Introducción
DESDE EL ENFOQUE de la Salud Pública (ESP) han sido sugeridas algunas explicaciones
y prácticas preventivas de la violencia, pensadas casi siempre desde la conducta individual
y a partir de atributos personales. La Organización Mundial de la Salud (OMS)1 afirma que “es posible prevenir la violencia y disminuir sus efectos, de la misma
manera en que las medidas de salud pública han logrado prevenir y disminuir las complicaciones
relacionadas con el embarazo, las lesiones en el lugar de trabajo, las enfermedades
infecciosas y las afecciones resultantes del consumo de alimentos y agua contaminados
en muchas partes del mundo” (Krug 2003, 3). Los resultados obtenidos desde esta propuesta
son desalentadores. Es evidente la necesidad de reformular esta problemática y construir
nuevas miradas. Buscamos plantear maneras de acercarnos al estudio de la violencia
desde el campo de la salud para ejercer posturas que no descarten el carácter político
del problema.
En este sentido, el objetivo de este trabajo es pensar el marco explicativo que se
utiliza para estudiar la violencia desde el ESP y explorar sus alcances y limitaciones;
intentar otras maneras de acercarnos a esta como problema de salud pública, y, traducir
su carácter político y su práctica, para lo cual primero es necesario entender el
marco interpretativo que se utiliza para estudiar la violencia desde la salud pública.
Del extenso planteamiento que se hace de la violencia desde dicho enfoque, se consideraron
como elementos de análisis la definición adoptada de violencia, el modelo ecológico
desde el cual se busca explicarla y sus clasificaciones como categorías centrales
para entender el marco conceptual de su abordaje.
Violencia y salud pública: el problema de su definición
La violencia se define desde el ESP como “el uso intencional de la fuerza o el poder
físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad,
que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos,
trastornos del desarrollo o privaciones” (Krug 2003, 5). Este planeamiento da la posibilidad
de considerar, además de los actos violentos, las amenazas y la intimidación, donde
el poder proviene de las relaciones interpersonales, incluyendo así el descuido o
los actos por omisión, el suicidio y otros actos de autoagresión. Al mismo tiempo,
se reduce el resultado del acto violento a lesiones, muerte, daños, trastornos o privaciones,
es decir, a la parte
visible y cuantificable de la violencia. También se introduce la probabilidad como
única encargada de explicar la ocurrencia de daños o lesiones a partir de modelos
que usan asociaciones estadísticas construidas con base en el riesgo.
Dicho enfoque señala que uno de los aspectos más complejos consiste en precisar la
intencionalidad. En este punto, se especifica que, aunque “la violencia se distingue
de los hechos no intencionales que ocasionan lesiones, la presencia de la intención
de usar la fuerza no significa necesariamente que haya habido la intención de causar
daño […]. En efecto, puede haber una considerable disparidad entre la intención del
comportamiento y las consecuencias intentadas” (Krug 2003, 6). En la definición adoptada
en el ESP, se vincula la intención con el ejercicio del acto violento mismo, y su
relación con las consecuencias que este acto asume a partir de la probabilidad. Entonces
se hace un amalgamiento entre el acto violento y la persona que lo realiza. Si bien
señala que la intencionalidad del actor de la acción violenta puede ser con o sin
la intención de causar daño, esta se realiza por una motivación “interna”. Desde su
definición es operada una simplificación teórica del problema. En efecto, pensar en
la violencia como el uso intencional de la fuerza o del poder físico equivale a considerarla
como un acto y no como un fenómeno situado en un contexto específico. Al perpetrador,
se le pone en la misma escala de intervención en todos los hechos. Con esta idea,
se contribuye a obviar y desvanecer las posibles responsabilidades que podrían tener
factores de orden estructural así como instituciones sociales concretas.
Por otro lado, se advierte en el ESP que “la definición lleva implícitos otros aspectos
de la violencia que no se enuncian en forma explícita. Por ejemplo, tipifica los actos
violentos como públicos o privados, reactivos o activos, con carácter delictivo o
no, asumiendo que “cada uno de estos aspectos es importante para comprender las causas
de la violencia y elaborar programas de prevención” (Krug 2003, 6). Desde esta óptica
son elaborados programas de prevención bajo una lógica de criminalización. Por ejemplo,
en estudios empíricos sobre violencia, “la intencionalidad de las lesiones de causa
externa tiene una fuerte asociación con consumo de alcohol y otros psicotrópicos”
(Castro, Rendón, Rojas, Durán y Albornoz 2006, 2), como si las sustancias por sí mismas fueran el motor que impulsara al sujeto a
ejercer la acción violenta, desligándola de los procesos sociales que en realidad
la originan.
En cambio, consideramos que explicar la violencia con el enfoque de riesgo, como sugiere
Skolbekken (1995, 291), equivale a “enmarcarla desde la “epidemia del riesgo”, la cual refleja las construcciones
sociales de una cultura en particular en un momento determinado de la historia”. A
su vez, es otorgarle a la probabilidad y a la técnica la capacidad de explicar el
origen de la violencia e identificar los elementos sociales que entran en juego para
que esta ocurra y se proyecte en la sociedad. Como señala Ulrich (1998, 504), “el riesgo no parece ser más que parte de un cálculo esencial, un medio de sellar
fronteras a medida que se invade el futuro. El riesgo vuelve previsible lo imprevisible”.
No se valora la violencia como un acto sistémico, resultado de un entramado fenomenológico
y contextual. Mucho menos se relaciona la violencia en su dimensión política, es decir,
con la cuestión de su monopolio por parte del Estado y sus instituciones, a pesar
de que “la violencia estatal desempeña un papel central en el proceso de reconfiguración
hegemónica, a su vez, ella misma se reorganiza y lo hace principalmente bajo dos modalidades,
que se han caracterizado como guerras: a) la llamada guerra antiterrorista […], y,
b) el combate contra la inseguridad y el crimen organizado, que ha proporcionado la
extensión y reorganización del sistema penitenciario” (Calveiro 2012, 59). En suma, el acto violento desde el ESP se muestra como parte del crimen. Considerar
la violencia desde este enfoque es partir de la epidemiología, en términos generales.
Es identificarla con el enfoque de riesgo, desde la probabilidad como determinante
del daño a la salud. Sin duda alguna, la explicación de lo que es la violencia desde
este enfoque implica enmarcarla y contenerla bajo ciertas formas que, a su vez, desconocen
otras visiones.
Por lo tanto, resulta fundamental adoptar un concepto de violencia que exprese el
problema desde una mirada política y reconocer que, como lo señala Foucault (1993,
6), “es necesario proceder a un análisis del poder, no desde su representación, sino
desde su funcionamiento”. Coincidimos en que, si queremos hacer un análisis del poder,
debemos hablar de poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas
y geográficas. “El poder es esencialmente lo que reprime” (Foucault 2006, 28), y el
enfoque de riesgo precisamente deja de lado este análisis.
El modelo ecológico y la violencia: límites explicativos
En el modelo ecológico, la salud/enfermedad resulta de la interacción entre agente,
huésped y ambiente, en un contexto tridimensional que descubre tanto las relaciones
de factores causales entre sí, como las relaciones directas con el efecto. A partir
de este modelo, “comprender la naturaleza polifacética de la violencia” (Krug 2003,
13) pasa por dar racionalidad y objetividad al problema y manifestar que se tiene
las herramientas teóricas y técnicas para abordarlo, partiendo de afirmaciones basadas
en factores de riesgo y probabilidades de peligro. Así, para ser peligroso solamente
es necesario cubrir un “perfil de riesgo”, funcionando al mismo tiempo como soporte
teórico y sustento empírico. Es a partir de estos elementos que se tasa la probabilidad
de ser víctima o perpetrador de actos violentos, tratando de explicar el origen de
la violencia. Para ello, se parte de que ningún factor por sí solo explica por qué
algunos individuos tienen comportamientos violentos hacia otros, o el motivo por el
cual la violencia es más prevalente en algunas comunidades que en otras. Se asume
que bajo el modelo ecológico, el origen de la violencia se produce en cuatro niveles
de análisis: el individual, el relacional, el comunitario y el social. En este sentido,
“el modelo explora la relación entre los factores individuales y contextuales y considera
la violencia como el producto de muchos niveles de influencia sobre el comportamiento”
(Krug 2003, 13).
En el primer nivel (individual), se pretende identificar factores biológicos y personales
en general, “como la impulsividad, el bajo nivel educativo, el abuso de sustancias
psicotrópicas y los antecedentes de comportamiento agresivo o de haber sufrido maltrato”
(Krug 2003, 14). En este nivel, la violencia se sitúa en cada persona o para una persona,
se destacan los factores biológicos y se centra la atención en las características
del individuo, las cuales aumentan la probabilidad de ser víctima o perpetrador de
actos violentos. Se conjuga el ingrediente biológico resumido en “predisposición a
la agresión”, materializado en factores de riesgo. El contexto social lo transforma
en características personales, como, por ejemplo, ser pobre. En general, la explicación
se centra en “conductas de riesgo”, como conductas patológicas o conductas delictivas.
“Abordar el problema a nivel individual tiene implicaciones distintas de las que tienen
los estudios a nivel poblacional. Es considerar las variables tratadas como características
de individuos y no de grupos” (Pellegrini 1999, 220). En consecuencia, el nivel individual termina apuntando hacia la predisposición
de las personas a ser violentas, criminalizando y estigmatizando la pobreza.
En el segundo y tercer nivel, el modelo ecológico indaga el modo en que las relaciones
sociales cercanas -por ejemplo, con los amigos, con la pareja y con los miembros de
la familia- aumentan para el individuo el riesgo de convertirse en víctima o perpetrador
de actos violentos. “En general, el estrato socioeconómico bajo de la familia se asocia
con violencia futura” (Krug 2003, 14). Finalmente, a nivel social, el análisis incluye
las políticas sanitarias, educativas, económicas y sociales que mantienen niveles
altos de desigualdad económica o social entre distintos grupos. Socialmente, se “crea
un clima de aceptación de la violencia que reduce las inhibiciones contra esta, y
que crean y mantienen las brechas entre distintos segmentos de la sociedad o generan
tensiones entre diferentes grupos o países” (Krug 2003, 14). Bajo este razonamiento,
la violencia se tornará en conductas patológicas/conductas delictivas. El modelo ecológico
reduce el componente social en factores familiares, comunitarios, culturales y “otros
agentes externos”, haciendo hincapié en que la socialización es un elemento clave.
Asimismo, postula que la violencia comprende dimensiones organizativas, institucionales
y culturales que pueden conducir a la selección de estrategias violentas por parte
de ciertos actores sociales.
Ahora bien, si explicar la violencia desde el modelo ecológico contribuye a conocerla,
este sigue siendo insuficiente. En efecto, al dividir las causas de la violencia en
individuales, relacionales, comunitarias y sociales, da la posibilidad de sistematizar
todos los factores que la determinan, al mismo tiempo que estos cuatro niveles acaban
abreviándose en su “influencia sobre el comportamiento”. Al seccionar la violencia
en niveles, al particularizarla en riesgos, al igual que el ESP del que es parte,
el modelo ecológico descontextualiza y despolitiza la violencia. Describe algunas
asociaciones pero no comprende el fenómeno social en toda su complejidad, pues bajo
esta óptica, el problema de la violencia se traslada hacia el comportamiento, y más
específicamente, al comportamiento de las clases más precarizadas, en el sentido de
que, “si la pobreza se debe principalmente al comportamiento de los pobres y no a
las barreras sociales, lo que hay que cambiar es entonces ese comportamiento y no
la sociedad. […] La política social abandonó progresivamente la meta de reformar la
sociedad y ahora se preocupa, en cambio, por supervisar la vida de los pobres (Wacquant 2010, 54).
Con el modelo ecológico, se convierte al individuo precarizado en responsable de la
violencia, contribuyendo a una lógica de “criminalización de la pobreza, derivada,
por un lado, de la restructuración de los mercados económicos y del progresivo desmantelamiento
del Estado social y, por el otro, de un proceso de construcción social de las clases
marginales como clases peligrosas” (Tinessa 2010, 39). Desde este planteamiento, el ESP coincide con la función de “la inseguridad como
discurso social privilegiado [que] se ha convertido en la herramienta que legitima
un accionar” (Vázquez 2014, 224), en el que la seguridad social es sustituida por la seguridad pública, uniendo pobreza
con delito e inseguridad con delincuencia. En otras palabras, “la masificación del
miedo en el imaginario social [...] bajo la gubernamentabilidad neoliberal [...] resulta
ser un argumento lo suficientemente plástico y amenazante como para desviar el foco
de preocupación hacia el supuesto comportamiento maligno de ciertos individuos, sacando
del centro del debate a las políticas y las lógicas neoliberales” (Codoceo y Ampuero 2016, 27).
En este mismo sentido, hablar de riesgos desde el ESP es contribuir a considerar que
“la causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia
de condiciones sociales [...]. Su objeto aparente, justamente demasiado aparente, dado que en estos últimos años tiende a invadir el
debate público hasta la saturación: la delincuencia de los “jóvenes”, las “violencias
urbanas”, los múltiples desórdenes cuyo crisol serían los “barrios sensibles”, y las
faltas de urbanidad de los que sus habitantes son presuntamente las mayores víctimas
y, a la vez, los primeros culpables” (Wacquant 2010, 28). Estas formas de entender la violencia, la salud pública las asumió como propias,
en calidad de desasosiegos por resolver.
Tipos de violencia: su clasificación
La OMS clasifica la violencia en tres categorías generales: la autoinfligida; la
interpersonal y la colectiva; planteando las diferencias de los tipos de violencia
a partir del número de personas involucradas en el acto considerado violento. Por
lo tanto, esta visión continúa centrando el problema sobre los individuos, sin incorporar
una visión contextual/histórica. Además, pretende explicar “los tipos de violencia
que existen en todo el mundo en la vida cotidiana de las personas” (Krug 2003, 21).
Los riesgos son presentados como categorías científicas, sin la necesidad, para quienes
las traen a la discusión, de explicar la naturaleza de las relaciones apenas descritas
empíricamente. Solamente “se establece que las causas han de buscarse al mismo nivel
en que se produce el problema y se procede a la cacería afanosa de factores individuales
de riesgo” (Silva 2005, 310).
Sin embargo, la violencia constituye un problema complejo que invariablemente se abordará
desde una posición política e ideológica. Entonces, más vale reconocerlo. Por eso,
Butler (2011, 16) afirma que, en todo análisis, “no hay un solo marco y los marcos no son precisamente
estáticos [...]. El marco no simplemente contiene o exhibe lo que contiene, sino que
participa activamente en una estrategia de contención, produciendo y haciendo cumplir
de un modo selectivo lo que se contará como realidad”. Bajo esta idea, desde el ESP
podemos decir que la elección de los factores de riesgo y su asociación con la probabilidad
están permeadas por cuestiones ideológicas (como por ejemplo, pensar en violencia
de pareja y no en violencia de género, o separar la violencia de pareja de la violencia
sexual). Al clasificar “causas” o “riesgos” de violencia en grupos, se contribuye
a imaginar que, “como todos los fenómenos sociales, los enemigos simbólicos son construidos
y reconstruidos cada día en la interacción cotidiana siguiendo no una lógica racional,
sino la lógica del discurso social, del sentido común, de la mitología social (Tinessa 2010, 40).
Con la tipología de la violencia propuesta por la OMS, los factores individuales y
contextuales se sintetizan en comportamientos organizados en diferentes “cajones”.
Se establecen como los causantes de la violencia y se adecuan los factores de riesgo
al tipo de violencia del que se trate, sin más. Partir de esta clasificación es formar
parte de la política desde donde “las estrategias de control social radican, en suma,
en la gestión de determinados grupos, de determinadas categorías de sujetos hacia
los cuales se dirige la vigilancia, la incapacitación y la intimidación. [...] Se
ubica al mismo nivel de importancia y complejidad a “todas las violencias”, distinguidas
entre sí no por su carácter o naturaleza sino por los factores de riesgo que cada
una de ellas entraña. Así, el esp termina colocando, en un mismo plano de análisis
probabilístico y estadístico, un suicidio y un genocidio, o un linchamiento popular
y una masacre militar. Aquí, “el individuo, el sujeto desviado como “caso”, solo tiene
relevancia en cuanto sea posible clasificarlo en una categoría, sobre la base de una
valoración probabilística y estadística del riesgo […]. Después se procede a una clasificación
de los sujetos dentro de grupos homogéneos de riesgo. [...]. (Giorgi 2005, 70).
El control no se ejerce ya tanto sobre individuos concretos desviados (actuales o
potenciales), cuanto sobre sujetos sociales colectivos que son institucionalmente
tratados como grupos productores de riesgo. […] La meta es redistribuir un riesgo de criminalidad que se considera socialmente
inevitable. (Giorgi 2005, 39).
Desde la salud pública, en particular en el estudio de la violencia y, en general,
de los problemas de salud colectiva, se contribuye a construir lo que Wacquant (2001, 46) denomina como el “estatus de infraclase” con el cual se estigmatiza a los pobres
y que se establece desde afuera (y desde arriba), o sea, desde la sociedad “oficial”
donde, los especialistas de la producción simbólica -periodistas, políticos, académicos
y expertos gubernamentales- lo asignan con finalidades de etiquetar a los presuntos
miembros de tal clase y poder ejercer un poder de control y disciplinamiento sobre
ellos. A su vez, esta forma de organizar la violencia sirve para encubrir que su origen
está en:
la expansión de la mercantilización de los recursos naturales, así como de las empresas
y servicios públicos nacionales, [que] le han quitado a los Estados de los países
en desarrollo su base material para legitimar sus funciones de protección social y
civil, […] desplegar programas y políticas destinados a “enjugar” las consecuencias
más evidentes de la pobreza y amortiguar (o no) su impacto social y espacial. También
contribuyen a determinar quién queda relegado, cómo, dónde y durante cuánto tiempo.
(Wacquant 2001, 175).
Desde el ESP, se responsabiliza a los sujetos de ser los violentadores/violentados,
eclipsando así la violencia estructural y la lógica general del sistema social en
las que ellos enmarcan sus acciones. Aquí, la pobreza no es calificada como un problema
resultado de la economía de libre mercado, ni por la ausencia de políticas públicas.
En contraposición con ello, resulta necesario “plantear el problema de la pobreza
como un fenómeno de violencia que se manifiesta como violencia estructural en el proceso
de exclusión de grandes sectores de la población de las posibilidades de acceder a
los bienes sociales y culturales que ofrece el sistema social” (Rodríguez 2004, 42). Solamente desde esta perspectiva alternativa, la salud pública dejaría de condenar
a los pobres, desviados y enfermos, señalados como los principales responsables de
todas las violencias.
Consideraciones finales
A partir de la definición misma que da a la violencia, la OMS toma una postura ideológica
que contribuye a considerarla como resultado del accionar del sujeto individual, aislado
de su contexto político y económico, y no de determinismos sociales, hoy caracterizados
por “el ahondamiento de las desigualdades y la generalización de la precariedad salarial
y social como consecuencia de las políticas de desregulación y de la deserción económica
y urbana del Estado” (Wacquant 2010, 73). En general, el Enfoque de Salud Pública oscurece el hecho de que el origen de la
violencia es ante todo estructural. Al utilizar factores de riesgo como manera de
explicar la violencia, “las causas colectivas se rebajan aquí al rango de “excusas”
para mejor justificar sanciones individuales que, en la seguridad de carecer de influencia
sobre los mecanismos generadores de conductas delictivas, no pueden tener otras funciones
que las de reafirmar en el plano simbólico la autoridad del Estado (en procura de
legitimación) y reforzar en el plano material su sector penal, en detrimento de su
sector social” (Wacquant 2010, 66). Es decir, el modelo dominante de salud pública, en torno al Estado y sus instituciones
de salud, contribuye a la construcción de la lógica de castigar al pobreviolento/delincuente.
Como ejemplo de ello, el modelo ecológico, como representación explicativa del hecho
violento, da lugar a plantear niveles progresivamente incluyentes de factores involucrados,
basados en la noción de riesgo, y resulta sumamente atractivo para el ESP en la medida
en que se presta para construir sofisticadas ecuaciones que establecen relaciones
estadísticas que, a su vez, pulverizan la participación de otros factores que no se
establecen dentro del terreno de la conducta individual violenta. Por lo tanto, explicar
la violencia desde dicho modelo es encontrar las razones de la violencia, pero de
manera totalmente desarticulada, al fragmentar la realidad social y encubrir los factores
de la violencia sistémica, como principal determinismo político, económico y social
de la simple violencia directa. De esta manera, “se invierten […] las causas y las
consecuencias para mejor suprimir cualquier vínculo entre delincuencia y desocupación,
inseguridad física e inseguridad social, aumento de los desórdenes públicos e incremento
de las desigualdades” (Wacquant 2010, 65).
Colocar la responsabilidad de la violencia sobre los individuos y plantearla como
inmanente trae como efecto una fractura en los lazos comunitarios, al convertir al
otro en posible agresor y a uno en posible víctima, arrojándonos a un espacio de desamparo
total, en el que el miedo nos convierte en policías obligados a la vigilancia del
vecino. Desde la salud pública, resulta imprescindible reflexionar sobre cómo entender
y abordar el problema de la violencia dentro de un contexto social, so pena de reproducir
en nuestras prácticas profesionales, inclusive de manera inconsciente, una lógica
de criminalización afín a la ideología neoliberal hoy dominante.