por los hombres, las sufragistas haya incorporado al quehacer en torno
a la cuestión pública formas de actuación que no persiguieron la destrucción, la marginación o el sometimiento
de sus antagonistas, horizontes que fraguaban la actuación de numerosos movimientos
sociales contemporáneos y que marcaron también el tono de una política que durante
el siglo XIX y buena parte del XX aún no conocía de la institucionalidad democrática.
En sintonía con esos matices, las sufragistas innovaron las formas de expresión a
través de las cuales hicieron saber al mundo de sus demandas. No solo se lanzaron
a las calles masivamente, sino que lo hicieron teatralizando la protesta, generando
desfiles que a manera de grandes performances capturaron la atención de los públicos, que se debatió intensamente por la presencia
de mujeres en la arena política y por la naturaleza de sus peticiones.
Pero no solo produjeron la estetización de estos actos masivos, desarrollaron estrategias
como las huelgas de hambre, las sentadas en lugares públicos, los escraches contra
legisladores y ministros, la firma de peticiones y cartas, el ejercicio de cabildeo,
el encadenamiento en edificios y en actos de abierta provocación, realizaron simulacros
de votación frente a las casillas electorales. Las formas de protesta tenían, además
de los evidentes propósitos de llamar la atención y generar presión, la intención
clara de no lastimar a ninguna persona, incluso en sus acto más agresivos como fue
la colocación de explosivos y otros atentados contra la propiedad, se cuidaron de
que en estos no hubiese vidas que lamentar.
Estas formas de resistencia y de acción política remergieron en el proceso de independencia
de India a mediados del siglo XX. Mahatma Gandhi, uno de sus artífices, resultó gran
conocedor de las estrategias empleadas por el movimiento sufragista inglés y las utilizó
para procurar la descolonización de su país. La idea de que las acciones importaban
más que las palabras y el arrojo de las mujeres, justo en un momento en donde la mística de la feminidad2 decimonónica hizo de éstas, fundamentalmente de las mujeres de la burguesía, la encarnación
de la domesticidad, la abnegación y la pasividad, resultaron una fuente de inspiración
para Gandhi. Este observó, con sorpresa y como un ejemplo, el arrojo de aquellas sujetas,
sobre quienes se dio por sentada la debilidad física y sobre quienes resultaba clara
su vulnerabilidad frente a los cuerpos policiacos y las formas de represión que se
emplearon en su contra. Sin embargo, ello no impidió que se manifestasen y emplearan
esos métodos de acción en el cual sus cuerpos constituyeron un recurso fundamental
de la resistencia pacífica, exponiéndose a los golpes, las torturas, la cárcel y otras
expresiones violentas de los gobiernos y de quienes desde la sociedad se alzaron como
guardianes del sistema de privilegios masculinos. Si las sufragistas se enfrentaban
con entereza a las fuerzas del orden, el pueblo indio también sería capaz de sortear
a través de esas formas de oposición no violentas a uno de los ejércitos más poderosos
de la era colonial (Castaño Dennyris 2016).
La independencia del país asiático se gestó implementado y adaptado algunas de las
estrategias de quienes demandaron el voto para las mujeres, pero será este segundo
movimiento el que se convertirá en uno de los escasos ejemplos rememorados, en los
cuales se observa una fisura exitosa que pone en entredicho el relato epopéyico por
el cual la violencia se reconoce como motor de las gestas humanas. En efecto, en la
renuncia al uso de la violencia fincó, en buena medida, la victoria obtenida por Ghandi
y su gente. El efecto causado alrededor del mundo de las imágenes y anécdotas en las
cuales, las conductas disuasivas de las tropas inglesas adoptaron el símbolo inequívoco
de un abuso flagrante de la fuerza y ayudaron a erosionar la legitimidad colonial
se alimentaron de la postura política implementada por quienes masivamente participaron
en los actos de resistencia y desobediencia civil. La autoridad moral y ética del
movimiento independentista residió en esas acciones multiplicadas por cientos y miles
en las cuales mujeres y hombres recibían estoicamente golpes, eran apresados sin oponer
resistencia así como otras manifestaciones en donde el uso de la fuerza física no
tuvo lugar. En el caso particular de la independencia india, una ecuación política
se invirtió e hizo que la supremacía de la parte con el mayor arsenal bélico y los
recursos para imponerse a través de la fuerza no fuesen el factor relevante en el
resultado de dicha disputa. La apuesta por la paz pareció tender posibilidades históricas.
En los años sesenta del siglo XX, este aprendizaje rindió frutos en otro lado del
mundo, retomado por otros sujetos sociales. Durante esa década, las y los jóvenes
en los Estados Unidos y Europa articularon movimientos masivos que apropiándose de
los insumos aportados por las sufragistas y los independentistas indios construyeron
una forma de ver la guerra que por vez primera pareció adquirir un amplio y profundo
consenso contrario al que había prevalecido en el corazón mismo de las metrópolis.
Así, en lugar de la exaltación al poderío bélico, develaron las consecuencias devastadoras
de las armas nucleares y acusaron a los líderes de las grandes potencias, a los complejos
militares y a la industria ligada a la carrera armamentista de encaminar a la humanidad
a un holocausto de dimensiones civilizatorias. Eran los tiempos de la guerra fría
y de un mundo atrapado en la bipolaridad de bloques que política, ideológica y económicamente
se disputaban la hegemonía histórica. Hegemonía que tendría como puntal el descubrimiento
y la producción masiva de artilugios mortales que alimentaron guerras devastadoras,
escenificadas convencionalmente en las naciones periféricas.
En ese marco, los pacifismos europeos y estadounidense marcharon en contra de la guerra
en Vietnam e intercambiaron flores por armas. De forma masiva los reclutas se negaron
a sucumbir ante las seductoras promesas del Tío Sam y se transformaron en objetores
de conciencia. Este movimiento tiene diversas significaciones sobre las que vale la
pena subrayar algunas implicaciones en materia de género. Como se ha escrito de forma
reiterada, nunca antes en la historia contemporánea pero, igualmente, nunca después
una guerra provocó los niveles de ilegitimidad que aquella escenificada en la Península
Indochina. Entre otras circunstancias su prolongación y la falta de una victoria contundente
por parte de los Estados Unidos posibilitó que las consecuencias indeseadas de evento
crecieran exponencialmente. La llegada de bolsos plásticos que por miles aparecían
con los cuerpos de jóvenes que habían caído en las selvas asiáticas impactó dolorosamente
a la ciudadanía norteamericana. Esta ciudadanía presenciaba en vivo y en directo escenas
televisadas que mostraban los lados tenebrosos y dramáticos de una guerra sobre la
cual se ponía en duda sus intenciones nobles y justas. La lucha por la libertad y
la democracia, monedas esgrimidas para generar el apoyo en otras intervenciones militares,
resultaron insostenibles, por el contrario, la idea de una intromisión con tintes
imperiales comenzó a ser la respuesta que la gente dio sobre la presencia estadounidense
en esos territorios lejanos.
El cuestionamiento motivado por razones diversas trajo aparejada una serie de prácticas
con un alto valor simbólico, y una de estas fue la aparición de jóvenes que se negaron
a prestar su servicio militar. Estos actos masivos tienen relevancia no solo por lo
que implicó específicamente en el proceso de descrédito de esa guerra sino como un
hito en la historia de las masculinidades. En efecto, la insuflación de valores que
había movilizado la participación de los hombres en las guerras resultaron vacíos
para los jóvenes de esa generación para quienes la patria, la valentía, el honor y
la misma violencia carecieron de significado y de asidero identitario. Las flores
y el cabello largo simbolizaban la acogida de signos feminizados, adoptados en ese
periodo para procurar modulaciones distintas de ser hombre menos hostil y más suave,
menos dominante y más empático. Esos jóvenes dejaron en el imaginario estético y ético
modelos alternativos de ser hombre que con mayor y menor éxito serán acogidos por
las próximas generaciones.
Esas formas alternativas de lo masculino representarán uno de los acicates para colocar
dentro de la reflexión crítica la masculinidad dominante o hegemónica que, como veremos
en las próximas páginas, tendrá en la violencia uno de los ejes de problematización.
Pero aunado a ello, en términos históricos, esta experiencia representó un parteaguas
para el florecimiento de la profesionalización por la paz. Así, algunos segmentos
de la bucólica juventud de los sesenta, además de reivindicar la bondad natural de
los hombres3 se transformaron al paso del tiempo en investigadores por la paz, creando instancias académicas dentro o paralelas a las universidades existentes,
particularmente en el norte de Europa. Desde ahí se generaron conocimientos alternativos
a los emitidos por los centros del poder militar y se divulgaron ríos de información
que fortalecían posiciones críticas, extendiendo su influencia más allá de los núcleos
afines al activismo pacifista. Una de las contribuciones relevantes de estas investigaciones
ha sido la creación de esquemas de resolución de conflictos basados en el diálogo
y la negociación. Metodologías utilizadas con relativo éxito en diversas conflagraciones
bélicas, disputas de índole laboral, de política parlamentaria y de aquellas emanadas
del choque de intereses entre actores de la sociedad civil. Así, sintetizando evidencia
empírica, desarrollando modelos de investigación participativa, los estudios por la
paz, que continúan desarrollándose, han forjado un corpus teórico y metodológico. Enfoques que además de servir para denunciar y oponerse a
la violencia, ensayan senderos alternativos en los que la conflictividad humana se
pueda expresar sin la eliminación, la neutralización o el dominio de las otredades.
Mención aparte merecen los esfuerzos que desde la ciencia se han vertido para evidenciar
la carencia de argumentos legítimos que justifiquen la guerra y la violencia. Uno
de los ejemplos sobresalientes se expresó durante el VI Simposio Internacional acerca
del Cerebro y la Agresión celebrado en Sevilla durante 1986 con la Declaración sobre
la Violencia. Documento elaborado por 20 destacados científicos y científicas provenientes
de diversas disciplinas y países del globo.4 A pesar de las intenciones explícitamente no políticas de sus autores, la propuesta
ha regalado a los movimientos en contra de la violencia, sean cuales sean las dimensiones
de su lucha, de la autoridad de sus creadores. Quienes suscriben el documento contradicen
una a una las afirmaciones hechas desde sus propias disciplinas que fundamentan en
el orden biológico y psíquico la agresión, la guerra y la destrucción humana. Es científicamente incorrecto decir, inician cada uno de sus alegatos, que la guerra y la violencia tengan su sustento
en el legado evolutivo, en los genes, las mentes o que parta del instinto. Concluyen
afirmando que “la biología no condena a la humanidad a hacer la guerra -esta- se podría
librar de la esclavitud del pesimismo biológico y tener la confianza para realizar
las tareas de transformación que se necesitan para este Año Internacional de la Paz
(1986) y los años venideros” (Genovés Santiago 1996, 23-27).
Este otro movimiento sentó claves para releer la violencia desde visiones ajenas a
las
racionalizaciones que naturalizaron su propiedad. Dentro de estos aportes la
distinción analítica entre violencia y agresividad, que solían considerarse
sinónimos, ha resultado relevante. Xabier Lizarraga
(2015), desde la antropología del comportamiento, retoma la agresividad
como un imperativo comportamental enmarcado en dinámicas adaptativas, de
supervivencia y sobrevivencia que hacen posibles reacciones, acciones, actividades
y
conductas por parte del individuo.
En contraste, para John Galtung el concepto de violencia resulta un proceso en el
que “los seres humanos están influidos de tal forma que sus realizaciones afectivas,
somáticas y mentales, están por debajo de sus realizaciones potenciales” (1984, 30),
identifica mediante el triángulo de la violencia tres tipos: cultural, estructural (ambas con manifestaciones invisibles ya que están inmersas en estructuras sociales,
culturales, económicas y políticas) y directa (manifestaciones directas). La violencia está encaminada a someter e imponer por
medio de la dominación, da cuenta de un contexto histórico y disminuye la escala en
medida que el sujeto la interioriza, naturaliza y la emplea en sus relaciones cotidianas.
Estas interpretaciones en torno al sustrato natural que podría encontrarse detrás
de la agresividad humana y del contexto histórico que envuelve los vínculos violentos
ha permitido, en efecto, relacionar la factura social de las relaciones y las estructuras
de la violencia y colocar en el dispositivo del poder el origen de estas últimas.
Como veremos con atención estas premisas han supuesto la posibilidad de pensar un
mundo libre de violencia e ir desmontando sus múltiples expresiones.
Uno de esos ejemplos se puede observar en torno a un fenómeno originalmente nombrado
Síndrome del menor maltratado, el cual debido a su incidencia
preponderante en los espacios privados, quedó incluido en la categoría de violencia
doméstica. De acuerdo con Jorge Corsi (1994)
la situación de los niños violentados constituyó históricamente una de las primeras
formas de problematización de la violencia, generando conmoción social planetaria,
así como los primeros recursos institucionales para enfrentarlo. A mediados del
siglo xix cuando el acelerado proceso de industrialización requería mayor cantidad
de mano de obra, mujeres, niños y niñas pasaron a formar parte del ejército de
obreros, quienes laboraban en condiciones lamentables y recibían salarios menores
a
los que se otorgaban a los adultos varones. Es en el marco de este capitalismo
salvaje y en ascenso, también signado por la emergencia del movimiento obrero
y el
movimiento de mujeres, cuando la situación de los infantes en los espacios laborales
comienza a ser tematizada (Corsi 1994,
16).
De esta manera, una nueva sensibilidad despierta en amplios sectores centró su atención
en la explotación fabril de los infantes. Las primeras reformas sociales tuvieron
el propósito de protegerlos mediante leyes que disminuían la jornada laboral, prohibían
la realización de ciertas labores riesgosas o extenuantes, hasta que finalmente pudo
declararse ilegal el empleo a menores. Contrariamente, los intentos por extender medidas
similares que salvaguardaran la integridad de las mujeres no corrieron con el mismo
éxito, debió aguardarse tiempo y sucederse numerosas luchas5 para que se lograra la promulgación de derechos específicos para las trabajadoras.
A través de este proceso por el cual las y los menores de edad fueron separados del
trabajo productivo se construyó la categoría infancia tal como la conocemos hoy en
día. Es decir, un momento especial en el desarrollo de una persona que fue caracterizado
por su fragilidad, inmadurez, vulnerabilidad y por tanto el requerimiento de atención
y cuidad os especiales. Este sino de la infancia tendrá un papel relevante en la procuración
de otro momento en el cual, en torno a estas personitas en ciernes se edificaron recursos institucionales, leyes, así como dispositivos culturales para
evitar la violencia que se ejercía en su contra.
Durante el siglo XX, a inicios de los años 60, en los Estados Unidos comienzan a realizarse
estudios médicos, enfocados en dar seguimiento a manifestaciones recurrentes en los
cuerpos de niños menores de 5 años: hematomas, cicatrices y fracturas. Las pesquisas
develaron el origen de dichas alteraciones y concluyeron que se derivaban del maltrato
físico intencional. Las investigaciones pioneras del doctor Henry Kempe, determinantes
para configurar el cuadro de lo que a partir de entonces se denominó Síndrome del
Menor Maltratado, se replicaron en todo el mundo con resultados relativamente similares.
En esta primera fase de problematización, el fenómeno quedó en manos de los profesionales
de la salud y son las clínicas y hospitales infantiles los encargados de observar
y detectar las dimensiones del maltrato. Posteriormente, con la incorporación de visiones
más amplias provenientes de la antropología, la sociología y la psicología crítica,
se enriquecieron los conocimientos y se logró descentrar de la familia la problemática,
ubicando los vínculos de esta en contextos sociales más amplios (González et al. 1993). Con los datos recabados y la posibilidad de esquemas más complejos e interdisciplinarios,
se cuestionaron los mitos de las familias disfuncionales y se observó, con alarma,
las dimensiones cuantitativas del maltrato, las cuales rebasaban con mucho el carácter
de excepcionalidad, tal como en un principio se pensaba.
A través de este recorrido en el cual la violencia, la agresión, la guerra y el maltrato
infantil se colocan como fuentes de visiones alternativas (permitiendo visibilizar
aquellas expresiones en las cuales se había arrojado un velo o bien generándose discursos
críticos de las motivaciones y las consecuencias de estos actos) sirven de marco para
comprender la perspectiva que nacerá de la mano del feminismo y que pondrá en el centro
de la reflexión la violencia contra las mujeres. Tres elementos serán nutricios de
este concepto, el proceso de visibilización, el de desnaturalización y el reconocimiento
de su dimensión estructural. Ello abordará el apartado siguiente así como del derrotero
que ha llevado a pensar la violencia contra las mujeres y su función de espejo en
la configuración de la masculinidad.
La violencia contra las mujeres
La problematización de la violencia contra las mujeres y su conversión en tema de
relevancia social guarda una vieja historia al menos en el mundo occidental. De forma
puntual se pueden encontrar algunos de sus primeros registros en los albores de la
Revolución francesa, en el marco de la convocatoria a la reunión de los Estados Generales.
En ese contexto, algunas mujeres, en su mayoría burguesas ilustradas, denunciaron,
a través de los cuadernos de quejas, las múltiples situaciones de la vida cotidiana que vivían con oprobio. En esos mismos
demandaron a los legisladores realizar actos que procurasen una mejor educación, una
defensa a los trabajos femeninos, el impulso a la dignificación de la imagen y el
prestigio de las mujeres y por supuesto no faltó la exigencia relacionada con lo que
hoy podríamos considerar, violencia contra las mujeres “el hombre brutal y feroz no deja de serlo y la dulzura no debe ser el único recurso
contra la ferocidad. Hace falta una ley que la prevenga o que castigue sus excesos.
3. Su sexo es el más débil, deben estar sometidas al más fuerte. Sí, pero para ser
protegidas y no oprimidas por él. El abuso de la fuerza es una cobardía” (Puleo 1993, 130).
El feminismo ilustrado de los siglos xviii y xix jugó con la analogía entre el poder
despótico de los tiranos absolutistas con la situación que las mujeres padecían en
sus hogares de la mano de sus autócratas particulares. En las obras de Marry Wollestoncraft
pero también en las de D’Alembert y Condorcet se establece con matices este poderoso
argumento como una forma de irracionalizar la desigualdad prevalente entre los sexos, pero también como un recurso descriptivo
de esa vida carente de derechos, en el momento en que la filosofía de los derechos
se volvía moneda corriente. Si bien, como se ha insistido, la violencia como tal no
se encuentra tematizada sí que existen acercamientos que ya lo enuncian. Como parte
de la herencia ilustrada, John Stuart Mill en su texto La sujeción de las mujeres (2005), realizará una operación teórica que desbordará las premisas del liberalismo
dentro del cual inscribe el fundamento de su perspectiva, no obstante, el filósofo
inglés se percatará de las consecuencias nocivas de hacer del espacio privado uno
en donde prevalezca la libertad absoluta de los hombres. En efecto, dejar sin regulación
el espacio privado en aras de proteger la intimidad, la privacidad y la individualidad
de las personas posibilitó que esas personas libres, léase hombres, gozaran con exclusividad
de las prerrogativas que, además de su claro corte liberal, resultaron en la práctica
androcéntricas. En sentido inverso, en la medida en que las mujeres y la infancia
no accedieron a la condición de sujetos de derechos dentro del mundo de lo público,
el espacio privado se transformó en un territorio en donde carecían de cualquier protección.
Esa desprotección los volvía seres vulnerable a los excesos de poder que los padres
y maridos ejercían ante el amparo de la privacidad y la ausencia de instrumentos que
regularan y posibilitarán la presencia estatal dentro de la sagrada familia. En ese
sentido, Stuart Mill reclamará la generación de leyes para castigar e impedir los
abusos del poder masculino perpetrados en el ámbito de lo íntimo y de las relaciones
familiares.
Si bien, es de destacar la aparición intermitente del tema en la literatura, como
dato en sí mismo puede sugerir la presencia regular de los abusos en la vida de las
mujeres. Pero no será hasta los años sesenta y setenta del siglo xx cuando se cuente
con una explicación alternativa que permita reinterpretar esa regularidad en el marco
de una teoría que dará cuenta de la dimensión estructural. Una lectura a partir de
la cual se comprenderá que la concurrencia de sus manifestaciones no son hechos aislados
y mucho menos obedecen a la mala fortuna de alguna incauta, sino son expresiones generalizadas
que se producen como resultado de las relaciones desiguales y opresivas entre mujeres
y hombres.
Durante la oleada feminista de aquellos años, la violencia emerge como una preocupación
central. Esta comienza a develarse a través de las experiencias acontecidas en los
llamados grupos de reflexión, espacios creados por las jóvenes feministas en donde
se fraguan ejercicios de autoconciencia en torno a la opresión vivida y la revisión
crítica y colectiva del significado de ser mujeres en un mundo. En ese momento apareció
con nitidez la idea de la violencia, nombrada de esa forma, en tanto vivencia que
cruzaba la vida de todas las mujeres, incluso de aquellas que no la habían experimentado
de forma directa. En todos los casos emergía como una posibilidad fáctica y latente,
vivida como un miedo que de tan introyectado y naturalizado la mayoría de las veces
pasa desapercibido, aun cuando este medio marcaba y alteraba las rutas de acción de
las mujeres, su capacidad de movimiento física y personal tanto en los espacios públicos
como en los privados.
De tal suerte, al mismo tiempo que mujeres implicadas en el activismo feminista, realizaban
acciones y generaban documentos estrictamente políticos, muchas comenzaron a reflexionar
y procurarse un espacio en las universidades y en los centros de producción de conocimiento.
En esa sincronía elaboraron una teoría propia para explicar el origen y los mecanismos
sistémicos de la opresión femenina. Es en ese contexto en donde se recupera la noción
de patriarcado para describir e impugnar esa estructura de poder que marca las posiciones de mujeres
y hombres y por supuesto sus relaciones.
Kate Millet (1995), una de las más destacadas
intelectuales del aquel momento, reconoció en el patriarcado un sistema de poder
que
precedía en el tiempo y sobre todo estructuraba al resto de los sistemas de
opresión. Pero quizá una de sus contribuciones más relevantes fue colocar la
violencia como un mecanismo indispensable para la reproducción del mismo. Al hacer
una analogía con el poder político, Millet consideró que el patriarcado descansa
fundamentalmente en su capacidad de generar consensos, de colonizar la mente y
el
espíritu de las mujeres, pero agregará algo más, dirá, al igual que sucede con
aquellos regímenes que se erosionan en su legitimidad, que el patriarcado puede
experimentar momentos en que deja de hacer sentido y de convocar adhesiones. En
esas
circunstancias el recurso de la fuerza se pone en marcha para garantizar la
prevalencia del estado de cosas.
De esa perspectiva se desprenden al menos dos reflexiones que ayudarán a comprender
el carácter de la violencia y por tanto a su erradicación. La primera de ellas, enunciada
en páginas anteriores, refiere al poder como precondición necesaria de las diversas
expresiones de la violencia. Esta no ocurre en el vacío, no son respuestas espontáneas
que aparecen simplemente porque resultan de una pulsión ingobernable o por la presencia
de drogas, alcohol, la falta de educación, la marginación social y otros factores
que podrían formar parte de episodios concretos. La violencia contra las mujeres develó
con nitidez el funcionamiento de esta no solo para las relaciones entre los géneros
sino, en general, para todo tipo de vínculo humano. Las diferencias naturales convertidas
en desigualdades sociales representaron un espejo que con toda plasticidad permitió
acceder al registro donde la violencia emerge convertida en prerrogativa de quienes
detentan las posiciones de superioridad. Es, por tanto, una de las posibilidades,
uno de los recursos que devienen de la existencia de posiciones desiguales que marcan
el devenir entre los sujetos individuales y colectivos. Este rasgo puede leerse con
facilidad al compararse mujeres con hombres y observar las dinámicas que establecen,
en donde la hegemonía de los discursos de género encarnan en mujeres que se mantienen
subordinadas y hombres que aparecen posicionados sobre ellas.
Pero, adicionalmente, la lectura de Kate Millet en torno a la función de la violencia
como garante la desigualdad, avisora justamente cómo esta no se constituye de episodios
excepcionales, que solamente comprometen a quienes viven en la pobreza, a personas
disfuncionales, locas o alcohólicas. La violencia no tiene ese carácter anómico, tal
como se suele interpretar, todo lo contrario, es un recurso profundamente funcional
para el sistema, pero ello resulta una experiencia tan conocida para las mujeres,
aun cuando esté velada y apuntalada por los sentimientos de vergüenza y culpa.
Finalmente, sacar del atrincheramiento privado y hacer de la violencia contra las
mujeres un tema de discusión y relevancia social ha sido uno de los cambios sustanciales
que el feminismo de la ola de los años sesenta y setenta trajo al mundo, al menos
en el occidente. Esto a su vez procuró que esta quedara sometida al análisis riguroso
mediante el cual se dio cuenta de sus diversas expresiones. Se reconoció que si bien
existía como manifestaciones físicas, golpes, mordidas, puntapiés, existían otras
formas menos evidentes, asumidas como parte del débito de ser mujeres como la violencia
sexualizada, otras más que se valían de los recursos emocionales para someter y lesionar,
así como manifestaciones que hicieron de la economía y el patrimonio herramientas
de control. Asimismo, se comprendió el continuo de espacios y relaciones sociales
en los cuales se verificaba la violencia contra las mujeres, un continuo que no garantizaba
ningún territorio libre de la misma. De tal suerte, se develó cómo la calle, la escuela,
el trabajo, el partido o la iglesia representaban territorios en donde el riesgo acechaba
y, como siempre se supo, justo a partir de ese momento se denunció y documentó con
precisión, cómo el hogar y los conocidos, incluso familiares cercanos igualmente se
encontraban entre los victimarios de muchas niñas, adolescentes y mujeres adultas.
Si bien el tema ya había circulado con anterioridad, durante las últimas décadas del
siglo XX,
la violencia familiar, intrafamiliar o doméstica, como se le ha denominado
indistintamente se colocó como el referente conceptual que subsumió las diversas
manifestaciones e incluso las causas mismas de la violencia. Si bien esas décadas
son también momentos de una febril construcción de institucionalidad global6 y local para eliminar todas las
formas de violencia contra las mujeres, mucha de esta energía social se concentró
en
edificar leyes y organismos para enfrentar aquellas expresiones que,
desgenerizadas, priorizaron los acontecimientos sucedidos en el
hogar.
Será hasta entrado el siglo XXI, que en México, al menos, las críticas feministas
al rumbo de las políticas estatales centradas en la familia tengan resonancia y vuelvan
a colocar la condición de género como núcleo de relaciones violentas. No obstante,
el contexto que estructurará la posibilidad de este movimiento político no será otro
que la emergencia del fenómeno feminicida. Será este el marco que urja pensar cómo
y por qué las mujeres son asesinadas, no solo en Ciudad Juárez sino en todo el país,
como lo demostró la investigación diagnóstica sobre el feminicidio en México. En consonancia
con la generación de conocimientos y la necesidad de ese concepto que dio cuenta de
las especificidades genéricas que operaron en los crímenes en contra de las mujeres,
se instrumentaron en el país leyes e instituciones7 así como una cultura que en ciernes, ha colocado el tema, lamentablemente sin la
contundencia y la eficacia necesaria para acabar con esos flagelos.
El feminicidio regresó con todo su dramatismo y crueldad el papel de los hombres en
la generación de la violencia, una responsabilidad que igualmente ya se encontraba
nombrada desde tiempo ha y que de alguna manera constituirá el nudo problematizador
de la masculinidad y los visos de oportunidad para la producción de hombres críticos
y desmarcados de la supremacía. A eso llegaremos en la siguiente sección.
El género y los hombres vistos a través de la violencia
La modernidad consagró en el hombre la representación de la humanidad. En parte, esa
condición de encarnar la universalidad ha sido causa de lo que Daniel Cazés denominó
enajenación de género. Es decir, la falta de conciencia sobre las vivencias específicas de ser hombre en
este mundo y por supuesto cualquier atisbo crítico frente al poder que se usufructúa.
Serán estas características la tónica que marca la identidad, las prácticas y la cosmovisión
de la mayor parte de los hombres. La norma no necesita explicarse, la norma simplemente
es y ese ha sido parte de los derroteros que el privilegio concede a los hombres.
Sin embargo, el feminismo se ha significado como una impugnación contundente al poder
masculino que, entre otros de sus efectos ha provocado pequeñas pero significativas
fisuras a esa condición denominada androcentrismo. Este cuestionamiento ha dejado abierta la posibilidad de que los hombres confronten
su propio ser genérico y con ello experimenten el descentramiento de la norma. Esto,
lejos de ser un proceso terso, generador de elaboraciones igualitarias, ha provocado
reacciones virulentas, algunos hombres y la cultura patriarcal leen la impugnación
como una verdadera amenaza por parte de las mujeres en general y del feminismo en
específico.
De entre los ejes que han propiciado las más importantes reacciones y elaboraciones
variopintas, la violencia, junto con la paternidad se han significado porque se develan
como dos de los elementos que sostienen la masculinidad. Al mismo tiempo, históricamente
la violencia ha sido un punto de inflexión en la vida concreta de muchos hombres en
términos de procesos reflexivos y de propuestas de intervención, acicate de procesos
que persiguen caminos alternos.
En términos de la producción de pistas conceptuales para repensar el valor de la violencia,
la introducción de la categoría género se constituyó en pieza fundamental. A partir
de esta perspectiva se ha comprendido que la condición femenina, así como la masculina,
es decir, la producción de los sujetos de la cultura y de las instituciones productoras
del género refieren antes que nada a un proceso relacional. El hombre, lo masculino,
la mujer y lo femenino, así como otras posiciones dentro de la trama genérica no se
definen ni se contienen cada uno en sí mismos. La producción de esta dimensión definitoria
de la humanidad resulta siempre de un juego especular en donde cada uno de los términos
existe y se comprende, en relación con aquello que se presenta como lo otro, distinción que la propia ideología de género ha anclado en eso que se considera
como la irrefutable y evidente distinción sexual.
De tal suerte, en el tránsito conceptual de la violencia contra las mujeres a la violencia
de género, el énfasis fue colocado para dar cuenta de las relaciones que mujeres y
hombres sostienen, pero con ello también se gestó una ranura para mirar la función
de este dispositivo en la edificación y consolidación de las relaciones intragenéricas.
Particularmente, este movimiento conceptual se volvió relevante para acceder al campo
de la masculinidad y reconocer, en primer término, cómo este resulta un genérico que,
con toda precisión desiguala sistemáticamente a los hombres. La condición racial,
étnica, etaria, religiosa, nacional y las preferencias sexuales constituyen algunas
de las posiciones que marcan el hilado de esa jerarquía, misma que se aceita con el
uso de la violencia como una mediadora de los vínculos que se establecen entre varones.
A eso regresaremos en próximos párrafos.
Antes debemos mencionar que si bien el género emerge como una categoría para revelar
la
presencia de las mujeres en el mundo y, por tanto, la necesidad de pensar sus
relaciones con los hombres, la misma ha fungido como mirador que posibilita observar
eso que definimos como la producción social de los hombres y la masculinidad.
El
género resultó una poderosa herramienta para desnaturalizar e historizar la
condición femenina y masculina y, en consecuencia, se ha vuelto un insumo de primer
orden para irracionalizar la desigualdad que marcan sus vínculos. En ese sentido,
el
cuestionamiento central planteado como eje de las investigaciones y los estudios
a
partir de los años ochenta del siglo XX en torno a los hombres ha sido pensar
cuáles
son esas condiciones históricas y sociales que articulan el imaginario de la
masculinidad y configuraban a los hombres concretos. En consonancia con esa
interrogante, uno de los ejes que suscitó gran interés y preocupación fue el de
la
violencia. En efecto, de la mano del feminismo los hombres emergieron como los
sujetos responsables de los actos que lesionan y acotan las libertades, así como
la
integridad de las mujeres. Lo que estas afirmaciones hicieron fue reconocer de
forma
problematizada el papel de la violencia en la constitución de esta masculinidad.
Si
el sistema de dominación genérica tiene como rasgo la predominancia de lo masculino
y los hombres, estos han resultado históricamente ser los sujetos que detentan
el
poder, sea de las dimensiones que sea. Los recursos que permiten hacer valer la
capacidad de gobernar el campo de acción de otras, tal como definirá Michel Foucault (1988) al poder, pueden ser
múltiples pero la violencia dentro de un sistema de poder tan jerárquico como
el
patriarcal se convierte en indispensable. Para el caso de los hombres, la violencia
se constituye al mismo tiempo en una prerrogativa y un mandato. En ambas dimensiones
se presenta como un fundamento indisociable del ser masculino. Los discursos que
legitimen esta premisa varían, algunos apuntarán a la masa muscular más desarrollada
entre los hombres, otras más recurrirán a la testosterona y más recientemente
la
evidencia empírica de la tesis tendrá su prueba definitiva en el ADN.
La perspectiva de género colocará violencia en el territorio de lo construido. Dentro
de ese complejo de socialización se aprende tempranamente el valor de la masculinidad
y al mismo tiempo, pese a que la ideología dominante señale que ello es fundamento
natural, la masculinidad, como lo han develado especialistas en el tema, resulta en
una suerte de carrera meritocrática cuya validación se realiza de la aceptación de
quienes se asumen pares. Buena parte de las claves de esta serie de pruebas en torno
a la hombría pasan por la expresividad de talante violento. De tal suerte, los hombres
son sometidos desde pequeños a aprendizajes muchas veces contradictorios, por los
cuales la violencia se coloca como acto legítimo, que ennoblece a quienes los esgrimen
o simplemente se dan por hecho, resultan una respuesta esperada porque sencillamente
los hombres actúan de esa manera.
En efecto, las posibilidades heurísticas y políticas de pensar la violencia a través
de la mirada de género estriban en la insistencia de este reconocimiento para pensar
estos actos como resultado de fuerzas sociales y pensarlas en contextos sociales que,
además, tienen un marco histórico. Esto ha sido capital para el movimiento de mujeres
y todas sus propuestas para erradicar la violencia contra ellas; sobre la premisa
del origen aprendido, se ha supuesto igualmente la posibilidad de generar formas que
desalienten, castiguen y erradiquen comportamientos opresivos. Pero como categoría
también auxilió a descentrar del espacio doméstico la atención casi exclusiva en la
violencia contra las mujeres y permitió acceder a esos otros registros en las que
esta también acontecía.
Sin embargo y quizá aquí radica la tesis sustancial del presente trabajo, esta perspectiva
replanteó la necesidad de volver a pensar la violencia en general, esa que se explica
por un sinnúmero de variables y contextos como acciones que no se producen al margen
de la constitución de la masculinidad. En consecuencia, fenómenos como la guerra,
la delincuencia organizada, los enfrentamientos entre pandillas o bien aquellas escenas
que encuentran a perfectos desconocidos liándose a golpes en la calle, todos ellos,
así como la cultura que tolera, heroiza u oculta se encuentran imbuidos completamente de género. A pesar de que no logren
tematizarse de esa manera.
Michel Kaufman (1998), en uno de sus textos más
sugerentes, planteará la idea de la violencia de género vista como una triada
indisoluble. Dirá que la violencia en contra de las mujeres, asunto central sobre
el
cual se expresó con urgencia la crítica a la violencia, nunca aparece aislada
de
otras manifestaciones que, como insistirá, también se fraguan en la producción
genérica de los hombres. Una de estas serán aquellas expresiones múltiples que
desencuentran a los hombres en conflictos que lesionan y vulneran su vida, su
integridad y su dignidad.
La violencia entre hombres, como hemos mencionado anteriormente, constituye una de
las mediaciones sistemáticas que cruzan los vínculos cercanos y de lejanía, individuales
y colectivos, institucionalizados o bien producidos en condiciones de ruptura del
tejido social, tal como acontece en nuestro país y en muchas partes del mundo. El
hecho de que los hombres son quienes protagonizan de forma aplastante esos episodios
podría resultar un fenómeno que de tan obvio parezca intrascendente, pero justamente
aquí radica una pista para sospechar del modelo de masculinidad y trazar las rutas
de ese enlazamiento con la violencia. De tal suerte, tal constante habla de esa configuración
que con mayor contundencia política e investigaciones que la respalden problematicen
las pautas que han hecho de los hombres el sujeto de las energías tanáticas y destructivas,
mismas que no solo lesionan la vida de las mujeres sino también la de los hombres.
En este momento en donde las fuerzas que dinamizan la economía se nutren de jóvenes
varones quienes, ante el agotamiento de la idea del futuro como promesa y frente a
la marmita del tesoro ubicada aquí y ahora, el negocio de la sangre parece potenciar
los valores más tradicionales y riesgosos de esa masculinidad. Así en esta sinergia
entre el capitalismo gore y las fuerzas de patriarcado, parece insuflarse la valentía, el arrojo, el riesgo,
y, por otra, el sometimiento cuando no la destrucción de quienes se convierten en
enemigos. En estos momentos de saturación de sangre, la urgencia por construir la
paz y por hacerla sostenible se presenta también como algo aspiracional honda y sentidamente.
En su construcción, los hombres tendrán que poner en marcha su papel, porque, en su
doble condición -de víctimas y victimarios de la violencia-, habría intereses propios
para erradicar la violencia en todas sus dimensione y espacios. Pero justo la contribución
desde este vector genérico requiere de esa revisión crítica y del desmantelamiento
de pautas de sociabilizarse como hombre en los cuales la jerarquía y el dominio resulten
fuertemente indeseables.