Introducción
En las últimas cuatro décadas, la obra de Michel Foucault ha transformado de manera
decisiva la interrogante acerca del poder en los campos de la filosofía y las ciencias
sociales. La aparición casi simultánea de Vigilar y castigar (en 1975) y de La voluntad de saber (primer volumen de Historia de la sexualidad, en 1976), la publicación de una profusa serie de entrevistas en las que Foucault
es una y otra vez llevado a esclarecer su interés en el problema del poder y a discurrir
largamente sobre la perspectiva que anima sus investigaciones, y la paulatina edición
de los cursos anuales que el filósofo dictó en el Collège de France entre 1970 y 1984,
vinieron a alterar sensiblemente las coordenadas de la indagación acerca de las relaciones
de poder en la modernidad capitalista, al poner en entredicho un conjunto de presupuestos
que, como veremos, entran habitualmente en juego en el despliegue de la pregunta por
el poder.
Entre aquellos que han recurrido al pensamiento de Foucault -que han apelado a su
obra para llevar a cabo eso que él mismo solía llamar un diagnóstico del presente y una elucidación crítica de los regímenes de sujeción que operan en nuestras sociedades-,
se encuentra uno de sus contemporáneos y amigos, el también filósofo francés Gilles
Deleuze. Su “Post-scriptum sobre las sociedades de control” -un brevísimo artículo
de apenas nueve páginas inspirado en el pensamiento de Foucault y publicado originalmente
en 1990 en L‘Autre Journal- se ha convertido en un texto de referencia en los actuales debates sobre el problema
del poder en el capitalismo contemporáneo (véanse, por poner solo algunos ejemplos
bien conocidos: Hardt y Negri 2002; Sibilia 2010; Han 2014).
A lo largo de este artículo, presentaré un panorama sintético de algunas de las ideas
centrales de Foucault acerca del poder y una correlativa exposición de los planteamientos
medulares del texto de Deleuze a fin de ensayar una crítica al célebre “Post-scriptum”,1 un texto sin duda potente que inspira hoy muchos de los debates sobre las nuevas
formas del ejercicio del poder pero que, a mi juicio, ha derivado en la equívoca suposición
de que habríamos llegado al fin del capitalismo industrial-taylofordista-disciplinario
y a su simple sustitución por un capitalismo postindustrial-postfordista-postdisciplinario.
Como es sabido, Deleuze sostiene en el “Post-scritpum” que las sociedades contemporáneas
están asistiendo a una metamorfosis decisiva: desde su perspectiva, estas experimentarían
una “crisis generalizada” (Deleuze 2005, 115) de la modalidad disciplinaria del poder y de las instituciones de encierro que la
acompañan -modalidad de la cual Foucault dio cuenta- y, de manera simultánea a esa
crisis y ocaso de los mecanismos disciplinarios de poder, advendría -a la manera de
un sustituto que toma el lugar que su predecesor va dejando vacío- su remplazo por
dispositivos de control abierto, modular y continuo, dispositivos que Foucault habría
entrevisto y pronosticado en distintos momentos de su obra pero que no habría desarrollado;
así, para Deleuze y para quienes se inspiran en su obra, tras la declinación y crepúsculo
de las sociedades disciplinarias, sucedería la ascensión de las sociedades de control,
en cuya traza e imperativos se desenvolvería, hoy, nuestra vida. Aquí plantearemos
que, en esta caracterización de los mecanismos de poder de las sociedades contemporáneas
y en la concepción histórica que subyace a ella, Deleuze incurre en un reduccionismo
que procede, por una parte, de una lectura quizás en cierto punto equívoca de las
prácticas contemporáneas del poder (una lectura que ensombrece la vigencia de lo que
es declarado muerto -la industria, las fábricas, las disciplinas, los encierros, etcétera-)
y, por otra, de una exégesis a mi juicio desacertada del pensamiento de Foucault (sobre
todo de la periodización que hace Foucault de las tecnologías políticas).
Procederemos, entonces, a hacer, en la primera sección, una exposición panorámica
de algunos de los planteos vertebrales de Foucault acerca de las relaciones de poder
en las sociedades modernas; tras ello, en el segundo apartado, expondremos brevemente
el “enrejado de desciframiento histórico” (Foucault 1995, 111) que Foucault propone para el análisis de los mecanismos de poder, para luego, en
la última parte, presentar, en sus líneas generales, una aproximación a la argumentación
de Deleuze y ensayar nuestra crítica a sus posiciones.
La analítica del poder y el giro crítico de Foucault: el Estado y la represión en
cuestión
Las investigaciones de Foucault han venido a conmover la interrogación sobre el problema
del poder al producir una serie de desplazamientos críticos en el modo de encarar
su análisis.
A menudo, Foucault rechazó calificar sus propias investigaciones en términos de una
teoría del poder e insistió en que su trabajo debía considerarse, en cambio, a la manera de una analítica
del poder. Foucault se inclina por este último término para hacer referencia a su
propio trabajo y pensarlo, más que como una tentativa por definir la “unidad abstracta”
(Foucault 2006a, 22) en la cual todo ejercicio del poder encontraría la cifra exacta de su verdad y el
secreto revelado de su constitución, como un esfuerzo por interrogar el poder a través
de análisis específicos, de recorridos histórica y geográficamente situados, exploraciones
dirigidas a formas concretas de sociabilidad y racionalidad.2 La descon fianza explícita de Foucault respecto del término teórico como un adjetivo adecuado para aludir a sus investigaciones sobre el poder, se explica
por su renuencia a hacer una especie de planteamiento universalizante, es decir, por
su rechazo a formular proposiciones trascendentes a las manifestaciones históricas
del ejercicio del poder. Hay, en esta elección de Foucault -en este decantarse más
por la analítica que por la teoría-, una prudencia cercana a la del historiador, al tiempo que un gesto de alejamiento
respecto de ciertas tradiciones de la filosofía política (especialmente aquellas de
raigambre liberal) que, en su interrogación por el problema del poder, optaron por
la formulación de una “sistematicidad global que coloca cada cosa en su lugar” (Foucault 2007b, 101) confinando el estudio de los procedimientos efectivos y microfísicos del poder al sombrío ámbito de lo irrelevante. Frente a ello, Foucault opta por un
camino que, para decirlo con un término caro a Deleuze, podría considerarse como menor: “analizar la especificidad de los mecanismos de poder” (Ibidem), reparar en los modos en los que el poder se ejerce “concretamente y en detalle,
con (…) sus técnicas y sus tácticas” (Foucault 2007d, 145), en suma, encarar más que la pregunta por qué es el poder (pregunta orientada hacia la constitución de una metafísica), la interrogación por
el cómo del poder, por “la pequeña cuestión ¿qué pasa?” (Foucault 1988, 235). Así pues, la analítica foucaultiana se propone, como objetivo prioritario, el estudio
de las “situaciones dadas” (Foucault 2007b, 101), el estudio de “lo concreto del poder” (Foucault 2007d, 146). De ahí, de ese compromiso con lo menor y con el campo complejo de lo dado y de
lo histórico, la renuencia de Foucault a identificarse plenamente con la figura del
filósofo y la correlativa proliferación de sus autoadscripciones: si bien a veces inscribía
su propio trabajo dentro de la tradición filosófica,3 otras veces negó su pertenencia al terruño de la filosofía4 y, en otras ocasiones, multiplicó sus filiaciones y se dijo “historiador del poder”
(Foucault 2009, 68), etnólogo “de la cultura de la que formamos parte” (Foucault apudHonneth 2009, 128), periodista,5 etcétera. Términos, todos ellos (el de historiador, etnólogo y periodista), que hacen
referencia a oficios caracterizados por una atención al acontecimiento, oficios respecto
de los cuales Foucault sentía cierta afinidad.
Ahora bien, a pesar de este rechazo explícito del término teórico como un adjetivo adecuado para designar su trabajo sobre el poder, el mismo Foucault
formuló toda una serie de indicaciones de carácter general que orientan esa analítica
atenta a los detalles y empeñada -como toda empresa analítica- a la descomposición de las estrategias y mecanismos concretos de poder. Así, lejos de defender un “empirismo
obtuso” (Foucault 2006a, 20) que opondría a la “unidad abstracta de la teoría la multiplicidad concreta de los
hechos” (Idem, 22), Foucault apostó por hacer una genealogía de los mecanismos de poder en las sociedades modernas que abriera el camino a una
“conceptualización progresiva” (Foucault 1988, 228). Así, en su recorrido analítico-genealógico, Foucault arribó a una serie de indicaciones
de carácter general que dibujan su camino crítico.
En sus análisis de los mecanismos de poder característicos de la modernidad capitalista,
Foucault puso en cuestión una serie de presupuestos que suelen ordenar el discurso
cuando se afronta el problema del poder. A juicio de Foucault, estos presupuestos
recurrentes deben ser problematizados a fin de introducir un conjunto de giros críticos
en la discusión sobre el poder. Entre esos presupuestos cuya puesta en duda reclama
Foucault, destacan -entre otros que he expuesto en otro lugar (Radetich 2015)- los siguientes:
1. La sobrevaloración del Estado. Foucault insistió en que la teoría del Estado no agota “el campo de ejercicio y
funcionamiento del poder” (Foucault 2007c, 31). Sometió a crítica la idea de que el poder puede explicarse recurriendo única y
exclusivamente a una teoría del Estado, cuestionaba la suposición de que el Estado
es el “lugar” único de asentamiento del poder, fuente exclusiva de emanación de las
fuerzas de dominación. Foucault toma distancia, así, de las concepciones estatistas
del poder: frente a la idea de que el Estado es la cifra exclusiva del poder -el lugar
donde este se asienta y concentra-, propuso la hipótesis de la multiplicidad de los
“hogares” (Morey 2007, 10) del poder, una hipótesis según la cual el poder, lejos de estar localizado únicamente
en los aparatos estatales, se encuentra incrustado en el espesor de las relaciones
sociales cotidianas. Para Foucault, el poder carece de un locus único de emanación. Esparcido en el cuerpo social, el poder no desciende de una única
y elevada cúspide para llegar, por una serie de “derivaciones sucesivas” (Foucault 1995, 112), a los más recónditos rincones de la interacción social. Contra esta concepción
centralista y “descendente” del poder, Foucault propone un “análisis ascendente” (Foucault 2006a, 39): “partir de los mecanismos infinitesimales (…) y ver después cómo esos mecanis mos
de poder (…) son (…) utilizados (…), extendidos (…) por unos mecanismos cada vez más
generales y unas formas de dominación global” (Ibidem).
Para Foucault, las teorías sobre el poder han estado por mucho tiempo acechadas por
la figura central del rey (Foucault 1995, 108), figura que ha funcionado como principio general de inteligibilidad de las relaciones
de poder. Podríamos decir que, a pesar del declive histórico de las monarquías, las
teorías estatistas del poder siguen rindiendo homenaje a esa figura. Las investigaciones
de Foucault sobre el poder tendrán, entre sus objetivos, guillotinar -en el terreno
del pensamiento- al rey (hacer un jaque teórico al rey), decapitar el privilegio teórico
de la soberanía estatal en la explicación de las relaciones de poder a fin de dar
cuenta del “juego concreto (…) de sus procedimientos” (Idem, 110): investigar no ya “al rey en su posición central, sino a los súbditos en sus
relaciones recíprocas” (Foucault 2006a, 36). En lugar de “preguntarse cómo aparece el soberano en lo alto, procurar saber cómo
se constituyen, poco a poco, progresiva, real, materialmente, los súbditos [sujets], el sujeto [sujet]” (Idem, 37).
Hay que decir que Foucault no comete la ingenuidad de pensar que del Estado no proceden
fuerzas eficaces de poder, efectos globales de dominación y, ante todo, efectos de
salvaguarda de la hegemonía de la clase dominante. Lejos de esa idea naif y a todas luces falsa, lo que sostiene Foucault es que el Estado y sus fuerzas globales
de dominio no son un dato primario sino el resultado de una paulatina institucionalización
y cristalización de fuerzas de dominación que se producen en lugares descentrados
y a menudo más o menos lejanos de la maquinaria estatal6 -en los espacios de trabajo, en las relaciones económicas diarias, en la vida doméstica,
en las relaciones familiares, en la vida escolar, en los aparatos de comunicación,
en la empresarización de la vida diaria en donde la “forma ‘empresa’” (Foucault 2012, 239) se convierte en el modelo de toda institución y de toda relación social, etcétera.
Así, podríamos afirmar que, más que un erróneo abandono de la teoría del Estado, Foucault
exige reconducir dicha teoría a una economía general del poder en la que el Estado
aparece como uno de los campos de su ejercicio. Si pensáramos que el poder de Estado
es la cifra única de la explicación del poder, no podríamos entender, por ejemplo,
que, como suele decir Pablo Iglesias, “estar en el gobierno no es estar en el poder”
(Iglesias apudGorriarán y Alfonso 2022) o que, como señaló Rosa Luxemburgo, “no existe ninguna ley [estatal] que obligue
al proletariado a someterse al yugo del capital [y, sin embargo, ese sometimiento
se produce todos los días]” (Luxemburgo 2015, 81). Foucault, ese lúcido ilustrador del bestiario de la modernidad, nos enseña que
el Leviatán -el mítico monstruo marino del Antiguo Testamento al que Thomas Hobbes
acudió como metáfora para aludir al poder soberano- es un monstruo central pero es
un monstruo entre otros.
2. La hipótesis represiva y el modelo jurídico. De manera paralela a su crítica a la sobrevalorización del Estado, Foucault cuestionó
la habitual asociación entre el poder y la represión o la prohibición. Lejos de pensar
que el poder se reduce a jugar un papel negativo en la vida social (cuya función se limitaría al establecimiento de proscripciones,
represiones, límites, obstrucciones y censuras), Foucault puso al descubierto la intensa
productividad del poder, de ahí que hablara a menudo de “tecnologías de poder” que
fundan realidad, que producen sujetos, que engendran formas de sociabilidad y de comportamiento,
que producen espacios, que producen plusvalor, que engendran acumulación de capital,
que producen formas sociales y que construyen formas específicas de subjetividad.7
Ahora bien, si el Estado no es la cifra única del poder y si este se define por su
carácter tecnológico-productivo, ¿qué tecnologías del poder trazan el mapa de la modernidad
capitalista? ¿Qué procedimientos de poder constituyen las líneas de fuerza que dibujan
el boceto general de dicha modernidad? ¿Qué pintura delinea, pues, Foucault, para
representar esos poderes que actúan en las sociedades modernas y en cuyos trazos alcanzamos
a reconocernos?
Poder soberano, poder disciplinario y biopoder
La aproximación foucaultiana al problema del poder guarda un estatuto peculiar en
el terreno del pensamiento filosófico, pues está construida gracias a un intenso trabajo
de investigación histórica, a una diligente exploración en los archivos a la que Foucault
se entregaba al punto de considerarse, a sí mismo, como un “archivista desesperado”
(Foucault apudLechuga 2008, 93). Nietzscheano -amante del filósofo de Röcken (Foucault 2010a, 610)-, Foucault tenía un agudo “sentido histórico” (Foucault 1980b, 19) y siguió la senda genealógica trazada por el intempestivo filósofo que orientó sus
esfuerzos para llevar a cabo una “genealogía de la moral” y que señalaba la necesidad
de hacer una exploración en las fuentes históricas y documentales -en la “difícilmente
descifrable escritura jeroglífica del pasado” (Nietzsche apudMartiarena 2004, 60)- a fin de mostrar la procedencia de los valores morales de las sociedades occidentales,
el momento contingente de su emergencia, una exploración que permitiera encontrar,
en la aparente naturalidad de las valoraciones, el signo de lo arbitrario, el signo
de la fuerza, de lo históricamente construido. Foucault realiza -quizás como nadie
más en el vasto campo de la filosofía- esa exigencia nietzscheana de descifrar los
“documentos” (Nietzsche 1984, 145) del pasado y la lleva más allá que su predecesor alemán, la intensifica -elevándola
a una suerte de imperativo de su propio trabajo- y le añade un inusual brío y rigor:
Foucault solía pasar prolongadas temporadas escudriñando en los legajos de los archivos
y estudiando los más heterogéneos documentos; solía trabajar nueve horas al día en
la Biblioteca Nacional de París -se autoimponía una larga jornada de estudio en esa
y otras bibliotecas-8 y daba cauce, así, a su persistente deseo de conocer la “historia ‘efectiva’” (Foucault 1980b, 19) del presente, a su voluntad de prestar oídos al “murmullo del mundo” (Foucault apudMorey 2010, 21) que brota de los grises documentos conservados en los archivos. Para conocer la
historia sobre la cual se erige y asienta nuestra actualidad, para rastrear la procedencia
de aquello que hoy nos constituye, en fin, para hacer emerger el “fondo histórico”
(Foucault 1976, 314) de la sociedad moderna y de los poderes que la caracterizan, Foucault se demoraba
sobre los textos del pasado, buscaba y rebuscaba en los archivos aquellos documentos
que podían informarnos sobre “el campo de historicidad” (Martiarena 1995, 17) del presente.
Así pues, ese trabajo de exploración documental al que Foucault se entregó durante
muchos años no es propiamente historiográfico -o, más precisamente, no apunta a hacer
“la historia del pasado” (Foucault 1976, 37)-, sino que estuvo siempre orientado por el deseo de iluminar la actualidad. El proyecto
general de la obra de Foucault y su siempre renovado interés por la historia estuvieron
guiados por el deseo de activar una interrogación crítica sobre aquello que somos
hoy en día. De este modo, para penetrar en el presente y para determinar los rasgos
específicos de su constitución, Foucault recurrió a eso que él mismo solía llamar
una ontología histórica, a saber, una “excavación bajo nuestros pies” (Foucault apudLechuga 2008, 45) en la que, a través de un trabajo documental y archivístico, se ilumine el presente
y se hagan emerger las particularidades de su constitución; se trata de una ontología que piensa el ser -y el sujeto- en el caudal del tiempo, que toma por objeto la conformación
histórica del ser, el ser en sus transformaciones.
Empeñado, entonces, en hacer “la historia del presente” (Foucault 1976, 37), Foucault recurrió a procedimientos de análisis emparentados con la investigación
histórica (como la genealogía) para desentrañar la actualidad. El trabajo histórico
de Foucault debe leerse, así, desde la clave de la contemporaneidad, desde la clave
de la voluntad de saber quiénes somos hoy en día, “¿qué es este mundo, esta época,
este preciso momento en el cual estamos viviendo?” (Foucault 1988, 234) o, tal como Nietzsche formuló esa misma pregunta: “¿[q]ué somos nosotros?” (Nietzsche 1984, 141).
En su remontarse a la historia de la modernidad capitalista, Foucault descubre que
entre las modalidades del poder que han constituido -desde los siglos XVII-XVIII y
hasta nuestros días- el cuadro general de las sociedades modernas, se encuentran las
siguientes: el poder soberano, el poder disciplinario y el biopoder.9 Presentaré aquí una apretada y esquemática síntesis del modo en que Foucault piensa
esas tres modalidades del poder que, a su juicio, caracterizan a las sociedades modernas.
1. Poder soberano. Con la idea de poder soberano Foucault alude, en principio, al poder tal como aparece en el feudalismo y en la
aurora de la modernidad capitalista pero que se prolonga, a lo largo de los siglos
y a través de una serie de transformaciones, en la figura del Estado. El poder soberano
es un poder cuyo fundamento está constituido por el territorio y que se ejerce sobre
quienes lo habitan y sobre sus productos. La soberanía funciona “como instancia de
deducción” (Foucault 1995, 164): el soberano tiene “el derecho de apropiarse de una parte de las riquezas” (Ibidem); se trata de un poder “perceptor y predador” (Foucault 2010, 895) que opera una exacción sobre los bienes producidos por los “súbditos” o por los
“ciudadanos” y que tiene, adicionalmente y en sus formas históricas premodernas, “el
derecho de hacer morir o de dejar vivir” (Foucault 1995, 164). En efecto, se trata de un poder que, frente a las transgresiones, actuaba desplegando
el suplicio sobre el cuerpo de los infractores del orden (piénsese aquí en el caso
paradigmático del martirio del regicida Damiens con cuya descripción comienza Vigilar y castigar). El poder soberano es, además, un poder discontinuo: el castigo sobre los infractores
del orden se ejercía de manera brutal pero intermitente en las ceremonias ejemplarizantes
del patíbulo que, con la presencia del soberano y con el pueblo como testigo del espectáculo
suplicante, restauraban el orden quebrantado por el transgresor y escenificaban la
asimetría insalvable entre este y el “soberano omnipotente” (Ibidem). Además, el poder soberano tiene, como instrumento cardinal de su ejercicio, el
mecanismo legal -el sistema del derecho, la instancia de la ley-: con la enunciación
de la ley, la soberanía instaura una “partición binaria entre lo permitido y lo vedado”
(Foucault 2006b, 20), de modo que condiciona el campo de acción de los sujetos a través de la codificación
de sus conductas; el poder soberano asegura la obediencia general a la ley a través
de la amenaza del castigo -de su poder disuasorio. De más está decir que, en nuestros
días, el poder soberano no ha desaparecido, solo se ha transformado. Si bien el patíbulo
ha cedido su puesto a otras formas del castigo estatal, el mecanismo legal-jurídico
de la soberanía política continúa codificando la vida colectiva en las sociedades
contemporáneas y el marco institucional estatal ofrece un andamiaje esencial de nuestra
vida. El antiguo y persistente monstruo del Leviatán continúa ejerciendo, pues, sus
rigores; pero, como ya decíamos, este no es el único monstruo del bestiario político
de la modernidad que dibuja Foucault.
2. Poder disciplinario. Foucault consideraba que, al lado del poder soberano y con un funcionamiento notoriamente
diferente a aquel, las sociedades modernas desarrollaron el poder disciplinario. A
lo largo de Vigilar y castigar, Foucault muestra que, a fines del siglo XVIII, Europa occidental fue escenario de
una transformación decisiva cuyo impacto se deja sentir hasta nuestros días y que
trascendió las fronteras europeas e imprimió su sello distintivo a la modernidad capitalista:
el surgimiento de una “nueva era” (Foucault 1976, 15) de la justicia penal. En dicho periodo tuvo lugar “la desaparición de los suplicios”
(Ibidem) -la extinción del espectáculo patibulario a través del cual el poder soberano sancionaba
las infracciones- y sobrevino el desplazamiento de esa ceremonia soberana del infligimiento
del dolor por el encarcelamiento como la forma privilegiada del castigo.10 El espectáculo suplicante del castigo público de los condenados fue desplazado por
una nueva forma de castigar cuyo blanco de intervención no es ya solo el cuerpo sino,
además, el “alma del delincuente” (Idem, 25), un alma y un cuerpo a los que, según una nueva moral, hay que “corregir, reformar”
(Idem, 18), “normalizar” a través del dispositivo disciplinario de la cárcel. Lo que nos
interesa destacar es que esta transformación histórica de las formas del ejercicio
de la justicia -este tránsito del suplicio a la corrección disciplinaria-, no se dio
de manera aislada sino que respondió, tal como muestra Foucault, a una modificación
de conjunto de la vida social. Foucault planteará que la cárcel surgió en el marco
general de una “tecnología política del cuerpo” (Idem, 30) cifrada en las disciplinas: el nacimiento de la cárcel es el índice y el resultado más evidente de una disciplinarización
extensiva e intensiva de la sociedad moderna. En el transcurso de la “época clásica”
(siglos XVII-XVIII), toda una serie de instituciones -el cuartel militar, el hospital,
la escuela, el convento, el taller manufacturero, entre otras- pusieron en marcha
los mecanismos disciplinarios, un conjunto de técnicas que tienen como objetivo la
producción de un sujeto obediente, de un “individuo sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una autoridad que se
ejerce continuamente en torno suyo y sobre él” (Idem, 134). Para Foucault, las disciplinas son métodos que permiten “el control minucioso
de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas
y les imponen una relación de docilidad-utilidad” (Idem, 141). Así, con la modernidad se generaliza una microfísica del poder que, operando en las sombras de las instituciones de encierro, aspira a llegar hasta
“los elementos más tenues” (Foucault 2010c, 896) del cuerpo social, hasta los individuos. Se trata de un tipo de poder que llega
allí donde el poder soberano no alcanza a llegar: la disciplina es un poder que se
desliza, sutil y eficaz, sobre la superficie misma de los cuerpos, un poder que regula
las maneras de conducirse de los individuos, que “impregna todos sus comportamientos”
(Pérez Cortés 2009a, 174), que ejerce sobre los sujetos una “coacción calculada” (Foucault 1976, 139) y cotidiana, que constituye cuerpos productivos y que liga a los sujetos a la reproducción
conductual de las normas. Se trata de una disciplinarización general que ha sido indispensable
para el despliegue del capitalismo y para la constitución de una sociedad productiva
en términos de la racionalidad capitalista; desde la perspectiva de Foucault, este
proceso de disciplinarización está íntimamente vinculado con el desarrollo del capitalismo,
pues la extracción del plusvalor exige esos mecanismos de poder que engendran, a un
mismo tiempo, sujetos de obediencia y cuerpos productivos.
Para producir individuos normalizados, las disciplinas han engendrado un conjunto
de estrategias que reaparecen en diversas instituciones, un conjunto de métodos que
han jugado un papel sigiloso pero central en la erección y el despliegue del capitalismo:
clausura espacial, distribución y localización de los cuerpos en el espacio, control
microfísico de las actividades, descomposición de los gestos y movimientos para lograr su constante
evaluación, empleo exhaustivo del tiempo, individualización y perpetua clasificación
de los sujetos según su ajuste o desajuste a las normas, extensión de una “vigilancia
jerárquica” (Foucault 1976, 175) que coloca a los individuos y a sus actos bajo un régimen de iluminación exhaustiva,
extensión de los procedimientos de examen, generalización del sistema de la “sanción
normalizadora” (Idem, 182) que, ante las desviaciones, impone sus pequeños castigos, etcétera. Con todo
ello, “[l]a modernidad trajo consigo una pirámide extensa de miradas y vigilancia
continua, ocupada no tanto en castigar al cuerpo, sino en modelar su comportamiento”
(Ibidem) y ajustarlo a los imperativos de la acumulación de capital.
En la dilapidación suplicante de los cuerpos que tenía lugar en el cadalso, la modernidad
naciente verá un gasto improductivo -inútil, suntuoso- y sobrevendrá, entonces, el
desplazamiento de esa tecnología del poder por otra que logre la obediencia social
a través de procedimientos menos costosos -tanto en términos políticos como económicos-
y más eficaces y sostenidos: no dilapidar las fuerzas una vez cada tanto en un castigo
ejemplarizante que aspira a la instauración del miedo colectivo a la muerte -ya no
un poder que funcione a través de la instauración del terror al suplicio como mecanismo
inhibidor de las conductas transgresivas-, sino multiplicar esas fuerzas otrora aniquiladas,
ejercitarlas, imponerles fines, dirigirlas a su acrecentamiento productivo en una
multiplicidad de instituciones, una multiplicidad relativamente descentrada del poder
soberano. Desde la perspectiva de Foucault, el desplazamiento del suplicio habría
sido preparado por una “extensión progresiva de los dispositivos de disciplina” (Idem, 212), por su “multiplicación a través de todo el cuerpo social” (Ibidem). Lejos de ser el resultado de la benignidad humanista que se escandalizaba -por
lo demás con razón- ante el dolor infligido sobre el cuerpo de los transgresores,
este remplazo del suplicio por las disciplinas como el nuevo método de dominación
estaría guiado, para Foucault, por su utilidad probada, por su eficiencia en los términos
de una racionalidad nueva íntimamente ligada a la racionalidad capitalista. Hay, entonces,
en la constitución de las sociedades modernas, una cierta revaloración del cuerpo:
no ya su menosprecio suplicante sino la conciencia de que este -el cuerpo- es el lugar
necesario para una dominación general, una dominación que no se logra ya solamente
a través de la fuerza disuasiva de la violencia directamente ejercida sino a través
de un poder que seguirá siendo físico -seguirá actuando sobre el cuerpo para extraer
de este los mayores rendimientos- pero que no necesita más del espectáculo del patíbulo:
“¿Por qué la sociedad suprimiría una vida y un cuerpo que podría apropiarse (de los
que puede extraer beneficios y utilidades)?” (Idem, 113). Confinadas a las sombras de las instituciones de encierro -tras sus muros-
las disciplinas serán, entonces, una tecnología del poder “menos suntuaria pero más
obstinada” (Ibidem), más eficaz que el suplicio, más abarcativa que aquel, más fusionada con la sociedad
en su conjunto y que no suscita la repulsión de esa nueva racionalidad -a la que le
irritan los excesos del poder soberano- pues la violencia que ellas efectivamente
ejercen se encubre bajo el discurso legítimo de la utilidad y la conveniencia general,
bajo un discurso más hábil que el simbolismo del suplicio, pues genera, con más facilidad,
la aceptación de su legitimidad, la “naturalización de su propia arbitrariedad” (Bourdieu
apudScott 2011, 102).
Si el poder soberano tiene, como fundamento, el territorio y se ejerce como poder
de sustracción -de los bienes y de la vida-, el poder disciplinario se ejerce sobre
el cuerpo y tiene como objetivo la multiplicación de las fuerzas y su acrecentamiento
productivo. Si el poder soberano es discontinuo y se ejerce de manera ejemplar una
vez cada tanto, el poder disciplinario es continuo, configura la existencia diaria
de los individuos, los subordina a una autoridad que se ejerce ininterrumpidamente
sobre ellos, los somete a una vigilancia exhaustiva, produce una “apretada cuadrícula”
(Foucault 2006a, 43) sobre la vida que configura el tiempo productivo, los gestos eficaces, los movimientos
óptimos. Si el poder soberano tiene, como mecanismo privilegiado de su ejercicio,
la ley, el poder disciplinario opera a través de la norma.
Pero a pesar de esta oposición -casi punto por punto- entre el funcionamiento del
poder soberano y el funcionamiento del poder disciplinario, ambas modalidades del
poder son profundamente compatibles y dibujan, conjuntamente, parte del mapa de las
dominaciones modernas: “soberanía y disciplina [dirá Foucault] (…) son dos elementos
absolutamente constitutivos de los mecanismos generales del poder en nuestra sociedad”
(Foucault 2006a, 46). Para el filósofo, el poder soberano ha permitido el despliegue de las disciplinas,
ha creado las condiciones de posibilidad de su impulso y diseminación, pues el poder
soberano ha instituido un marco jurídico que tiene, entre sus funciones, una función
de enmascaramiento: bajo el discurso de la igualdad de derechos -la idea de que todos
somos iguales ante la ley-, el poder soberano encubre las coacciones disciplinarias, oscurece la disimetría
radical de unos con respecto a los otros que configura nuestra existencia diaria.11
3. Biopoder, seguridad, gobierno.12 Para Foucault, en las sociedades modernas no solo se advierte la ya referida articulación
entre poder soberano y disciplinario, sino que nos encontramos, adicionalmente, con
otro tipo de poder que viene a complicar el mapa de los poderes que traza Foucault:
un poder orientado hacia la regulación de las poblaciones. Se trata de una “gestión
gubernamental” (Foucault 2006b, 135) cuyo blanco de intervención no está constituido ni por el territorio ni por los
cuerpos, sino por los fenómenos globales de la población, de ese sujeto histórico que, a juicio de Foucault, surge -en tanto problema racionalizado-
en el transcurso del siglo XVIII y que está atravesado por un conjunto de “procesos
y leyes biológicas [y demográficas]” (Foucault 2010c, 898) susceptibles de previsión, administración y cálculo: las epidemias, la natalidad,
la morbilidad, la vejez, la salud y la higiene públicas, los movimientos migratorios,
el abastecimiento, la vivienda, la circulación urbana -de gente y de mercancías-,
en fin, aquellos fenómenos asociados con este tipo de procesos masivos y de conjunto
cuya regulación no puede ser encarada a través de las instituciones disciplinarias
de encierro sino que convocan, para decirlo en términos deleuzianos, toda una serie
de “controles al aire libre” (Deleuze 2005, 116). Se trata de un poder que toma como objeto al hombre en tanto especie biológica
(de ahí el término biopoder) y que se propone la tarea de garantizar la “seguridad” de la población a través
de dispositivos que logren controlar o reducir las presuntas “amenazas” y “peligros”
internos a esa misma población (entre los dispositivos de seguridad en cuyo análisis
se detiene Foucault se encuentran las estrategias de ordenamiento urbano, la policía,
las técnicas diplomáticas y militares, las campañas de salud pública, el liberalismo
económico como forma de funcionamiento del mercado, entre otros).13
Ahora bien, en el transcurso de sus análisis sobre el biopoder y los mecanismos de
seguridad, Foucault se ve llevado a formular un peculiar concepto de gobierno para dar cuenta de este tipo de estrategias globales de regulación de las poblaciones.
El filósofo formula su concepto de gobierno inspirado en una vieja acepción de la
palabra14 según la cual el término no tiene el sentido restringido de gestión del Estado y
administración de las “estructuras políticas” (Foucault 1988, 239), sino que es más bien entendido -de forma amplia- como una manera “de dirigir la
conducta” (Ibidem), como “conducción de conductas” (Ibidem). Si el poder soberano es un poder de exacción y el poder disciplinario un poder
de producción de sujetos obedientes, el gobierno es un poder de regulación y conducción.
El gobierno no aspira a producir sujetos disciplinados, sino a regular los fenómenos
poblacionales y lograr su “ajuste (…) a los procesos económicos” (Foucault, 1995: 170) de gran alcance, regularlos de modo tal que esos fenómenos no sean encarados a través
de su encuadre disciplinario sino a través de un cálculo de probabilidades, de una
gestión de lo abierto (disminuir los riesgos, asegurar la circulación -de las mercancías
y de la gente-, aligerar el funcionamiento del mercado -reducir los obstáculos que
se le presentan-, propiciar la fluidez de los “circuitos comerciales” (Foucault 2012, 20). No ya el “collar de hierro jurídico disciplinario” (Foucault 2006b, 62), sino el laissez faire, el “dejar hacer” propio del liberalismo. Si el poder soberano a menudo dice no al deseo de los sujetos sobre los que se ejerce, el control regulador y los mecanismos
de seguridad le dicen sí al deseo (Idem, 97) y tienen, como objetivo prioritario, la optimización de ese deseo, su conversión en valor.
Es necesario advertir que los mecanismos biopolíticos de gobierno y seguridad no implican,
para Foucault, la desaparición del poder soberano y disciplinario, sino, por el contrario,
su “reactivación” (Foucault 2006b, 25). Un ejemplo elocuente de ello podría ser el infame muro que divide la frontera entre
México y Estados Unidos y que forma parte de todo un sistema de gestión biopolítica
de las migraciones: el muro -artificio arquitectónico disciplinario por excelencia-
es erigido bajo la doble intención de “garantizar la seguridad” de la población estadounidense
y de regular los flujos migratorios procedentes de otra población (de una población
considerada como “amenazante” y como indigna de protección y de salvaguarda -la de
los migrantes precarizados de México, Centroamérica, etcétera). El poder soberano
estadounidense -el Estado- acude a un dispositivo típicamente disciplinario -el muro-
para producir efectos de seguridad poblacional que, al tiempo que dicen proteger la
vida de una población, colocan a otra población en riesgo absoluto de muerte. Este
sistema de gestión de las migraciones “irregulares” -en el que vienen a coincidir
mecanismos típicamente soberanos, disciplinarios y biopolíticos- es, para la economía
estadounidense, absolutamente productivo: produce una mano de obra indocumentada y
sin derechos de cuya sobrexplotación se extraen enormes beneficios.15
En reiteradas ocasiones, Foucault insiste en la copresencia de las modalidades del
poder que han sido objeto de su analítica.16 Para dar cuenta de esta coactuación de las diversas fuerzas de dominación, en el
curso Seguridad, territorio, población invocará una ilustrativa metáfora geométrica: “estamos ante un triángulo: soberanía,
disciplina y gestión gubernamental” (Foucault 2006b, 135). Así, Foucault mismo enfatiza su idea del embrague entre los poderes. Pasemos, ahora,
a los planteamientos de Deleuze.
Gilles Deleuze: el paso de la disciplina al control
En su “Post-scriptum sobre las sociedades de control” -aparecido seis años después
de la muerte del filósofo de Poitiers-, Gilles Deleuze acude al pensamiento de Foucault
para interrogarse sobre las nuevas formas del ejercicio del poder que empezaban a
despuntar en los neoliberales años noventa. Deleuze inicia ese breve y potente texto
haciendo referencia a la analítica foucaultiana del poder y sintetizando, del siguiente
modo, el recorrido histórico de su compañero:
Foucault situó las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX: estas sociedades alcanzan su apogeo a principios del XX,
y proceden a la organización de los grandes espacios de encierro [familia, escuela,
cuartel, fábrica, hospital, prisión] […] Foucault analizó muy bien el proyecto ideal
de los lugares de encierro, particularmente visible en la fábrica […] Pero lo que
Foucault también sabía era la brevedad del modelo: sucedía a las sociedades de soberanía […]; la transición se hizo progresivamente […] Pero las disciplinas a su vez sufrirían
una crisis, en beneficio de nuevas fuerzas […] que se precipitarían tras la Segunda
Guerra Mundial: las sociedades disciplinarias eran lo que ya no éramos, lo que dejábamos
de ser. (Deleuze 2005, 115)
Para Deleuze, las instituciones de encierro están atravesando su crisis final y decisiva;
“todos los interiores” (Ibidem), afirma, experimentan la fase terminal de su vigencia: la empresa y el trabajo a
domicilio sustituyen la fábrica, la atención médica en el hogar remplaza progresivamente
el hospital, las penas se castigan menos con la prisión y más con “penas de ‘sustitución’”
(Idem, 120) -ya no la celda disciplinaria sino el “collar electrónico” (Ibidem). Desde su perspectiva, así como el poder soberano fue remplazado por el poder disciplinario,
este último está en vías de su próxima extinción: hay signos ya de su desaparición
agónica y de su sustitución por nuevas formas del poder. Inspirado en la literatura
de William S. Burroughs, Deleuze reserva el nombre de control para designar esas “nuevas fuerzas que están golpeando la puerta” (Idem, 116) y que, con mecanismos de poder profundamente heterogéneos al poder soberano
y disciplinario, nos colocan su gaseoso pero eficaz grillete, regulan nuestra conducta
a través de procedimientos sutiles: mientras las instituciones de encierro nos ubican
en “moldes” (Ibidem) distintos -en espacios de clausura regidos por sus rígidas normas y reglamentaciones
independientes-, los controles nos sujetarían a través de “modulaciones, como un molde autodeformante que cambiaría continuamente” (Ibidem). Si la sociedad disciplinaria constituía, al mismo tiempo, multiplicidades e individuos
vigilados por dispositivos panópticos, la sociedad de control, en la empresa -que
es la figura definitoria de su organización-, introduce una rivalidad constante entre
los sujetos mismos: “opone a los individuos entre ellos” (Idem, 117); hemos interiorizado al capataz y hospedamos, en nuestro propio y tenso interior,
al ojo omniabarcante del panóptico, por lo que este ya no sería necesario. En las
sociedades disciplinarias “siempre se estaba empezando de nuevo (de la escuela al
cuartel, del cuartel a la fábrica), mientras que en las sociedades de control nunca
se termina nada” (Ibidem). En estas últimas, la producción de servicios sustituye la producción de bienes,
el marketing se vuelve un tenaz instrumento de sujeción y un capitalismo de la información va
tomando el lugar de las viejas producciones. “El hombre de las disciplinas era un
productor discontinuo de energía, pero el hombre del control es más bien ondulatorio,
en órbita sobre un haz continuo” (Idem, 118).
Deleuze idea una sugerente alegoría animalista para referir el contraste entre disciplina
y control: con la figura del topo -de ese animal robusto cuya vida transcurre en las
intrincadas galerías del subsuelo-, Deleuze alude a la sociedad disciplinaria y su
afección por las instituciones discontinuas de encierro;17 con la figura de la serpiente -animal grácil, ultrarrápido y ondulante-, el filósofo
alude a la sociedad de control. Estos dos animales aparecen como metáforas de dos
modalidades del poder que, desde la perspectiva de Deleuze, se suceden una a otra. Si para Deleuze el Leviatán fue sustituido por el topo, este último vendría a ser
remplazado por la serpiente. El filósofo parisino encuentra, en nuestra actualidad,
los signos múltiples de la extinción de los topos y la evidencia de la propagación
de las serpientes. Para encontrar “nuevas armas” (Deleuze 2005, 116) de resistencia al poder, es preciso, dice Deleuze, identificar los rasgos serpentinos
del control flexible.
* * *
El atrayente texto de Deleuze adolece, creo, de un punto débil que debe ser puesto
en entredicho a fin de hacer una recuperación crítica del propio planteamiento de
Deleuze. En la caracterización histórica del filósofo hay, actuando como principio
de inteligibilidad, una suerte de evolucionismo unilineal: la concepción de la historia
que subyace a su planteamiento supone que el movimiento de la historia opera una mera
sustitución de las formas (una mera sucesión, progresión, “gran conversión”, remplazo de una
forma de sociabilidad por otra, etcétera). Pero para Foucault -en quien Deleuze se
inspira-, la relación entre las distintas modalidades del poder no aparece como una
relación de sustitución sino, en cambio, como una yuxtaposición de poderes disímiles,
como una articulación de líneas de fuerza heterogéneas que actúan, simultáneamente,
en distintas direcciones y niveles, produciendo, a través de su interrelación, efectos
de dominación de conjunto. Dice Foucault:
no tenemos de ninguna manera una serie en la cual los elementos se suceden unos a
otros y los que aparecen provocan la desaparición de los precedentes. No hay la era
de lo legal, era de lo disciplinario, era de la seguridad […] De hecho, hay una serie
de edificios complejos. (Foucault 2006b, 23)
Una sociedad no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno,
sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación […] de diferentes
poderes […] La sociedad es un archipiélago de poderes diferentes. (Foucault 2010c, 893)18
Si, para Deleuze, las mutaciones en las tecnologías de poder producen la desaparición
de las formas precedentes (su superación), Foucault piensa en un movimiento un poco
más complicado: las mutaciones del poder no originan, por regla general, la anulación
de las otras formas. Ante la hipótesis deleuziana de la evolución gradual Leviatán-topo-serpiente,
Foucault sostendría la triangulación de las figuras y su actuación conjunta. Ya hemos
citado más atrás la metáfora foucaultiana del triángulo en tanto principio de inteligibilidad
de la relación entre los poderes, pero quizás podríamos acudir aquí, como figura esclarecedora,
a otra imagen, aquella que aparece en los tenangos, los bordados polícromos elaborados
por mujeres19 otomíes y que tienen habitualmente, como rasgo distintivo, la representación de un
bestiario: en el espacio blanco de la tela y trazados con la trama coloreada de los
hilos aparecen, casi tocándose unos a los otros y a veces sobreponiéndose, diversos
animales-20 algunos de ellos reales (como el topo y la serpiente) y otros fantásticos (como el
monstruo marino del Leviatán).
Figura 1
Con su superposición de imágenes, los tenangos de las artesanas otomíes ofrecen una
imagen potente para pensar. No es por eliminaciones sucesivas como el poder actúa,
sino a través de una articulación en la que el poder soberano, disciplinario, el biopoder,
el gobierno, los mecanismos de seguridad, el control abierto y flexible, se articulan:
entre el Leviatán, el topo y la serpiente no hay superación, sino copresencia, tal
como nos permite imaginarla el bestiario otomí.22 Así, habría que resituar el control deleuziano en una economía general del poder:
hay que resituar el control -lúcidamente tematizado por Deleuze- al lado de las otras
modalidades del poder, como un régimen de dominación que no viene a sustituir a los
otros sino a sumárseles.23 Por poner un ejemplo: la empresa no sustituye a la fábrica, hoy tenemos fábricas
y empresas (y tenemos, también, empresas que funcionan como fábricas de servicios).
Es precisamente en esa summa en la que debemos pensar para fraguar las armas de resistencia, antagonismo y contrapoder
que quería Deleuze.
Los bordados otomíes tienen, creo, una ventaja sobre la metáfora foucaultiana del
triángulo: por definición, la metáfora del triángulo solo acepta pensar la articulación
entre tres poderes. En cambio, los bordados otomíes (en los que se multiplican las
figuras) aceptan la incorporación de otros poderes, aquellos que Foucault no analizó
y que conforman, por ejemplo, la economía general del poder en nuestras sociedades
latinoamericanas. Así, como metáfora de la articulación de los poderes, el bordado
otomí acepta la añadidura de poderes que en la obra de Foucault quedan en un estatuto
de relativa invisibilidad. El bordado otomí (con su gesto de proliferación de las
figuras) abre el restringido campo triangular y hospeda, como metáfora, otros poderes
posibles. El triángulo estalla, sus vértices ceden y la manta bordada abre la imaginación
reflexiva hacia la problematización de otras fuerzas. La propia metáfora foucaultiana
del archipiélago de poderes -citada más arriba- iría, creo, en este sentido.
Con la hipótesis de la articulación de los poderes, Foucault nos permite pensar no
solo en la multiplicidad de los mismos (en poderes que operan en distintos niveles
y direcciones) sino, además, en la multiplicidad de las resistencias. Para Foucault,
las resistencias se forman allí donde el poder actúa: “se forman en el lugar exacto
en que se ejercen las relaciones de poder” (Foucault 2007b, 98). Así, los “focos de resistencia” (Foucault 1995, 117) -los “puntos de repulsión” (Foucault apudSenellart 2006, 442) al poder, la “energía inversa” (Foucault 2007b, 93)- se hallan diseminados en la intrincada red de los poderes. La resistencia es tan
múltiple como el poder. Así como Foucault nos hizo tomar conciencia del enlace de
los poderes, nos hizo reparar, también, en el “enjambre de los puntos de resistencia”
(Foucault 1995, 117). Así como no hay un locus único del poder, tampoco hay “un lugar del gran Rechazo” (Idem, 116) al poder, sino resistencias originadas en los campos concretos en los que el
poder se ejerce y se sufre. Para Foucault, la posibilidad de la revolución está dada
por una “codificación estratégica de esos puntos de resistencia” (Idem, 117). Frente al Leviatán-topo-serpiente, el alebrije del contrapoder.