Metáforas teofánicas de la hospitalidad-trashumancia
Abordamos aquí las metáforas teofánicas en su calidad de unidad de sentido, como hospitalidad-trashumancia,
y como condición de responsabilidad «irrenunciable» del «ser deudor» presentido por
Lévinas, quien sorprendido se pregunta: «¿Qué es lo que he hecho para ser de golpe
deudor?» (Lévinas 1999, 148).
Intentamos, de esta manera, retenerlas en su efímero paso, porque sabemos bien que
solo la «narración que implica memoria, y previsión, espera» (Ricoeur 2009, 49), contiene, dota de una identidad narrativa que retiene el río de nuestro movimiento,
y nos recupera de la sensación constante de no «sentirnos en casa», de la «inhospitalidad
que define en el fondo al singularizado «ser en el mundo», del que hablaba Heidegger; (2007, 301) volcándonos hacia la hospitalidad a través del reconocimiento de ese ser «deudor»,
herido, que se abre a lo desconocido.
Intentamos fundamentar así, desde la filosofía, una alternativa de relación con la
alteridad a través de la narración de estas teofanías para hacer emerger la imaginación
creadora como potencia transformadora. La metáfora de las teofanías busca «instaurar
su semejanza misma acercando términos que, «alejados al principio», aparecen «próximos
de pronto» […] La imaginación creadora que actúa en el proceso metafórico es así capaz
de producir nuevas especies lógicas por asimilación predicativa, a pesar de la resistencia
de las categorizaciones usuales del lenguaje» (Ricoeur 2009, 32). En este sentido y tal como nos lo ha revelado el filósofo árabe el Sheikh al-Akber,
Ibn al-Arabi, la imaginación teofánica cumple una doble función: «como Imaginación
creadora que imagina la Creación y como Imaginación de lo creado que imagina al Creador
[…] Gracias a la Imaginación activa existe lo múltiple y lo otro, en resumidas cuentas,
existen las teofanías» (Ibn ‘Arabi en Corbin 1993, 225).1
Metáforas teofánicas cristalizadas en figuras cuya etimología se relaciona con fingere, formar, y con lo conformado, estructurado, y también con fictor, el escultor que trabaja sobre la materia o el autor que trabaja sobre las palabras,
y con fictio: la acción de dar forma y de fingir, en tanto la figura de acuerdo con Jacques Le
Brun: […] solo puede ser ambigua y discutible: no es más que una narrativa, un relato
y unas palabras, imágenes y frases enigmáticas, cuyo sentido solo se revela en la
interpretación (2004, 12).
A través de estas figuras fictas intentamos trascender los límites del pensar dado,
de lo «dicho», para abrir espacio al «decir» de las múltiples experiencias de la alteridad
que nos guían hacia la estación hospitalaria, en la que avizoramos las imágenes teofánicas
de la hospitalidad; donde la hospitalidad como Bien Infinito es develada en estas
imágenes para significarnos la profundidad de la responsabilidad y el nivel del compromiso
requerido en la experiencia de ida y vuelta de brindar hospitalidad al trashumante
que somos todos.
Desplazamiento infinito que desde los tiempos ancestrales volvió indispensable el
correlato de la hospitalidad para el existente como expresión teofánica, y en la actualidad ha devenido en llamado y enunciación
urgente. Existente como hospitalidad que emerge como totalidad de sentido, como ethos teofánico y pri mordial, en tanto que, como señala Guattari: «existe una elección
ética a favor de la riqueza de lo posible, una ética y una política de lo virtual
que descorporiza, desterritorializa la contingencia, la causalidad lineal, el peso
de los estados de cosas y de las significaciones que nos asedian» (Guattari 1996, 44).
Ahora bien, es importante advertir que la inmersión que realizamos aquí en pensadores
del sufismo, como la manifestación mística del islam, tiene la intención de mirar
desde un ángulo alterno las figuras que conforman nuestro imaginario hierofánico.
Esto, con el fin de develar la manifestación teofánica de la hospitalidad-trashumancia
haciendo uso de algunos conceptos cuyos fundamentos se originan en la etimología griega
y en la lengua árabe, por lo que su transliteración se presenta aquí entre paréntesis
de acuerdo con los textos revisados, por ejemplo, es el caso de «filosofía profética»
(hikma nabawiyya).
El recurso de estas figuras y conceptos de origen musulmán busca develarlos como una
narrativa que también nos es propia tanto como la tragedia griega y la profética hebrea.
Lo «árabe-musulmán» pensado como lo «oriental», tal como lo estudió tan profusamente
Edward Said en su obra Orientalismo, es para Occidente «[…] la fuente de sus civilizaciones y sus lenguas, su contrincante
cultural y una de sus imágenes más profundas y repetidas de Lo Otro […] Sin embargo,
nada de este Oriente es puramente imaginario. Oriente es una parte integrante de la
civilización y de la cultura material europea» (Said 1990, 19-20), y nosotros añadiríamos por extensión colonial, también de América Latina.
Nos proponemos así, hacer manifiesto que no existe tal separación cultural o civilizatoria,
sino por el contrario, una continuidad estrecha entre la «filosofía profética» (hikma nabawiyya), primordial narrada en la Biblia hebrea, el Nuevo Testamento cristiano y el libro
sagrado de islam, el Corán, «libro revelado» al profeta iletrado Mohammed. En la narrativa
musulmana se relata que le fue revelado durante los últimos dos decenios de su vida,
aprendido y recitado de memoria por sus discípulos y a los pocos años de su muerte,
escrito y diseminado por todo el mundo, a través de la rápida expansión del imperio
musulmán.2
Nuestra intención al enhebrar las tres ramas del monoteísmo no es afirmar ninguna
de ellas, sino develar la fuente que las contiene y da origen como unidad y que disuelve
una suerte de identidad o pertenencia inamovible, abriendo así el horizonte de la
imaginación para encontrarnos frente a frente con el éxtasis embriagante teofánico,
tal como lo devela Rumi en este poema fundamental:
¿Qué hay que hacer, oh musulmanes?, pues no me reconozco a mí mismo.
No soy cristiano, ni judío, ni gabr, ni musulmán
No soy del Este, ni del Oeste, ni de tierra firme, ni del mar;
[…] No soy de este mundo, ni del otro, ni del Paraíso, ni del Infierno;
No soy de Adán, ni de Eva, ni del Edén y Rizwan.
Mi lugar es lo Sin Lugar; mi huella es lo Sin Huella,
No es cuerpo ni alma, pues pertenezco al alma del Amado.
He alejado la dualidad, he visto que los dos mundos son uno;
Busco al Uno, conozco al Uno, veo al Uno, llamo al Uno…
(Rumi en Chittick 2008, 76)3
A través de estas imágenes que conforman la «filosofía profética» como conducto y
portavoz narrativo de y hacia lo «Invisible y de los Invisibles» (Rumi 2003, 16-18), se trasciende y desborda al mismo tiempo el dilema de los escudriñadores de lo
real o irreal, de la clasificación de mito o historia, configurando así una «historia imaginal, igual que los países y los lugares de esta historia crean una geografía imaginal, la de la «Tierra celeste», como nos lo enseñan los antiguos sabios sufis como Suhrawardi,
Ibn Arabi y Jalaluddin Rumi (Corbin 1996, 25).
En este sentido, y con el fin de lograr una mayor integración conceptual y discursiva,
se ha privilegiado el abordaje de las figuras proféticas del monoteísmo hebreo, cristiano
y musulmán, frente a la narrativa de las tragedias griegas, aunque se hagan referencias
a algunas de estas figuras trágicas, en tanto la tragedia de los héroes griegos y
la vivencia mística propia de los profetas se tocan y complementan. Ambas se encuentran
en ese espacio liminar entre la muerte y la vida. El héroe trágico visualiza su tragedia
como el camino de enaltecer su paso por el mundo y el profeta como vía de acceso a
la plena contemplación divina, como señala Georg Lukács: «La entrega es el camino
del místico, la lucha es el del hombre trágico, en aquél el final es una disolución,
en este es un choque aniquilador. Aquél pasa del ser-uno con todo a lo más profundamente
personal de su éxtasis, y este pierde su mismidad en el instante de su más verdadera
elevación» (Lukács 1975, 254).
En esta peregrinación trashumante confluyen las voces pasadas y presentes de toda
la humanidad en una temporalidad cíclica infinita que nos llama al recuerdo de nuestro
«otro modo que ser» soterrado: nuestro existente errante, ambulante. Emergente contemporáneo que llamea con tanta fuerza que obliga
a escucharlo y que nos impide volver la cara para evitarlo, abriendo así el panorama
del tiempo hospitalario, donde la hospitalidad-trashumancia se devela como el fundamento de una ética ineludible.
Manifestaciones sagradas donde al movimiento convulso del origen existen cial le
precede la acogida del vientre materno como espacio hospitalario primordial y mundo
inicial íntimo en relación estrecha con el Absoluto como ensueño gozoso y dimensión
de lo sagrado que «despliega su esencia en el abrir destino a lo Otro» (Heidegger)4 para posibilitar el juego de la vida y la muerte, y donde la partida obligada del
nacimiento delinea la fisura inicial que revela ya los signos de la nostalgia y orfandad
posterior. En la partida inicial de este nuestro primer hogar, nuestro «hábito» que
en la etimología griega es ethos, se devela ya el impulso a la errancia, a la caza, a la trashumancia como búsqueda
incesante de ese humus, terruño siempre distinto, incluso opuesto a la casa materna, como lo confirma el
testimonio de Heráclito: «El ethos, la morada habitual, es para el hombre lo que desgarra y divide».
El hábito, la morada en la que está ya siempre, es para el hombre el lugar de una
escisión; es lo que él no puede nunca asir sin recibir de ello un desgarramiento y
una disensión, el lugar donde no puede nunca estar verdaderamente desde el comienzo, sino que solo puede, al final, retornar. Esta escisión demónica, este daimón que amenaza al hombre en el corazón mismo de su ethos, de su morada habitual, es
lo que la filosofía tiene siempre por pensar y por «absolver». (Agamben 2003, 151).
Nos proponemos resignificar así la hospitalidad-trashumancia, intentando ir más allá
de los términos de relación, y colocarnos en la habitación interna, en esa «maravilla
íntima de la aparición del «rostro del Otro» del que habla Lévinas, respondiendo al
emplazamiento que nos hace Giorgio Agamben, a propósito del testimonio de Heráclito:
La filosofía debe necesariamente tener su principio en la «maravilla», es decir, que
debe siempre salir ya de su hábito, siempre ya enajenarse y decidirse de ella, para
poder después retornar a ella, atravesando su negatividad y absolviéndola de la escisión
demónica. Filósofo es aquel que, habiendo quedado sorprendido por el lenguaje, o sea,
habiendo salido de su morada habitual en la palabra, debe ahora retornar allí donde
el lenguaje le advino, es decir, debe «sorprender la sorpresa», estar en casa en la
maravilla y en la escisión. (Agamben 2003, 151).
«Sorpresas» y «maravillas» desplegadas en su calidad de Teofanías, como «[…] potencias de la vida humana que nosotros conocemos como estados de ánimo,
inclinaciones, exaltaciones, formas ontológicas de naturaleza divina que, como tales,
no solo tocan al hombre, sino que, con su ser infinito y eterno, obran el todo del
mundo terrenal y cósmico» (Otto 2007, 56).5 Son estas formas epifánicas como emanación de la manifestación divina, las que hemos elegido entre todas las formas para hablar de la hospitalidad-trashumancia.
Presentadas de manera simultánea, la epifanía (tajalli) y la teofanía (tajalli iláhí) se develan como una deslumbrante luminiscencia operada
en sí misma e inspirada en la divinidad primigenia de Phanês (luz), deidad primigenia de la procreación y la generación de nueva vida: phaenomenon. Aludiendo así a la experiencia primordial de la aparición, del brillo, de la develación
del, «paso del estado de ocultación, de potencia, al estado luminoso, manifestado
y revelado como acto de imaginación divina primordial» (Corbin 1993, 218). La hospitalidad
y la trashumancia como teofanías nos colocan en una «geografía mística», que como «ciencia de la Imaginación es también la ciencia de los espejos (catóprica),
de todas las “superficies especulares” y de las formas que en ellas aparecen» (Corbin
1993, 253).
Se vuelve indispensable, sin embargo, advertir que la geografía mística aquí abordada se deslinda radicalmente de la idea tan extendida de que la experiencia
de lo sagrado y la trascendencia son hechos aislados y excepcionales, propia de santos
o devotos totalmente consagrados a la adoración divina (Couliano 2006).6 Por el contrario nos colocamos desde ya en la afirmación de que la contemplación
teofánica, la «ciencia de la visión» es el carácter primordial de todo ser humano,
y por ende de la relación con la otredad, en la que se manifiestan la epifanía como
exhalación divina y la teofanía como contemplación de este efluvio.
En suma, da cuenta de la relación social basada en la justicia, tal como lo afirma
Emmanuel Lévinas: «Es necesario obrar con justicia -la rectitud del cara-a-cara- para
que se produzca la brecha que lleva a Dios; y la «visión» coincide aquí como obra
de justicia» (2006, 101). Su vivencia es la confirmación y atestiguamiento de nuestro
existente ascético, de esa «ascensión continua de los seres, que comienza con el desanudamiento del
nudo de las creencias dogmáticas. Cuando la ciencia dogmática deja lugar a la ciencia
de la visión» (Corbin 1993, 239). Nos hacemos eco así del desmantelamiento de dos
dogmas principales que realiza Lévinas: por un lado sobre esa suerte de “exclusividad”
que han pretendido tener las religiones institucionalizadas como depositarias y re
presentantes de lo espiritual-religioso, y por otro: sobre la negación de nuestro
carácter teofánico que lleva a cabo el «sujeto ateo» de la modernidad, a través de
la ruptura con la «participación».
Descartes se embarca en una obra de negación infinita que es ciertamente la obra de
un sujeto ateo que ha roto con la participación y que (aunque apto por la sensibilidad
al asentamiento), sigue siendo incapaz de afirmar; en un movimiento hacia el abismo
que arrastra vertiginosamente el sujeto incapaz de detenerse. El Yo, en la negatividad
que se manifiesta por la duda, rompe la participación, pero no encuentra en el cogito solitario un alto. (Lévinas 2006, 115-116).
De igual forma, a través de este desmantelamiento doble, Lévinas devela el misterio
de lo trascendental que no se origina ni asienta en la subjetividad de una conciencia
solitaria emanadora de todo sentido de “realidad”, como la enunciada por Edmund Husserl (2004, 129-130) .7 Por el contrario, es en el phaenomenon como teofanía-epifanía, en la aparición y brillo de la Otredad donde comienza el
develamiento del Infinito, de la eternidad, tal como afirma apasionadamente Lévinas:
«No soy yo, es el Otro quien puede decir sí […] poseer la idea de lo infinito, es ya haber recibido al Otro» (2006, 116).
Y es precisamente a través del «rostro del Otro» (Lévinas) donde se realiza «un otro modo» del ateísmo y del teologismo. Su sublimación
consiste en realizar la narración de lo trascendente como «extranjero y pobre», como
relación social, cuyo vínculo y conducto es el llamado de la justicia, de ahí su carácter
ético, que no teológico. Es así que lo posible trascendente se aposenta en la «trascendencia
total del Otro», como Infinito, que es impermeable a nuestro intento por tematizarlo
y englobarlo como extensión de nosotros mismos.
Aquí lo Trascendente, infinitamente Otro, nos solicita y nos llama […] El ateísmo
del metafísico significa positivamente que nuestra relación con la Metafísica es un
comportamiento ético y no teológico, no una tematización, aunque sea conocimiento
por analogía de los atributos de Dios […] La ética es la óptica espiritual […] El Otro no es la encarnación de Dios, sino que precisamente por su rostro, en el que está descarnado, la manifestación de la altura en la que Dios se revela
(Lévinas 2006, 101).
Narrativa de la eternidad
… El hambre de Dios, la sed de eternidad,
de sobrevivir, nos ahogará siempre”
Unamuno (1983, 66) .
La temporalidad de la hospitalidad-trashumancia es aquella desplegada en calidad de
fractal a través de la narrativa ficcional y poética de la experiencia de vivir englobados
en un tiempo unitario, infinito que se despliega para hacer abrir un espacio al magma
metahistórico donde confluyen el tiempo histórico, la acción y la función simbólica.
Asistimos de este modo, junto con Paul Ricoeur a la constitución de un tercer tiempo,
entre el “tiempo del alma” y el “tiempo del mundo”, un tiempo paradójico «cíclico
e irreversible»: la eternidad (Ricoeur 2009, 66).
La configuración de la narrativa de la eternidad en la teofánica de la hospitalidad-trashumancia
tiene su fundamento en esa relación dual propuesta por Ricoeur entre «inteligencia
narrativa e inteligencia práctica», en las que se adquieren dos características nucleares:
la integración donde los «términos tan heterogéneos como agentes, motivos y circunstancias se vuelven
compatibles y operan conjuntamente dentro de totalidades temporales efectivas», y
la actualidad a través de la cual «los términos que solo tenían una significación virtual en el
orden paradigmático -simple capacidad de uso-, reciben una significación efectiva
gracias al encadenamiento a modo de secuencia que la intriga confiere a los agentes, a su hacer y a su sufrir» (Ricoeur 2009, 119).
Presentamos así la amalgama de la hospitalidad-trashumancia como núcleo simbólico
que propone un «plano de conciencia que no es el de la evidencia racional; es la “cifra”,
de un misterio […] que nunca es «explicado» de una vez por todas, sino que debe ser
continuamente descifrado» (Ricoeur 2009, 26). Este desciframiento comienza entonces por ubicar el sentido espacio-temporal como
fundamento primordial que subyace y vitaliza a la unidad hospitalidad-trashumancia.
Espacio que, como bien sabemos, en tanto indisoluble del tiempo se conforma en cronotopos, como lo nombró Mijail Bajtin a esta correlación de sentido, donde «el tiempo se
condensa, deviene compacto, visible para el arte, en tanto que el espacio se intensifica,
se abisma en el movimiento del tiempo, del sujeto, de la Historia» (Arfuch 2005, 254-255).
El sentido cronotópico en términos de Bajtin, sin embargo, resulta insuficiente para
dar cuenta de los alcances de la teofanía de la hospitalidad-trashumancia, por lo
que se vuelve indispensable trastocar el tiempo inflexible propio de Cronos para invocar a su hijo Kairos, como la manifestación del instante en el que la epifanía se hace presente, a través
de la cual, el espacio que contiene a la teofánica de la hospitalidad-trashumancia
deviene Kairotópico, como lugar y tiempo eternos (Serna 2009),8 como «éxtasis», esto es, desplazamiento y errancia sin fin, por lo que hablamos así de una «eternidad transtemporal, en la
cual el tiempo kairotópico sería el Axis aeternitatis, sive Aevi Infiniti» (Soto Rivera).9
El verbo griego ex-istáno (existáo, exístemi) de donde se deriva el sustantivo ek-stasis, indica en primer lugar la acción de desplazar, llevar fuera, cambiar una cosa o un estado de cosas, y después las acciones de salir,
dejar, alejarse, abandonar (y también: ceder, renunciar, evitar. El sustantivo ek-stasis significará, por lo tanto, desplazamiento, cambio desviación, degeneración, alienación, turbación, delirio, estupor. (Couliano 2006, 25).
El éxtasis también ha sido pensado por Heidegger como el tránsito temporal donde están
vinculados el «paso» del pasado, la «presentificación» del presente y la «futurición»
del futuro. Para Lévinas el tiempo pensado como éxtasis devela: «el hecho de ser sin
haber tenido que elegirlo, de tener que vérselas con posibilidades que siempre han
comenzado ya sin nosotros -el éxtasis del ya sido-: el hecho de un dominio de las
cosas, en la representación o el conocimiento -éxtasis del presente-: el hecho de
existir-para-la-muerte -éxtasis del futuro-» (Lévinas, 1993, 280).
Esta narrativa del éxtasis en los distintos relatos ha realizado la figuración del espacio de la trascendencia (Couliano 2006, 25), bien podríamos entonces nombrar la eternidad como espacio de configuración del
tiempo de la trascendencia. Para San Agustín, por ejemplo: «Así que, siendo Dios,
en cuya eternidad no hay mudanza alguna, el que crió y dispuso los tiempos […] Hízose
el mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable […]» (San Agustín 2011, 291-292). Y a su vez el tiempo tiene como finalidad la unión con Dios en la eternidad: «Cuando
vino la plenitud de los tiempos vino también Él para que nos librase del tiempo. Debemos,
pues, amar al que creó los tiempos para que nos libremos del tiempo y nos asentemos
en la eternidad, donde ya no hay mutabilidad temporal […] (Aquí) se está muy bien,
no quiero más; aquí amo a todos, aquí a nadie temo» (San Agustín 1988, 692).
En las narraciones teológicas la «habitación» de la eternidad toma formas muy concretas,
dividiéndose principalmente entre dos y opuestas: el «paraíso» o el «cielo», como
en la proclama de San Agustín: «Una sola cosa pediré al Señor, esta buscaré: habitar
en la casa del Señor todos los días de mi vida ¿para qué? Para contemplar la hermosura
del Señor» (San Agustín 1988, 692). La casa del Señor como Paraíso imaginado es relatado así en el Corán:
Esta es la semblanza del jardín prometido: Ríos de agua de inalterable olor, ríos
de leche siempre del mismo sabor, ríos de vino, dulzor para los que beban, y ríos
de miel pura. En él tendrán toda clase de frutos y perdón de su Señor. ¿Es lo mismo
que quien será inmortal en el Fuego y se le dará de beber agua hirviendo que le destrozará
los intestinos? (Ghani 1997, 558).
En el extremo opuesto se encuentra el «infierno» que en el Corán se describe en el
«Sura del envolvente» nombre dado al Día del Levantamiento o la resurrección que envolverá
a todos: «¿No te ha llegado el relato del Envolvente? Ese día habrá rostros humillados;
abrumados, fatigados. Sufrirán el ardor de un fuego abrasador. Se les dará de beber
de un manantial en máxima ebullición. No tendrán más alimento que un espino ponzoñoso,
que ni nutre ni sacia el hambre […]» (Ghani 1997, 671).
Y es que el infierno podría bien ser el exilio y destierro de ese paraíso, de ese
ethos paradisiaco que padece Adán y Eva: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido
del árbol del que Yo te había prohibido comer […] Por ello lo echó de la tierra del
Edén, para que trabajara la tierra de donde había sido formado» (Biblia 1985, 42-47).10 Estos relatos confieren al mundo su calidad principal de inmanente y finito, así
como un espacio de tránsito, en una estación del peregrinaje. «Ciudad peregrina» que es la «ciudad de Dios» en
el mundo, como narra San Agustín: «Así que esta ciudad celestial, entre tanto que
es peregrina en la tierra, va llamando y convocando de entre todas las naciones ciudadanos,
y por todos los idiomas va haciendo recolección de la sociedad peregrina, sin atender
a diversidad alguna de costumbres, leyes e institutos, que es con lo que se adquiere
o conserva la paz terrena» (San Agustín 2011, 580-581).
«Ciudad peregrina» que tiene un plazo fijado como lo advierte un verso del Corán:
«¿Es que no han reflexionado en su interior? Allah no ha creado los cielos y la tierra
y lo que hay entre ambos sino con la verdad y con un plazo fijado» (Ghani 1997, 439). Estos relatos teofánicos confirman al ser humano en su calidad de expulsado del
paraíso en la tierra, cuyo origen se remonta a la sentencia divina sobre Caín, en
el relato de la lucha entre Caín y Abel por sus ofrendas por el reconocimiento divino,
donde Caín asesina a Abel por haber sido favorecido con el agrado de dios por el sacrificio
de un cordero, mientras que Caín solo le ofreció vegetales:
Entonces Yavé le dijo: «Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita desde
la tierra hasta mí. Por lo tanto, maldito serás, y vivirás lejos de este suelo fértil
que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano derramó. Cuando
cultives la tierra, no te dará frutos. Andarás errante y vagabundo sobre la tierra»
(Biblia 1985, 47).
Este evento señala el momento en que se hace manifiesto para el ser huma no el velo
aparente de separación con el rostro divino. En el inicio del encuentro con el otro,
en «la abertura al otro y a lo Otro» el tiempo de-viene pura trascendencia y se aspira
a ella como pro-tensión continúa, «hambre de Dios. La sed de eternidad» de la que
nos habla Unamuno (1983, 66). En síntesis, comienza aquí la manifestación teofánica de la hospitalidad-trashumancia.
[…] como si el tiempo fuera la trascendencia, fuera por excelencia, la abertura al
otro y a lo Otro. Esa tesis sobre la trascendencia, pensada como diacronía, donde
lo Mismo es no-in-diferente a lo Otro sin investirlo de ningún modo -ni siquiera por
la coincidencia más formal con él en una simple simultaneidad-, donde la extrañeza
del futuro no se describe de entrada en el interior de su referencia al presente en
que tendría que de-venir y donde estaría ya anticipado en una protensión». (Lévinas 2000, 50).
La hospitalidad implica el reconocimiento de la inviolable dignidad humana, de la
aceptación pre-temporal de la sujeción al Otro. Hospitalidad y reconocimiento son
fundamentos de la cultura misma y no mera cuestión de una ética relativa; ya que nos
recuerda que todos nosotros somos seres fronterizos, limítrofes, habitantes de la
frontera, seres en movimiento que, por lo mismo, transitamos por los caminos de la
sorpresa y el descubrimiento, pero también por los de la desventura, el extravío y
la aflicción, en una palabra: metokoi, etimología griega que denota:
[…] la mudanza de casa, el cambio de domicilio, el traslado a otra forma de estar
en sí, entendida como metáfora de la muerte y título de la última metamorfosis, entraña
una alusión a la honda movilidad de la existencia humana que está más implicada como
cambio de lugar a la misma escala y en el mismo elemento. Quien se muda “de aquí a
allá”, no es solo un turista y viajante, sino un cambista de elementos, un emigrante
entre diversos estados físicos o dimensiones del ser. Lévinas 2000, 89).
De aquí que este limes se encuentre en relación constante con la indigencia, porque en su origen alude a
la llana condición humana de incompletud y necesidad, develando nuestra condición
primaria de insuficiencia y orfandad: la «falta fundante» como la llamó originalmente
Freud,11 y que Lévinas ha interpretado como indigencia original, y que Lukács describe con
maestría:
La más profunda nostalgia de la existencia humana es el fundamento metafísico de la
tragedia: la nostalgia que el hombre tiene de su mismidad, la nostalgia de transformar
la culminación de su existencia en una llanura del camino de su vida, transformar
su sentido en una realidad cotidiana. La vivencia trágica, la tragedia dramática,
es su cumplimiento más perfecto, el único que es perfecto sin resto (Lukács 1975, 257).
La narración de la tragedia teje el camino a la sabiduría de los límites, en particular
el del tránsito entre la muerte y la vida; del despertar de ese existente en tránsito
en nosotros mismos. De ese metokoi; trashumante que requiere de la barca de Caronte
Χάρων Khárôn, cuyo significado «brillo intenso» guía a las sombras errantes de los muertos recientes
de un lado a otro del río Aqueronte, a cambio de un óbolo para pagar el viaje, de otra manera serían obligados a vagar cien años por la ribera
del río, por lo que era indispensable que los cuerpos se enterraran con una moneda
bajo la lengua y con los debidos honores.
La narración de los debidos honores al cuerpo y al alma trashumante está representada
en el relato de Sófocles sobre la tragedia de Antígona, quien lucha desesperada por
darle una sepultura digna a su hermano Polineces, muerto después de unirse al ejército
de Argos y haber peleado contra su hermano Eteocles por el trono de Tebas. Muertos
los dos en batalla, Creonte asume el trono y decreta no darle sepultura a Polineces
por haber traicionado a Tebas. Antígona viola la autoridad de Creonte para enterrar
a su hermano con los honores debidos, pues teme que su alma vague eternamente, por
lo que es encarcelada y condenada a ser sepultada viva, antes de lo cual se suicida,
desencadenando a su vez el suicido de su amado Hemón, hijo de Creonte y después el
de la madre de este, Eurídice. Antes, Creonte le había preguntado: ¿Y has osado, a
pesar de ello, desobedecer mis órdenes? Esta es la respuesta trágica de Antígona:
Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké,
compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los
hombres; y he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía
sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses […] Sabía muy bien, aun antes
de tu decreto, que tenía que morir, y ¿cómo ignorarlo? Pero si debo morir antes de
tiempo, declaro que a mis ojos esto tiene una ventaja. ¿Quién es el que, teniendo
que vivir como yo en medio de innumerables angustias, no considera más ventajoso morir?
Por tanto, la suerte que me espera y tú me reservas no me causa ninguna pena. En cambio,
hubiera sido inmenso mi pesar si hubiese tolerado que el cuerpo del hijo de mi madre,
después de su muerte, quedase sin sepultura (Sófocles, 2007).
En este sentido, podemos decir que la obra tan larga y profusamente elaborada de Lévinas
sobre la hospitalidad es una respuesta al núcleo de la tragedia, representada por
Antígona,12 y formulada por Heidegger como inhospitalidad (Unheimlichkeit), esa angustia en la que a uno le va «inhóspitamente», en la que uno «no está en
casa» (unheimlich) (Heidegger 2001, 208).13 Lévinas devela a la hospitalidad como epifanía y teofánica que recibe a ese «extranjero
y pobre», «un recogimiento, una ida hacia sí, una retirada hacia su casa como a una tierra de asilo, que corresponde a una hospitalidad, a una espera, a un recibimiento humano» (2006,
173), a través del cual se realiza el encuentro con lo Divino en la proximidad del
Otro, «con quien» se realiza la dimensión del encuentro con Dios:
La dimensión de lo divino se abre a partir del rostro humano. El Otro es el lugar
mismo de la verdad metafísica e indispensable en mi relación con Dios. No desempeña
el papel de mediador. El Otro no es la encarnación de Dios, sino que precisamente
por su rostro, en el que está descarnado, la manifestación de la altura en la que
Dios se revela (Lévinas 2006, 102).
Buscamos representar aquí el despliegue de esta plétora trashumante desbordada del
existente sagrado como conciencia del tiempo pre-eterno que nos precede. «El presente y el
yo se convierten en existentes y se puede componer con ellos un tiempo, construir
el tiempo como un existente». En Lévinas, el existente se manifiesta a partir de la función de la hipóstasis, que es la conciencia del existente de un existir que le precede: «un existir que
tiene lugar al margen de nosotros, sin sujeto, un existir sin existente [...] Podemos
definir el existir mediante la noción de eternidad, ya que el existir sin existente carece de punto de partida». Al existir sin existente
le da el nombre de hay, como lugar donde se produce la hipóstasis como conciencia que rompe al hay, y que
permite que el existente entre en relación con su existir (2006, 91).14
Existente cuyo impulso a la fuga solo encuentra su contención en el espacio que abre la hospitalidad
como reposo; oasis efímero que, sin embargo, abandonaremos muy pronto para seguir
el viaje que no cesa, ya que la existencia no puede conocer la inmovilidad, pues «regresaría
a la ausencia» (Ib’n Arabi 2008, 60), revelando así el rostro íntimo de nuestro existente como «metokoi». La trashumancia de acuerdo con su etimología latina trans-humus, evoca y refleja con precisión la experiencia de salida, cruce, búsqueda y retorno
de una tierra a otra. En la trashumancia después de partir se intenta permanecer,
habitar el nuevo lugar, que devenido en no-lugar torna la búsqueda infinita, iniciando
así la circularidad trashumante, el continuo ir y venir, ya sea de la tierra que nos vio nacer hacia donde se anhela
llegar, o se emprende el camino a lugares más lejanos, lanzándonos a la errancia sin fin (García Ponce 1981).
Escondido en el espacio “vacío”,
el ser sin lugar habita lo inhabitable.
El lugar codiciado, el refugio anhelado.
Ahí no está él, huye para no ser visto.
Fuga continua en su tiempo laberíntico en su laberinto de tiempo.
¿Cuándo llegaré? ¿A dónde llegaré?
Reyna Carretero15