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El continuo objeto-sujeto: un acercamiento teórico a la noción consustancial entre el ser humano y su hábitat

 

Resumen

La postura epistemológica fundada en el dualismo y la idea de los opuestos muestra hoy signos de debilidad cuando se busca comprender la realidad que es coproducida entre el sujeto consciente y el objeto de la experiencia. El presente artículo tiene como primer objetivo introducir algunos conceptos clave que permitan argumentar cómo es que la noción de objeto-sujeto forma una totalidad indivisible en el proceso de interpretación perceptual. Y como segundo objetivo derivado de ello, se ha de discutir la necesidad de un hábitat no entendido como externo al hombre que evoluciona en civilización, sino mejor aún, coextensivo a él. Cabe señalar que el presente análisis no está centrado puramente en una revisión al problema mente-cuerpo o en una exploración al dualismo metafísico que hasta hoy inunda el trabajo de gran número de pensadores, sino más bien, con la ayuda y argumentación de un cuerpo teórico transdisciplinar, el aporte de este breve estudio se centra en cuestionar cómo es que el hábitat del ser humano ha llegado a reducirse al punto de concebirse como externo o separado de él. Un entendimiento de la realidad que, como se verá más delante, ya presenta serias dificultades socioambientales derivadas del solo intento de su fragmentación.

Abstract

The epistemological position based on dualism and the notion of opposites today shows signs of weakness when what we want to understand is the experience of space in mutual feedback between the conscious subject and the object of the experience. The present article introduces some key concepts that allow arguing the notion of object-subject as a single evolutionary and indivisible whole -by interdependent- with the aim of complementing a knowledge aimed at clarifying the need for a coextensive habitat where man through civilization.

It should be noted that the present study is not centered on a revision of the mindbody problem or on an exploration of the metaphysical dualism that until now inundates the work of scientists and philosophers all over the world, but rather -with the help and argumentation of this interdisciplinary theoretical body- the contribution of this brief text is to analyze the problem of dualism from a perspective in which the habitat of the human being has been reduced to an object or mere support paradoxically separated from its integrity, reaching to produce the socioenvironmental difficulties that arise in the attempt of its fragmentation.


Introducción

Como preámbulo a la presente reflexión teórica, sería importante señalar que la idea de unidad objeto-sujeto que aquí se presenta, se desarrolla desde una perspectiva gnoseológica y en cierto modo ontológica. Un concepto que habría que analizar de manera integral si se considera la interdependencia que subyace en su relación. No obstante, y aún si los referentes cualitativos que permiten hacer una diferenciación conceptual entre ambas entidades precisan de cierta separación semántica y categorial, ambas concepciones, objeto y sujeto, se coproducen bajo una misma relación de significado pero sobre todo y como se verá más delante, como una misma totalidad coevolutiva.

Ahora bien, el marco teórico y conceptual que aquí se desarrolla podría comprenderse como una ramificación del problema mente-cuerpo. Una noción metafísica que ha sido discutida en los últimos dos mil quinientos años tanto en oriente como en occidente. Sin embargo, dicha ramificación teórica, además de resignificar algunos puntos clave que han ido desarrollándose durante el proceso civilizatorio, debería servir, particularmente, para dilucidar, por un lado, que el problema de la dualidad objeto-sujeto recae en una forma de complementariedad, y por el otro, en mostrar en términos generales cómo el paradigma dualista entre objeto y sujeto (y de manera más concreta entre la naturaleza y el hombre) aún sigue proyectándose en las acciones humanas que se originan en los procesos civilizatorios que, desde su inicio y muy probablemente desde la sedentarización y la revolución agrícola, han dado forma al hábitat humano, un hábitat que aún así justifica su propio crecimiento a través de la división entre el hombre y su entorno, entre la ciudad y la naturaleza.

Así pues, lo presentado en este estudio es un breve análisis del problema de la supuesta dicotomía entre objeto y sujeto. Una postura cognitiva que aún deviene en una oposición fundamental que ha llegado a entenderse como una forma de fragmentación entre el ser humano y su propio hábitat. Esto supone una desintegración inicialmente epistemológica que ya presenta serias consecuencias empíricamente observables en el medio.

Ahora bien, si la teorización aquí expuesta ha de justificar que el solo intento de separar conceptualmente a las partes de un mismo sistema, como lo es el hábitat y el ser humano, fortalece una percepción descompuesta de la realidad experimentada, cabría entonces asumir que las aplicaciones más pragmáticas que aún justifican la construcción del espacio social y físico, todavía están lejos de retomar una visión unificada. Además, al reconocer que el paradigma científico y cultural en cierto modo todavía defiende el dualismo y las dicotomías como un proceso legítimo que influye en la construcción social de la realidad, emergen de ello nuevos problemas y cuestionamientos que ponen en tela de juicio los supuestos separatistas que el hombre ha erigido en colectividad. El problema de la fragmentación del espacio y el hábitat humano es pues un subproducto derivado de ello.

La noción de objeto-sujeto como integridad

¿Hasta qué punto la división objeto-sujeto resulta esencial para producir el significado y el programa funcional de un objeto situado en el espacio? Una posible respuesta -en parte- podría caer en un desacierto. Si la cultura (que se refleja en los sujetos que en ella participan) funge como medio para asignar, designar y significar a los objetos en función de un determinado contexto semántico y que a través de un consenso colectivo venga a concertarse en una consciencia común o en una forma de intersubjetividad que permita con ello reconocer la función y el sentido de un objeto cualquiera, sea este físico o conceptual, entonces la propia división entre un objeto X y su contexto espacio-temporal C ya establecería, a un tiempo, una estrecha relación de significado no solo entre estos dos, sino además, con respecto a un sinnúmero de contextos que en principio deberían conformar una compleja red o campo de significado, un proceso de relaciones que al pasar por un proceso cognitivo de comparación, ha de otorgar el sentido y la coherencia a cualquier objeto. En este sentido cada objeto percibido, en primera instancia, ha de remitir por diferenciación comparativa a eso que funge como su contexto o su fondo, entendido ello de manera relacional como su campo de significado. Además, cabría notar que de manera inversa, para que de un contexto C pueda emerger el significado de un objeto X tampoco debería existir entre ellos una división ya que es justamente en su relación contextual donde la percepción del objeto C puede adquirir su sentido. Este escenario recuerda al principio de la tradición Kegon que fuera introducida al Japón desde China, una concepción que semánticamente se desplaza hacia la “«Interpenetración» de todas las cosas entre sí. [...] que el mundo fenoménico está formado por objetos que no solo son indisociables de los principios que los hacen funcionar del modo en que lo hacen, sino que dichos objetos están compenetrados recíprocamente” (Heisig, Kasulis, Maraldo y Bouso 2016, 1264).

Vale decir que este mismo principio ha estado presente incluso ya entrado el posmodernismo, es así que en la segunda mitad del siglo XX el filósofo postestructuralista francés Jean Baudrillard (2014) asumió la interdependencia y conectividad de los objetos cuando supuso que “sin relación no hay espacio, pues el espacio no existe sino abierto, suscitado, ritmado, ampliado por una correlación de objetos y un rebasamiento de su función en esta nueva estructura. Donde […] el espacio es […] la libertad real del objeto” (Baudrillard 2014, 17).

Si la existencia del espacio, según este filósofo, requiere de la conectividad entre objetos, ¿hay alguna razón particular para que se desarrolle dicha dinámica como un flujo interrelacional? Y de ser así, ¿qué es eso que relaciona y fluye en -y a través de- los objetos y que permite razonar acerca de la existencia del espacio?

Según la física newtoniana, la masa de un objeto puede tener una posición en el espacio así como una cantidad de movimiento en el tiempo. No obstante, y a diferencia de lo que sucede a escala subatómica, ninguna masa o cantidad de materia podría estar en superposición a otra en un mismo espacio-tiempo. Ahora bien, si no es la propia materialidad o la sustancia de los objetos aquello que los relaciona o conecta contextualmente trasladándose de uno a otro para que de ese modo pueda hablarse del espacio como afirma Baudrillard (2014), ¿qué es eso que relaciona y fluye en -y a través de- los objetos y que permite razonar acerca de la existencia del espacio? Para el filólogo escocés educado en el Trinity College, William Keith C. Guthrie (1973), en la filosofía clásica ya había suficientes elementos de análisis con respecto a una pregunta más fundamental y que tenía que ver con los objetos y sus relaciones espacio-temporales, relaciones de las cuales se entendía que emanaba la forma y el significado. Sin duda, la cuestión era todavía más enigmática: ¿qué es la realidad? Según Guthrie (1973), Aristóteles la llamó la pregunta eterna.

En su búsqueda, Guthrie llegó a deducir que en dicha filosofía ya había aparecido un enfoque dicotómico o dualista que después se extendería por todo el mundo occidental. El nacimiento del atomismo1 ofrecería, si bien de manera parcial, contestaciones físicas o sustanciales a la pregunta anterior, sobre todo en lo que respecta a la composición material de un objeto (madera, piedra, metal, etc.) y a su vez, sobre esa misteriosa relación en rechazo entre las pequeñísimas partículas con las cuales se suponía que estaba formada físicamente la materia.

Según el mismo autor, los primeros jonios y en lo posterior los atomistas (principalmente Leucipo de Mileto y Demócrito) pondrían la primera semilla conceptual para establecer ciertamente una idea de materialismo. Aunque la argumentación de aquellos filósofos en cierto modo fortaleció el paradigma materialista, la visión del atomismo presocrático aún no contenía el fundamento más reduccionista y ciertamente fragmentario del materialismo moderno pues su estructura teórica todavía explicitaba la Unidad universal al considerar que todas las cosas compartían una misma sustancia, los átomos.

Poco antes de la llegada del atomismo, Parménides, un filósofo partidario de la escuela eleática propuso una extraña metafísica que en cierta forma daría pie al surgimiento de un pensamiento racional y ciertamente perspicaz, esto es, el idealismo occidental: una doctrina filosófica dispuesta a argumentar la primacía de las ideas respecto de los fenómenos físicos, o incluso y en el caso más extremo, a justificar la imposibilidad de la existencia de un objeto material sin un sujeto correlativo (consciente y percipiente) capaz de observar, o mejor dicho, de experimentar la forma en sus cualidades subjetivas.

Hoy en día el pensamiento dicotómico entre las nociones de materia y mente o entre las posturas más ideológicas como el materialismo y el idealismo se mantiene en proceso de transición en el mundo occidental como de hecho advierten distintos pensadores dentro de la filosofía de la mente y algunas ciencias naturales como la física moderna o las neurociencias. Más allá de ello, se debería destacar que los primeros intentos de trascender al dualismo han permitido realizar un acercamiento cada vez más fructífero al entendimiento de los procesos naturales interdependientes que se desarrollan en la complejidad de la realidad que puede experimentarse.

Ahora bien y al retomar el hilo de la pregunta anterior respecto a los objetos situados en el espacio: ¿qué es eso que relaciona y fluye en y a través de los objetos y que permite razonar acerca de la existencia del espacio? Un primer acercamiento a dicha pregunta implicaría identificar la existencia de una relación entre la materia (o sustancia) y la forma, es decir, la fase fenomenológica donde debería incluirse el proceso de decodificación que se da a través de los llamados qualia,2 entendidos estos como un fenómeno perceptual que llega a experimentarse en la consciencia de un observador constituido con un cuerpo sensorial.

Esta relación fundamental precisa que los componentes objeto-materia y sujeto-qualia, aparentemente separados entre sí, constituyan una misma totalidad en continua realimentación como han sugerido algunos científicos entre los que se encuentra el físico teórico estadounidense David Bohm (2014).

Si bien por su interdependencia la materia (sustancia) ha de resultar elemental para la forma y los llamados qualia, forma y materia -como lo mental y lo corporal, lo cognitivo y lo fenomenológico respectivamente- quedarían no solo íntimamente relacionados sino incluso formando una misma unidad de sentido.

Aún si lo anterior es correcto, se debería destacar algo más que en cierto modo ha puesto énfasis en el sujeto-observador, esto es: que la cualidad primordial de la mente -o la cognición- sería el hecho de que responde a la forma y no precisamente a la sustancia.3 Desde esta concepción, la función que opera mediante y en la forma estaría más próxima a la vida y a la mente, es decir, al Ser en toda su extensión.

Dicha función no podría ser otra que el componente que forme, en el sentido de informar, el significado en la mente del sujeto-observador, es decir, la información4 misma, palabra que del latín formatio estaría relacionada con forma así como con la acción de formar o dar forma a algo. De igual manera el prefijo in que respondería a poner dentro, es decir, a poner forma a la mente de otro, una suerte de comunicación. Una forma capaz de entenderse como significado por estar informada aunque no de manera intrínseca en el objeto material ‘en sí’ (como si el objeto estuviese aislado de su contexto y más aún de su observación) sino más bien, en la inseparable relación con la mente de un sujeto-observador entendido como el agente consciente capaz de extraer el sentido y la coherencia a través de la compleja red o campo de significado.

En su acepción semántica, el concepto de información contribuye esencialmente a la forma en que las qualidades de la materia (sustancia) se presentan ante un observador. A partir de allí, la materia puede expresarse ante el observador única y exclusivamente a través de la forma, es decir, mediante la experiencia subjetiva de sus qualia, así, el significado podría entonces derivar del sujetoobservador presentándose bajo la forma de un estado de consciencia. Si se sigue esta concepción, podría entonces decirse que aquello que relaciona y fluye en y a través de los objetos materiales y que permite razonar acerca de la existencia del espacio sería la información que el sujeto es capaz de decodificar para así producir el significado.

Sobre esta última línea cabría resaltar la palabra capaz a razón de que las relaciones de sentido (que el sujeto decodifica para así producir el significado de un objeto percibido) no son absolutas e incondicionales para cualquier sujeto en cualquier espacio-tiempo sino que, como señala el filósofo inglés Owen Barfield (2015), únicamente son maneras en las que un objeto observado ha de expresarse a través de las capacidades interpretativas de un sujeto-observador que participa en la observación en un determinado espacio-tiempo. Por ejemplo, un árbol no siempre se ha expresado ante cualquier observador de la misma manera; en el pasado los árboles no eran cosificados como una mera fuente de insumos materiales como se hace hoy en día en determinados contextos de explotación capitalista, sino que existía una relación de dependencia más estrecha por reconocerle como una entidad anímica. En este sentido, en el pasado existía una mayor participación entre el observador y los fenómenos que observaba, es decir, una relación intrínseca que no necesariamente requería suponer una posición exterior o separada de los fenómenos observados (Barfield 2015).

En resumen, podría decirse que la experiencia perceptual de la forma y su decodificación e interpretación como significado y significante sería un proceso intrínseco al sujeto-observador que ha de producir la realidad observada a través de su interpretación; por tanto, se vuelve innecesaria la separación entre el observador y lo observado o bien, entre el sujeto y el objeto como de hecho señaló Bohm (2014).

En este punto habría que enfatizar que el sujeto-observador (consciente) resulta elemental para que se produzca el sentido que ha de extraerse de la compleja red de significados que funge relacionalmente como su contexto puesto que no solo a través del sujeto-observador se qualificaría y decodificaría la información sino que, preponderantemente, dicho sujeto sería el agente (o la consciencia) a través de la cual cabría reproducirse la recursividad objeto-sujeto, un proceso de retroalimentación negativa que ha de devenir en nuevas interpretaciones perceptuales y, por tanto, en la constante actualización de la realidad.

Según lo anterior, los investigadores Briggs y Peat (1990) han observado que los objetos o fracciones supuestamente independientes al sujeto-observador en realidad articulan la compleja red de significados inherentes a la observación, un proceso que desmantela la supuesta idea de “fragmentos” aislados del sistema de relaciones que de hecho les otorga sentido.

No obstante, resulta oportuno destacar, como han sugerido los autores, que los supuestos “segmentos, partes u objetos” del sistema total, continuamente se pliegan y despliegan unos con otros en la mente de los observadores para así producir el significado de la realidad que es observada. Todo ello como un flujo, a veces turbulento, de realimentación capaz de producir la dinámica de la cual emergen nuevos significados, un proceso que permite a los sujetos-observadores diferenciar los cambios intrínsecos al sistema que les da soporte.

Cabe además notar que este proceso de cambios donde la información interactúa a través de los agentes conscientes que conforman a la totalidad, estaría imposibilitado para retroceder y reproducir acciones pasadas de manera absoluta ya que al existir una flecha del tiempo -según el argumento del químico y premio Nobel Ilya Prigogine (2014)- la realidad misma sería irreversible y ante ella no habría una regresión que pudiese dar pie a una repetición absoluta de los acontecimientos, por tanto, toda acción habitual ya implicaría cambios.

Desde este entendimiento se puede ya entonces decir que: en una idea de división o fragmentación entre objetos y sujetos no podría residir propiamente el fundamento del significado, del programa o la función de los objetos en el espacio puesto que de ese modo quedarían incomunicados. Por otra parte, es lógico considerar que en la forma de las relaciones cambiantes entre objetos y sujetos habría una mejor dinámica de conectividad para que así pueda circular el torrente de significados (información) que ha de estimular no solo la comunicación llana entre sujetos, sino la continua actualización de la información que de hecho puede ser comunicable, es decir, la información que en primera instancia ha de provenir de una relación fundamental como la que se produce entre el ser humano y el mundo, entre el sujeto y el objeto.

En este punto, es importante subrayar que la información generada a partir de la multiplicidad de interacciones entre los componentes de la compleja red de significados, quedaría mediada por la percepción cualitativa de un sujeto-observador consciente, el cual, como se ha sugerido, decodifica la información recibida que a su vez ha de servir de insumo para generar nueva información.

Si en este punto se reanuda el pensamiento de Bohm (2014), se puede entonces decir que los sujetos y los objetos en interacción serían algo así como excitaciones puntuales o vórtices de un mismo flujo de información que evolucionaría desde una activa red rizomática y multicausal hacia un sistema cada vez más complejo e intricado en sus relaciones informacionales. Asimismo y como han sugerido Briggs y Peat (1990), es el proceso de realimentación informacional lo que ha de impulsar al sistema hacia formas radicalmente nuevas, un proceso que de hecho está justificado por la propia evolución.

Fragmentación objeto-sujeto en el hábitat humano

La inclinación hacia los límites y la fragmentación ha asentado y fortalecido, a través de microacciones humanas, el rebuscado patrón de realidad que el hombre ha elegido construir como su modelo de hábitat, un modelo que según el historiador y urbanista Lewis Mumford (2014) ha mecanizado a las sociedades pues un mayor número de individuos en colectividad prefieren acorazarse de la incertidumbre que trae consigo el paso del tiempo recurriendo a modelos bien establecidos y justificados bajo una estricta repetición. Este fenómeno, como otros, es un ejemplo de un intento de separación entre el mundo físico y el mundo mental, entre el objeto y el sujeto, entre la naturaleza que se considera como dada y el ser humano que se asume en cierto modo como arrojado en ella.

Incluso, la fragmentación objeto-sujeto no solo se remite al espacio sino también al tiempo, pues si bien los flujos naturales justifican el proceso de cambio, la repetición quiere justificar su paralización y por tanto, la fragmentación temporal.

En los siguientes apartados se hará un breve acercamiento teórico e histórico al proceso de fragmentación desde una perspectiva ontológica. Este análisis tiene como objetivo mostrar las implicaciones de la fragmentación descendiendo de la generalidad abstracta del sujeto y el objeto hasta una relación experiencial entre el hombre y su hábitat.

Este acercamiento será analizado en tres breves apartados: 1) La primera fragmentación; 2) la fragmentación entre individuos, y, 3) la fragmentación entre sociedad y naturaleza.

La primera fragmentación

Resulta interesante observar que la fragmentación o división de los componentes del mundo como realidad ha prevalecido desde un periodo muy anterior al dualismo cartesiano e incluso, al atomismo presocrático, un sistema de pensamiento que algunos teóricos han considerado como una primera forma de materialismo-reduccionismo. Esto es así, si se siguen las observaciones del distinguido sociólogo e historiador del arte húngaro Arnold Hauser cuando analizó las costumbres socioculturales del hombre durante el periodo Neolítico: “Los usos y ritos funerarios no dejan duda alguna de que el hombre del Neolítico comenzó ya a figurarse el alma como una sustancia que se separaba del cuerpo” (Hauser 1980, 26).

Se puede decir que con esta primera forma de división, el hombre comienza ya a poner límites a su mundo. Por un lado, un mundo manifiestamente físico formado por objetos materiales accesibles a los sentidos (incluyendo el propio cuerpo) y por el otro, un mundo mental formado por interiorizaciones y pensamientos, por idealizaciones y abstracciones, un mundo que se vislumbra como etéreo e inmaterial. Dos mundos estrechamente “separados”. Dos mundos bien diferenciados a través de su relación, uno sensible y el otro inteligible, los dos mundos erigidos por Platón, el primero hecho de espacio y tiempo capaz de corromperse por los cambios naturales, y el otro incorruptible y únicamente accesible a través de la razón. A pesar de ello, el anhelo de esta separación no ha llegado a sublimarse suficientemente, pues si la distancia, como ha dicho Simmel (2010), dentro de una relación significa la lejanía de lo cercano, entre estos dos mundos la distancia nunca ha sido mayor a la de su cercanía.

Pese a las evidencias que muestran a la separación y fragmentación más próximas a un estado mental de confusión que a la realidad fundamental de un mundo interdependiente e impermanente, el individuo todavía justifica sus actos en función de sí mismo y para sí mismo, como si en todo caso fuese independiente de los otros individuos y del propio mundo que le sostiene. Según Bohm (2014), el solo intento de idealizar la separación entre los individuos y el mundo es lo que ha llegado a producir una relación incoherente que ya evidencia serias consecuencias de carácter ecosistémico.

Los estragos al medioambiente dan muestra de que el paradigma actual aún supone, o peor aún, ignora, que el intento de dividir el mundo mental y el mundo material no necesariamente debería traer repercusiones significativas en el hábitat humano. No obstante y como se verá más delante, con este primer «intento» de división el hombre ya comienza a engendrar una relación con su hábitat cada vez más destructiva, una relación en la que el mundo es interpretado como si estuviese hecho de fragmentos independientes para ser explotados libremente sin efectos sistémicos; una relación basada en la fragmentación.

La fragmentación entre individuos

Según el profesor Peat (2007), en las tribus más antiguas podría haber existido una fuerte sensibilidad mental que pudo ser clave para la amplificación de una consciencia colectiva ciertamente más integrada, algo así como una nube de información distribuida armoniosamente entre los individuos, una suerte de matriz capaz de suscitar un comportamiento más coherente bajo una dinámica común. Esto pudo hacer de aquel colectivo social un superorganismo capacitado para moverse coherentemente en función de las necesidades naturales.

No obstante, con el aumento poblacional y el surgimiento de las primeras ciudades y organizaciones sedentarias más consolidadas y donde además -según el urbanista e historiador americano Lewis Mumford (2014)- ciertas funciones sociales de importancia tales como la del médico, el mago, el guía del ritual, etc., dejaron de superponerse en una sola persona, la civilización necesariamente comenzó a producir una primera forma de especialización del trabajo, una situación sociocultural que se vio reflejada en una serie de fracciones o islas de interés “de modo que los individuos empezaron a funcionar como entidades aparte de la sociedad y con una sensación creciente de su propia independencia’’ (Peat 2007, 159). Esta aproximación muy sintética es un ejemplo de cómo pudo haberse de sarrollado una segunda fragmentación posterior a la división mente-cuerpo, una división social constituida, sobre todo, por la división entre individuos.

Sobre este acontecimiento, Mumford, en su libro La ciudad en la historia, de 1961, señaló lo siguiente: “La antigua comunidad de la Edad de piedra, al ingresar a la ciudad, quedó desmembrada en diversas partes: castas, clases, profesiones, gremios, oficios” (Mumford 2014, 177). La división y la fragmentación según el autor americano, quedó tan arraigada que debió haber fortalecido toda una cosmovisión, un principio dicotómico que si bien llevaría al fundamento mismo de la ciudad junto a la multiplicidad de sus instituciones, también pondría las bases para producir, en cierta forma, la oposición de la ciudad con respecto a la naturaleza.

A pesar de ello, la consciencia más cooperativa y sensible al grupo que hubo de ser algo común en un periodo anterior a la constitución de la ciudad, si bien, como ha dicho Hauser (1980), ya mostraba claros indicios de un desgajamiento entre la mente y el cuerpo, esto ultimo terminó rematando en una forma de división entre individuos, un proceso administrativamente coherente para que se diera el impulso de una civilización formada por un gran número de personas políticamente ordenadas, lo cual requería de una disposición precisa a través del control y la organización, un sistema de división que, sin embargo, sentaría las bases para que la estructura programática de la ciudad llevase para la posteridad, el estigma de la fragmentación social.

Tras el nomadismo y ya generalizada la vida agrícola, la nueva interfaz urbana cada vez más vigilada y donde el ahora ciudadano, cargado con las primeras ordenanzas e instituciones, interactúa con su nueva realidad, tuvo que volver a programar sus estados mentales y fenomenológicos hasta el punto de producir un plegamiento cada vez más interiorizado como ha sugerido Peat (2007), dando pie a la expansión de un nuevo arquetipo mental que inclusive hoy ha llegado a entenderse como el ‘Yo’ o el ‘sí mismo’. Para precisar el gran arraigo y la interiorización de este primer ‘sí mismo’, Peat (2007) señaló que en las ciudades antiguas durante periodos de guerra, la idea del ‘sí mismo’ era aún más importante que el propio cuerpo, “como si el «sí mismo» fuese inmortal e insensible al daño físico” (Peat 2007, 160).

Es justo decir que la emergencia del ensimismamiento ha evolucionado en el curso de los siglos y, por tanto, resulta imposible señalar tajantemente sus cualidades, se debería considerar que aquel ‘sí mismo’ originario de aquella primera civilización, aún debió contener ciertos arquetipos mentales más primitivos que lo hacían disolverse en la cooperatividad del grupo donde según Peat (2007) el individuo aún funcionaba en sociedad de manera armónica, cocreando un mundo cambiante que todavía se adecuaba coherentemente a los flujos de la naturaleza.

Por otro lado, y según el mismo autor, el problema que se escondía en el proceso de gestación del ensimismamiento de aquel primer ciudadano institucionalizado resultó ser mucho mayor, ya que al irse asentando y sistematizando la idea de especialidad y de posición social que un individuo debía asumir y ejercer ante los demás, ello debió promover que los intereses individuales e independientes al propio grupo fueran cada vez más en aumento. En este nuevo escenario más impersonal, los individuos, según Peat (2007), comenzaron a dar mayor importancia a los sentimientos y pensamientos internos como si fuesen más reales y vívidos que la propia experiencia fenomenológica reflejada en los cambios y el fluir de la naturaleza. Tal situación de estancamiento de algún modo adquirió la fuerza suficiente para comenzar no solo a construir, sino también a instaurar la idea de un ‘sí mismo’ mental entendido como ‘independiente’.

En un proceso de cambio psicológico como este (el cual fue desarrollándose a través del historial de vivencias y recuerdos que llevaban al individuo-ciudadano a producir un incesante intento frustrado de separación entre el ‘sí mismo’ y el mundo), se fue generalizando el arraigo de cierto egotismo. El resultado de ello no pudo ser otro que una relación confusa y casi esquizofrénica entre el mundo mental y el mundo sensorial, entre el mundo de la ideas y el mundo de los fenómenos, entre el ‘sí mismo’ y el mundo que ha de cumplir sus deseos.

Hasta aquí, se han abordado dos dimensiones importantes, por un lado una división mente-cuerpo más fundamental y que puede remontarse al periodo Paleolítico según los estudios de Hauser (1980), y, por el otro, una división entre individuos que comenzaría a gestarse con la especialización en un periodo más reciente, el cual, estaría situado de manera próxima a la última fase del Neolítico y particularmente en el inicio de la propia civilización, este periodo histórico ha sido ubicado geográficamente en el Oriente Medio entre los llanos aluviales de los ríos Tigris y Éufrates en la llamada Mesopotamia.

La fragmentación sociedad y naturaleza

Una tercera división o fragmentación puede ser simplemente colegida de las dos anteriores o incluso considerarse que ha tenido un desarrollo paralelo. Esto es así, si se tiene en cuenta el desarrollo de la filosofía occidental a partir de las ideas del filósofo y matemático francés René Descartes (1977) expuestas en su libro Meditaciones metafísicas en 1641, donde el pensador aborda la división mente-cuerpo en términos más generales. Si bien Descartes expone sus principios de escisión a partir de la sustancia mental (res cogitans) y la sustancia que contiene materia y extensión (res extensa), habría que tener en cuenta las consecuencias derivadas de ello, pues en el proceso de separación entre lo mental y lo material, la naturaleza, irremediablemente, quedó desprendida del ser humano. Para Descartes dejó de ser necesaria aquella unidad orgánica formada por el objeto y el sujeto y a partir de aquí, aquello que no fuese considerado como una sustancia mental se vio reducido a una suerte de materia inerte.

En lo sucesivo, la ciudad, entendida ahora como una creación paradigmática de dicha sustancia mental, en algunos aspectos se fue constituyendo como un elemento civilizatorio antagónico a la naturaleza. Desde ahora, esta última, en su carácter material y externo a la sustancia mental, es decir, al ser humano, podía explotarse sin tregua y sin mayor preocupación pues dada la separación entre lo mental y lo material, una conducta depredatoria no fue un tema que en la práctica debió preocupar, cosa que durante algún tiempo ocurrió hasta que en el siglo XIX, durante el auge de la revolución industrial, comenzaron a cuestionarse ciertas repercusiones socioambientales.

Vale decir que en lo que respecta al hábitat humano en términos generales, la ciudad ha jugado un rol de gran importancia pues es allí donde se han conjugado siglos de cambio y evolución, estructuras y paradigmas socioculturales así como una cierta renovación en el desarrollo de la propia civilización. No obstante aquella separación fundamental entre las sociedades humanas y la naturaleza sigue aún siendo parte de la cosmovisión actual.

Es importante dar cuenta de que la ciudad, como hábitat humano, ha sido el crisol donde se han preparado distintos modos de interpretar la realidad, de poner límites y hacer las distinciones entre la seguridad del hábitat y la incertidumbre que trae consigo la naturaleza. Es en este sentido que el principio morfológico de la ciudad ha producido ya una subdivisión del contexto espacio-temporal que hasta el día de hoy es experimentado de manera fenoménica. En este sentido, la sociedad se abstrae del espacio físico-natural para así funcionar a partir de una estructura social basada en instituciones, un proceso en el que el ser humano, en la medida de lo posible, pretende independizarse de la naturaleza. De esta manera los límites y las divisiones entre el entorno construido y la naturaleza se asumen como si fuese el fundamento del hábitat civilizado.

Por otro lado, y desde un análisis prehistórico con respecto al hábitat de las primeras sociedades humanas, el profesor italiano Francesco Careri ha sugerido que “la primitiva separación de la humanidad entre nómadas y sedentarios traería como consecuencia dos maneras distintas de habitar el espacio” (Careri 2013, 23).

Por ejemplo, durante el periodo Paleolítico el hombre nómada aún fluía, en cierta forma, sobre un espacio ilimitado en el que todavía no había aparecido la fijeza de una forma de institución social. No obstante, el espacio abierto e inusitado ya comenzaba a sugerir (mentalmente) la posibilidad de una necesaria limitación. Es en este periodo primitivo donde según Careri (2013) ya comienza a gestarse un tipo de disposición explícita fuera de la amplitud orgánica que se producía en el recorrido y la experiencia de un espacio casi onírico y ciertamente fenomenológico: “Aquello que debía haber sido un espacio irracional y casual, basado en el carácter concreto de la experiencia material, empezó a transformarse lentamente en un espacio racional y geométrico, generado por la abstracción del pensamiento” (Careri 2013, 39).

Desde aquí y según el autor, las primeras sociedades pasan de una relación con su entorno puramente utilitaria y en función de la supervivencia, a una relación más profunda en la que hubo de emerger el significado simbólico y con ello una forma de protoinstitución: “El espacio multidireccionado del caos natural empezó a convertirse en un espacio ordenado de acuerdo con las dos direcciones principales más claramente visibles en el vacío: la del sol y la del horizonte […] la vertical y la horizontal” (Careri 2013, 39).

Igualmente, el profesor Careri (2013) ha sugerido que el espacio aún no cartografiado del hombre paleolítico que fluía en la pura experiencia y percepción de un entorno atravesado por su cuerpo y su mente, ya podría establecer un modo de transformación social, pues si bien el acto de andar no deja rastros materiales, la percepción e interpretación del entorno ya implica cierta modificación, fundamentalmente en lo que respecta a la información y el significado que se va confiriendo al espacio social mismo, una suerte de demarcación abstracta que es trazada por la percepción y el movimiento del cuerpo. En este sentido dicha modificación no podría haber iniciado más que a través de una transformación mental que hubo de tener como objeto al espacio geográfico. En este punto se produce una dinámica de recursividad entre objeto-sujeto o más concretamente, entre el espacio físico natural y la sociedad. Tal posición es justificable aún si se asume que esta dinámica solo podría germinar y evolucionar a través de la consciencia y la mente del observador.

Por su parte, el profesor Hauser (1980) observó que en las primeras expresiones artísticas del hombre paleolítico ya se puede ver el paso de un naturalismo puro no dividido a un primer orden racional más abstracto y ‘fuera’ del mundo experimentado por aquellas sociedades. Según el autor, los primeros dibujos realizados en cuevas ya permiten reconocer que en ese periodo aún no existía una división clara entre la experiencia y su representación pictórica, por lo regular sucesos significativos como la caza de animales. El dinamismo realista de aquellas representaciones pictóricas permite observar que no había una separación entre la pintura y las actividades sociales que justificaban su realización: “El pintor y cazador paleolítico pensaba que con la pintura poseía ya la cosa misma, pensaba que con el retrato del objeto había adquirido poder sobre el objeto” (Hauser 1980, 16). De esta manera el hombre antiguo llegó a pensar “que el animal de la realidad sufría la misma muerte que se ejecutaba sobre el animal retratado […] cuando pintaba un animal sobre la roca, creaba un animal verdadero” (Hauser 1980, 16).

Lo anterior es un ejemplo ciertamente esclarecedor de la unión natural entre las primeras sociedades humanas y el espacio físico-natural, lo cual da muestra de una misma totalidad en la que “el mundo de la ficción y de la pintura “[…] no se enfrentaba todavía la una a la otra, sino que veía en una la continuación directa e inmediata de la otra” (Hauser 1980, 17).

En lo posterior, la fragmentación reflejada en la expresión artística del hombre antiguo solo llegó a realizarse, según Hauser (1980), sino hasta ya alcanzado el periodo Neolítico. El paso a un nuevo racionalismo sobrellevó cambios.

En el nuevo periodo Neolítico donde la sociedad más civilizada ha llegado a incrementar el entendimiento de su mundo, ahora engendra el temor a la muerte y busca su propia seguridad ante la hostilidad de la naturaleza. En tal situación, la sociedad neolítica tiene ya la capacidad de idealizar un mundo mejor, un mundo que en cierto modo ha sido fruto de esa misma preocupación. Como ha reconocido Hauser (1980), el resultado de un mundo basado en el control ya no se proyecta como un arte meramente representativo de la realidad observada sino que desde allí se alza una nueva abstracción que ya “no es solo una imagen del recuerdo, sino también una alegoría […] los elementos no sensoriales y conceptuales desalojan a los elementos sensitivos e irracionales” (Hauser 1980, 26).

En este punto se suscita la gran escisión cognitiva entre las primeras sociedades humanas y la naturaleza. Un proceso de cambio en donde el ser humano, aún siendo parte activa de ese mundo que lo sustenta, prefiere, en la medida de lo posible, mantenerse “fuera de él”.

De hecho, los primeros vestigios físicos o materiales que en cierta forma corresponden a ese primer intento de división entre la sociedad y naturaleza se han visto ejemplificados en las intervenciones megalíticas llamadas menhires,5 actos sociales que ya suponen una forma de instituir el significado del espacio.

Según Careri esas grandes piedras ancladas simplemente de modo vertical en el paisaje aparecieron por vez primera en el periodo Neolítico y han establecido “los objetos más sencillos y más densos de significado de toda la Edad de Piedra. […] su rotación de noventa grados y el hincarla en la tierra, transforman dicha piedra en una nueva presencia que detiene el tiempo y el espacio” (Careri 2013, 40). Sobre ello cabría preguntar, ¿no es también esta la aspiración de toda institución humana?

Esta primera gran transformación del entorno marcó los primeros límites físico-espaciales de las primeras sociedades humanas, un factor que supone “un tiempo cero que se prolonga hasta la eternidad, así como un nuevo sistema de relaciones con los elementos del paisaje circundante” (Careri 2013, 40).

Si bien, como ha apuntado el autor, los menhires tenían un significado simbólico pero sobre todo sagrado, a su vez han surgido distintas interpretaciones como por ejemplo “que estas piedras se utilizaban para construir arquitectónicamente el paisaje como una especie de geometría (entendida etimológicamente como una “medición de la Tierra”) con la cual dibujar unas figuras abstractas contrapuestas al caos natural” (Careri 2013, 42).

En un acto notoriamente social pero sobre todo institucional, tales figuras megalíticas se elevaron como una composición organizativa que debió servir como punto de referencia para así aumentar la inteligibilidad de un entorno natural específico respecto a las necesidades de un grupo social específico. Con una nueva interfaz cognitiva proyectada geográficamente sobre la superficie del territorio debió afianzarse el conocimiento que, hasta cierto punto, ya se tenía del entorno circundante. Respecto a ello, Careri señaló que “las zonas de difusión del megalitismo en el Neolítico coinciden a menudo con las zonas del desarrollo de la caza en la era Paleolítica” (Careri 2013, 43).

Esta primer transformación geográfica fundamentada en la delimitación, ordenación y parcelación del entorno natural dio la pauta para las siguientes transformaciones y subdivisiones que traerían consigo el sedentarismo del Neolítico, una fase del desarrollo social que alcanzaría la fundación de los primeros asentamientos humanos más numerosos como las ciudades mesopotámicas que estuvieron situadas en el Creciente Fértil.

Si bien las primeras ciudades antiguas más consolidadas tuvieron como fundamento que los individuos (ciertamente institucionalizados dentro de una clara estructura jerárquica y estratificada) fueran correctamente organizados y subdivididos para con ello producir de manera eficiente alimentos, construir moradas y santuarios así como para lograr una mejor eficacia en la guerra y la defensa, Mumford (2014), por su parte, ha sugerido que en un periodo anterior, la ciudad más primitiva funcionaba esencialmente como mero depósito de alimento e incluso de mujeres. Era en cierto modo un tipo de institución social que tenía como objetivo demarcar y proteger tales valores de las depredaciones locales provenientes quizás de las aldeas más cercanas o de algunos grupos nómadas. Según el autor, esta forma de “protoindependencia” sedentaria todavía primitiva daría pie al surgimiento de un modelo económico de explotación natural que incluso, y al igual que las ciudades más consolidadas, tuvo como fundamento poner un límite claro entre aquella sociedad primigenia y su medio ambiente. Un proceso social que se vería proyectado sobre el territorio a través de la separación entre el medio físico-construido y la naturaleza.

Lo anterior permite dar cuenta de que las demarcaciones que la sociedad (el sujeto) fue instaurando con respecto de la naturaleza (el objeto), justificaron la posibilidad de institucionalizar la explotación de esta última más allá de las necesidades humanas más inmediatas. Esto podría sugerir que aquel primitivo modelo de aprovisionamiento de recursos en función de la propia individualidad de alguna manera hubo de manifestarse como una semilla que germinaría en aquella conocida fragmentación radical que muchos siglos después conduciría a Descartes (1977) a teorizar justamente en la separación entre el sujeto pensante y el objeto con extensión.

Si al día de hoy se considera que la sobrexplotación de los recursos naturales se origina en función de una forma de acumulación material o física incluso más allá de las necesidades humanas inmediatas, entonces la sobrexplotación de la naturaleza mantiene una relación bien directa con el dualismo cartesiano puesto que la idea de acumular recursos únicamente tiene sentido si antes se ha asumido que el objeto de sobrexplotación es exterior y por lo tanto se encuentra separado del sujeto pensante.

Es importante tener en cuenta que la acumulación material o física que se produce a través de la sobrexplotación de los recursos naturales, si bien mantiene una relación directa con un producto eminentemente social como lo es el crecimiento económico, la abstracción de este producto es una evidencia fehaciente de que las sociedades contemporáneas aún se empeñan en separarse de la naturaleza, una naturaleza que, evidentemente, no posee las mismas propiedades abstractas de crecimiento que el sistema social le atribuye a su propio modelo de acumulación económica. En este sentido, la concepción cartesiana basada en la separación de las sustancias que le son atribuidas tanto al objeto como al sujeto, esto es, a la naturaleza y a la sociedad respectivamente, supone la ilusión de un distanciamiento fundamental nada menos que entre el ser humano y su soporte vital.

Tal parece que esta ilusión no solo entraña una mera inclinación filosófica pues las consecuencias socioambientales derivadas del paradigma de la separación entre objeto y sujeto aún siguen en aumento. Como es bien sabido, la sobrexplotación de los recursos naturales mantiene una relación bien estrecha con las catástrofes naturales que aún se desprenden del calentamiento del planeta, un proceso de cambio que ha sido exacerbado por la acción humana en aras de la acumulación material y económica.

Resulta improbable que la idea de fragmentar la realidad objeto-sujeto tenga todavía aplicaciones prácticas sin que ello resulte en perniciosas consecuencias sociales y ambientales.

La lógica de tal separación sigue siendo insostenible si se considera que el sujeto (y la sociedad) depende, ontológicamente, del objeto (la naturaleza). Como expresó David Bohm, si al día de hoy “vemos el mundo como un hogar se puede decir que sacar provecho de él es como robar de nuestro propio bolsillo” (Bohm 2001, 168-169).

Conclusiones

Con tales fundamentos teóricos e históricos se ha contextualizado brevemente el desarrollo ideológico centrado en la división entre el objeto y el sujeto; entre el medio físico-material y el organismo vivo; entre el hábitat y el ser humano; así como el intento de fragmentación que se ha ido cristalizando cada vez más entre el hábitat construido y el hábitat natural. Un ecosistema sometido a una sobrexplotación de sus recursos sin tregua, una fase del crecimiento civilizatorio que ya presenta serios estragos no solo para el hombre sino para la vida misma en el planeta.

Como se ha visto, las consecuencias socioambientales de un modelo sociocultural basado en la división y la sobrexplotación de la naturaleza y los territorios, fueron, en cierta manera, gestándose desde la Edad Antigua, extendiéndose más allá en el tiempo pues no ha sido sino hasta un periodo más reciente que el paradigma de la fragmentación se ha ido haciendo cada vez más significativo. No obstante, aún es difícil profundizar en las causas concretas que engendraron la red de acontecimientos que acaecieron, de manera sincrónica, en aquellos perniciosos cambios socioculturales.

Lo que es posible decir es que existe una clara coincidencia entre científicos, pensadores y humanistas sobre el hecho de que, durante el periodo decimonónico occidental, dieron inicio las soluciones más inconexas con respecto a la vida, como fue la exacerbada explotación de aquello que de algún modo se entendió como la “contraparte” del hábitat humano, esto es, la naturaleza.

Durante aquel periodo de crecimiento civilizatorio, justificado bajo una forma de dualismo cartesiano, la gran afluencia de personas que iban del campo a las primeras ciudades industriales hubo de promover una serie de diferenciaciones tajantes. La demarcación entre la ciudad y el campo supuso límites ya no justificados para la construcción de grandes murallas para la defensa de las ciudades, sino una “fragmentación” fundamentalmente cognitiva basada en un nuevo paradigma de diferenciación en la que el sujeto (el ser humano) podía ahora considerarse como externo al objeto (la naturaleza). Según escribió el profesor Mumford de manera crítica, en aquella época “el industrial y el funcionario municipal produjeron la nueva especie de ciudad, un amontonamiento de hombres, maldito y desnaturalizado, que en vez de adaptarse a las necesidades de la vida se adaptaba a la mítica ‘lucha por la existencia’” (Mumford 2014, 751). Bajo una cosmovisión baconiana prácticamente generalizada, el sujeto, necesariamente, hubo de percibirse a sí mismo como separado del objeto, una “fragmentación” cognitiva que inevitablemente se vería proyectada de manera física sobre el territorio.

Si bien es probable que el paradigma de la fragmentación objeto-sujeto pudiera haberse desarrollado de una manera mejor adaptada a su medio, lo sobre venido durante el periodo decimonónico (e incluso hasta nuestros días) fue que la supuesta independencia del sujeto, fundamentada en el aprovechamiento del objeto, llevaría a anteponer, sobre todo, el desarrollo y el interés privado. La consecuencia de todo ello derivó en el surgimiento de otros nuevos fragmentos distribuidos por todo el hábitat humano, un proceso que inevitablemente se vería plasmado de manera física en la configuración de la ciudad industrial y en definitiva, en la consolidación del modelo de zonificación de la ciudad moderna.

Con aquella vorágine de desarrollo basada en la división objeto-sujeto se fue asentando, de manera correspondiente, el patrón de crecimiento del hábitat humano hasta legalizarse de manera categórica a distintas escalas: ciudades, metrópolis y megalópolis. Un sistema de patrones de crecimiento que en la práctica aún justifica la división fundamental entre el objeto y el sujeto.

Lo que en un periodo remoto supuso una sociedad en íntima relación con su medio, tras el dualismo cartesiano se fue consolidando una rara especie de «relaciones fragmentarias» donde las interacciones sociales se producían principalmente en función de un supuesto individuo aislado bajo los efectos de su propio beneficio.

Desde el afianzamiento de la idea de fragmentación entre objeto y sujeto ha ido cada vez más en aumento la idea de la fragmentación social y ambiental al punto de que el sujeto, en un agudo ensimismamiento, ha llegado a pensar que el mundo “externo” (incluyendo a los otros individuos) le ha sido entregado para su propia explotación. Este juicio viene de la evidencia del mismo proceder humano pues la ignorancia de un mundo interdependiente o en todo caso, la negligencia de no aceptarlo como tal, sigue todavía produciendo serias consecuencias socioambientales a escala global. Lewis Mumford (2014), en relación con el desarrollo técnico de la sociedad contemporánea, señaló que la degradación ambiental durante el primer periodo de “progreso” industrial hubo de ser un componente inextricable para su propio crecimiento.

Por dar un ejemplo, en el caso de los ríos o canales que en una fase anterior de la civilización fueran una fuente de vida y florecimiento para las ciudades (como fue el caso de la irrigación de agua en los pueblos agrícolas de la antigua Mesopotamia), durante el periodo industrial “eran el vertedero más barato y más conveniente para todas las formas de desperdicios solubles o flotantes. La transformación de los ríos en cloacas abiertas fue una hazaña característica de la nueva economía” (Mumford 2014, 762).

Este tipo de “desarrollo civilizatorio” hizo creer justificada la realidad producida, es decir, la realidad de una libertad en la que el sujeto se consideraba a sí mismo autorizado para explotar sin tregua al objeto, en este caso a la naturaleza incluyendo a otros seres humanos. Una fase del progreso que inevitablemente puso al egotismo como una característica manifiestamente civilizatoria.

Acerca del resultado de aquella forma de individualidad basada en un sistema de «relaciones fragmentarias» que luego fueron proyectándose y consolidándose morfológicamente como el hábitat humano, Mumford escribió lo siguiente: no cabe más que decir que aquella “ciudad industrial arquetípica dejó profundas heridas en el ambiente; y algunas de sus peores características han subsistido, solo superficialmente mejoradas” (Mumford 2014, 797).

Más recientemente el físico teórico y ecologista austriaco Fritjof Capra (2000) ha señalado que el ensimismamiento o la fragmentación interior (cognitiva) producida por la continua búsqueda del beneficio propio, es de hecho el signo fehaciente de presuponer la existencia de un “mundo exterior” percibido como una serie de objetos y fenómenos separados entre sí. No obstante, según este autor: “[…] La creencia de que todos esos fragmentos -en nosotros mismos, en nuestro entorno y en nuestra sociedad- están realmente separados, puede considerarse como la razón esencial de la presente serie de crisis sociales, ecológicas y culturales” (Capra 2000, 8).

Los estragos ambientales y sociales aún no han podido persuadir al hombre de cambiar su principal enfoque: el “sí mismo” y su libre “independencia” para poder explotar aquello que supuestamente le pertenece, el objeto. A pesar de ello y como se ha introducido en el presente estudio, existen evidencias suficientes que muestran que la idea de un “sí mismo” separado no es más que una construcción mental y que lo único que puede realmente revelarse a la consciencia es la Unidad fundamental del sistema del que se es parte. Unidad de la cual el individuo ha pretendido (ingenuamente) excluir y excluirse, construyendo límites entre objetos, límites entre sujetos y objetos, así como límites entre sujetos.

Más allá de ello, tal presunción no deja aún de ser contradictoria si se considera que incluso la noción de individuo pierde total sentido de no ser por la existencia de una relación inextricable con otros individuos. De la misma forma, la noción de objeto no ha podido justificarse en sí misma de no ser por la existencia de otros objetos y sujetos que permitan producir su diferenciación a partir de lo que podría comprenderse como un proceso de relaciones por comparación diferencial. Ello lleva a pensar sobre el hecho de que antes de que se produzca cualquier ideal de separación, deberá estar implícita la Unidad que justifique incluso hablar de dicha idealización, en todo caso sería tal Unidad implícita lo que frustraría el intento de cualquier forma de separación. Ello no ocurre de forma inversa al hablar de Unidad o unificación dado que es a lo único que efectivamente se puede tener acceso, fenomenológica y cognitivamente.

Así pues, antes de pretender separar las cosas se debería saber que una cosa ‘es’ gracias a todas las cosas que esa misma cosa ‘no es’ puesto que las demás cosas forman el contexto de significado de la «cosa» en cuestión. Por tanto, se debería deducir que una cosa emerge a la percepción humana gracias a las de más cosas que fungen como su contexto, en este sentido las demás cosas son el fundamento para la consciencia que de la «cosa» en cuestión se puede tener.

Ahora bien, si el ‘sí mismo’ precisa de los otros para poder ser, ¿puede el ‘sí mismo’ existir? Y a su vez, si un objeto ‘es’ gracias a todos los objetos que dicho objeto no ‘es’, ¿puede aún hablarse de su independencia? Y, además, si el sujeto o individuo ‘es’ gracias al hábitat natural y sociocultural que le permiten ‘ser’, ¿puede aún aislarse en su egoísmo y seguir siendo coherente con su naturaleza y su razón de ser? Si el individuo y las naciones ingenuamente han llegado a creer que son independientes a la totalidad del sistema ecológico que les sostiene, en cierto modo y como se ha sugerido, esto es una figuración ya no tan pragmática puesto que podría estar contribuyendo a muchos de los conflictos y catástrofes socioambientales que la vida en el planeta afronta y probablemente, seguirá afrontando.

Referencias

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Notes

[1] “Como es natural el atomismo adquiere un interés especial como anticipación de las teorías modernas […]” su formulación consideraba que los “[…] elementos, o únicas realidades verdaderas, eran diminutos cuerpos sólidos, demasiado pequeños para ser percibidos por los sentidos, que chocan entre sí y se rechazan en un movimiento incesante a través del espacio ilimitado” (Guthrie 1973, 61-62).

[2] “[…] Las palabras, provenientes del latín, quale y qualia (plural neutro de quale) son utilizadas en filosofía de la mente por analogía con las formas, igualmente latinas, quanta y quantum. Con ellas se pretende designar ciertas propiedades de determinados estados mentales: las propiedades cualitativas o fenomenológicas de los estados mentales conscientes, es decir, aquellas en virtud de las cuales cabe decir que hay algo que es como tener esos estados mentales conscientes o estar en ellos, esto es, las propiedades de tales estados dadas las cuales «queda determinado» cómo es tenerlos o ser sujeto de los mismos […]” (Arias 2012, 28).

[4] Información. Etimologías. www.deChile.net, 2018. http://etimologias.dechile.net/?informacio.n

[5] “Menhir. La palabra menhir proviene del dialecto bretón y significa “piedra larga” (men = piedra, hir = larga). La erección de un menhir representa la primera transformación física del paisaje natural a uno artificial. El menhir constituye la nueva presencia en el espacio del Neolítico. Es el objeto, a la vez abstracto y vivo, a partir del cual se desarrollarán posteriormente la arquitectura (la columna tripartita) y la escultura (la estela estatua)” (Careri 2013, 44).