Introducción
Las percepciones de las relaciones interpersonales dependen de los contextos históricos
de su elaboración. Una de las formas para analizar estas apreciaciones, como el de
las mujeres para sí o para otros, puede ser a partir de sus materializaciones en la
cultura escrita. Por ejemplo, la conciencia de sí mismas y de sus papeles en la vida
pueden verse en el intercambio epistolar privado mantenido entre los habitantes de
España y los reinos americanos durante los siglos XVI y XVII.1 Se trata de una fuente rica en detalles sobre los hombres y las mujeres migrantes
que, dejando atrás la Península Ibérica, se hacían a la mar hasta alcanzar las Indias
y luego al interior de las mismas implicaban otras jornadas de viaje. Según cálculos
de Peter Boyd-Bowman, la población migratoria de españoles o europeos a América durante
el siglo XVI sumó cerca de 56,000 pobladores (Martínez 1999, 166).2 Lo cual no es poco teniendo en cuenta que los viajes en altamar tardaban de 70 a
180 días desde el puerto de Sanlúcar hasta el de Veracruz (Martínez 1999, 159). A este trayecto marino, debía sumarse el que se necesitaba emprender a lomo de
caballo o mula para hacerse al interior de los territorios americanos.
Efectivamente entre estos pasajeros a las Indias hubo mujeres que, fueran solteras
o casadas, su número fue muy reducido frente al que representaban los hombres.3 Además, estos últimos tenían el papel tradicional de buscar los bienes para la familia
constituida por padres y hermanas(os), esposos e hijas(os). Se puede decir, en términos
generales, que en ese tiempo a la mujer no le quedaba más que casarse o vivir como
religiosa o soltera, como se desprende de la pregunta que hacía doña Juana Farfán
a su hermano Francisco de Nava Moriano, en Sevilla, al querer saber sobre el paradero
de sus sobrinas: “[…] me da mucha pena, y más no saber si se han casado o si se han
metido de monjas alguna [sic]” (Otte 1996, 406-407).
De hecho, pueden considerarse los diferentes roles desempeñados por las mujeres de
acuerdo con la existencia de un esquema genérico que determinaba que ellas estuvieran,
[…] reducidas a dos condiciones posibles: dependiendo del padre como niña o doncella,
o habiendo “tomado estado”, sea casándose o entrando en un convento, como mujer adulta.
Pero aunque esta fuese la norma ideal, lo cierto es que el funcionamiento social originaba
otras situaciones muy diferentes, como la “soltera”, es decir, la adulta que no ha
tomado estado, la “separada legalmente” o la “viuda”. Más aún, también existía el
caso de la mujer abandonada por su marido, o incluso el de aquella cuya condición
de mujer casada con hombre “borracho y derrochador”, o bien enfermo, impedía la aplicación
del principio de tutoría. (Quijada y Bustamante 2018, 650)
Por su parte, el Concilio de Trento consagraría el modelo de la familia monoparental
frente a diversos peligros contrarios a la fe católica. Uno de ellos era el que representaban
aquellos hombres “que andan vagando y no tienen mansión fija, y como son de perversas
inclinaciones, desamparando la primera mujer, se casan en diversos lugares con otra,
y muchas veces con varias, viviendo la primera”.4
Ciertamente la “insistencia en el hogar como una forma de educación era un concepto
bastante viejo, pero que adquirió una importancia creciente en el periodo moderno”
(Casey 2001, 317) para arropar y educar al individuo y conservar el orden y la fe. La Iglesia católica,
por ello mismo, estaba interesada en conservar la unidad familiar que garantizaba
no solo el control biopolítico e institucional de sus feligreses frente al poder civil,
sino también la seguridad económica de los padres, madres e hijos. Pero, asimismo,
se daba continuidad a la educación y transmisión de papeles tradicionales y que, en
algunos estratos sociales, servían para conservar el linaje. Por ello, aunque existía
el riesgo de que se generaran conflictos entre los intereses individuales del hombre
y de la mujer, los problemas se podían minimizar por el control bastante estricto
de ella por parte de los padres. Así, por ejemplo, fray Miguel Agustín señalaba en
un manual para familias campesinas de 1617 que las hijas solteras estuvieran “fuera
de contacto con los trabajadores excepto durante las comidas o cuando fueran invitadas…
por sus mayores. Debían tener siempre sus pies cubiertos con zapatos y medias, y fijar
su mirada en el suelo” (Casey 2001, 308).
Las limitaciones jurídicas y económicas constreñirían entonces el espacio femenino
-como indican Isabel Testón y Rocío Sánchez-, haciendo de la mujer un ser dependiente
del varón.5 Desde la tradición judeocristiana, la construcción del género se basó en los relatos
biblícos y las reflexiones teológicas que, de manera reiterada, la Iglesia católica
buscó propagar a través de diversos formatos: desde los sermones dominicales y los
manuales de confesión hasta la instrucción catequética. El caso del filósofo valenciano
Juan Luis Vives es un buen ejemplo de la pedagogía que consolidó la visión del papel
de los géneros en el desempeño de los hombres y las mujeres en la modernidad. Su obra
La instrucción de la mujer cristiana, que será traducida del latín y publicada en español durante 1528, tuvo una importante
influencia al reafirmar desde una visión masculina los roles esperados de ellas en
sus distintas etapas vitales y diferentes condicionantes socioculturales:
Por esta razón se dice que forman no solo un alma o un cuerpo partiendo de dos, sino
también una sola persona. Por lo tanto, lo que el varón dijo de la mujer: “Por ella
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa”, conviene que, incluso
con mayor razón y motivo, lo diga y lo sienta la mujer, porque, aunque de dos se haga
uno, la mujer es hija del varón, es más débil y necesita su apoyo; separada del marido,
se encuentra sola, desnuda y expuesta a la afrenta, pero, acompañada por él, esté
donde esté, lleva consigo la patria, la casa, los dioses lares, los padres, los parientes,
los recursos y hay muchos ejemplos que así lo atestiguan. (Vives 1994, 214-215)
Desde luego la dependencia de las mujeres hacia el varón terminaría por marcar su
vida cuando este decidía “emprender la aventura americana, porque la mujer sola, sin
esposo, sin padre o sin hijos que la represente y mantenga, tendrá necesariamente
que asumir de forma directa su destino, y para ello no estaba casi nunca preparada,
ni mucho menos acostumbrada” (Testón y Sánchez 1997, 95). En este contexto, a las mujeres que un buen día verían partir a sus familiares
o compañeros de vida, no les quedaba más que la promesa hecha por ellos de que regresarían
pronto a la Península hispana; pero incluso, si ellas partían en compañía de parientes
o amistades en algún viaje trasatlántico, podían quedar desamparadas en un nuevo abandono
en tierras americanas. La supremacía del hombre -basada en la suposición de que los
patrones culturales asociados con los varones, desde su carácter y sus comportamientos,
hasta los trabajos y su lugar en la estructura familiar, son normales y superiores
frente a los patrones asociados con las mujeres- va a terminar por imponerse y extenderse
en las colonias pero adaptada a las circunstancias que le presentan las poblaciones
indígenas y la geografía de los nuevos espacios descubiertos. La circulación de ideas,
como las expresadas por Vives tienen presencia muy pronta en suelos de América como
dan noticia los documentos sobre libros enviados a la Nueva España (1576) o a Perú
(1583), según da cuenta Irving Leonard. Al respecto de este último envío de volúmenes,
el historiador apunta:
No se sabe a cuál de los escritos del famoso erasmista Juan Luis Vives se refiere
el pedido de “100 luis bives”; pero es de suponer que se trata de la Instrucción de la mujer cristiana, que era guía obligada para la educación de las doncellas. Es explicable que las
damas de las colonias ansiaran educar a sus hijas de acuerdo con los métodos aceptados
en la península, y a buen seguro este manual respondía a sus oraciones y a las recomendaciones
de sus directores espirituales, lo cual no podía pasar inadvertido a los dinámicos
libreros. De paso, recordemos que este popularísimo manual -si de él trata en el cabalístico
encargo de Jiménez del Río6- prevenía especialmente a las doncellas contra la lectura de la Celestina y de algunas novelas caballerescas que aparecen en otras secciones del pedido. (Leonard 2006, 291)
Así, la soledad de las mujeres, en el mundo católico, se convirtió en una constreñida
situación de depedencia prolongada, a diferencia de lo que llegó a suceder en espacios
reformistas donde el abandono conyugal y la ausencia prolongada, además de la incapacidad
del marido para mantener a su esposa eran causales válidas para la separación; aunque
el divorcio, en verdad fue concedido rara vez, al menos hasta el siglo XVIII. En cambio,
la jerarquía eclesiástica continuó afirmando el principio de la indisolubilidad del
matrimonio, que fue ley en toda la Iglesia católica desde las Decretales del Papa
Gregorio IX en 1234. Solamente un pequeño instersticio se abrió a partir del Concilio
de Trento al reconocer el pecado de bigamia. Sin embargo, la persecución de este tipo
de faltas por parte de la Inquisición no fue aplicado como tal hasta, al menos, la
segunda década del siglo XVI y ni siquiera por la jerarquía eclesiástica que, a pesar
de declarar nulo el segundo matrimonio, no lo consideraba como un caso de bigamia
sino meramente lo calificaba como inválido y, en general, se abstenía de castigar
al varón que se volvía a casar (Cristellon en Ferraro 2020, 42-43, 49).
De cualquier forma, la ausencia del marido no solo como sostén de la familia, sino
del propio lecho matrimonial comenzó a ser visto como un pecado que exigía la intervención
eclesiástica. Esto al menos es lo que expresaba el jesuita cordobés Tomás Sánchez
en su obra Disputationum de sancto Matrimonii Sacramento libri decem, publicado en latín en tres tomos: el primero en Génova (1602) y los dos siguientes
en Madrid (1605). Así, en la voluminosa obra, cuando se hacía referencia a la falta
de coito en las relaciones matrimoniales, se justificaba la intervención de alguna
autoridad:
5.º En cuanto a que los cónyuges puedan separar el lecho, dice el Apóstol en su primera
carta a los de Corinto: No os defraudéis mutuamente, sino por mutuo consentimiento
y para poco tiempo, a fin de estar libres para la oración; … por lo cual el juez eclesiástico
no debe permitir que los cónyuges jóvenes estén separados, por el peligro de incontinencia.
7.º … y puede obligar al cónyuge separado a la cohabitación, ya por las censuras eclesiásticas,
ya también por la fuerza secular…
8.º Está obligado también a evitar que aquel que haya arrebatado a la mujer ajena
cohabite con ella, etcétera. (Sánchez 1887, Libro 9)
Sin embargo, lo que debía quedar claro a los futuros hombres casados que deseaban
convertirse en migrantes hacia tierras americanas era que, al momento de solicitar
licencia para ir a las Indias, se les podía otorgar un permiso por un plazo de tiempo
determinado que, generalmente, se estipulaba a un periodo de tres años. En el Título
Tercero, “De los casados, y desposados en España, é Indias, que están ausentes de
sus mujeres, y esposas” contenida en la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias, se dejaba claro en la Ley III que no se concedían licencias a los casados si no
existían causas que justificaran el viaje, quedando obligados mediante fianzas hechas
ante la Casa de la Contratación de Sevilla, para regresar en un tiempo indicado, y
que si no cumplían lo pactado serían “apremiados por prisión, y todo rigor a que vuelvan
a hacer vida maridable con sus mujeres; y si para mejor ejecución de la justicia pareciere
conveniente enviarlos presos, hasta dejarlos embarcados, y entregados al General,
o persona, que gobernare, se hará así.”7
Pero esta legislación y otras reglas referidas a los viajes de los hombres casados
a las Indias revelan su incumplimiento. Y es en que esta contravención a las leyes
se volvió algo común y cotidiano en parte gracias a la corrupción de los agentes y
también a la distancias trasatlánticas y desplazamientos en tierras americanas. Por
eso, “las normas sobre el modelo de matrimonio y familia cristianos dejaron de tener
el peso que representaban en la península [española], y la transgresión a dicho modelo
importaba bastante poco” (Gálvez 2004, 75-77).
Sin embargo, conviene recordar lo anotado por Bianca Premo (2013) al señalar cómo durante el periodo colonial iberoamericano existió una extendida
“ilegitimidad” de las relaciones interpersonales en la región, que terminó por convertir
las relaciones sexuales extramaritales, la ilegitimidad natal y la circulación de
niños como formas de actuación frecuentes en toda España y sus colonias americanas.
Ante esta situación la Iglesia católica, a partir del Concilio de Trento, buscó formalizar
e institucionalizar el rito matrimonial como un sacramento que, para resguardar su
sentido perenne e irrompible, debía realizarse en espacios parroquiales y atestiguado
por un sacerdote. Así lo estipulaba el decreto Tametsi, documento circunscrito en
el Concilio de Trento, mediante el cual los teólogos impusieron requisitos sucintos
en su biopolítica: que las amonestaciones de la pareja se publicaran en la comunidad
en tres ocasiones; que la declaración de consentimiento de parte de la pareja se hiciera
oralmente ante el párroco por parte de uno de los cónyuges y con por lo menos dos
testigos; que los novios públicamente afirmaran su mutuo consentimiento; y que registraran
el matrimonio. Desde luego, la unión conyugal también tenía que ser consumada. Si
bien la teología católica continuó estipulando que el único requisito para el matrimonio
a los ojos de Dios era el consentimiento mutuo de la pareja, ahora era necesario que
el párroco oficiara y presenciara el compromiso. El sacerdote celebraba el sacramento,
mientras que un círculo más amplio de parientes, amigos y vecinos se involucraba en
el compromiso público, la transferencia de propiedad y la adquisición de los parientes
(Ferraro 2020, 10).
La interacción de las mujeres con las palabras
Para tener más claridad sobre cómo las relaciones interpersonales se rigieron por
diferentes situaciones de abandono, conviene acercarse a los testimonios procedentes
de la correspondencia privada mantenida entre las mujeres -en sus diferentes relaciones
con varones- abandonadas en la Península hispana o incluso en las tierras americanas
por padres, hermanos, esposos o hijos marchados de sus hogares. Estas cartas al conservar
la “conversación entre ausentes”8 o “un diálogo (escrito) diferido” (Doll 2002, 35), representan una fuente documental muy sugerente y rica.9
En el espacio disciplinario de la teoría crítica, “a diferencia de la ya extensa bibliografía
acumulada acerca [de] la autobiografía, se observa una carencia en cuanto a abordar
la especificidad de la carta privada en lo que atañe a su peculiar configuración como
práctica discursiva, aun cuando no fuere considerado como texto ‘literario’” (Doll 2002, 35). En todo caso, si se establece un parangón entre la escritura epistolar y la autobiográfica,
es posible considerar el siguiente razonamiento: que la correspondencia se acerca
a la autobiografía al pretender articular, aunque de una manera no tan extensa, tres
elementos: cuerpo, experiencia y acto.10 Se trata de
[…] elementos de aproximación a un sujeto colectivo y a la relación del enunciado
con la praxis en la que se constituye. Elementos que suelen ser dejados al margen de los estudios
que tienden a la inmanencia del texto. La discusión acerca de la noción de sujeto
de la enunciación y su esencialismo, realizada por Patrizia Violi en conjunto con
los aportes de Judith Butler y la noción de sujeto incardinado, son aplicables especialmente
a la carta privada. (Doll 2002, 45)
A este propósito, y dentro de lo que se considera el giro subjetivo, se ha buscado
renfocar el estudio de
La voz de la primera persona y, particularmente, las expresiones de los excluidos,
oprimidos o marginados pasaron a ser atentamente escuchadas e interpretadas por distintas
vías políticas y académicas. En ese giro, los archivos personales y las reflexiones
sobre su conservación y uso cobraron un notable protagonismo. La expresión autobiográfica
y la testimonialidad alcanzaron un lugar central y, junto con otras escrituras del
yo, posibilitaron que las cartas, en tanto espacio privilegiado de expresión personal,
fueran objeto de nuevas y prolíficas lecturas. Así, las cartas y los epistolarios
de la vida privada, las mujeres, los presos, los esclavos, los colonos, etc., pasaron
a formar parte del elenco de correspondencia buscada, catalogada y publicada con la
misma dedicación con la que, desde hace mucho, se compilan las cartas de los grandes
nombres de la literatura, la ciencia y la política. (Fernández 2013-2014, 23)
De hecho, una de las características más valiosas de las cartas, en este caso casi
en su totalidad escrita por mano femenina, es que se trata de documentos que permiten
descubrir entrelíneas y de forma más libre el diálogo solitario con las mujeres migrantes:
emociones, ideas y actitudes que pueden ser estudiadas intersectorialmente para dar
cuenta de las relaciones maritales y familiares, los sentidos de la vida y las creencias
religiosas, los negocios y los trabajos, además de poner de manifiesto “sus vivencias
y opiniones, sobre muchos asuntos que hoy percibimos como del orden público, como
las instituciones políticas, el comercio colonial o la distinción social” (Pescador
en Rueda 2012, 59).
Asimismo, la correspondencia habla de un mundo aprehendido a partir de comportamientos
socioculturales traducidos en fórmulas escritas establecidas que encierran relaciones
familiares de poder: como el que escribe de manera escueta y sumisa Isabel Rodríguez
a su “Señor padre”, hasta el jerárquico saludo de “Muy magnífico señor” con el que
inicia Ana de Montoya la carta a su primo, el bachiller Alonso Bernal. En este sentido,
un estudio del investigador Daybell sobre documentos epistolares ingleses del siglo
XVI busca dar cuenta de los códigos de obediencia que sustentaron la estabilidad social
en todos los niveles en la Inglaterra moderna temprana, mismos que fueron asegurados
a través de una interacción compleja de códigos de comportamiento autoritarios de
subordinación y jerarquía. De este modo, se percata del estatus y el lugar del actuar
o performance de la mujer dentro del hogar, las formas en que las relaciones familiares y, de hecho,
la escritura de cartas ayudaban a fomentar la formación de hábitos de sumisión y dotar
a los individuos de un lenguaje de subordinación, así como la construcción de lazos
de lealtad familiar que privilegiaban los intereses colectivos de la familia sobre
los del individuo (Daybell 2010, 50-51).
También la escritura epistolar, en manos de mujer, puede manifestar un espacio donde
de manera escrita y de forma reiterada se plasma un performance que debe ser leído
en su justo contexto patriarcal “por medio de las evidencias históricas, el desarrollo
de las principales ideas, símbolos y metáforas” (Lerner 1990, 28). “Tanto la actividad […] que el actor controla (lo que dice o expresa verbalmente)
cuanto aquella que escapa a su control (apariencia, miradas, gestos, ademanes, posturas,
tono de voz), transmiten mensajes a la audiencia”. Por eso Butler comprende y explica
que “la realidad del género es performativa. Esto implica asumir que el género es
una performance que nos precede, que ha sido ensayada infinitas veces; al igual que un guión, sobrevive
a los actores que lo encarnan pero requiere de ellos para actualizarse una y otra
vez” (Franco 2014, 7 y 9). En la escritura se transcriben muchos sentimientos de las mujeres que quedaban
abandonadas por el viaje del hombre de casa -marido, padre, hijo o hermano- a otras
tierras o por la muerte del esposo como relatan, por ejemplo, estas líneas de una
viuda desde tierras americanas a sus familiares en la Península:
…y ahora por mi gran desdicha estoy tal que, si Dios no me sustentase un poco mi vida,
y no oso representar aquí lo que siento por no acabarme la vida que, en tomando la
pluma y considerando lo que dicho tengo, van en cada carta más lágrimas que letras,
en pensar que, si Dios no me proveee de vida, no los veré más… (Otte 1996, 314)
No obstante la riqueza que implica el análisis de la correspondencia bajo una crítica
textual o el estudio desde una perspectiva de género, este artículo no pretende partir
de estos enfoques de análisis de poder y contrapoder, y sí, en cambio, simplemente
dar cuenta de las estrategias que establecieron las mujeres hispanas -fueran madres,
hijas, hermanas o esposas- desde situaciones sociales constreñidas para hacer frente
a un mundo masculino que las dejaba con poco margen de acción para hacer frente a
los desafíos que podían provocar la ausencia de los varones -padres, hermanos, esposos
e hijos- para el trabajo y el sustento.
Para el presente estudio se utilizan dos fuentes epistolares escritas por mujeres:
un primer grupo de correspondencia hace referencia a los llamados intrafamiliares
que buscaban de manera directa una respuesta a demandas particulares: desde la invitación
al viaje mediante el apoyo económico para realizarlo, el llamado a la generación de
hijos jóvenes para tener a quién heredar o la recuperación del contacto para poder
regresar a la cuna de nacimiento; otras corresponden a las cartas de carácter privado
familiar o de amistad.
Y un segundo grupo de cartas, que tiene su origen en el marco jurídico, permitía que
la mujer abandonada pudiera hacer un reclamo ante la justicia eclesiástica o administrativa
y de gobierno. De esta forma, la esposa podía escribir al marido si conocía su domicilio
o solicitar información a algún pariente, amigo o vecino sobre su paradero, estilo
de vida y, sobre todo, estado civil en las Indias. Esta indagación, por tanto, le
otorgaba un estatus diferente a esta correspondencia mejor conocida como cartas requisitorias.
Desde luego, conviene tener presente que el alfabetismo fue una de las condiciones
necesarias para el florecimiento de la escritura en el ámbito privado y, por lo mismo,
para el caso concreto de la producción epistolar. En una misiva fechada en 1568 que
doña Francisca Maldonado dirige a su hijo Jerónimo Leandro Maldonado, en Ocaña, le
echa en cara cómo después de quince años solo han recibido una única carta; por ello
le pide que haga un esfuerzo para escribir una nueva para que se la envíe con un fraile
de nombre Baltasar, pero en particular le pide que no escriba “diezyocho renglones,
como me escribiste ahora, y que me envíes a decir todo lo que allá hay” (Otte 1996, 381-382). No faltaba la demanda para que las cartas fueran ya no escritas, sino incorporadas
en los propios expedidores. Al menos este era el deseo que expresaba María Díaz a
su hijo Pedro Díaz, en Sevilla: “[…] hacerme merced que en la flota que vendrá, siendo
Dios servido, en lugar de cartas seáis vos el mensajero…” (Otte 1996, 101).
Lo que resulta una realidad es que el analfabetismo de campesinos y trabajadores podía
ser un factor que obstaculizaba la comunicación de matrimonios o familias a ambos
lados del Atlántico. En las ciudades, era de esperarse, que la mayor parte de las
mujeres nobles supieran leer y escribir. Al menos en la tarea de la educación en los
hogares, Juan Luis Vives confiaba en que las madres de familias nobles dieran buenos
ejemplos y buenas lecturas a sus hijas e hijos; pero de forma extensiva, de ellas
aguardaba también el que instruyeran a sus trabajadoras domésticas en las maneras
correctas y adecuadas. Asimismo, Vives contaba que, además de la educación informal,
que las amas pudieran brindar a sus sirvientas, estas últimas debían de vez en cuando
leer algún libro que les ayude a mejorar su inteligencia y sus costumbres; y si no
saben leer, escuchen atentamente a quienes lean en voz alta; cuando estén libres,
acudan a los sermones, pero, cuando anden ocupadas, en los momentos de descanso las
dueñas o sus hijas cuéntenles lo que ellas hubieran leído u oído, con lo cual llegarán
a ser más prudentes y mejores (Vives 1994, 307).
Por ello, el valor de la palabra oral o escrita se materializaba no solo en el intercambio
epistolar, sino en cualquier tipo de empresa establecida en las colonias. Aunque también
es verdad que para cierto grupo de mujeres nobles alfabetas se identificara
el arte epistolar como un género femenino, pues fue la redacción de cartas el medio
a través del que las mujeres se adentraron en el universo de las letras y experimentaron
los placeres de la escritura, aun cuando esta afición por la correspondencia fuese
vista como una seria amenaza para el honor de las familias. La supuesta libertad de
esta práctica, sustraída a cualquier control por parte de padres, maridos o preceptores,
a pesar de que la realidad era bien distinta, despertaba los recelos de moralistas…
(Serrano 2008, 38)
De cualquier forma, el alfabetismo fue considerado una herramienta indispensable para
la comunicación y el trabajo. En una carta dirigida por Ana López a su padre Francisco
Sánchez, ubicado en Santa Olalla, Toledo, le hablaba del peso y alcance que significaría
contar con sus hermanos Sancho y Juan para que pudieran “ser aprovechados” en el negocio
en México. Por eso importaba que ambos supieran “leer y escribir, que es lo que en
estas partes es no poco menester” (Otte 1996, 65). Y a falta de escuelas, la familia se convertía, entonces, en espacio de enseñanza
como da a conocer Catalina Pérez, desde Tordesillas, a su cuñado Luis de Acevedo,
en México: “… Luisico está bueno, y muy regalado de sus tíos, y le hacen que procure
de saber leer y escribir” (Sánchez y Testón 1999, 135).
Pero para posibilitar el intercambio epistolar fue necesaria la organización del correo
y de la red de postas. “La reglamentación del envío de la correspondencia a los dominios
americanos en 1509, así como la creación de los cargos de Correo Mayor de Indias en
1514… y de Correo Mayor de Nueva España en 1580, [posibilitó] que al término del siglo
XVI el sistema postal de la Monarquía hispana [abarcara] ya una parte considerable
del Imperio” (Castillo 2011, 28-29). Sin embargo, la tardanza o los accidentes que pudiera sufrir el “navío de aviso”,
aunado a la movilidad del destinatario en Nueva España provocaban que la mayor parte
de las veces las cartas se extraviaran o nunca llegaran a sus destinatarios.
Por ejemplo, en otra carta dirigida por Ana López a su madre en México durante mayo
de 1571, ella meditaba sobre los problemas de comunicación provocados no solo por
la falta de la escritura y envío de cartas, sino también por los accidentes que provocaban
el extravío de la correspondencia:
Escrito he a vs. mds. desde que llegamos a México todas las veces que ha salido navío
para esas partes, [pero] no he tenido respuesta, entiendo no habrá sido por haber
habido de parte de v.m. descuido en haberme escrito. Bien se entiende el trabajo que
comúnmente se suele tener en encaminar las cartas para esta tierra, aunque ellas se
encaminasen… (Otte 1996, 64)
Ciertamente, el hundimiento de navíos o carabelas fue causa de la pérdida de vidas
de seres humanos y animales, así como de bienes materiales como la correspondencia.
Por eso, antes de emprender el viaje, resultaba indispensable vigilar el tipo de embarcación
que se pretendía contratar y abordar. Así lo refiere en una misiva Juana Bautista
a su hermana Mariana de Sevilla en marzo de 1572:
[…] hermana, le ruego que, si Dios fue servido que se quedasen en España, de lo cual
yo me holgaría que no que les hubiera acontecido algo por la mar, porque se han perdido
mucho navíos, y se ahogó en ellos mucha gente, así le ruego que, si se hubieren de
venir, que miren en qué navíos vienen, que no sean podridos, porque no les acontezca
alguna desventura, y lo que siempre les he escrito que se vengan, que yo pagaré todo
lo que trajeren de costas, y así lo torno a escribir ahora, que lo haré como dicho
tengo. (Otte 1996, 66)
Pero no solo estaban presentes los accidentes en el mar sino también los inconvenientes
terrestres. En una carta de marzo de 1574, Beatriz de Carvallar escribía a su padre
Lorenzo Martínez de Carvallar, en Fuentes de León, Extremadura, sobre los problemas
del viaje tanto trasatlántico como el habitar en suelo americano. Así, ante el temor
de que algún percance afectara la llegada de sus familiares a México, ella advertía
sobre las peripecias peregrinas pues “padécese tanto por la mar que no me he atrevido
enviarlo a llamar, y también no hay flota que no dé pestilencia, que en la flota que
nosotros venimos se diezmó tanta la gente, que no quedó la cuarta parte…” Incluso
prevenía que “México es tierra templada, que ni hace frío ni mucho calor” aunque con
“muchos mosquitos” y a pesar de ser una “tierra trabajosa, que no hay pan en ella
sino son las tortillas, otros regalos hay muy muchos...” Finalmente terminaba la carta
al padre señalando que “Si con todos estos trabajos que tengo dichos v.m. se atreviere,
venga enhorabuena, que yo haré todo lo que soy obligada como hija” (Otte 1996, 85).
Sin embargo, los viajes concluían muchas veces en la muerte. Es el caso de María Díaz
quien durante el trayecto emprendido en marzo de 1577 hacia la Ciudad de México termina
por convertirse en viuda tal y como narra en una carta a su hija Inés Díaz, en Sevilla.
Se trata de un recorrido pleno de accidentes:
Hija mía, lo que por esta se ofrece será avisaros los grandes trabajos y peligros
en que nos hemos visto en la mar yo y vuestro padre, que cierto, si entendiera los
grandes peligros y tormentas de la mar en que nos hemos visto, no digo yo venir más,
pasarme por el pensamiento lo tuviera por grande peligro, porque demás de las tormentas
que nos han sucedido en la mar, sobre todas fue una que nos tuvo dos días y dos noches,
y cierto pensamos perecer en la mar, porque fue tan grande la tempestad que quebró
el mastel de la nao, pero con todos estos trabajos fue Dios servido que llegásemos
al puerto, donde estuvios algunos días y despachamos alguna mercadería de la que traímos.
Y de allí nos quisimos ir a [la Ciudad de] México, sino que fue Dios servido de dar
a vuestro padre unas cámaras juntamente con unas calenturas, y por entender que la
tierra los debiera causar aguardé que tuviese alguna mejoría, y luego que Dios fue
servido de dársela, nos partimos para México. Y luego que llegamos, a cabo de quince
días tornó a recaer de la propia enfermedad, en la cual fue Dios servido de llevárselo.
(Otte 1996, 97)
La experiencia de las mujeres viajeras en sus travesías trasatlánticas
La experiencia de muchas mujeres que emprendieron y sobrevivieron el viaje trasatlántico
en compañía de sus padres, maridos o hermanos, lograron en muchas ocasiones observar
el crecimiento del poder y la fortuna en tierras americanas. Así lo manifiesta, en
1570, una carta escrita desde San Salvador por Ana Hernández a su yerno Juan de los
Reyes. En esta refiere cómo su marido “Alonso de Arias, conquistador de los primeros
e hijodalgo, supo ganar ‘con tanto trabajo y guerra’”, pero que luego de su muerte,
la dejaba totalmente desconsolada en su viudez y sin la compañía de su hija Leonor,
marchada de su lado tal vez por matrimonio. La duda de Ana Hernández era saber a quién
iba a heredar sus bienes que provenían de los pueblos de los Tepezontes que le proporcionaban
de renta cada año seiscientos pesos, además de la hacienda, “que vale oro y plata,
[y una] más de ocho mil pesos de minas” (Otte 1996, 234).
A veces la conquista de territorios iba más allá del suelo americano que provino gracias
al comercio con las nao de China. Esto último es lo que destaca y relata Inés de Solís
en una carta fechada en 1574 a su hermana Angela de Solís, en Medina del Campo:
Ya sabrán vs. mds, por allá cómo se ha descubierto en estas partes una tierra muy
rica que llaman la China, y se navega dende aquí, y han traído y traen de allá cosas
muy ricas, que en España no las puede haber mejores ni tan pulidas de cuantos géneros
de cosas hay hoy en el mundo, como son rasos, damascos, tafetanes, brocados, telillas
de oro y seda y mantas a manos de rúan de mil géneros, loza mejor que de la India
de Portugal, toda trasparente y dorada de mil géneros de manera hecha que los muy
curiosos oficiales de acá no saben determinar de qué manera vengan hechas… (Otte 1996, 89)
No obstante, la esterilidad o la muerte de los hijos o del marido podían dejar a las
mujeres con riquezas, sí, pero en el completo abandono para mantener la fuente de
trabajo o en la soledad para dejar a algún familiar la herencia de lo obtenido en
tierras americanas. La primera explicación de estos hechos provenía de la visión cristiana
y católica de la vida. Por ejemplo, en una carta de Francisca Hernández enviada desde
Panamá en 1572 a su sobrina María de Barrera, en El Pedroso, provincia de Sevilla,
le manifestaba lo siguiente:
Espantada estoy cómo no me habéis escrito, ni ninguna de mis parientes, tanto tiempo
ha; […] Haréisme placer de no ser tan descuidada, pues ¿a quién tengo en mi memoria
y bien continuo que a vos? Que por mis pecados no me ha quedado ningún hijo, que por
mis pecados uno que me había quedado murió en el mar en una navegación que hizo de
aquí al Perú, y cuanta hacienda tengo es para vos y para vuestros hijos. Y así sería
grandísimo consuelo veros en esta tierra a vos y a vuestro marido e hijos, que lo
deseo tanto de veras que después de la salvación de mi ánima no hay otra cosa que
más desee. (Otte 1996, 246)
La voluntad divina también es la explicación que se da Isabel Rodríguez y que describe
en una carta dirigida en enero de 1557 a su padre Juan Díez, en Sepúlveda, Segovia.
En su misiva cuenta cómo, además de que “Dios no ha sido servido de darme hijos” (Otte 1996, 280), tampoco ha podido enviarle dinero para poder pagar el viaje trasatlántico a sus
familiares:
[…] Dios me ha dado ciertos pesos de oro, [que] se ahogaron, porque escribiendo a
v. m., enviándole de lo de ‘donde no está su dueño, allá está su duelo’, y fue Nuestro
Señor servido que no llegase allá, y si a ventura algún marido de las muchachas quisiere
venirse por acá y traer a las que le pareciere, tenga por muy cierto que no les faltaré,
como a hermanas… (Otte 1996, 280)
Una situación cercana es la que narra en 1565 Catalina Álvarez a su hermano García
Martín, en Villamayor y en donde da cuenta de la paradoja de tener por esposo a un
gran señor dueño de territorios extensos pero que, en cambio, en su propia vida de
pareja no han podido procrear hijo alguno.
Yo estoy en estas partes de Indias en una ciudad que se llama Mariquita, del Nuevo
Reino de Granada, y estoy casada con un conquistador y poblador de estas provincias,
y tiene tres pueblos suyos, y soy señora de vasallos. Ha sido Dios servido de darme
de sus bienes, y darme un marido que en todas estas tierras no hay mujer mejor casada,
ni más bien aventurada, y con todo esto no ha sido Dios servido de darme hijos de
este marido. Cúmplase su voluntad, aunque con este dolor viviré mientras en este mundo
viviere, por no tener a quien dejar esta hacienda después de los días de mi marido
y míos... (Otte 1996, 334)
Sin embargo, en muchas ocasiones las mujeres tenían que hacer frente no solo a la
viudez sino también a problemas testamentarios y hasta de deudas. El campo de posibilidades
se reducía para las viudas. En una carta fechada en 1575 desde Tamalameque, Nueva
Granada, María Bazán contaba a Pedro Rodríguez de Medina, en Jerez de la Frontera,
cómo por sus pecados Dios se había llevado a su marido, Juan de Espeleta, en vísperas
de Todos los Santos. Pero también, debido a su género, ella había quedado
la más triste y desconsolada mujer del mundo. Y después de su muerte me han venido
tantas pérdidas y desgracias, que se me huyó una partida de negros, que valían cuatro
mil pesos, y mataron a un cristiano. Y la más parte de la hacienda estaba en el reino,
adonde él murió, y se han alzado los acreedores con ella. Como soy mujer, todo se
ha perdido, y hanme remanecido más de diez mil pesos de deudas. (Otte 1996, 314)
Una situación parecida es la que se desprende de la carta que Ana Montoya dirige en
1573 a su primo el bachiller Alonso Bernal en Oropesa. En ella cuenta cómo en la Nueva
España, su marido Diego Flores pudo ejercer su oficio de pintor y dorador de muchos
retablos en monasterios e iglesias hasta que fue sorprendido por la muerte. Ella,
entonces, se tuvo que dar a la tarea, durante ocho largos años, “de cobrar lo que
se le debía de las obras” (Otte 1996, 188); se trata de una misión que, apenas concluida, concebía ella le permitiría volver
con los suyos para ir a morir en España.
De igual forma se expresaba doña Beatriz de Contreras en una carta a Ana de San Pablo,
monja del convento de Santo Domingo, en Madrid. En la misiva relata “los desastrados
sucesos [que] en poco tiempo me han sucedido, porque, demás de la muerte de mi hermana
y de la de hermano fray Gaspar, que se ahogó, fue Dios servido de llevarse a [mi marido]
Jusepe de Tordesillas el postrer día de enero…” Todo lo cual la deja como viuda frente
al problema de pagar entre ocho o diez mil pesos que debía a “negros de sacar perlas,
que es la granjería de esta tierra”, porque de lo contrario sus haciendas terminarían
por consumirse con facilidad. Por ello, ella concluye que no puede enfrentar sola
este problema porque “no es cosa a que las mujeres pueden acudir” (Otte 1996, 568). No obstante, al final de su correspondencia termina por escribir que verá de qué
manera intentará vender para irse de vuelta a su tierra.
Pero además de los problemas de la viudez de la mujer estaban los de las enfermedades
propias de ellas o la muerte durante los trabajos de parto no importando el nivel
de vida. Así lo describe el rey Felipe II en una carta de 1588 que dirige desde El
Escorial a su hija, la Infanta Duquesa de Saboya:
[…] saber cuán buena habíais quedado del parto y con razón, pues fue largo y me dicen
que trabajoso, aunque vos no me lo decís, y lo sería siempre que os pusiereis a parir
en silla y no en camilla, que es cosa muy peligrosa ponerse temprano en la silla,
y creo cierto que fue esto causa de la muerte de la princesa mi primera mujer; y a
vuestras dos madres, que parieron siempre en la camilla, veis cuán bien les sucedió,
que cierto es lo mejor y lo más seguro, y, pues, según lo habéis encomenzado, es de
creer pariréis otras muchas veces, en todo caso sea siempre en camilla y no en silla,
pues lo uno es tan seguro y no lo otro… (Bouza 1998, 156)
También estaba presente el fallecimiento de los hijos, como se cuenta en la carta
que Doña Leonor de Aguilera dirige en 1591 a Francisco del Castillo, en Atienza, a
quien cuenta cómo en la Ciudad de México “nos ha hecho Dios mucha merced. Solo nos
ha ido mal de hijos, porque se me murió uno que traje de allá, y no he parido más.
Y así, pues v. m. dice tiene tantos, y estando ahí tiene hecha la mitad de la jornada,
yo holgaré mucho” (Otte 1996, 121).
Lo que era una realidad es que muchas familias dependían de sus integrantes como mano
de obra próxima y expedita. En una carta de Isabel Domínguez a su padre Gonzalo Domínguez,
en Llerena, le expresaba a él y a su madre: “Esta será para hacer saber a vs. mds.
cómo vivimos en este mundo yo y mi marido muy trabajosamente, y nos ha dado Dios tres
hijos, dos machos y una hembra, el uno se llama Pedro, el otro Gonzalo, y la otra
Virgeda…” (Otte 1996, 323) Como dice el refrán gallego: “Cada niño que nace, no es una boca que come, son dos
brazos que trabajan” (Moro 2020, 19). Al menos es lo que se desprende de la invitación que hace en 1569 Isabel Mondragón
a su sobrina Juana Bautista, en Madrid. La realidad de un subsuelo rico en minerales,
como lo es La Serena, Chile, desde donde remite la carta, se vuelve una oportunidad
frente a la escasez en la península hispana. La fórmula se reduce a si
allá pasábades tanta necesidad, como siempre me habéis escrito, que os viniésedes
a aquesta tierra, pues sabéis que no habría contento para mí ni para vuestra prima
y su marido que veros acá, y favoreceros vuestros trabajos, pues, bendito Dios, podemos.
Porque nunca ha sido deudo ninguno de todos cuantos allá estáis para veniros a ver,
pues sabéis que yo y vuestra vengáis lo más breve que pudiéredes, porque doquiera
que llegáredes hallaréis socorro de lo que hubiéredes menester, y así os prometo […]
a vos y a vustro marido y a vuestras dos hermanas, y por amor a Dios os lo ruego que
las traigáis acá, porque acá las casaré muy bien (Otte 1996, 552).
La demanda de las mujeres abandonadas en la metrópoli o en las colonias
El paso del tiempo se puede evidenciar en diferentes aspectos de estas cartas. En
primer lugar por los modos gramaticales empleados, pero también por la materialidad
del tipo de papel utilizado o la disposición en forma vertical del soporte que, luego
de ser plegado en sucesivos dobleces, era cerrado con lacre. Conviene señalar que
en su parte exterior, las cartas podían mostrar “el nombre y razón del destinatario,
así como las tasas y, eventualmente, la persona encargada del transporte y datos varios,
como expresiones de buenos augurios e incluso la fecha de la respuesta…” (Castillo 2011, 36).
Al respecto conviene citar algunos ejemplos más de cartas enviadas por mujeres quienes,
desde España o de alguna población americana, buscaban alguna noticia de sus padres,
hermanos, maridos e hijos en diferentes localidades. Como ya se ha señalado, ellas
se podían encontrar enfrentadas a un mundo masculino que las dejaba desamparadas y
limitadas para poder desarrollarse de manera independiente de la figura del hombre
desde la travesía trasatlántica y hasta la instalación en las Indias. Así lo expresan
los siguientes ejemplos. En una carta de Leonor López de León a su hermana Luisa de
León, en Alcalá de Henares, le expresa cómo se dispone “a hacer este viaje [en compañía
de su madre] contra mi voluntad, por ser mujeres y solas” (Otte 1996, 266). Por su parte, doña Mariana de Morguiz expone a su padre Juan Rodríguez, en Medina
del Campo que “[…] las mujeres no tienen aparejo para escribir y hacer todo lo que
hombre querría como los hombres” (Otte 1996, 43). O, en otras, expresan su valía solo si están acompañadas por hombres como cuenta
María Fernández a Ana García Trigueros: “porque mucho alcanzan las mujeres con los
hombres” (Otte 1996, 451). De lo contrario, podía suceder -como escribía María Alfonso a Juana Gutiérrez,
en Trujillo- el que “[…] acá las mujeres sin marido no valen nada, ni pueden ganar
de comer, porque acá no hay servicio” (Otte 1996, 491).
Una buena parte de los testimonios escritos a continuación citados hacen referencia
a casos donde la esposa exponía cómo el tiempo transcurría sin que supiera nada de
su hombre. Así tenemos el caso de María de Jesús, quien desde Sevilla escribía en
1595 a su marido Juan de Rillo, ganadero en México, reclamando una respuesta después
de casi una decena de años de haber partido de la siguiente manera: “Mucho me he holgado
de saber de vuestra salud y de vuestra bellaca intención. De todas vías las queréis
enseñar al cabo de siete años que no habíais escrito una letra a la desgraciada de
vuestra mujer que tanto… desea cartas vuestras.”
El agravio para la sevillana María de Jesús todavía resultaba peor al saber que su
marido, en cambio, sí había escrito un par de cartas a otros destinatarios:
Enviasteis dos cartas, una para mi hermano Diego de Mercado y otra para vuestro amigo
Pedro Juan; enviasteis a decir… que os enviaran la fe de que era yo muerta, que teníais
necesidad de ella. Si queréis que yo os la envíe, yo os la enviaré, que quien tan
vanas esperanzas tiene, como yo, hace cuenta que aunque vivo, muero. Mas no estoy
muerta, que no quiere Dios llevarme en lo mejor de mi vida y quedaros vos viejo de
cien año a tornar a hacer pecados de nuevo. (Sánchez y Testón 1999, 231-232)
Pero en otros casos extremos el familiar varón simplemente desaparecía en las Indias
sin dejar rastro como el caso de Francisco Ruiz de Alarcón, en Santa Bárbara, Nueva
España, quien durante treinta años no había respondido a una de las treinta cartas
que se le habían enviado (Sánchez y Testón 1999, 234). En este caso sabemos de lo sucedido no por las letras escritas por la mujer de
Francisco Ruiz, que seguramente era analfabeta y de la cual no conocemos ni su nombre.
En cambio, comprendemos que su cuñado Francisco de Alcaráz había terminado por dar
cobijo a su hermana y su sobrino, abandonados por su cuñado; de ahí su enfado y enojo:
“no se ha acordado ni de mujer, ni de hijo, ni de padre, ni de madre; y sabiendo en
la necesidad en que quedamos… Su mujer se murió de erisipela -habrá por Nuestra Señora
de septiembre dos años-, y su hijo está cada día diciendo cómo olvida tanto mi padre”
(Sánchez y Testón 1999, 236).
Aun así, para enfrentar la ausencia de su marido, la mujer abandonada resguardaba
la memoria de su hombre con algún retrato. Por ejemplo, Eusebia Morante escribía,
en 1735 desde Cádiz, a su marido Simón Pérez Cahamaño, establecido en la Ciudad de
México para contarle cómo a pesar de que miraba su retrato permanecía en el desconsuelo
(Sánchez y Testón 1999, 398). Para otras mujeres la memoria del esposo persistía no por su imagen en grabados
o pinturas, sino por medio del parecido rostro de alguno de sus hijos. Por caso, Inés
González de la Loba, desde Moguer, escribía a su hijo Antonio Rodríguez Becerra, afincado
en las minas de Zacatecas en la Nueva España para decirle cómo “después de haber salido
la flota…, al cabo de tres días fue Dios servido de alumbrar a vuestra mujer y os
nació un hijo que es un retrato vuestro, con que se me quitan todas las angustias
de mi corazón” (Sánchez y Testón 1999, 287).
Otra referencia al parecido físico con los hijos es el que describe Gertrudis de Salas,
desde Puebla de los Ángeles, a su marido Francisco Hernández Martínez de las Peñas,
establecido en los Lagos. Así, le escribe cómo “la imagen viva tuya [es la] que tengo
en tu hija. [Pero] Me reprueba la memoria con tanta ingratitud, pues cuando la contemplo,
en catorce años que tiene, [sabes que] no ha conocido a su padre. Dios lo remedie
como pueda, a quien pido que te me deje ver” (Sánchez y Testón 1999, 514).
Sin embargo, la falta de correspondencia particularmente entre las mujeres y los esposos
durante años podía servir de argumento y justificante para que un marido pensara casarse
en segundas nupcias. Al menos es lo que argumentaba José Jerónimo Moret, quien desde
la cárcel de Oaxaca escribía a su esposa Magdalena lo siguiente:
Habrá tiempo de un año y siete meses que estoy pasando las mayores necesidades que
pueden considerar[se]. Mi lamentable desdicha… es que con la ocasión de haber encontrado
un hijo de Barcelona, quien dio razón que ya estabas muerta, y yo muy creído en que
era verdad, por cuya causa volví a casarme en este reino de Nueva España. Dos meses,
y aún menos, llevaba casado cuando llegó uno de nuestra patria, quien hizo denuncia
contra mí, y con efecto me prendió la Santa Inquisición... (Sánchez y Testón 1999, 418-419)
No sabemos si Magdalena, la esposa de Moret, escribió ella misma para inculpar a su
marido y solicitar su detención por caso de bigamia. Lo que es cierto es que muchas
mujeres desde España se atrevieron a actuar por la vía jurídica al no tener noticias
de sus maridos durante años. Una de las estrategias de la mujer traicionada era darse
a la tarea de buscarlo a través de otras personas, fueran familiares, amigos o vecinos.
Así, escribía cartas para que le ayudarán a tener noticias sobre su marido y poder
exigirle dinero, trabajo o pedir su regreso a casa. Incluso, para saber si, después
de tanto tiempo, le seguía siendo fiel al no tener otra mujer e hijos en aquellas
tierras lejanas. Porque de comprobarse esto último podía solicitar se aplicara la
ley contra su marido mediante carta requisitoria. La ley, como se mencionó al principio,
podía llevar a los maridos acusados de bigamia a la cárcel y hacer que los mandaran
de vuelta a España.
En ocasiones no fue una tarea fácil dar con el paradero del marido porque podía cambiar
de lugar de residencia. Incluso se daban casos en donde si la mujer había cruzado
el Atlántico en compañía del marido, luego él desaparecía regresando a su tierra de
origen. Tal fue el caso que relata en otra carta de 1570 de la arriba citada Isabel
Mondragón a su hermano Domingo. En su misiva la mujer cuenta cómo su esposo había
salido de La Serena
con propósito de ir al Perú, a emplear ciertos pesos de oro en marcadurías para traer
a esta ciudad, el cual fue a Panamá, y desque se vio allí acordó de se ir a España,
no sé si lo causó la moneda que llevaba o quererse apartar de su mujer e hijos, que
con el efecto que digo llevó cuanto tenía, que no les dejó una camisa que vestir,
sin hacer cuenta de lo que atrás dejaba, sino con una carta que envió… A v.m. suplico
que, si él fuere a esa tierra, o del él supieren en cualquier manera, que luego le
apremien a que venga por mi señora y sus hijos o venga a hacer vida con ellos, y si
sobre ello fuere menester se saque con información provisión del Consejo de las Indias
para y sea con brevedad, porque un hombre suelto en breve gusta lo que puede montar
lo que lleva tres mil ducados antes más. (Otte 1996, 551)
En el caso de Inés Fernández, se trata de una mujer que vivía en la Ciudad de México
lejos de su esposo Pedro Zamorano quien ya se había vuelto a casar. No discernimos
cuánto tiempo hacía que Inés Fernández había cruzado el océano, pero por una carta
de su prima Leonor Fernández del Río, podemos saber que en el año de 1520 había enviudado.
Por ello su prima le mandaba una carta después de que hubiera fallecido su marido
invitándola a regresar a España “cuando vos quisiéredes; o si por la ventura os saliere
con quien sirváis a Dios, y a vuestro contento, bien os podéis [volver a] casar” (Sánchez y Testón 1999, 39).
Pero las mujeres abandonadas por sus maridos en sus hogares no siempre eran olvidadas
del todo. Algunas cartas dan testimonio de cómo el esposo era quien se preocupaba
por escribir a su mujer. Por ejemplo, Francisco Chacón escribía a su esposa María
de Acuña para reclamarle cómo, a pesar de haberle escrito en varias ocasiones, no
había tenido respuesta alguna; por ello se preguntaba: “no sé a qué atribuir ya no
haber tenido letra tuya cuando vino don Juan Ignacio, don Juan de Valdés y otros,
no me admiro, que quizá podré decir yo por ti aquel refrán: a muertos y a idos no
hay amigos. Eso no se dirá por mí, que siempre que haiga portadores emplearé la dicha
de escribirte” (Sánchez y Testón 1999, 127).
Por otra parte los hombres también desarrollaron la estrategia del cambio de nombre
para huir del compromiso matrimonial y familiar. Fue el caso que descubrió Isabel
Váez, pues ella desde Sevilla supo que su marido había cambiado su nombre de Juan
Román de Trujillo, por el alias de Juan Gasco en la Ciudad de México. Pero aun así
la esposa sabía que él estaba
… muy mozo y muy rico, y con hijos y mujer, que con el contento que tiene no se [acuerda]
de la vida de esta desdichada… mujer que tiene. Aunque niega que no lo soy, lo soy
y lo seré mientras viviere en el cuerpo, pues Dios nos juntó con el nudo del santo
matrimonio, el cual [usted] cumple y ha cumplido muy mal; Dios se lo traiga a conocimiento
para que no pierda el alma, que como mujer pecadora se lo deseo. (Sánchez y Testón 1999, 262-263)
Y el control que perseguían la Iglesia y la Corona pudo lograr en varios casos detener
a los maridos bígamos a pesar de mudarse de nombre o esconderse en sitios alejados
como advertía Juana Bautista a su esposo, el zapatero Francisco Rangel que vivía en
el norte de la Nueva España frontera con California: “…Yo tuve nuevas de ti y supe
te querías casar en esa villa de Sonora. Por vida tuya, mires lo que haces, no entiendas
que por lo lejos no se sabrá todo, porque en cualquier villa o ciudad tienta la Inquisición
y sus familiares, y en breve te traerán a Méjico a pagar lo que hicieres…”
Tarde o temprano la justicia terminaba por imponerse. Tal fue el caso de José Antonio
Lobo Guerrero quien en la cárcel pública de Santiago padecía castigos por haberse
vuelto a casar cuando su primera esposa seguía viva, por lo cual pedía auxilio para
que lo cambiaran a un tribunal mayor “porque aquí me muero de hambre y me hallo cargado
de prisiones con dos pares de grillos, esposas y un cepo en los pies y otro en el
pescuezo…”. (Sánchez y Testón 1999, 536)
Conclusiones
Un primer elemento a destacar es que del corpus epistolar citado, específicamente las cartas requisitorias, estos son textos manuscritos
que pueden ser considerados como estrategias subalternas que pretendían hacer frente
al sistema impuesto por los hombres por medio de la solicitud de información e intervención
de los poderes civiles y religiosos para el regreso de la figura masculina que, en
aquel entonces, era por lo general el principal apoyo económico pero también el inevitable
punto de referencia. Sin embargo, para evitar cualquier anacronismo, esta correspondencia
de mujeres no puede ser considerada como las primicias de una resistencia grupal feminista.
En cambio, sí pueden ser analizadas interseccionalmente como espacios privados -a
veces recibiendo el apoyo familiar-, en los que se pueden encontrar marcas de grupos
de resistencia a partir de diferentes generaciones de mujeres y clases sociales. A
fin de cuentas, desde la aportación de los estudios con perspectiva de género,
No se trata de estudiar las experiencias hechas y terminadas de hombres y mujeres,
sino de elaborar su construcción. Se pretende explicar cómo las categorías discursivas
de los mismos son un producto cultural dotado de intenciones y de poder, se reproducen
y cambian con el tiempo, gobiernan los comportamientos emocionales y la sexualidad.11
También hay que considerar que las cartas requisitorias manifestaban la queja de las
mujeres que, en solitario o con parte de su familia, habían sabido y podido sobrevivir
la ausencia de sus compañeros con todos los problemas económicos y de sostén que ello
implicaba en esa época. No obstante, estas demandas jurídicas podían referirse únicamente
a la obligación de los cónyuges hacia la manutención material de las familias monoparentales,
pero no así ya a la compañía sentimental y física del esposo. Una situación que puede
hacer recordar el caso paradójico de Martin Guerre en el suroeste francés de mediados
del XVI. Conviene rememorar cómo la historiadora Natalie Zemon Davis describe el regreso
de un hombre a su pueblo después de estar ausente por la guerra durante casi una década.
Los aldeanos que lo habían conocido de joven sospechan que no es el original Martin
Guerre, pero él parece saberlo todo sobre sus amigos, su familia y su esposa, hasta
las cosas más insólitas y secretas. La pregunta sobre la identidad de esta persona
va a provocar un enfrentamiento -por vínculos de familias y de propiedades- entre
los protestantes que estaban a favor del falso Martin y los católicos que consideraban
que debían esperar a que regresara el verdadero.12 Mientras tanto, Bertrand de Rois, la esposa, sabe apreciar la presencia del falso
Martin que significaban dos brazos en el trabajo y dos en el lecho.
Un segundo elemento importante a considerar es que de todos los ejemplos citados a
lo largo de este artículo, se puede reconocer el enorme valor contenido en las cartas
porque su discurso da cuenta de las representaciones y estrategias que a partir de
la escritura, por mano propia o arrendada interpósita, buscaban hacer frente a la
soledad y el abandono que vivían las mujeres iberoamericanas en ambas orillas del
Atlántico. Resulta claro que durante el periodo moderno existió una constante en la
vida de las mujeres: una situación de ruptura de lazos interpersonales y familiares;
pero que, a pesar de ello, la Iglesia católica siguió predicando -como se ha señalado-
la indisolubilidad del sacramento.
De este modo, tanto por el tema multifacético del matrimonio, como por la riqueza
de un material que, dentro de toda su complejidad, puede ayudar a interrogar y responder
cuestiones lingüísticas y cognitivas, culturales e históricas, puede considerarse
la necesidad de una amplia investigación multi e interdisciplinaria. Sin lugar a dudas,
toda la complejidad que conlleva la cultura escrita en sus distintas manifestaciones
invita a un trabajo colectivo
a cuantos paleógrafos y estudiosos de la escritura se sientan concernidos por la renovación
científica de esta rama del conocimiento académico, pero de igual modo a los historiadores,
sobre todo a los que se ocupan de las prácticas culturales y de la vida cotidiana,
ámbitos en los que se han realizado aportaciones esenciales para el desarrollo de
la disciplina; a los filósofos y bibliógrafos que no se contentan con la descripción
técnica de manuscritos e impresos ni con la edición de textos, sino que además profundizan
en la historia de las obras, en la relación entre los textos y los lectores en las
modalidades y fines de la lectura, sin importar que se trate de piezas canónicas de
la literatura o de textos marginales; o a historiadores de la educación, que fueron
de los primeros en preocuparse de historiar la alfabetización y hoy se interesan cada
vez más por una historia material e inmaterial de la escuela, entendiendo la cultura
escrita como elemento esencial de la cotidianeidad escolar. (Castillo 2015, 4)
La pregunta es clara: ¿qué escritura para qué tipo de estudio? En el caso aquí presentado,
como se ha podido demostrar, las cartas pueden ser un recurso muy útil para la reconstrucción
de la experiencia de los traslados marinos o terrestres, las dificultades de la comunicación,
las estrategias para organizar trámites legales como las herencias o las indagaciones
sobre el paradero de los maridos por parte de las esposas o familiares, entre otros
temas, dependiendo del tipo de interrogantes con la búsqueda correspondiente de fuente.
Lo anterior a partir de “la secuencia de acción que implica a una o más personas en
la producción y comprensión de un texto” como lo es una misiva (Castillo 2015, 4).
La función comunicativa de una carta privada -o institucional cuando era dirigida
a eclesiásticos o funcionarios- solo se cumplía cuando la persona a quien iba dirigida
la había recibido, leído y comprendido: el reclamo por parte de las mujeres para que
sus maridos cumplieran con los compromisos conyugales fuera ya a través del envío
de parientes, de dinero o bienes materiales, o tácitamente con la solicitud para el
envío de vuelta del marido a su hogar para cumplir con la indisolubilidad del matrimonio.
Se trata de un material que aporta datos valiosos para comprender las formas en que
se percibían las relaciones interpersonales de hombres y mujeres; las reacciones de
los corresponsales ante los riesgos para la salud implicados en el paso trasatlántico;
los costos socioculturales para las mujeres en sus diferentes relaciones con los varones
al permanecer en casa o lejos de esta y cómo se utilizaron las cartas para alentar
al viaje.
Una de las razones por las que las cartas son tan reveladoras es que tratan de asuntos
familiares íntimos; nos encontramos con corresponsales vinculados por diversos lazos
de parentesco y actuando como lo hacían por motivos muy variados, desde promover el
rencuentro conyugal hasta exigir la llegada de familiares dispuestos a trabajar (Gálvez Ruiz 2004, 87-88). Y es que, tal y como se ha podido observar, el análisis de cartas particulares,
cuando no se trata de documentos oficiales, posibilita la apertura de “una ancha ventana
hacia el conocimiento de la vida privada y la mentalidad de los españoles que, durante
la segunda mitad del siglo XVI, colonizaron las Indias” (Martínez 1994, 437). Unas colonias que se iban a convertir en los nuevos espacios de reproducción de
las relaciones de poder ejercidas por los hombres que quedaron incorporadas a la civilización
occidental.
Otro elemento a reflexionar es la correspondencia privada que puede ser un material
de gran utilidad para construir la historia de las emociones o de las reciedumbres
vividas por las mujeres en sus transcursos vitales. Como bien escribía en una carta
Teresa de Ávila: “Yo soy siempre amiga, de hacer de la necesidad virtud (como dicen),
y ansí quisiera, que cuando se [dispongan] a resistir, miraran si podrían salir con
ello” (Teresa de Ávila 1916, 37). Queda pendiente examinar este tipo de documentos religiosos y sus formas expresivas
referidas a comunidades emocionales e intelectuales. Sobre esto último hay que considerar
cómo las cartas escritas por
las monjas hallaron mayores posibilidades comunicativas que los escasos espacios conventuales
destinados a este fin, como el torno o el locutorio, un cauce para neutralizar las
limitaciones impuestas por la clausura. A través de ellas pudieron dialogar con los
personajes más importantes de su época, monarcas y reinas, así como con otros miembros
de la Iglesia, e incluso de la más alta jerarquía eclesiástica, interviniendo de este
modo en los acontecimientos de su tiempo. (Serrano 2008, 40)
Finalmente, queremos terminar con un tema expuesto al principio: nos referimos a cómo
la Iglesia católica buscó controlar biopolíticamente a la familia durante un momento
en que se estaba enfrentando a los embates de la Reforma. Al respecto conviene recordar
que, aunque en la Nueva España la Inquisición temía la “plaga” del protestantismo,
los controles aduanales impidieron su arribo masivo a México. De hecho, la Inquisición
procesó a 115 personas por sus prácticas protestantes (Gringoire 1961, 162). En cambio, los juicios por herejía que mayormente se realizaron fueron los de personas
consideradas como judaizantes y que, en ese mismo periodo, llegaron a sumar 380 casos
(Alberro 1988, 172). Por eso mismo, más que la cuestión religiosa, en la Nueva España el problema de
la bigamia o adulterio se puede enfocar desde otro ángulo. Y es que, en buena medida,
cuando un individuo se arriesgaba a contraer una nueva unión era porque esta le ofrecía
algunas ventajas de ascenso social o económico: por ejemplo, si la mujer tenía ascendencia
peninsular o al menos de criolla nobleza, o si la esposa era joven y con posibilidad
de descendencia. Pero para lograr estas metas, estos individuos debían arriesgarse
a padecer “los castigos inquisitoriales y civiles al considerar que la celebración
del matrimonio exigido por la prometida y su familia [era] la condición para lograrlo”
(Alberro 1988, 181).
Creemos, entonces, haber dado una pequeña muestra de la riqueza de una fuente documental
que como la correspondencia, esconde, pero también revela, cómo se fueron modificando
las estrategias de la mujer en cuanto a su corporalidad, sexualidad y representación
del papel social y cultural que desempeñaba en diferentes situaciones como viuda,
madre, esposa, amante, soltera, hermana o hija.