La naturaleza humana según el Segundo discurso
El propósito de esta interpretación del Segundo discurso (SD) es indagar sobre los fundamentos antropogénicos ofrecidos por Rousseau para
poder sopesar si en efecto sirven para sostener la tesis del Primero sobre las consecuencias nocivas de las artes y las ciencias. Necesitamos preguntar:
¿son creíbles las tesis sobre el buen salvaje y la genealogía de la moral?8 A la luz de esta finalidad es evidente que debemos captar lo mejor posible la estrategia
retórica usada por Rousseau para persuadirnos: ¿qué evidencias aporta?, ¿qué grado
de credibilidad les atribuye? Mi hipótesis hermenéutica es que Rousseau recurre a
una retórica mixta, en la cual retórica poética y razonamientos impecablemente lógicos
son combinados con gran habilidad. Apela más a los sentimientos que a la evidencia
objetiva. Esta mezcla tiene como fundamento el rechazo de la distinción entre el conocimiento
objetivo y el subjetivo en la indagación sobre la naturaleza humana. La dificultad
para captar este aspecto de su peculiar retórica estriba en que, de manera semejante
al diálogo platónico, Rousseau recurre tanto al argumento lógico como al mito poético,
pero en una combinación radicalmente original. Usa los relatos de los viajeros europeos
sobre las tribus salvajes con las que entraban en contacto como mitos que apuntan
hacia la naturaleza prístina del hombre. En algunos pasajes él mismo parece creer
a pie juntillas en los relatos, pero en otros recalca las limitaciones intelectuales
de sus autores; considera que unos eran gente ávida de riqueza y poder (como la mayoría
de los conquistadores europeos, “más interesados en llenar sus bolsas que sus cabezas”,
nos dice), mientras que los misioneros, imbuidos en los dogmas cristianos, eran observadores
prejuiciados de los hombres más naturales. En la perspectiva cristiana el “salvaje”
era malo y por eso era necesario convertirlo a la verdadera religión. Para Rousseau,
la misión evangelizadora suscitaba sarcasmos; tomaba los relatos de viajeros y misioneros
como mitos útiles para la recolección o anamnesis de la naturaleza humana. La esencia
del mito es heurística: apunta hacia una realidad evanescente y oscura. Su esencia
es poética. Por consiguiente, al reflexionar sobre el aspecto poético de su retórica
es necesario no incurrir en la ceguera prosaica de quien desea evidencia “objetiva”
sobre la naturaleza humana. Rousseau toma los relatos históricos como esencialmente
míticos, pues dice que estos deben aportar los hechos que son desconocidos entre los
puntos conocidos. También sostiene que cuando la historia no puede aportarlos, la
filosofía debe proporcionar los hechos más probables (OC III,162). Es verdad que así
no se obtiene conocimiento apodíctico irrefutable, pero es insensato pedirlo porque
la naturaleza humana no es cognoscible con tal certeza. Sin embargo, el conocimiento
mítico de los orígenes, si bien es conjetural, una vez aceptado nos permite sacar
conclusiones de manera sistemática: si el hombre prístino es bueno por naturaleza,
la moral, gestada al salir del estado de naturaleza, está enraizada en el mal que
acompaña a la salida. Así, la premisa es mítica pero la consecuencia es lógica. Examinemos
más detalladamente cómo se entretejen mito y lógica en la retórica rousseauniana.
Rousseau presenta su comprensión de la naturaleza humana original aduciendo que el
hombre salvaje es bueno. ¿Qué evidencia tiene para sostenerla? Por supuesto, es necesario
comenzar por percatarnos de que por “bueno” él entiende que el salvaje no busca dañar
a otros, no tiene afán de venganza ni de hacer violencia contra otros. (OC III, 157).
Para sustentarlo, Rousseau refiere, por una parte, a las descripciones de los salvajes
más cercanos al estado de naturaleza, es decir, los que pertenecían a tribus nómadas
que vivían de la caza y la recolección, por ejemplo, los hotentotes que habitaban
en el sudoeste de África (Botsuana y Namibia) y las tribus Caribes. Esto aportaría,
por así decirlo, la “evidencia empírica” de que en efecto en algún momento de la historia
existió el hombre salvaje. Sin embargo, lo torpe y limitado de la evidencia, cual
lo señala el propio Rousseau en la nota X del SD, fácilmente nos puede llevar a rechazar
el argumento. Pero esta deficiencia es más aparente que real. Penetramos más a fondo
si atendemos al carácter mixto de su retórica. Desde el punto de vista lógico, los
hechos o datos aportados por los relatos son míticos y su utilidad consiste en apuntar
hacia el estado prístino y no en constatarlo “empíricamente”, lo cual es imposible.
El argumento completo de Rousseau se esclarece si ahora atendemos su nivel lógico.
Preguntamos, junto con él, ¿cuál es el axioma insoslayable para guiar la investigación?
Lógicamente: que ningún atributo del hombre salvaje suponga la vida en sociedad. Este
requisito tiene por consecuencia que no le podemos atribuir pasiones “sociales,” es
decir, las que solo pueden aparecer cuando se establecen las relaciones permanentes
con otros y otras, tales como el amor y el odio. El salvaje es solitario y nómada
por necesidad lógica del argumento. Los relatos de los viajeros solo aportan la evidencia
de que, a partir de los hechos que conocemos, se puede inferir la existencia del hombre
salvaje. Por consiguiente, la existencia del estado de naturaleza no es meramente
hipotética. Ahora bien, es importante recalcar que lo bueno del salvaje se limita
a que su vida transcurre buscando alimento y bebida, y copulando cuando se topa con
hembras. Es bueno porque las condiciones físicas de su entorno le impiden ser malo:
la naturaleza es abundante y los bosques y praderas están escasamente poblados. Su
única preocupación es mantenerse vivo, y su única pasión es el amor de sí o deseo
de vivir. Que este fue el estado prístino del hombre y del planeta se infiere de los
descubrimientos de enormes territorios escasamente poblados en África y América, lo
cual aporta constataciones adicionales del axioma metodológico. En estas condiciones
originales, no necesita luchar por su subsistencia. El hombre salvaje y el estado
de naturaleza así concebidos tienen consistencia lógica y probabilidad mitológica.
La objeción más fuerte a esta comprensión del hombre salvaje es que no es hombre sino
uno más de los animales. Debemos notar, empero, que la metodología de la nueva ciencia
impone esta condición pues no admite que el hombre sea un ente aparte de la naturaleza,
un “reino dentro de otro reino”. Sin embargo, la respuesta de Rousseau se apega a
los requisitos anti metafísicos de las ciencias modernas a la vez que los supera.
Para lograrlo, Rousseau introduce un nuevo axioma fundamental: ni la naturaleza en
general, ni la del hombre son fijas pues ambas cambian mediante procesos lentísimos
que transcurren durante milenios (barrunta la teoría de la evolución, la cual comenzó
a gestarse en sus tiempos). El hombre natural ha sido recubierto por las diversas
capas que constituyen la formación histórica del hombre civilizado. En consecuencia,
el paso de animal antropoide a homo sapiens fue paulatino. Para apoyar este argumento, Rousseau dedica muchas páginas a especular
tanto sobre la semejanza de los chimpancés y otros simios al hombre, como la de los
niños salvajes encontrados en los bosques de Europa a los simios. Asimismo, aduce
casos de hombres salvajes forzados a vivir entre los civilizados que o bien murieron
por la mala alimentación y las enfermedades de los segundos o escaparon para regresar
a vivir con sus tribus. Según el argumento de Rousseau, de esto se sigue que la situación
prístina es más saludable y feliz que la civilizada. Queda pendiente, empero, el problema
fundamental para la explicación de la transformación del antropoide en homo sapiens: ¿cómo deviene homo loquens? Rousseau responde a esta cuestión en su Ensayo sobre el origen del lenguaje, del cual no puedo ocuparme aquí por limitaciones de espacio. Sin embargo, en su
SD encontramos suficientes elementos para captar el sentido general de su respuesta.
Por ahora me limito a observar que, en este, el origen del lenguaje se discute en
la última sección de la primera parte. Esto sugiere que el análisis genealógico de
la primera sección no debe ser tomado como si contuviera la totalidad del argumento
sobre la naturaleza original del hombre. La estructura misma de la primera parte del
SD indica la del argumento. En su primera sección ofrece dos perspectivas sobre el
hombre: en cuanto ente físico (OC III, 131-140) y en cuanto ente metafísico y moral.
(Ibíd., 141-146). Es hacia el final de esta segunda sección (Ibíd., 146-151) que se
aborda el problema del lenguaje. De esto me ocuparé un poco más adelante. Por ahora
nuestro principal problema es entender cómo se pasa de la explicación del hombre físico
a la del hombre metafísico y moral.
El cambio de perspectiva se realiza de manera abrupta, como si no fuera un punto clave
para el argumento. Rousseau sencillamente dice: “Hasta aquí solo he considerado al
hombre físico; intentemos verlo ahora por el lado metafísico y moral.”9 Se puede objetar que la comprensión puramente física del hombre lleva implícita la
prohibición de asumir una perspectiva metafísica y moral pues los filósofos modernos
postulan que todo intento de explicación que apele a otros principios es errónea.
El principal defensor moderno de este argumento, como bien lo sabe Rousseau, es Hobbes;
sin embargo, Rousseau parece no percatarse de que está incurriendo en una petición
de principio. Si deseamos evitar atribuirle tan burdo error, debemos especular sobre
las explicaciones posibles. Una posibilidad sería que él aceptara el dualismo cartesiano
sobre la relación mente-cuerpo, aunque sea una aceptación limitada y provisional.
Esto parece confirmarse con el argumento que ofrece inmediatamente después: tanto
los animales como el hombre son máquinas y, por ende, parecerían ser explicables puramente
desde los principios de la física-matemática. No obstante, lo que distingue al hombre
del animal es su libertad para escoger entre lo que considera benéfico y nocivo, mientras
que el animal vive por instinto y propiamente no elige. Esta libertad es un dato de
la experiencia: sabemos que somos libres porque sabemos que elegimos. Hasta aquí parecería
que Rousseau está aceptando la diferencia radical entre hombre y animal, pero en el
siguiente parágrafo nos ofrece otra perspectiva: “Todo animal tiene ideas, puesto
que tiene sentidos, combina sus ideas hasta cierto punto, y el hombre no se distingue
en cuanto a esto de la bestia sino en cuanto a lo más y lo menos… Por tanto, no es
el entendimiento el que hace entre los animales la diferencia específica del hombre
sino su cualidad de agente libre.”10 Podemos entender así que la perspectiva metafísica es necesaria y está justificada
por el hecho de que no se puede explicar mediante leyes físicas la cualidad de agente
libre, como el propio Rousseau lo afirma unas líneas después. Sin embargo, la diferencia
con las doctrinas tradicionales estriba en que él considera que dicha cualidad no
proviene de algún acto extraordinario como la creación divina, sino que aparece como
resultado de la evolución natural paulatina. Por lo demás, también es consciente de
que no está ofreciendo una explicación satisfactoria pues en el siguiente párrafo
(Ibíd., 142) la abandona. En vez de enredarse en disputas sobre la diferencia entre
animales y hombres, apela a otra cualidad del humano sobre la cual no puede haber
controversia: la facultad de perfeccionarse. Hemos de entender que solo un agente
libre es capaz de perfeccionarse y, por ende, si podemos constatar que el hombre se
perfecciona nos vemos obligados a aceptar que es agente libre. La evidencia de que
es capaz de perfeccionarse se manifiesta con toda claridad en la experiencia humana.
Mientras que el animal es esclavo de sus instintos y pueden transcurrir siglos sin
que sufra cambio alguno en su comportamiento, el hombre, al elegir una vía de comportamiento,
inicia una innovación en su modo de ser, la cual puede ser benéfica o dañina. Por
esto solo el hombre es capaz tanto de mejorar como de errar y hasta perder lo que
había ganado. De esta manera, Rousseau recurre a un argumento a partir de la experiencia
para justificar un fundamento metafísico independiente de la metafísica escolástica.
La idea de perfectibilidad de Rousseau es paradójica pues, según su argumento, debido
a ella dejamos de ser animales tanto para bien como para mal. Es necesario analizarla
con detenimiento, pero antes de entrar en los pormenores, puede ser útil tener presente
el comentario sobre el uso de la palabra “perfectibilidad” de los editores de sus
obras completas (OC III, 1318). En primer lugar, se trata de un néologisme savant, al parecer acuñado por Rousseau mismo cuando escribía este discurso (1754), pues
esta palabra no aparece en la cuarta edición del Dictionnaire de l’Academie (1740) pero sí aparece en la quinta edición (1798) con el sentido que él le da aquí.
Aparece, empero, usada por Turgot en 1750, y también en la Correspondance littéraire en 1755. Este texto casi parece una paráfrasis del de Rousseau. Si bien algunos de
sus amigos (Grimm y Diderot) también usan el término, los editores conjeturan que
Diderot podría haber sido el acuñador. En todo caso, como ellos mismos lo notan, Rousseau
continuó usándolo años después, por ejemplo, en el Emilio, L. I. He incluido estas observaciones porque nos permiten ver a qué grado Rousseau
está dispuesto a manipular el lenguaje11 para hacer persuasiva una tesis, pues, en resumen, parece afirmar que progresar es
degenerar. No obstante, no se trata meramente de un truco retórico sino de captar
con la palabra “perfectibilidad” el movimiento dialéctico del término cuando se aplica
a la naturaleza humana. La opacidad de la naturaleza humana requiere, para ser captada,
de un término ambivalente. Asimismo, el sentido radicalmente problemático del progreso
de las ciencias y las artes queda encapsulado en este “neologismo de sabios”. A continuación,
cito inextenso el pasaje donde lo usa:
[…c’est la faculté de se perfectionner ;] faculté qui, à l’aide des circonstances,
développe successivement toute les autres, et réside parmi nous tant dans l’espèce,
que dans l’individu, au lieu qu’un animal est, au bout de quelques mois, ce qu’il
sera toute sa vie, et son espèce au bout de mille ans, ce qu’elle étoit la première
année de ces mille ans. Pourquoi l’homme seul est-il sujet à devenir imbécile ? N’est
ce point qu’il retourne ainsi dans son état primitif, et que, tandis que la Bête,
qui n’a rien a acquis et qui n’a rien non plus à perdre, reste toujours avec son instinct,
l’homme reperdant par la vieillesse ou d’autres accidents, tous ce que sa perfectibilité
lui avoit fait acquérir, retombe ainsi plus bas que la Bête même ? Il serait triste pour nous d’être forcés de convenir, que cette faculté distinctive,
et presque illimité, est la source de tous les malheurs de l’homme ; que c’est elle
qui la tire, à force de temps, de cette condition originaire, dans laquelle il coulerait
des jours tranquilles, et innocents ; que c’est elle, qui faisant éclore avec les
siècles ses lumières et ses erreurs, ses vices et ses vertus, le rend à la longue
le Tiran de lui-même, et de la Nature. (Rousseau OC III, 142)12
Para entender las implicaciones de este pasaje -de crucial importancia para comprender
cabalmente la respuesta de Rousseau a la pregunta de la Academia de Dijon- es necesario
llevar unos pasos más adelante la lógica de esta. Primero, debemos percatarnos de
que la perfectibilidad es presentada como la nota fundamental de la naturaleza humana.
Fundamental, porque, junto con la libertad, es lo que nos distingue del resto de los
animales. Dicho de otro modo: si negáramos la tesis estaríamos obligados a aceptar
que no podemos explicar el dato empírico (los animales no “progresan”) de la diferencia
entre animales y humanos. Por tanto, es un fundamento ontológico. En segundo lugar,
debemos enfatizar que la perfectibilidad, por ser dato ontológico, no es modificable:
sin perfectibilidad no hay hombre. En los casos en que se puede apreciar su pérdida,
tales como el advenimiento de algunas enfermedades mentales (por ejemplo, demencia
y Alzheimer) o la senilidad, en efecto se constata que los enfermos ya no son plenamente
humanos. En tercer lugar, dado que es dato ontológico, tampoco podemos evitar completamente
sus consecuencias. Según Rousseau, el hombre está destinado tanto a inventar y desarrollar
las artes y las ciencias como a padecer sus consecuencias. No hay, hasta donde entiendo
el argumento, alguna estrategia gracias a la cual el desarrollo de las artes y las
ciencias pudiera ser encauzado exclusivamente al bien humano. Todas las innovaciones
científicas y tecnológicas tienen lo que hoy llamamos “consecuencias no intencionales.”13 En suma: el progreso total es imposible; en el mejor de los casos, la humanidad mejora
en algunos campos, pero también necesariamente empeora en otros. En el balance realizado
por Rousseau, la tendencia es a la decadencia del humano, pero de esto me ocuparé
un poco más adelante al comentar la nota IX del SD. Si bien esta tesis parecería conducir
necesariamente al nihilismo porque crea la impresión de sostener la imposibilidad
de orientar la vida por el bien verdadero y forzarnos a admitir, junto con Macbeth,
que Life is but a walking shadow, a poor player/ That struts and frets upon the stage,
/ And then is heard no more; it is a tale/ Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing (Macbeth, Acto V, escena III, l., 17-28). Esta no es la conclusión a la que nos conduce Rousseau.
Su tesis nos obliga a despertar del sueño (¿o pesadilla?) del progreso indefinido
que nos llevará al paraíso en la tierra, nos obliga a ser verdaderamente realistas.
Si despertáramos (cosa poco probable), le pondríamos mucha más atención a prever y
limitar las consecuencias de la innovación tecnológica en vez de enajenarnos con cada
novedad producida por los genios científicos y tecnológicos.14 Por supuesto, para llevar a cabo un genuino “desarrollo sustentable” primero sería
necesario que se diera una profundísima -e improbable- revolución política, la cual,
a su vez, supondría que ya hemos sido educados por Rousseau. Pero esto es tema para
otra ocasión.
En la siguiente etapa de su argumento, Rousseau se avoca a explicar la relación entre
perfectibilidad y sociabilidad, etapa insoslayable porque la primera no es propiamente
realizable sin la segunda. El salvaje solitario y feliz no necesita de las artes,
pues es autosuficiente y aún no ha descubierto los usos del fuego ni ha aparecido
el lenguaje. Si no es sociable por naturaleza, ¿qué lo mueve a buscar la compañía
de otros? Rousseau procede a presentar su argumento de una manera que dificulta mucho
seguirlo. En la primera parte ensaya con la posibilidad de explicar el surgimiento
paulatino de la sociedad imaginando diversas posibilidades, pero todas ellas fracasan.
En la segunda, recurre a una nueva estrategia para mostrarnos qué es lo que en efecto
propicia que el salvaje salga de su abismal y feliz soledad. Cabe notar que la relación
entre las dos partes tiene el propósito de forzarnos a aceptar que la única explicación
posible es la ofrecida en la segunda. Veamos.
El problema por resolver es qué sucesos o accidentes podrían motivar al salvaje a
salir de su estado natural dado que vive en la tranquilidad e inocencia de una armonía
con la naturaleza. Sus fuerzas y facultades son las necesarias para sobrevivir en
un ocio perpetuo. Como acabamos de ver, lo único que lo podría motivar para salir
de este estado prácticamente indistinguible del de los animales es su perfectibilidad
natural, pero este es un don que requiere algún estímulo externo para manifestarse.
Rousseau insiste en que, careciendo de curiosidad natural, el salvaje solo sería movido
a salir de su vida rutinaria si ocurre algún cambio radical en su entorno. Él imagina
dos posibilidades: (a) que, al descubrir fortuitamente el uso del fuego, hubiera aprendido
a fabricar instrumentos y con ellos comenzase a alterar su relación natural con el
entorno. Su dieta cambiaría, pues ahora puede ingerir cosas que sin ser cocidas no
podría aprovechar. Al cambiar su dieta cambia su constitución y su modo de vida. Sin
embargo, el propio Rousseau nos muestra lo improbable de esta versión de la salida
del estado de naturaleza, pues implica que el salvaje tiene capacidades tales como
la previsión del futuro, el conocimiento de la relación de causa y efecto, y, sobre
todo, que ya razona. Por ejemplo, aunque fortuitamente hubiera encontrado una rama
encendida por un rayo, ¿qué lo movería a desear conservarla y utilizarla para cocer
alguna cosa, puesto que carece por completo del conocimiento de la causalidad requerido
para abandonar su dulce ocio y dar inicio a las artes? La segunda posibilidad (b)
es imaginar que la combinación de cambios climáticos e incremento demográfico haya
conducido a una sobrepoblación en la cual el salvaje se ve obligado tanto a cooperar
con otros como a pelear con ellos. Sin embargo, siendo solitario e incapaz de comunicarse
con otros, es improbable o casi imposible la cooperación; por otra parte, confrontar
solitariamente a otro no es la solución óptima para obtener alimentos. Además, que
los salvajes entren en lucha unos con otros (como lo supone Hobbes) es contrario a
la hipótesis de que por naturaleza es bueno y pacífico. La violencia no es el estado
de naturaleza. Rousseau también muestra cómo el surgimiento de la agricultura no puede
haber ocurrido en la transición del estado natural al civilizado pues esta también
supone que el salvaje ya posee un grado de desarrollo técnico y social, es decir,
que ya no era salvaje cuando comenzó a sembrar, etc. Ambos argumentos son reforzados
con la aporía del nacimiento del lenguaje: el lenguaje supone la existencia de la
sociedad y la sociedad la del lenguaje, puesto que para que nazca el lenguaje debe
haberse abandonado el modo de vida nómada y establecido algún tipo de comunidad primitiva
como la familia. De no ser así, no habría necesidad de comunicarse. Rousseau profundiza
la aporía mostrando que el lenguaje solo puede nacer cuando la relación entre el fonema
y la cosa que nombra se establece de manera duradera y comprensible para todos. Esto
ocurriría en la etapa que podríamos llamar “deíctica” en la cual la cosa apuntada
con el fonema está presente ante los interlocutores. Nos topamos con la aporía fundamental
cuando intentamos explicar el origen de los universales en la mente del salvaje quien
solo tiene experiencia de conocer particulares. Expresado brevemente: el salvaje no
hace epistemología. (OC III, 150-151) Rousseau parece alzar los brazos al cielo y
resignarse a conceder que no hay explicaciones satisfactorias del origen del lenguaje,
pues dice:
Quant à moi, effrayé des difficultés qui se multiplient, et convaincu de l’impossibilité
presque démontrée que les Langues ayent pû naître, et s’établir par des moyens purement
humains, je laisse à qui voudra l’entreprendre, la discussion de ce difficile Problème,
lequel a été le plus nécessaire, de la Société déjà liée, a l’institution des Langues,
ou des Langues déjà inventées, à l’établissement de la Société. (OC III, 151)15
Sabemos que esta no es su última palabra al respecto pues, posteriormente, retomó
el asunto en su Ensayo sobre los orígenes del lenguaje, pero examinarlo rebasaría los límites de este trabajo.
Las consecuencias de esta aporía para el argumento de Rousseau serían fatales si no
pudiera encontrar la manera de despejarla. Si fuera incapaz de explicar la salida
del salvaje del estado de naturaleza, tampoco podría mostrar el origen de la desigualdad.
Pero sí encontró la salida. La solución consiste en lo siguiente: primero, se requiere
que algo innato en el salvaje solitario y nómada logre sacarlo de su aislamiento y
abra la posibilidad de la sociabilidad; segundo, esto no debe involucrar el uso de
la razón. Rousseau muestra que la compasión (la pitié) es precisamente la pasión requerida. El salvaje por naturaleza siente compasión
cuando percibe el sufrimiento ajeno y se ve movido a ayudarlo y protegerlo. Este sentimiento,
empero, supone que es capaz de percibir al otro como semejante a pesar de que solo
se lo encuentre esporádicamente y carezca de vínculos estables con él o ella. La compasión,
nos dice, es oscura y vívida en el salvaje, clara y débil en el civilizado. La compasión
requiere la colaboración de la imaginación y no involucra a la razón. En efecto, argumenta
Rousseau, en nuestra propia experiencia podemos constatar que la gente sencilla y
de buenos sentimientos está más dispuesta a ayudar a otros, por ejemplo, cuando interviene
para separar a los rijosos, mientras que los más racionales (y egoístas) por prudencia
se alejan del altercado. Esta comprensión de la compasión es de central importancia
para entender el argumento sobre las ciencias y las artes pues implica que entre más
civilizados somos más egoístas. Rousseau muestra esta consecuencia contrastando al
salvaje compasivo con el filósofo, cuya indiferencia al sufrimiento de otros es alabada
por Lucrecio y recomendada por los estoicos. Con gran ironía dice: “Se puede, con
completa impunidad, destripar a un semejante bajo su ventana [del filósofo] quien
solo ha de taparse las orejas con las manos y argumentar consigo mismo un poco para
impedir que la naturaleza, que se rebela en su contra, lo lleve a identificarse con
aquel que asesinan” (OC III, 156).
Aunque la compasión es la clave necesaria para explicar la salida del estado de naturaleza,
no es suficiente, porque solo con ella sería imposible explicar el nacimiento de la
violencia y la agresividad que también caracterizan el estado post natural. Para complementar
esta pasión ahora Rousseau encuentra en el amor la segunda clave. Lo describe así:
Parmi les passions qui agitent le cœur de l’homme, il en est une ardente, impétueuse,
qui rend un sexe nécessaire á l’autre, passion terrible qui brave tous les dangers,
renverse tous les obstacles, et qui dans ses fureurs semble propre à détruire le Genrehumain
qu’elle est destinée à conserver. Que deviendront les hommes en proye à cette rage
effrénée et brutal, sans pudeur, sans retenue, et se disputant chaque jour leurs amours
au prix de leur sang ?16 (OC III, 157)
Es evidente la analogía entre la perfectibilidad y el amor en cuanto pasiones antropogénicas.
En el amor está la raíz del odio y de la violencia. Rousseau distingue entre el amor
físico y el amor moral. El primero es el deseo de un sexo por unirse al otro, el moral
es el que determina este deseo y lo fija en un solo objeto exclusivamente. El primero
es experimentado por el salvaje de manera pasajera al toparse con el otro sexo; el
deseo de reproducirse conduce al deseo de poseer exclusivamente, siendo así la raíz
de lo que será la propiedad privada. Cabe destacar que el amor moral solo existe una
vez instaurada la sociedad, pues sin la presencia continua de los amantes rivales
en el mismo sitio no tendría las consecuencias funestas. La compasión, en cuanto promotora
de y promovida por la imaginación, se conjuga con el amor para sacar de su aislamiento
pacífico al salvaje. Así, amor y odio son verso y anverso de una misma pasión, la
cual en sus inicios es débil e infrecuente y pacífica pero conforme se desarrolla
la sociedad se convierte en frenética y peligrosa. La dualidad del amor hace necesaria
la ley para controlar su violencia, pero, precisamente porque en su raíz está el amor/
odio, la ley es inevitablemente insuficiente para someter a las pasiones. Asimismo,
esta comprensión del amor ayuda a entender por qué es erróneo ver en Rousseau al padre
del romanticismo y el idealista político que ofrece las bases teóricas para una revolución
cuyo lema es “libertad, igualdad, fraternidad” las cuales presuponen una filantropía
ajena a toda misantropía.
A modo de conclusión, expondré brevemente la relación entre la crítica al desarrollo
de las artes y las ciencias y la comprensión de la naturaleza humana recién explicada.
Me basaré en la nota IX del SD, porque en ella Rousseau hace un balance de los beneficios
y maleficios de la civilización estrechamente vinculada con las nociones expuestas
en su primer discurso. La lógica general de su crítica tiene como base la comprensión
de la naturaleza prístina del hombre y el desarrollo de las necesidades. El salvaje
tiene pocas necesidades y encuentra fácilmente la manera de satisfacerlas, el civilizado
jamás está satisfecho porque sus necesidades artificiales se expanden al ser satisfechas
y producen nuevas al infinito. Esta comprensión de la relación entre deseo, necesidad
y satisfacción es diametralmente opuesta a la de Hobbes, quien define la felicidad
precisamente como la capacidad de satisfacer las necesidades surgidas de nuestros
deseos constantemente cambiantes. Esta es la oposición radical entre el ideal burgués
y el ideal natural, respectivamente. Hobbes alaba el cambio y la innovación constantes,
Rousseau las deplora. Para apoyar su argumento aduce evidencias difíciles de negar
en su época e imposibles de ignorar en la nuestra. Todos los grandes esfuerzos y obras,
nos dice en la nota IX, han contribuido poco al bienestar humano pues son producto
de la vanidad y orgullo, no del deseo de beneficiar a otros. Las sociedades ofrecen
mayores oportunidades para enriquecerse a costa del mal de otros. Secretamente todos
desean el mal de otros que resulte en provecho propio. La sociedad premia la hipocresía,
el engaño y la traición. Es poderoso quien puede dañar a otros impunemente. La civilización
es la promotora del mal: todo cuanto produce nos daña y nos envilece, nos debilita
y enferma. Ejemplifica estas tesis señalando que las guerras enriquecen a los proveedores
de bienes y servicios mientras los soldados padecen privaciones y enfermedades mal
atendidas; que en el comercio marítimo perecen anualmente multitudes de marineros
por naufragios, enfermedades, hambre y exceso de trabajo; cada naufragio alegra a
quienes salen beneficiados por las pérdidas que otros sufren; que en el incendio de
Londres perdieron la vida y sus habitaciones decenas de miles, pero unas diez mil
familias se enriquecieron fabulosamente; que el lujo produce muchos más males que
bienes tanto para los pobres como para los propios ricos; que las artes son más lucrativas
entre más inútiles. A esta lista añade otra enfocada a la infelicidad de las relaciones
matrimoniales basadas en el afán de lucro y codicia tanto de los padres como de las
propias parejas; sinnúmero de matrimonios son formados por hombres y mujeres que producen
la infelicidad recíproca. También observa que las grandes turbas de nómadas asiáticas,
carentes de códigos legales y principios morales, han logrado conquistar a los pueblos
civilizados de Europa en múltiples ocasiones. En suma, las artes y las ciencias nos
depravan, y la civilización nos degenera.
Rousseau mantiene que su propósito no es denigrar las ciencias y las artes sino defender
la virtud. Ante una crítica tan feroz ciertamente es difícil creerle. Sin embargo,
el examen realizado en este trabajo sobre los fundamentos de la comprensión roussoniana
de la naturaleza humana nos obliga a aceptar que no podemos deshacernos de su crítica
a la civilización meramente atribuyéndole una misantropía exacerbada. Es necesario
reconocer su realismo y reflexionar sobre las implicaciones de sus enseñanzas. Quien
mire a su alrededor y a sí mismo difícilmente podría negar que las sociedades hiperconsumistas
en las que vivimos no están pobladas por gente desbordante de felicidad, ni que vivimos
en naciones donde el crimen, la violencia y la injusticia ya hayan desaparecido. Tampoco
podemos recurrir al subterfugio de que el pensamiento de Rousseau es utópico y, por
eso, al usarlo como paradigma para juzgar nuestro mundo salimos tan mal parados. Su
rigor argumentativo impide una salida tan fácil. Hemos de reconocer que la crítica
de Rousseau erradica la fe en el progreso que aún domina en muchos ámbitos académicos,
económicos y políticos. Su radicalidad es un desafío insoslayable, un constante acicate
contra nuestro sonambulismo dogmático. Queda en pie, empero, la pregunta que necesariamente
acompaña a la de su respuesta a la de la Academia de Dijon: si Rousseau tiene razón,
si el progreso nos degenera, ¿qué debemos y podemos hacer?