Introducción a la epidemia de obesidad desde la historia social y el pensamiento genealógico
Al no existir estudios que den cuenta de la complejidad del problema de la obesidad,
analizar el surgimiento de esta con un enfoque genealógico y del pensamiento complejo,
tiene relevancia para aportar nuevas ideas sobre este problema de salud en nuestro
país, por ejemplo, considerar aspectos como la carga de significado que tienen los
alimentos o el acto de comer en relación con el racismo y el manejo del conocimiento
científico con una función ideológica.
Esta manera de investigar requiere tener a la vista diferentes elementos de tipo político-económico,
sociodemográfico e ideológico-cultural -que cuentan con lógicas propias de funcionamiento-
y observarlos a lo largo del tiempo, buscando las formas en que se relacionan entre
ellos y con otros, cuyos comportamientos son disímiles. Esto plantea la dificultad
de enlazar mediante un metapunto de vista,1 (Morin s/f; Rodríguez 2017) aspectos que en el caso de nuestro problema no han sido enlazados aún de forma amplia.
En este caso se propone una visión genealógica de largo plazo dividida en periodos
denominados transiciones socioculturales que dan cuenta de diferentes procesos económicos, políticos e ideológico-culturales
que nos llevaron de a poco a la emergencia de la epidemia de obesidad en México. Sin
embargo, es necesario ver el conjunto para tener una mejor idea del alcance de la
propuesta.
Cabe resaltar que diversos autores han planteado la complejidad de la obesidad (Rivera, Hernández et al. 2012; Vargas 2018; Barquera 2019; OPS 2021), sin embargo, no logré encontrar estudios concretos que aborden el tema con el enfoque
del pensamiento complejo de Edgar Morin.2 Por ejemplo, el trabajo realizado por Rivera, Hernández et al. (2012) se refiere a la obesidad como un problema con una causal compleja (11), sin embargo,
ofrece un abordaje mediante apartados desarticulados entre sí, que profundizan la
obesidad dentro de la lógica de cada disciplina que la estudia, dejando al lector
la tarea de entrelazar y relacionar los elementos que cada uno desarrolla; por tanto,
considero que el texto no incorpora explicaciones que den cuenta de la complejidad
mencionada y más bien se inserta en el campo de la epidemiología social y los determinantes en salud.3
Explicar un fenómeno partiendo de la noción de complejidad, como propone Morin, no es sencillo toda vez que no se ha difundido ampliamente y
con claridad, una manera de investigar para dar cuenta de la multiplicidad de elementos
implicados en un problema complejo y la forma de explicar las múltiples relaciones
entre ellos (García 2013; Rodríguez 2017; Rodríguez 2018).4 Sin embargo, en el transcurso de la investigación que realizo actualmente, sobre
el surgimiento de la epidemia de obesidad en México, se ha dibujado la posibilidad
de ir construyendo una manera incipiente de estudiar la obesidad como un problema complejo -una entre muchas que podrían utilizarse- empleando algunas nociones del marco del
pensamiento complejo, sin la participación de un equipo interdisciplinario.5 Para ello, recupero a Rodríguez (2017), quien propone un problema complejo como un “meta-punto de vista que articula múltiples puntos de vista” y admito que
se requiere un esfuerzo de pensamiento, teórico y metodológico, para mantener presentes
en todo momento estos diversos puntos de vista y sus respectivos sistemas observadores
sobre el fenómeno problematizado e irlos incluyendo de manera dinámica y articulada
mientras se está trabajando -pensando- en ello. De esta manera, es más o menos sencillo
percatarnos de que no se puede pensar complejamente considerando un solo elemento, una sola teoría o una sola metodología y, por tanto, un solo eje de articulación, pues un problema complejo, al tener diversos elementos
en juego y diversos niveles y formas de relacionarse, es multicéntrico y multiproblemático.
En este orden de pensamiento, rescato también la noción de genealogía o historia del presente que desarrolla Castel (2013), quien, siguiendo a Foucault, señala que el presente es resultado de la manera como se fueron configurando -en el largo plazo- un conjunto
de situaciones sociales a las que denomina configuraciones problemáticas, las cuales cambian en el transcurso del tiempo y por tanto, es necesario explicar
cómo se realizaron los cambios y a qué se debieron.
Es decir, Foucault enfatiza que con frecuencia partimos de asuntos del presente que
nos impulsan, nos motivan, casi nos obligan a darles una explicación, pero el esclarecimiento
por lo general está cargado de historia, pues estos asuntos son “el producto de una
serie de transformaciones que tienen su propia inteligibilidad” (Castel 2013, 94). Es decir, para Foucault, “el presente no es únicamente lo contemporáneo” sino que
tiene un espesor que está hecho de “estratos históricos”. Para Foucault, entonces,
“hacer la genealogía o la problematización de una cuestión significa partir del momento
en el que esta se plantea, analizar cómo y, en la medida de lo posible por qué se
transformó, dando lugar a configuraciones diferentes de la misma y, en fin, preguntarse
cómo se plantea hoy, cuál es el estado contemporáneo de la cuestión.” (96)
Con estas nociones en mente -problema complejo y genealogía o historia del presente-,
procuro tentativamente atender también algunas propuestas de Morin (2001), específicamente en el sentido de comprender la complejidad como un tejido6 -o tejido de tejidos, diría yo- y elaborar a manera de propuesta para revisar, partes
de mi razonamiento considerando lo que él denomina tres principios -dialógica, recursividad y hologramatismo- (105-110) para poner en juego su idea de pensamiento complejo en el estudio de la
realidad.7 Si bien no es objeto de este trabajo desarrollar ampliamente estas nociones que pueden
encontrarse en Morin (2001) y Elorriaga, Lugo y Montero (2012), al no ser tan conocidos, me pareció importante dejar asentados los elementos que
tengo en mente al momento de acercarme al estudio de la obesidad y aclarar que estos
principios se utilizarán esporádicamente durante el análisis de las relaciones que
se establecen entre los elementos considerados para construir la genealogía; es decir,
no todos los razonamientos requieren su uso, sino únicamente aquellos cuyo impacto
han tenido repercusiones en la configuración del contexto que favoreció la emergencia
de la epidemia de obesidad.
Esta manera de pensar la realidad, dice Morin, no descarta sino que complementa el enfoque reduccionista caracterizado por una lógica lineal, unicausal y unicéntrica en la que nos hemos
formado y que sigue siendo la base del paradigma científico actual, cuyos principios
derivan del proceso cognitivo analítico que intenta descomponer -separando- el objeto
de estudio en sus partes tratando de buscar las causas últimas o los elementos simples
o principios que dan cuenta de un problema o fenómeno (Viniegra 2014).
Sostengo que tanto la reflexión como la exposición escrita de un problema complejo
tiene grandes dificultades, pues nos confronta con una ondulación y superposición
entre diferentes ámbitos disciplinarios y diferentes niveles de análisis que implican
diferentes teorías y metodologías, así como multicausalidades, lo que nos pone en
riesgo de parecer “caóticos” o “desorganizados”.
En el marco genealógico -de largo plazo- que incluye el siglo XX y las dos primeras
décadas del XXI, inserto una propuesta de periodización que introduce tres transiciones, las cuales surgieron de la adaptación personal que hice -al caso mexicano- de la
lectura del texto de Patricia Aguirre Una historia social de la comida, cuyo desarrollo se acerca mucho a mis intereses y aspiraciones teóricas y metodológicas.
Estas periodizaciones coinciden aproximadamente con diversos cambios significativos
ocurridos en varios ámbitos del desarrollo nacional mexicano, como el económico, el
demográfico, el proceso de urbanización, el político y el ideológico, entre otros;
los cuales, en conjunto, podríamos denominar socioculturales en el amplio sentido del término cultura, que considero -recuperando a Tylor y Geertz (Kuper 2001)- abarca la totalidad de las creaciones humanas incluidos los sistemas socioculturales
y sus elementos como son la economía, el lenguaje, el arte, la religión, la cocina,
las prácticas médicas, las instituciones como la familia y el Estado, etc., además
de los elementos simbólicos: las creencias, valores, principios, normas y demás que
configuran las tramas de significados que dan cuenta de la realidad y cuyas interrelaciones
explican y construyen la vida humana en todas sus formas y niveles de organización
(macro, meso y micro).
Si la idea es construir a futuro una visión compleja sobre el tema en cuestión, entonces
los periodos que propongo no se restringen a las transiciones alimentarias en los términos en que las define Aguirre (2017, 28), es decir, como “[…] cambios estructurales permanentes, que modifican lo que se llama
comestible, comida y comensal”, pues pretendo enmarcar el surgimiento de la epidemia
de obesidad en el entrelazamiento de múltiples transiciones ocurridas en distintos
ámbitos (económico, demográfico, político ideológico), por lo que quizá sería pertinente
denominarlas transiciones socioculturales.
La epidemia de obesidad en México
Los primeros indicios de este problema en México datan de 1999, cuando la Encuesta
Nacional de Nutrición (ENN) observó una diferencia significativa en la prevalencia
de sobrepeso y obesidad en mujeres adultas de 20 años y más, en comparación con la
ENN de 1988; pero no fue sino hasta 2010 que la Secretaría de Salud propuso el Acuerdo
Nacional para la Salud Alimentaria: estrategia contra el sobrepeso y la obesidad (ANSA)
(Rivera, Hernández et al. 2012, 293).
Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), México es el país con más población
infantil que vive con obesidad en el mundo y el segundo con adultos que padecen esta
enfermedad crónica (OPS México 2019). Considero que esta situación no se generó “de un día para otro”, sino que es fruto
de un largo proceso histórico y la convergencia de diversos procesos, elementos y
acontecimientos que, al irse entretejiendo o relacionando entre sí, muchos de ellos
de manera recursiva, generaron las condiciones para que emergiera esta epidemia. Estos
elementos son principalmente -pero no los únicos-: el desarrollo económico, los cambios
demográficos y de urbanización, la ideología dominante de cada época, las políticas
económicas, de salud y alimentación, y los cambios culturales asociados con las interrelaciones
de cada uno de ellos, los cuales de manera dialógica y recursiva tuvieron un impacto
que podríamos llamar hologramático incluso en el nivel biológico de los cuerpos de
la población.
Opino que la mirada biomédica imperante, ha impedido visualizar la obesidad y otras
enfermedades crónicas como problemas complejos8 -es decir, no lineales, multifactoriales, transectoriales, emergentes y ubicadas
en espaciostiempos diversos, por tanto, históricos- que requieren análisis y abordajes
multisistémicos, interdisciplinarios y multisectoriales, debido en parte a la mirada
reduccionista propia de la ciencia positivista, que sigue siendo vigente en muchos
ámbitos disciplinarios, incluidos los del área de la salud, los cuales buscan generalmente
las causas que determinan un problema, de manera lineal (causa → efecto).
Por ejemplo, la definición de sobrepeso y obesidad de la Organización Mundial de la
Salud (OMS), dice que son “una acumulación anormal o excesiva de grasa [en el organismo]
que puede ser perjudicial para la salud” (OMS 2018). Esta explicación se centra en una dimensión físicoquímica-biológica y podría hacernos pensar que el problema es “simple”
y su solución se reduciría exclusivamente a promover que las personas “coman menos
y mejor” y complementariamente “hagan más actividad física”, “se muevan”, como ha
sido el enfoque en la mayoría de las instituciones de salud, públicas y privadas;
o bien, que se adjudique a la herencia genética de la persona -que no está en su control-
y determina ciertos procesos metabólicos que es mejor tratar farmacológica o quirúrgicamente.
De esta manera, considero que se deposita la responsabilidad del problema y su solución
en el ámbito individual -la voluntad o la herencia genética-, mientras se escamotean
los elementos de los ámbitos socioeconómico-político-ideológico, sociocultural-psíquico-ideológico
e incluso físico/termodinámico-biológico/genético/evolutivo y ambiental que impelen
a las personas a consumir determinado tipo y cantidad de alimentos.9
En suma, si la epidemia de obesidad fuera un problema simple, probablemente ya se habría resuelto con las estrategias de salud pública que se
han instrumentado a lo largo de los últimos años (educación y promoción para la salud,
prevención de la enfermedad); o bien, mediante procedimientos nutriológicos y/o farmacológicos
y/o quirúrgicos, con los que suele abordarse el tratamiento de las personas que viven
con esta enfermedad.
Por tanto, además de las explicaciones existentes, es necesario ampliar la mirada e indagar cómo, elementos
de ámbitos heterogéneos -como podría pensarse que lo son el desarrollo económico,
las prácticas alimentarias, las formas de pensar y actuar de las personas y sus enfermedades,
entre otros aspectos ya señalados-, se fueron entrelazando a lo largo del tiempo para
configurar contextos que dieron paso a situaciones, acontecimientos y/o procesos cuyas
relaciones, interacciones e interretroacciones, favorecieron, con el paso del tiempo,
la emergencia de esta epidemia en nuestro país. Así, considero que la construcción
de una genealogía y el análisis de las interrelaciones y retroacciones que establecen en el tiempo
los elementos mencionados antes, nos permitirá comprender cómo se construyeron los
contextos obesogénicos que hoy enfrentamos, sin dejar de lado -como ya se dijo- los
avances que el enfoque reduccionista ha tenido sobre el tema, sino más bien encontrando
puntos de encuentro y complementariedad que nos ofrezcan más claridad y mejores decisiones
para solucionar el problema.
La propuesta de las transiciones
Para Wallerstein (2016, 1), siempre ha existido el capital, entendido este como reservas acumuladas de un trabajo pasado que aún no han sido gastados,10 es decir, riqueza acumulada que también podría entenderse como energía acumulada.
El autor señala que no es lo mismo capital -que siempre ha existido de una u otra manera, en menor o mayor proporción en todas
las sociedades- que lo que él denomina capitalismo histórico, que es un sistema económico donde el capital es usado de una manera especial: para expandirse y acumular más capital.
Además, para el autor, el origen del capitalismo histórico se ubica a fines del siglo XV, llegó a cubrir el globo a fines del siglo XIX y continúa
hasta la actualidad. Este periodo corresponde aproximadamente con el inicio de la
Modernidad en el siglo XVI, momento que ha sido señalado por Patricia Aguirre como
el inicio de la tercera transición alimentaria “que nos hizo opulentos” (Aguirre 2017).11 Ambos autores proponen que desde entonces, hasta la fecha, nos encontramos viviendo
las consecuencias de estos modelos.
Sin embargo, el reto al que nos invitan los autores consiste en mostrar cómo se ha
manifestado el proceso de desarrollo del capitalismo histórico (Wallerstein) y de las transiciones alimentarias (Aguirre) en espacios/tiempos concretos, ya que el abordaje que ellos construyeron, es de carácter teórico general y de muy
largo plazo (siglos). La tarea sería muy amplia si nos ocupáramos de la historia de
nuestro país con esa extensión e implicaría años de trabajo de los que no dispongo
en este momento, por lo que decidí comenzar mi razonamiento en los inicios del acelerado12 siglo XX, pues considero que es posible notar cambios significativos para nuestro
tema en este lapso, manifestados en los ámbitos económico-político-sociales e ideológico-culturales-alimentarios
e impactaron la vida cotidiana y la salud de los mexicanos.
He definido tres grandes periodos o transiciones socioculturales que más o menos coinciden con ciclos de 40 años, la Primera transición abarcaría de 1900 a 1940, la Segunda transición de 1941 a 1980 y la Tercera transición de 1981 al 2020, aproximadamente. Si bien existen diferencias respecto a las fechas
en que empiezan o terminan ciertos procesos socioeconómicos o político-ideológicos
en el mundo y en nuestro país, considero que esta propuesta de las transiciones es
muy flexible y factible de modificarse, de hecho, no sería congruente con una visión
del pensamiento complejo definir rígidamente las fechas precisas de cada periodo y
tratarlas como si fueran un límite inamovible entre una configuración estructural
y otra. Aún más, la propuesta implica la premisa de que las relaciones entre distintos
elementos no cambian de un día para otro, o de un año para otro, sino que van sucediendo simultáneamente, incluso sin que nos percatemos de ello, y pareciera que “de repente” ya están aquí con nosotros,13 o peor, que parezca que “siempre han sido” de esa manera. Me interesa sobre todo
identificar los procesos que fueron conduciendo hacia un punto de inflexión que permitió
la manifestación de los cambios ocurridos a partir de ellos.
En este sentido, considero muy útil tener una idea aproximada del periodo en que se
fueron gestando los conjuntos de cambios que, con el tiempo, sustituyeron permanentemente
nuestra manera de vivir. Por tanto, insisto en la idea de que solo podemos darnos
cuenta de cómo fue que pasamos de una manera de hacer las cosas a otra, cuando hacemos
una reflexión retroactiva dirigida a respondernos esa pregunta, o haciendo un análisis crítico y amplio de las circunstancias que condujeron al presente, es decir, haciendo una genealogía, en los términos ya descritos.
Considero que en los periodos elegidos se fueron realizando cambios económicos, políticos,
demográficos, ideológicos y sobre todo socioculturales -relativos a la manera de vivir
la cotidianidad, pero enfocándonos en las prácticas alimentarias, de actividad física
y de sueño- que imperceptiblemente fueron ganando importancia en términos cuantitativos,
hasta transformarse en problemas evidentes como la sobrepoblación, la falta de servicios
públicos, el exceso de tránsito vehicular, y su contraparte, la disminución de la
movilidad física de las personas, las enfermedades crónicas y degenerativas como la
obesidad, etc., y que, en algunos casos, pudieron “sorprender” a algunos sectores
de la sociedad, aunque otros tuvieron la capacidad de “verlos venir”.
Teniendo como marco de fondo el desarrollo del capitalismo histórico en nuestro país, elegí 4 criterios de base para definir los periodos que definen
las transiciones: a) la información de los censos de población que se realizan cada
diez años y que nos hablan de los cambios ocurridos a lo largo de la década anterior (por ejemplo, el censo de 1950 nos habla de lo ocurrido a lo largo de la década de
1940); b) los cambios demográficos estrechamente relacionados con el crecimiento económico;
c) los procesos de urbanización en México, que se vinculan con el crecimiento demográfico
y al desarrollo económico, y, d) los giros en las políticas públicas económicas, demográficas,
urbanas, alimentarias y de salud que, en general, también se relacionan con el desarrollo
y crecimiento económicos. Estos periodos se ajustaron con los propuestos por algunos
autores revisados (Alba y Potter 1986; Brambila 1990; Garza 2002; Gutierrez de MacGregor 2003; Gollás 2003 y Aparicio 2010; entre otros), lo cual, como ya se dijo, no quiere decir que los cambios se hayan
realizado exactamente en los límites que marca cada periodo, así como tampoco significa
que dejen de existir las formas económicas, políticas, sociales y culturales-alimentarias
que marcaron la pauta en años anteriores; muy al contrario, para evaluar la dificultad del análisis, es necesario decir que, al igual que en otros
ámbitos de la vida humana, se traslapan y coexisten dialógicamente las temporalidades
y las formas, con frecuencia contrarias, que asumen los diferentes procesos implicados, sean ideologías, desarrollos tecnológicos, políticas públicas, formas económico-sociales,
prácticas de consumo y alimentarias, formas de enfermar y morir, valores, principios
y creencias, entre otros.
Para cada periodo defino un eje de transformación estructural14 ubicado en alguno de los ámbitos del orden macrosocial alrededor del cual giran los
demás procesos que se traducen en modificaciones en otros ámbitos macrosociales, los
cuales a su vez permean la vida cotidiana de las personas y las prácticas que la constituyen.
Asimismo, estas prácticas individuales retroactúan recursivamente sobre el modelo
que les dio origen y permiten su reproducción, lo cual se traduce en nuevos ciclos
que reproducen la misma dinámica, impactan nuevamente la vida de las personas y así
sucesivamente. Los periodos que propongo son:
-
Primera transición (1900-1940). La transformación político-cultural que impulsó el proceso de “ciudadanización”
en México y rechazó la cultura alimentaria indígena y campesina.
-
Segunda transición (1941-1980). La transformación económico-cultural que “modernizó” la vida de los mexicanos y
produjo consumidores de la cultura alimentaria occidental norteamericana.
-
Tercera transición (1981-2020). La transformación ideológico-cultural que exacerbó en la población mexicana las
prácticas sedentarias y el hiperconsumo de productos formulados que pretenden ser
alimentos. (… y propició la sindemia de obesidad-diabetes-hipertensión-enfermedades
cardiovasculares y otros trastornos del metabolismo).
Si bien este ejercicio explicativo sigue en construcción,15 en este trabajo mostraré solamente tres elementos que ayudaron a sentar las bases,
entre 1900 y 1940, para una transformación inicial pero contundente de la vida cotidiana
de las personas y cuyos efectos se observaron a partir de los años 50. Estos elementos
-que en sí mismos entrelazan varios otros- son: 1) la transformación política del Estado fundamentada en un cambio ideológico que buscó crear ciudadanía y cuyas
bases fueron el liberalismo social y económico; 2) la difusión de la noción ideológica -eugenésica- de mejoramiento de la raza impulsada y difundida ampliamente por el Estado mediante las políticas de salud y
alimentarias, y, 3) el consecuente avance del modelo económico capitalista en México, favorecido por el conjunto de medidas instauradas por los diferentes gobiernos
en turno durante las primeras cuatro décadas del siglo XX que instituyeron las bases
políticas, jurídicas, laborales, educativas, sanitarias y de infraestructura física
que permitieron el despegue económico posterior.
Las relaciones e interrelaciones entre estos elementos favorecieron la consolidación
del modelo económico capitalista y el impulso a ciertos sectores de la industria alimentaria
que, aprovechando las vicisitudes que trajo consigo el movimiento revolucionario,
aprovecharon para crecer e iniciar cambios sutiles y preliminares de las prácticas
alimentarias que derivaron -en décadas posteriores- en una transformación de estas,
en ciertos sectores de la población.
Primera transición (1900-1940). La transformación político-cultural que impulsó el
proceso de “ciudadanización”16 en México y rechazó la cultura alimentaria indígena y campesina
Durante el periodo que abarcó la Primera transición se produjeron cambios estructurales que, en lo general, representaron momentos de
expansión del modelo económico capitalista vigente y, por tanto, de mayor acumulación
de capital.
En lo particular conllevaron novedosas formas de producción, distribución y consumo
de mercancías, así como cambios políticos e ideológicos que estimularon a su vez transformaciones
en la vida de las personas de clase media y alta que vivían en las urbes. Estos cambios
se presentaron específicamente en la organización familiar y la vida cotidiana -maneras
de vestir, de comer, de dormir, de movilizarse, de comportarse, de trabajar, de pasar
el tiempo, etc.-; estas variaciones repercutieron también, poco a poco, en la vida
de los migrantes que llegaban del campo a la ciudad atraídos por las fuentes de trabajo;
así como en las formas de enfermar y morir, tanto de individuos, como de grupos sociales
más amplios.
Si bien en esta transición la mayor parte de la población siguió siendo rural, considero
que la interrelación entre el crecimiento demográfico, que acompañó al desarrollo
económico -sobre todo después de la Primera Guerra Mundial-, y el crecimiento urbano,
impulsados por las políticas macroeconómicas y macrosociales que hemos mencionado,
respaldadas por los fundamentos ideológicos que permeaban la época, consolidaron la
plataforma para la emergencia de los primeros cambios que, en la Segunda transición (1941-1980), alcanzaron a la mayor parte de la población.
Sostengo que esta Primera transición tuvo como eje estructural, articulador y detonador de la expansión económica, una transformación política que instauró las bases legales e ideológicas para dar continuidad al crecimiento
y expansión industrial a lo largo del territorio nacional, mediante la idea de ciudadanía que implica la igualdad entre quienes constituyen una nación y el reconocimiento de derechos y obligaciones
con la comunidad de pertenencia.
Ahora bien, en un pensamiento dialógico, estas ideas “ordenadoras” de la vida nacional
y el conjunto de prácticas sociales que procuraban instaurarlas e institucionalizarlas,
no signficaron que los mexicanos se “ciudadanizaron” todos por completo y en el mismo
periodo; de hecho, en muchos lugares del país se mantuvo un “desorden” político-social
-como la Guerra Cristera- que coexistió con las fuerzas políticas que pretendían convertir
en ciudadanos a todos los habitantes del país. Esta transformación política fue resultado
del proceso revolucionario que se vivió a consecuencia de la inconformidad social
que trajo consigo el régimen porfirista y la centralización del poder político que
lo caracterizó, junto al uso generalizado de la violencia y la represión continua
contra la población.17 Esta transformación política sirvió al mismo tiempo para conservar, con algunos cambios, el rumbo del modelo económico capitalista impulsado por el mismo gobierno porfirista.18
El descontento social tenía en la base la falta de libertades democráticas y de libertad de expresión (Rosas Sánchez 2012); la gran desigualdad social generalizada que se acompañaba de una alta concentración de la riqueza, lo que a su vez se traducía en una jerarquía social muy marcada; falta de leyes laborales que regularan la sobrexplotación del trabajo obrero y campesino y menguaran el desempleo
provocado por el proceso de mecanización de la producción; la exigencia de acabar con las expropiaciones de tierras19 y su entrega a grandes latifundistas y empresas extranjeras para su explotación;
la solicitud de que fueran mexicanos y no extranjeros quienes administraran los recursos
naturales de la nación; y acabar con la represión y el uso indiscriminado de la fuerza pública (Gómez 2019). Por tanto, la nueva estructura política pretendió confirmar y hacer realidad la
república federal, instaurar y consolidar una democracia representativa bajo el lema
de “No relección” presidencial y la construcción de la nación mexicana como tarea primordial del Estado, en la cual todos los habitantes del territorio
se consideraran ciudadanos con iguales derechos y obligaciones (Rosas Sánchez 2012), lo cual quedó asentado en la Constitución Política de 1917. Estos propósitos se
fueron alcanzando gradualmente, contaron con un fuerte impulso en los años 20 y 30
mediante la instauración de estrategias enfocadas a un cambio político-ideológico,
que a su vez respaldaría los cambios económicos. Sin embargo, no fue sino a fines
de los años 30 e inicios de los 40, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, que estos
esfuerzos emprendieron un fuerte proceso de consolidación que perduró hasta entrados
los años 60.
Desarrollo económico, demografía y crecimiento urbano
Los cambios políticos y legislativos referidos, cobijaron diversas acciones en lo
económico. Los gobiernos emanados de la Revolución dieron prioridad a las inversiones
estadounidenses en todos los ámbitos (energía eléctrica, petróleo, agroindustria,
minería, comunicaciones y transportes, etc.) en detrimento de las europeas y las nacionales,
lo que trajo como consecuencia que la economía mexicana dependiera cada vez más de
Estados Unidos de América (EUA), y también, ofrecieron incentivos para la importación
de mercancías extranjeras debilitando al mercado nacional. Cabe señalar que, durante
toda la fase revolucionaria, la economía mexicana tuvo tropiezos en unos sectores
y al mismo tiempo20 un gran desarrollo y fortalecimiento en otros, como es el caso de la industria petrolera,
la minería y algunos rubros textiles -como el henequén- que aportaron insumos para
diversos requerimientos que trajo consigo la Primera Guerra Mundial (Womack 1978).
Junto a esta gran industria, coexistía en México una producción agrícola de autosubsistencia,
congruente con la demografía nacional, pues entre 1900 y 1929 la población se mantuvo
en una proporción aproximada de 70% rural y 30% urbana. No fue sino hasta el Censo
de 1930 (INEGI 1932) que empezó a notarse una disminución de la población rural que representó el 66.5%,
mientras que la urbana fue de 33.5%. Este cambio demográfico mantuvo un bajo pero
sostenido crecimiento durante los años 40, y no fue sino hasta los años 50 que observó
un despegue significativo (INEGI 1986).
Los datos demográficos nos recuerdan que el desarrollo económico se ha vinculado con
la migración campo-ciudad y el crecimiento urbano (Gutiérrez 2003; Garza 2002), proceso que se intensificó al finalizar la Revolución, llevando a la población
campesina de sus lugares de origen a diferentes urbes, especialmente a la capital
del país y las grandes ciudades de algunos estados.21 Los procesos migratorios, además de intensificar el crecimiento poblacional y urbano,22 favorecieron en poco tiempo el fortalecimiento del modelo económico, pues como señala
Wallerstein (2016, 13), el principal mecanismo de la acumulación capitalista de riqueza se presenta mediante la explotación de las unidades domésticas no proletarias o semiproletarias, debido a que estos grupos sociales aceptan una paga mínima al no valorizar como
productivo su trabajo, generalmente realizado en casa.23
También, recursivamente, el crecimiento económico fue incentivo para incrementar aún
más la migración campo-ciudad, lo que trajo como consecuencia el crecimiento urbano
sostenido a la par del desarrollo económico y el incremento poblacional en cada región
del país (Garza 2002). Considero que las interrelaciones circulares o en bucle entre migración, crecimiento
urbano y desarrollo económico -donde la primera impulsó al segundo, que a su vez favoreció
al último, lo cual a su vez vuelve a tener impacto sobre la migración, iniciando nuevamente
el ciclo de manera continua- fue dando como resultado un crecimiento rápido y un tanto
caótico, así como la emergencia de nuevos patrones de movilidad de los habitantes
de las ciudades, los cuales se caracterizaron por un cada vez más bajo consumo energético.24 El proceso circular descrito se fue consolidando a través de los años de la mano
del crecimiento económico capitalista y, junto a otros elementos, fue dando forma
al contexto que años después favoreció la emergencia de la epidemia de obesidad.
Hambre, producción agrícola e industria alimentaria
En cuanto a la producción agrícola, durante el periodo revolucionario -cuya fase armada
abarcó aproximadamente de 1910 a 1920-, muchas tierras de latifundistas y hacendados
les fueron arrebatadas temporalmente para producir maíz, frijol, y chile -alimentos
básicos de la dieta mexicana-, pues los diferentes ejércitos en pugna disputaban y
arrebataban a los campesinos pobres los pocos alimentos vegetales y animales que existían
en las diferentes regiones, dejando a las familias sin posibilidad de alimentarse,
lo cual propició que 1915 se denominara “el año de la hambruna”, situación que vivió
con mayor dureza la Ciudad de México (Mc Caa 2013; Viesca-Treviño 2016). Paradójicamente, y como expresión dialógica de complementariedad, junto a la hambruna se observaron, en el mismo lapso, ganancias extraordinarias en
la producción de galletas, debido a la versatilidad que tenían estos productos para su conservación, distribución
y consumo entre las tropas y la población de escasos recursos que sufría las carencias
de alimentos, quienes comenzaron a incorporarlas en su dieta como sustituto a su alimentación
tradicional.25 Tanto fue el éxito de estas empresas, que en el norte del país surgieron nuevas fábricas
(Moreno 2009).
El problema de la propiedad de la tierra se mantuvo sin cambios importantes, pues
los gobiernos no concretaron las reformas y el reparto agrario prometidos, y una buena
parte de las tierras fértiles que supuestamente debían ser repartidas entre los campesinos
que “ganaron” la Revolución, fueron distribuidas entre latifundistas y compañías nacionales
y extranjeras para su explotación comercial sobre todo de algodón, henequén, café
y ganado para la exportación; mientras que a los campesinos se les asignaron tierras
desérticas y/o infértiles. Sería hasta la época cardenista que se institucionalizó
la figura del ejido y se hizo una repartición de tierras para incentivar la producción
agrícola que buscaba alcanzar la autosuficiencia alimentaria del país (Warman 1963).
En cuanto a la naciente industria alimentaria, en este periodo se aprecia un incremento
en la producción de galletas (Moreno 2009) y leche;26 en 1926 se introdujo en México la industria refresquera Coca-Cola, la cual tuvo sus
primeras plantas embotelladoras en Monterrey y Tampico27 y en 1936 apareció la envasadora de té La Pastora.
No debe olvidarse que entre 1926 y 1932, México “enfrentó problemas políticos y económicos
muy severos, que se vieron agravados por la crisis internacional que se inicio a fines
de 1929” (Lomelí 2012) y que definieron el cambio de rumbo político que se tomó a partir de 1934 y la llegada
de Cárdenas a la presidencia.
El cambio ideológico-cultural: lo indígena como signo de “atraso”
Así, observamos por un lado, una sucesión de gobiernos que buscaban -de una u otra
manera- mantener los objetivos que llevaron al proceso revolucionario e integrar una
nación mediante la creación de ciudadanía, y por otro, una población rural -despojada
de sus bienes- que migraba continuamente a las ciudades en busca de trabajo, así como
una industria en constante crecimiento que ofrecía los empleos buscados por la población
que los requería, la cual, como ya vimos, siguió migrando para satisfacer sus necesidades
primarias, propiciando así, un crecimiento urbano continuo (Fernández 1993).28 Este panorama se acompañó de una dimensión ideológica que no solo dio cuerpo a las
políticas gubernamentales, sino que terminó incorporándose al imaginario social29 y por tanto, a las prácticas cotidianas de las personas, incluidas las alimentarias;
es decir, ayudaron a construir la cultura del México posrevolucionario y con ello,
la forma de vida de sus habitantes (Aguilar 2019; Urías 2007).
Esta dimensión ideológica consistió en continuar, estimular y consolidar una forma
actualizada “racional” y “científica” de la añeja discusión sobre la otredad -salvaje, no civilizada- que ha culminado en su desconocimiento y rechazo. Establecida
en nuestro continente por los españoles desde la época de la Conquista (Bartra 1988), y encarnada en la figura del indígena,30 este debate sobre las dicotomías: humano/animal, civilizado/atrasado, digno/indigno,
sano/enfermo y finalmente bueno o malo para una persona, una población o una nación entera, se acrecentó durante la época
de la Colonia en México y ha pasado de una época a otra hasta llegar al siglo XXI.
Además, a mediados del siglo XIX y tomando como fundamento las teorías de la evolución,
la ciencia de esa época usó dichos conocimientos para justificar la existencia de
una raza superior y, por tanto, del racismo exacerbado, sobre todo en contra de los
negros en EUA. Pero en México, ese racismo ya se manifestaba como desprecio de los
españoles hacia los indígenas como lo desarrolla Bartra (1988). Según Urías (2007), este racismo se complementó con las ideas en boga sobre la eugenesia y la higiene social que confluyeron en la idea del hombre nuevo que incluso revoluciones de origen marxista usaron entre sus principales banderas,
como fue el caso de la revolución bolchevique de 1917.31
Aguilar (2019) sostiene que los intelectuales y científicos mexicanos “particularmente después de
la Revolución” se vieron influidos por las aportaciones de la teoría evolucionista
de Lamarck que afirmaba que las especies se adaptaban a sus entornos y, por tanto,
las mejoras en las razas se podían realizar haciendo cambios en dichos entornos, que
para los seres humanos son materiales y sociales, lo que justificaba el dictado de
políticas públicas.32
Hasta fines del siglo XIX, la referencia a lo civilizado, digno, sano y bueno en México, era sinónimo de lo europeo, sobre todo de lo francés, pues Porfirio Díaz se esforzó por traer la cultura de ese país, incluidos el higienismo,
la moda en el vestir y la cocina (Gaitán 2004); pero a partir de los gobiernos posrevolucionarios
que favorecieron las inversiones extranjeras estadounidenses, junto a la hegemonía
que consolidó EUA mediante su participación en la Primera Guerra Mundial, estos atributos
se ubicaron del lado de lo estadounidense o americano.33 De esta manera, con la perspectiva genealógica, podemos observar cómo una forma ideológica
se fue transformando, adaptándose a los cambios históricos que trajeron nuevos gobiernos
y diferentes objetivos políticos, reorientando su atención hacia el polo económico
que en ese momento se erigió en el mundo como el dominante.
De manera contundente, Urías (2007, 12) explica que:
El proyecto de mutar la esencia de la sociedad mediante un amplio programa de «ingeniería social», cuyos efectos se hicieron sentir entre 1920 y 1950, tuvo dos vertientes. […] una revolución cultural que buscó generar modificaciones en la mentalidad, las «psicologías»
o las «conciencias» de los ciudadanos. […] y una verdadera «revolución antropológica» basada en el mestizaje y la erradicación
de lo que se consideraba una herencia degenerada que corroía el tejido social.34
A partir de estos argumentos que permearon el discurso oficial en todos sus ámbitos,
se inició el proceso de conformación de una identidad nacional que nos fue alejando
poco a poco de algunos componentes indeseables del somatotipo, del modo ser y de la
cultura indígena y campesina, incluidas las prácticas culinarias y alimentarias (Aguilar 2019). Sin embargo, en una lógica genealógica, solo podemos saber cómo evolucionaron estos
aspectos en un tiempo mayor al que aquí se presenta.
José Vasconcelos fue uno de los principales artífices de esta transformación cultural,
quien en 1921 asumió el cargo de primer secretario de Educación Pública, organismo
considerado central para construir el nuevo México. Vasconcelos impulsó la escuela
rural, la difusión de bibliotecas, las bellas artes, la educación media, la edición
de libros de texto gratuitos y el reparto de desayunos escolares entre la población infantil. Así, desde esta secretaría, se lanzó una gran “cruzada
educativa” que “generó el surgimiento de una cultura netamente mexicana” (Rosas 2020). Aguilar lo expresa de la siguiente manera:
La labor de las misiones culturales implicó la enseñanza del español y la creación
de bibliotecas escolares incluyendo a los clásicos griegos, pero también la transformación
de las prácticas cotidianas como son la alimentación. Los maestros enfatizaron que las familias debían comer en una mesa en vez de hacerlo
en el suelo sobre un petate, utilizar cubiertos en vez de comer con la ayuda de tortillas
y levantar el fogón a la altura de la cintura con ayuda de un bracero. (Aguilar 2019, 122)35
Como se aprecia, existía un gran interés en que la población indígena y campesina
-que en las primeras dos décadas del siglo XX representaba el 70% de la población
total del país- incorporara en su conjunto la forma de vida occidental lo que representaba
adoptar el español como lengua principal y dejar atrás sus lenguas originarias, pero también cambiar sus trajes típicos y tradicionales por los vestidos citadinos, o bien, adquirir una alimentación correcta y buenos modales a la hora de comer (Aguilar 2019). Este interés devino en un incremento del rechazo a lo “indígena”, “campesino” y
“pobre” (este último adjetivo usado como sinónimo de los anteriores), muy difundido
en México de tiempo atrás, como hemos visto.
Las políticas alimentarias y la medicalización de la salud de la población
Las ideas de “dejar atrás” las formas culturales que nos apartaban del “mundo civilizado”
se encontraban también en otro elemento del sistema social: las políticas de salud
que, junto a las políticas educativas, influyeron a su vez en las políticas y las
prácticas alimentarias de la época. Para comprender cómo se relacionan unas y otras
es necesario asentar que los principales problemas de salud de las primeras cuatro
décadas del siglo XX fueron enfermedades infecciosas y contagiosas -gastrointestinales,
respiratorias y de la primera infancia- de las cuales, algunas se evitaban mediante
inmunización; sin embargo, el abordaje central de ellos se justificó en una visión
eugenésica manifiesta en las acciones asistenciales y la salud pública. Me enfocaré
únicamente en aquellas dirigidas a la evaluación de la salud física y mental, sobre
todo de los infantes, quienes eran considerados “el futuro de la patria” (Álvarez, Bustamante et al. 1960, 169-174; Santiago 2014, 201).
Viesca (2018) argumenta que en esa época se pensaba que no era suficiente “educar” a las madres
para solucionar los problemas de salud de sus hijos, pues las causas de estos no radicaban
exclusivamente en la “ignorancia” de las madres, como se había venido aseverando desde
el siglo XIX, sino que una causa fundamental era la miseria en la que vivía la población,
circunstancia que no facilitaba el acceso a una alimentación adecuada. Por tanto,
tenía prioridad el desarrollo y aplicación de programas sociales y sanitarios con
“claro abordaje médico-social al problema de la deficiente alimentación infantil”,
lo cual implicaba “modificar las relaciones económicas y favorecer a los más desposeídos”
(Viesca 2018, 205).
Se proponía el desarrollo económico como “la llave” para mejorar la salud de la población
y esta mejora dependía de erradicar la pobreza pues con ello se podría “corregir”
la alimentación de la población; junto a ello, las ideas de una “raza corrompida”
a la que había que “mejorar” se filtraban en las acciones encaminadas a mejorar la
nutrición y de esta manera se insistía enfáticamente en abandonar la dieta “de los
pobres” a base de maíz, frijol y chile -por considerársela propia de una población
“atrasada”-, sustituyéndola por una dieta “moderna”, basada en el consumo de pan y
proteína animal, específicamente de leche y sus derivados (Aguilar 2019). Estas ideas que dieron cuerpo a las políticas de salud y educativas, fueron ganando
fuerza en décadas posteriores hasta incorporarse a la cultura nacional, como se constataría
más adelante en la historia del país.36
En la base de estas propuestas asistencialistas, en boga en todo el mundo, estaba
el pensamiento eugenésico, como lo muestra el informe del Dr. Eusebio Guajardo, delegado
al 2º Congreso Internacional para la Protección de la Infancia, realizado en Bruselas en 1921, entre cuyos principales contenidos se abordaron cuestiones
relativas a: la preservación de la infancia y tribunales para niños; infancia anormal,
higiene de la infancia; puericultura, y, los huérfanos de guerra. En este informe
se podía leer lo siguiente:
No nos fue posible anotar en nuestros apuntes sobre los trabajos de la tercera sección
del Congreso, el resultado de la cuarta y última cuestión, relativa a las experiencias
de la eugenesia positiva y negativa que hubiesen sido hechas en los diferentes países,
y cuáles las enseñanzas que se podían sacar para prevenir la decadencia de las razas,
aunque sí notamos que predominaba la opinión sacada de los pocos trabajos presentados sobre
el tema de referencia, que sean cuales fueren los procedimientos usados para evitar la decadencia de las
razas, estos debían tener por base el aumento de los individuos normales y la disminución
de los anormales en cualesquiera de sus diversas manifestaciones, bajo cualquier punto de vista que
se les considere y bajo cualquier categoría que se les estudie, porque siempre serán una amenaza social contra el mejoramiento de las razas. (Álvarez, Bustamante et al. 1960, 172)37
Con base en estos planteamientos y en el reconocimiento de los problemas sociales
que había dejado el movimiento revolucionario en nuestro país, en los años 20 y 30
se impulsaron: la lactancia materna, la dietética infantil acompañada de la indagación
y uso del valor calórico de los alimentos que se impulsó en esa época en Europa, así
como la higiene en todas sus formas, especialmente como una materia a enseñar a los
niños en las escuelas y a las madres de familia en los centros de salud (Álvarez, Bustamante et al. 1960).
En este contexto, en 1929 se instrumentó lo que podría ser la primera política alimentaria:
el programa Gota de Leche, el cual respondía a una preocupación internacional derivada de la Primera Guerra
Mundial, referida al cuidado de la niñez. Este programa fue sucedáneo a los desayunos escolares que, según Meneses (1986, 319), daban a los niños una ración de “300 gramos de café con leche y 80 gramos de pan”.38
Los objetivos específicos del programa Gota de Leche quedaron expuestos de manera explícita en 1929 por el Dr. Ignacio Chávez al proponer
la creación de los Servicios de Higiene Infantil del Departamento de Salubridad:
Programa “Gota de Leche”. Espacio pensado “como un laboratorio a donde lleguen las prescripciones del médico
del dispensario, a cuyo cargo ha venido el niño y donde se facilite a la población
indigente el alimento ordenado por el facultativo. (Huelga, por inútil, decir que esta ministración de alimentos se concretará realmente
a la clientela indigente y no se hará sin la información previa que rinda la enfermera
visitadora). (Álvarez, Bustamante et al. 1960, 301)39
En relación con este programa, un elemento señalado por Viesca (2018) y documentado por Aguilar (2019) pone de relieve el fenómeno de medicalización de la alimentación, crecimiento y desarrollo de la niñez, pues el programa Gota de Leche, además de haber sido el primero en su género en México, implicó el desarrollo de
una infraestructura de salud estatal que permitiera la revisión y seguimiento médico
sistemático y puntual de los infantes, desde recién nacidos hasta la edad escolar,
así como de la participación de diversos sectores sociales “para evitar la desnutrición
y sus efectos en los cuerpos y las mentes de los niños” (Viesca 2015, 2018).
Este proceso -medicalización de la alimentación- merece reflexionarse, pues robusteció la práctica social de la actividad médica,
altamente valorada por la sociedad y respaldada por los conocimientos científicos
de la época -que le permitían presentar a la población argumentos en términos de verdad
y, por tanto, sustentar su autoridad- y que asumiendo la función de valorar, determinar,
estipular y prescribir lo que era bueno y/o malo para los niños -y el resto de los grupos poblacionales-, en términos de alimentación
y otros aspectos de la higiene personal, familiar y social, circunstancia que le otorgaría
un papel muy activo en los procesos que favorecieron cambios en las prácticas alimentarias
que nos llevaron de a poco hacia lo que años después se denominaría transición en salud.40
La participación de nutriólogos, y sobre todo médicos y enfermeras en este proceso
de definición de la “alimentación correcta” para los mexicanos, fue el resultado de
la instrumentación particular que se hizo en el país de las recomendaciones hechas
en Europa y EUA, las cuales, como hemos visto, eran los modelos de sociedad a emular.41
Pío (2013) hace notar que después de 1920, se observó una “nueva cultura de la nutrición” en
buena parte del mundo, según la cual “la alimentación pasó a adquirir un efecto civilizador,
principalmente sobre trabajadores y campesinos, las madres y sus hijos.” Y para ello
se estableció“una estrecha relación entre nutrición, agricultura, economía y salud
pública” (234).42
Como veremos en artículos posteriores, a partir de este momento, y sobre todo en las
décadas de 1940 a 1970, esta praxis social médica tuvo un fuerte impacto para el desarrrollo de las prácticas alimentarias
de la población mexicana, las cuales se fueron configurando como actitudes de consumo
generadoras de cambios que dieron como resultado la transición del perfil epidemiológico
en México, que comenzó a observarse a fines de los años 70.
Los contrastes en la vida de la población
Es difícil encontrar información de todas las regiones del país sobre la vida cotidiana
de las personas durante las primeras dos décadas del siglo XX, por lo que se presenta
principalmente información general de la vida en el Distrito Federal -hoy Ciudad de
México-, la cual contrastaré con información referida en algunos textos sobre grupos
poblacionales delimitados, como los campesinos zapatistas de Morelos y los menores
infractores en la Ciudad de México (Ávila 2006; Santiago 2014).
Podemos decir que la población general se dividía con mucha claridad en urbana y rural,
y dentro de las ciudades, en clases altas, medias y bajas. Esta situación no cambió
mucho hasta fines de los años 30 cuando empezó a notarse una pequeña disminución de
la población rural en el país y un incremento de la población urbana, que mantuvo
las subdivisiones mencionadas.
En ese entonces, la mayoría de la población indígena, campesina y pobre no tenía acceso
a educación, agua, caminos, atención médica y ya no digamos energía eléctrica, servicio
postal o telegráfico, drenaje y otros servicios que tampoco eran comunes en todas
las ciudades (Gonzalbo y de los Reyes 2012; 2014). Por tanto, la vida antes y durante la Revolución era bastante precaria para el
70% de la población, mientras el 30% restante gozaba de viviendas bien equipadas en
lugares urbanizados, alumbrados con bombillas eléctricas, agua entubada, calles pavimentadas,
arboladas y otros servicios. Domínguez (2012) señala otros contrastes haciendo alusión a la vestimenta de diferentes sectores sociales:
En los hombres los huaraches, la camisa y calzón de manta, sarapes y sombreros de
paja identificaban a los más pobres. La mezclilla o gabardina y gorras a los artesanos
y obreros; mientras que la clase media y los ricos generalizaron un atavío a la americana,
con traje y chaleco de casimir, corbata, zapatos y sombreros de carrete en los años
de 1920 y, en general, de fieltro. (Domínguez 2012, 5)
También cita, en otro texto, a Margo Glantz con el siguiente párrafo que habla de
ese momento:
La Ciudad de México crecía por entonces, a ella habían llegado muchas familias provincianas
ahuyentadas por la Revolución, como bien puede verse en las novelas que Mariano Azuela
escribió cuando ya vivía en la capital. En 1925 el centro estaba lleno de señoras
elegantes con piel de zorro al cuello, con sombreros de fino velillo que caía coquetamente
sobre el rostro, zapatos y bolsa haciendo juego, cejas depiladas y labios muy rojos
y cuando cantaban las mujeres tenían la voz aguda y clarita, la voz de las mujeres
abnegadas y dulces, Esmeralda y la argentina Libertad Lamarque; desentonaba Lucha
Reyes, aguardentosa y dispuesta siempre a la revancha… (Domínguez 2012a, 2)
Entre 1900 y 1940, la vida de la mayoría de la población incluía un trabajo físico intenso, ya sea en los procesos productivos del campo, la fábrica, el taller, o las unidades
domésticas, o bien en los amplios espacios para el intercambio de mercancías (distribución
y consumo), como los grandes mercados de alimentos (La Merced, San Juan, San Cosme,
Martínez de la Torre y el Baratillo en la Ciudad de México), donde existía la figura
de los “mecapaleros” o “cargadores” que se encargaban de movilizar con su fuerza física
los productos agrícolas y ultramarinos que llegaban a estos mercados, a los tianguis
o a las misceláneas para su distribución entre la población que acudía a surtirse
en ellos; o bien la figura de los “aguadores” que repartían el agua a domicilio, o
los repartidores de pan, leche y otros alimentos considerados en la dieta básica de
las clases pudientes. En contraste, los varones de clase alta tenían un trabajo físico moderado en oficinas, al cual llegaban en automóvil o tranvía, lo que les eximía de caminar43 (De la Torre 2006).
En el caso de las mujeres citadinas de clase media, el trabajo doméstico requería
también un gasto energético elevado, necesario para mantener funcionando el hogar:
barrer o cepillar pisos, sacudir muebles, trapear o lavar y secar pisos, acarrear
y/o comprar y almacenar agua, comprar leña o combustible para la limpieza y la higiene
personal, lavar “a mano”, almidonar y planchar ropa, caminar diariamente al tianguis
o mercado o estanquillo a comprar insumos para preparar la comida, uso de tecnologías
a base de fuerza física -como el molcajete y/o el metate- para la preparación diaria
de tortillas y salsas, en algunos casos cuidado de animales para consumo humano: gallinas,
cerdos, vacas y/o de un pequeño huerto o jardín familiar que también proveía de algunos
alimentos. En este mismo tenor, algunos niños, la mayoría sin hogar, trabajaban arduamente
como repartidores de periódicos, boleros o “mandaderos” (Speckman 2003).
Algunos cambios observados durante la Primera transición
Como vimos, la migración campo-ciudad fue uno de los efectos del cambio político vivido
después de la Revolución mexicana. Las mujeres campesinas que migraron a las ciudades,
con frecuencia encontraron trabajo como “sirvientas” o “criadas” en las casas de la
gente rica realizando muchas actividades que también hacían en su propia casa: limpieza
en general, lavado y planchado de ropa, compra de alimentos y otros productos para
el hogar (abastecimiento), preparación y distribución de las comidas, desecho de la
basura, e incluso, cuidado de los niños pequeños, lo cual incluía en algunos casos
convertirse en nodrizas. Estas actividades podían recaer en una sola mujer o en varias,
dependiendo de la capacidad económica de sus “patrones”.
Probablemente, realizando estas funciones, las mujeres de clase baja y origen campesino,
podían percatarse de la existencia de otras formas de realizar las actividades domésticas
que incluían utensilios novedosos que facilitaban su trabajo, técnicas innovadoras
y otras maneras de pensar e intervenir el entorno, en resumen, otras formas de vivir.
Conocieron también los aparatos de radio que durante los años 20 causaron furor y
se emplearon para difundir la idea de familia nuclear, pequeña, moderna y feliz (Ornelas 2012), así como anuncios publicitarios que enfatizaban “… el papel del padre como sostén
de la familia y ensalzan las bondades del aparato receptor en relación con el dominio
masculino en el hogar” (Ornelas 2012, 155). Al respecto, el autor resalta un aspecto que en años posteriores tendrá mayor impacto
en la vida cotidiana y que alude a la actitud que las personas asumen respecto a los
aparatos de telecomunicación, la cual era “… de arrobamiento y embeleso, una mirada extraviada, ausente, resalta su inmovilidad, sobre todo en los niños.”44 Además, los programas de radio modificaron también los horarios de ir a dormir, pues mientras en el campo la gente iba a dormir al caer el sol por falta de luz
eléctrica, en la ciudad, la familia se reunía alrededor del aparato a escuchar las
imágenes sonoras e imaginar historias reales o fantásticas, música, programas de competencias,
las noticias y los exitosos anuncios publicitarios de la época.45
Por otro lado, la introducción progresiva de energía eléctrica que dio uso a diversos
aparatos electrodomésticos modificó gradualmente, y sobre todo, la vida de las mujeres.
Estos se obtenían por catálogo o directamente en la Mexican General Electric Company; eran producidos exclusivamente por la industria estadounidense, por lo que estaban
al alcance solo de unas cuantas familias acaudaladas.46 Entre los principales aparatos “para calentar y cocinar por medio de la corriente
eléctrica” y la realización de otras tareas, se ofrecían a la venta: calentadores
de agua, cafeteras, cacerolas, estufas, sartenes, refrigeradores, lavadoras, planchas
e incluso aspiradoras “que por su volumen solo era posible desplazar con la asistencia
de un joven” (Ortiz 2014, 139). El mismo autor expresa:
La presencia de estos aparatos de la modernidad influyó en una serie de cambios, sutiles
unos, espectaculares otros, que afectaron las mentalidades, las costumbres y la conformación misma de la familia. Para la mujer, las facilidades que le brindaron estos adelantos permitieron su paulatina
y parcial emancipación de ciertos roles tradicionales, lo que impulsó el desarrollo
personal. […] Lo más importante de estos inventos no era tanto que eximieran a las mujeres de sus
tareas, sino que les dejaban mayor tiempo libre que les permitió incursionar en ámbitos
intelectuales, profesionales, políticos, empresariales, financieros y demás”.47 (2014, 139)
En el caso de la adquisición, preparación y distribución de los alimentos, las mujeres
que ayudaban en los hogares de las clases altas y medias fueron descubriendo también
que existían lugares especiales para adquirir alimentos desconocidos o poco accesibles
para ellas, como el caso de los enlatados, los pastelillos y dulces finos, refrescos
embotellados, cereales de caja o los embutidos; así como la manera de preparar nuevos
platillos, diferentes a los que ellas acostumbraban, lo que fue provocando la emergencia
de gustos, aspiraciones y acciones para tenerlos a su alcance y compartirlos con sus
familias, que fueron adoptándolos como parte de su vida diaria.48
Es posible que lo anterior, junto a las recomendaciones del personal de salud de la
época y las campañas educativas, empezara a transformar poco a poco la idea popular
de lo que era vivir bien y hacer una buena comida, lo cual se hizo patente en las siguientes décadas con cambios alimentarios que empezaron
a ser más claros (Aguilar 2008). Aun así, la dieta principal para la mayoría de la población siguió consistiendo,
hasta muy entrado el siglo XX, en maíz (en todas sus formas, pero principalmente como
tortillas), frijol, chile y algunas verduras como chayote, calabacitas, cebolla y
jitomate, no solo debido al gusto por estos productos, sino también debido a su disponibilidad
y accesibilidad.
Un elemento que ayudó a poner al alcance de la población alimentos que no formaban
parte de la cultura tradicional indígena y campesina fueron las llamadas “tienditas”
que pertenecían principalmente a españoles y que eran tiendas de abarrotes o ultramarinos
donde se podían encontrar algunos productos importados, entre los que llegaban algunos
enlatados, cereales y productos cárnicos de poca circulación en el país (Moreno 2012). Pero como ya vimos, fue sin duda la introducción -por parte de los gobiernos de
este periodo que seguían las indicaciones de los médicos y nutriólogos- del consumo
de leche y sus derivados, la medida nutricional de más empuje y arraigo entre la población
al ser el alimento usado para sustituir la carne de bovino que siguió siendo un alimento
destinado a las clases acomodadas (Pío 2013).
Estos cambios se mantuvieron todavía en pequeños sectores adinerados de la población
y sobre todo en las ciudades y fueron extendiéndose paulatinamente conforme avanzó
el desarrollo económico, y se fue construyendo la infraestructura necesaria para impulsar
el desarrollo industrial, así como una red de servicios que incluyó la construcción
de caminos para llegar a los lugares más alejados de las ciudades, la introducción
de agua potable, electricidad, la construcción de escuelas y la llegada de brigadas
médicas a lugares alejados de las ciudades, durante la época cardenista (1934-1940).49
Podemos ver entonces, cómo las interrelaciones y retroacciones entre los elementos
considerados en la primera parte de la elaboración de esta genealogía, se establecieron
los pilares para la gestación de un contexto que, aunado a los acontecimientos de
las décadas posteriores, favorecieron la emergencia de la obesidad como epidemia:
la Revolución impulsó la migración campo-ciudad que tuvo como consecuencias el acercamiento
de la población rural a formas de alimentarse y vivir, distintas a las que conocían,
que fueron reforzadas por los discursos y políticas sanitarias y educativas del momento,
favoreciendo el cambio de mentalidades y la transición hacia una cultura urbana-occidental
“moderna”, en detrimento de otra rural-indígena-campesina “tradicional”; lo anterior
no solo impactó en los hábitos alimentarios, sino en el decremento del uso de la energía
endógena-corporal que fue sustituida por energías exógenas (electricidad, gasolina)
representadas por aparatos electrodomésticos y automotores que también modificaron
otros ámbitos de la vida cotidiana de las personas -sueño y ocio-, sus actitudes,
deseos y valores. Estas transformaciones, que tuvieron en el fondo un objetivo político-económico
explícito, se reforzaron con la medicalización de la alimentación y serán la base
de diversas transformaciones en la economía, alimentación y salud -por considerar
las más sobresalientes- que se observarán con claridad durante los años 70 y 80.50
Conclusión
En este artículo he querido mostrar que el estudio de la epidemia de obesidad en México requiere nuevos enfoques y perspectivas para tener un panorama más amplio
y completo de este problema complejo que distinguimos hoy día y cuya organización estructural es multiproblemática y multicéntrica,
por lo que requiere la articulación de estudios provenientes de diversas disciplinas
en un meta-punto de vista, es decir, en un punto de vista que tienda a cuestionar
y descentrar los resultados ofrecidos de manera fragmentada por cada campo disciplinario
en una perspectiva histórica y sociocultural amplia, dinámica y dialógica cuya finalidad
sea mostrar la complejidad de dicho asunto.
Para ello, consideré pertinente apoyarme en la noción de genealogía de Foucault (Castel 2013), la cual busca indagar en el pasado de largo plazo, cómo se configuraron y, dentro
de lo posible, por qué se transformaron las circunstancias que dieron origen a la
epidemia. Con este fin, he presentado las relaciones e interrelaciones entre algunos
elementos en juego -modelo económico, crecimiento poblacional y urbano, políticas
públicas (educación, salud, alimentación) e ideología de Estado-; las modificaciones
y/o permanencias favorecidas por las dinámicas de dichos elementos, así como las de
los imaginarios sociales y las formas de pensar y las prácticas socioculturales de
la población, poniendo el acento en las relativas a la alimentación, la actividad
física y el sueño.
Por otro lado, la elaboración de la genealogía permite identificar las emergencias que apoyaron la estructuración del tejido sociocultural en cada uno de los tres estratos
o periodos de la historia que he denominado transiciones, en un intento de adecuar la propuesta de Aguirre (2017) al análisis de este problema de salud que afecta a millones de mexicanos en nuestros
días. Como señalé en un principio, en este texto se presentaron únicamente, y de manera
muy general, los elementos de la Primera transición (1900-1940), los cuales sirvieron de base para las transformaciones que en la segunda y tercera
verían emerger las condiciones para la epidemia de obesidad. En esta Primera transición se identificó como eje estructural y articulador de los cambios en las relaciones de los elementos en juego, una transformación política derivada del proceso revolucionario cuyo objetivo fue la construcción de una nación
y la conversión de sus habitantes en ciudadanos con derechos y obligaciones.
Los cambios políticos y legislativos, junto a la ideología fundamentada en la eugenesia
y la higiene social -características de la época- ayudaron en la consolidación del
modelo económico capitalista -ya presente en el país desde el siglo XIX-, el cual
produjo un desarrollo que fue acompañado por un rápido crecimiento urbano, el cual,
a su vez, propició la migración campo-ciudad y el incremento poblacional derivado
también de la creación sostenida de fuentes de empleo, tanto en la industria como
en el sector de los servicios.
Durante este periodo se observaron momentos de hambruna resultantes del proceso revolucionario,
los cuales coexistieron con ganancias extraordinarias para algunos productores de
alimentos, como los de galletas, alimento industrializado que comenzó a incorporarse
-en esta difícil circunstancia- en la dieta de los campesinos pobres debido a que
eran accesibles y de alto contenido energético. Es decir, a pesar del caos político,
se observó el surgimiento y paulatina consolidación de la industria alimentaria y
de otros insumos, entre cuyos principales representantes en esta época fueron las
productoras de galletas y leche; pero también fue la época en que se introdujo la
industria refresquera en México.
La interrelación entre la dimensión política encaminada a la construcción de un Estado democrático cuyos habitantes se convirtieran
en ciudadanos -con derechos y obligaciones-, el desarrollo económico como “la llave” para mejorar las condiciones sociales del país y su población y la ideología eugenésica y de higiene social de la época que buscó, por un lado, propiciar modificaciones en las formas de pensar
y actuar de los mexicanos, con la aspiración de convertir a México en un “país civilizado”;
y por otro, buscar deliberadamente un mestizaje que nos alejara de nuestro pasado
indígena, dio como resultado la instauración de políticas públicas -educativas, de
salud y alimentarias- enfocadas en construir una identidad nacional que nos alejara
del modo de ser y la cultura indígena y campesina que impactó la manera de concebir
y significar los alimentos y fue modificando poco a poco los patrones alimentarios
de la población, los cuales fueron cambiando “de arriba hacia abajo”, pues fueron
las grandes ciudades y los habitantes con mayores posibilidades económicas de adquirir
los productos de la creciente industria alimentaria, de electrodomésticos y de ocio,
quienes marcaron las pautas de consumo al resto de la población, apoyados fuertemente
por los discursos médicos que difundieron la idea de las características o condiciones
saludables de algunos alimentos, como fue el caso de la leche.
Es decir, fueron las políticas educativas y de salud, las principales herramientas
para realizar los cambios culturales y antropológicos explicitados en diversos programas
de gobierno, cuya aspiración consistía en “dejar atrás” la parte “vergonzosa” de nuestro
pasado indígena y aspirar al crecimiento y desarrollo económico propios de una nación
“civilizada”. Entre las principales acciones estuvieron las encaminadas a reducar
a la población rural -que era el 70% de los habitantes- en las formas “correctas”
de comer -por ejemplo, no comer a ras del suelo, sino levantar el fogón a la altura
de la cintura, o dejar de consumir maíz y frijol para consumir leche y pan-. Como
vimos, estos cambios no se advirtieron únicamente en el tipo de alimentos consumidos,
sino también en los modos apropiados para comerlos y para relacionarse con ellos;
se observaron también en las formas generales de comportarse correctamente, difundiéndose
los “buenos” modales, por caso, en la forma de hablar -al adoptarse el español como
lengua nacional- y la forma de vestir -al promoverse la vestimenta urbana en lugar
de la ropa tradicional indígena y campesina-. También se difundió el uso de aparatos
que modificaban las tareas y actividades en los hogares, como algunos electrodomésticos
y los radios que comenzaron a incidir en las actitudes de las personas propiciando
inmovilidad y modificación en los horarios para dormir; en suma, considero que una
de las principales modificaciones que se presentaron fueron las aspiraciones, deseos
y motivaciones de las personas de la época para adquirir -en el caso de las conductas,
actitudes y hábitos o costumbres-, o comprar -en el caso de los productos y/o servicios-
aquellos que les convirtieran en -o al menos les hicieran parecer- “gente de bien”.
Finalmente, y no menos importante, tanto los cambios macroestructurales como los observados
en el nivel microsocial y en la cultura de la población, modificaron de a poco las
ideas sobre los roles de género y, por consiguiente, de la familia, lo cual se apreciará
de manera más clara en la Segunda transición.
Estas acciones estuvieron reforzadas por las indicaciones médicas que, respaldadas
por la ciencia, señalaban lo que era “bueno” y “malo” para los niños y otros grupos
poblacionales y recomendaban cambios en el consumo alimentario. A este proceso se
le denomina medicalización de la alimentación, y en este marco surgieron programas como los desayunos escolares y el Gota de Leche, cuyo alimento prominente fue la leche de bovino, lo cual se relaciona con el crecimiento
de la industria lechera en nuestro país.
No quiero dejar de insistir en que a la par de estas prácticas, y gracias a ellas,
se mantuvo un desarrollo industrial que incrementó recursivamente la migración campo-ciudad
y propició el crecimiento urbano, el cual se apreció a fines de los años 30, alcanzó
su clímax en los años 50 y 60 y continúa hasta la fecha. Este crecimiento industrial
y urbano incluyó el comienzo de una nueva fase de la industria alimentaria en nuestro
país, entre cuyos principales representantes estuvieron -como ya dijimos- los productores
de galletas y de leche, pero también en este periodo llegaron a nuestro país la Coca-Cola
y la Nestlé, industrias que, en décadas posteriores, tendrían una influencia decisiva
en la emergencia de la epidemia de obesidad.
Por otro lado, el crecimiento de la producción de energía eléctrica y del petróleo
y sus derivados para impulsar la industrialización, trajeron cambios en la vida de
las personas, pues la luz eléctrica modificó los horarios para ir a dormir y, además,
aparecieron poco a poco diferentes enseres domésticos que modificaron las prácticas
cotidianas en los hogares -principalmente de las mujeres-, así como vehículos automotores
que sustituyeron a los de tracción animal, lo cual marcó el inicio de una movilidad inactiva de las personas, es decir, que se desplazaban en el espacio sin moverse, sin caminar.
Podemos observar con este ejemplo, el alcance de la perspectiva genealógica que nos
muestra cómo se fue configurando el contexto de lo que hoy día conocemos como sedentarismo, el cual, combinado con otros elementos que surgieron posteriormente, dio como resultado
prácticas que nos llevaron a diversos problemas de salud, entre ellos, el que nos
ocupa.
Por último como ya dije, la comodidad de las formas de vida de la gente adinerada,
se convirtió en una aspiración de la gente con pocos recursos económicos y de la creciente
clase media, lo que les llevó a demandar estos productos en el mercado; incentivando
recursivamente un incremento de la producción, distribución y consumo de dichos productos,
y, coadyuvando al mantenimiento del crecimiento industrial de la época.
Los cambios alimentarios -y otros en la vida cotidiana de las personas- fueron iniciales
y muy sutiles en este periodo, pero se verían de manera más clara en las siguientes
tres décadas que abarcan la Segunda transición, donde la visión ideológica de mejoramiento de la raza se mantuvo permeando el imaginario
social y dio un impulso mayor a la economía, que será el eje estructural articulador
de dicho periodo histórico y el acelerador de la construcción del contexto que dio
origen a la epidemia de obesidad.
Como hemos podido apreciar, la perspectiva genealógica nos estimula a identificar
los elementos en juego en cada estrato histórico, así como su dinámica y las emergencias
que produce, por lo que es una herramienta central en la elaboración de explicaciones
sobre el origen y transformaciones económicas, político-ideológicas y socioculturales
relacionadas con un problema complejo como el nuestro.