Introducción
La tarde del sábado 18 de marzo del 2017, Marco Antonio Montoya Juárez, jefe de mantenimiento
del supermercado Walmart, padre de familia de tres jóvenes, entonces con 40 años de
edad, salió de casa aproximadamente a las 4:30 de la tarde; algunos vecinos refirieron
que se dirigía rumbo al bulevar Adolfo López Mateos en la ciudad de Celaya, Guanajuato,
y ahí se encontraría con su amigo, el policía federal Eduardo Rodríguez Bustos, quien
aquella tarde conducía un vehículo Mazda color gris oscuro, con placas del Estado
de México. De acuerdo con la narrativa de los hechos dada a conocer en diversos medios
de comunicación, viajarían al municipio de Comonfort -ubicado a media hora de la ciudad
de Celaya-, con la finalidad de pasar el fin de semana con sus respectivas familias.
Sin embargo, después de ese punto de encuentro nadie volvió a saber de ambos (Quintanar 2020).
Esta narrativa, por más inverosímil que parezca al referir que en pleno día dos personas
desaparecieron en una de las avenidas principales de la ciudad de Celaya, Guanajuato,
es desafortunadamente una historia común entre poco más de trescientos casos de desaparición
de personas que se han registrado ante las autoridades en este municipio mexicano
en los últimos años, así como entre los poco más de 2,610 registros de desaparición
en el estado de Guanajuato, y, finalmente, entre la desmedida cifra que alcanza hoy
día poco más de 95,541 personas desaparecidas a nivel nacional desde el año 1964 hasta
la actualidad. Entre las que cabe destacar que un porcentaje importante se incrementó
en las últimas décadas a causa de la “guerra contra el narco”, declarada por el entonces
presidente de la república Felipe Calderón Hinojosa, dando como resultado la cifra
de 78,107 personas reportadas como desaparecidas en México desde el año 2006 hasta
el 12 de enero del 2022 (Arista 2022). Esto es, en los últimos 15 años hemos experimentado un incremento del 82% de personas
desaparecidas en la historia reciente de nuestro país.
No obstante, por si acaso estas cifras de la problemática que vivimos los mexicanos
no merecen nuestra atención para dimensionar el problema, cabe destacar que los números
enunciados hasta este momento solo ilustran una aproximación muy general al fenómeno
de la desaparición de personas, debido a que no representan en modo alguno datos confiables
para muchas familias que padecen la ausencia de uno de sus miembros, pues solo reflejan
(objetivamente para aquellos estadísticos) el número de denuncias presentadas ante
las fiscalías; y no la situación con la que se confrontan de manera cotidiana las
víctimas indirectas en sus localidades. Esto habla de la existencia de una diferencia
velada muy relevante entre las cifras registradas, con respecto a las ausencias de
aquellas personas que no son denunciadas formalmente ante las autoridades, por parte
de sus familiares, a causa de la desconfianza, amenazas, miedo e impunidad que viven
cientos de familias mexicanas ante esta problemática, donde el Estado es el principal
señalado por su acción u omisión ante el creciente número de personas que adolecen
el delito de desaparición en nuestro país desde la década de los años sesenta hasta
la actualidad.
Un caso que ilustra la anterior aseveración es el de María Herrera, quien desde 2008
tiene a sus cuatro hijos desaparecidos: “en mi pueblo hay más de 70 desaparecidos,
y la única denuncia que existe es la nuestra”. Ponderar estas cifras nos llevaría
a redimensionar el problema a otra escala que, si bien la cifra oficial ya de por
sí debería alarmarnos y detonar nuevos procesos sociales y políticos, la cifra negra
debería sacudir la parsimonia de nuestro actuar, nuestra forma de mirar y analizar
la realidad desde la academia, desde el ejercicio profesional, desde la forma de hacer
política, y, en lo general, en nuestra cotidianidad, a causa de la proximidad que
hoy día tenemos ante el fenómeno en cuestión.
¿Qué es la desaparición de una persona? ¿Desde cuándo se originó esta problemática
en nuestro país? ¿Quiénes son los perpetradores?, y, finalmente, ¿cómo ha repercutido
este fenómeno de la violencia en el desarrollo de la antropología forense en México?,
o, ¿qué aportes ha dado la antropología forense ante el fenómeno de la violencia en
México? Son algunas de las interrogantes que ponemos sobre la mesa para dar cabida
a una narrativa que permita esbozar históricamente tanto el fenómeno de la desaparición
como el del desarrollo de una antropología forense para el contexto mexicano.
La desaparición de personas y la respuesta del Estado
La desaparición de personas es un fenómeno social que puede y debe ser visto desde
diversas perspectivas, sean políticas, económicas, científicas, pero ante todo humanitarias,
puesto que nos encontramos ante una problemática que lacera a miles de personas en
nuestro país, obligándolas en muchos casos, a guardar un silencio absoluto por el
miedo y zozobra causados por las circunstancias de la desaparición de un ser querido,
pero también confronta de manera abrupta la vida cotidiana de aquellas personas que
buscan incesantemente algún rastro de sus seres queridos con acciones que son vistas
desde dos aristas principales: desde la experiencia propia, o bien, ajena. En este
tenor, en antropología social esto tiene relación intrínseca con las posturas emic y/o etic. Es decir, la primera perspectiva estaría relacionada cuando el sujeto pasa por esta
problemática, y, la segunda, cuando el sujeto es ajeno a la desaparición de un familiar,
por ende, solo observa, acompaña y/o emite juicios de valor en torno al accionar del
primer grupo.
Desde el momento de la desaparición de un ser querido, las familias de las víctimas
(hablamos en plural, pues hoy día se contabilizan en miles) interpelan y cuestionan
a las instituciones que al menos, en la teoría y en el fundamento de estas, deberían
responder con inmediatez y debida diligencia ante la violación explícita de derechos
humanos fundamentales como la vida y la libertad de las víctimas. No obstante, se
confrontan ante la burocratización de la ausencia, donde los familiares inician formalmente
un proceso de búsqueda a través de las instituciones a cargo, dando información de
sus familiares desaparecidos, proporcionando fotografías y detalles que pudieran abonar
para la localización de sus seres queridos. Pasan días, semanas, años, y, en los casos
de “la guerra sucia”, como veremos más adelante, quizás décadas para accionar esa
estructura que, entre múltiples trámites burocráticos, perdió el objetivo de la búsqueda
con vida, para concentrarse en contabilizar y agrupar dichas ausencias de acuerdo
con edades, género, grupo social, lugar de origen y de los hechos, entre otros datos;
todo ello para transparentar las nuevas cifras entre los discursos oficiales.
Ante esta problemática y ante los nulos o escuetos resultados de las autoridades,
así como la desconfianza en sus acciones, a juicio de las víctimas, las búsquedas
de personas desaparecidas se han transformado y extendido en las últimas décadas a
distintas regiones del país, mediante la conformación de grupos y asociaciones que
han presionado a las autoridades hasta elevar sus demandas a nivel internacional.
Desde este espacio político, se han creado alianzas para el desarrollo de búsquedas
efectivas, dando cuenta de que la problemática en nuestro país se ha desbordado, y
la solución, coligiendo a partir de los resultados, está fuera de las manos del Estado;
por ende, se buscan soluciones, como también profesionistas que abonen desde su expertise al encuentro e identificación del familiar desaparecido. Es en este escenario donde
la antropología forense se encuentra hoy día en México.
La desaparición de personas es una problemática persistente y grave en nuestro país.
Es un fenómeno social compartido, desafortunadamente, desde la década de los años
sesenta del siglo XX con otros países de Latinoamérica, a causa de las dictaduras
militares en el cono sur, donde la figura de detenido-desaparecido se reprodujo en
diversos países como Uruguay, Chile, Argentina y Perú, como una forma de represión
y tortura a toda persona y/o grupos que pusieran en tela de juicio el actuar del Estado;
para nuestro caso de análisis adquiere connotaciones muy particulares a partir de
la violencia exacerbada ejercida ya no solo por agentes del Estado (pues cabe señalar
que continúa un registro de denuncias de desapariciones forzadas), sino, además, por
los grupos delictivos que han proliferado, tanto como sus modus operandi en México desde la “guerra contra el narcotráfico” hasta la actualidad.
Lo anterior ha propiciado, paralelamente a las acciones del Estado, la conformación
de grupos de búsqueda de personas desaparecidas, los cuales tienen su origen en la
década de los años setenta bajo el contexto de desapariciones forzadas. Delito definido
por la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones
forzadas, en el artículo 2, como:
[…] el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de
libertad que sea obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que
actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa
a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero
de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley.
El trabajo de estos colectivos de búsqueda ha tenido tal relevancia que ha cambiado
de forma sustantiva los marcos normativos y las leyes en nuestro país, ante los vacíos
legales de esta problemática. Uno de estos instrumentos fue la promulgación de la
Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, que tuvo lugar en noviembre del año 2017, y con la cual se indemnizaba una demanda
social que al menos desde 1999 se tenía en pugna por la expedición de dicha ley; sin
embargo, tuvieron que pasar nueve iniciativas propuestas por diferentes facciones
políticas para su aprobación.11 No obstante, los hechos que marcaron un antes y un después para retomar los trabajos
legislativos de esta ley tuvieron lugar 18 años después, a causa de la desaparición
forzada de 43 estudiantes de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Guerrero, en
septiembre de 2014 (Goche 2015).
Dentro de esta ley, al fin había una tipificación del delito de desaparición cometida
por particulares, la cual fue definida en su artículo 34 de la siguiente forma: “Incurre
en el delito de desaparición cometida por particulares quien prive de la libertad
a una persona con la finalidad de ocultar a la víctima o su suerte o su paradero”.
La ley por sí misma no ha paliado la situación actual de violencia y desaparición;
no obstante, su instrumentación dio pie a la incursión por la vía legal de familiares
de personas desaparecidas en las diligencias de búsqueda federales y estatales; y
en otras ocasiones ante la parsimonia de agentes del Estado, se vieron obligados a
salir por cuenta propia a la búsqueda de sus seres queridos en medio de un contexto
de violencia generalizada sin cesar.
En este tenor, esbozamos a continuación el contexto histórico bajo el cual ha tenido
lugar el fenómeno de la desaparición de personas, para, más adelante, dar cuenta de
algunas incursiones de la antropología forense en este menester en busca de algo más
que el encuentro e identificación de una persona desparecida: a favor de la verdad
y la justicia; tarea que, implícitamente, ha forjado el desarrollo de la antropología
forense para el contexto mexicano.
Contexto de violencia en México. Dos guerras, miles de desaparecidos
La desaparición de personas es una problemática social compleja, producto de contextos
sociales, políticos, históricos y económicos muy específicos que, al menos para nuestro
país, merece una mirada acuciosa por lo que ha detonado tanto en el ámbito comunitario
como en cualquier espacio donde se sufre la desaparición de un familiar. En este sentido,
es importante indagar acerca de las reflexiones epistemológicas que se han derivado
desde las ciencias sociales ante esta problemática.
Si bien, la desaparición de personas ha tenido gran énfasis en nuestro país a partir
del inicio de “la guerra contra el narco” declarada por el panista Felipe Calderón
Hinojosa, en diciembre del año 2006, apenas una semana después de haber llegado a
la presidencia; pasar por alto diversos momentos históricos donde hubo personas desaparecidas
es dejar en el olvido episodios que marcaron la vida de cientos de mexicanos que hasta
la actualidad permanecen -y en algunos casos, murieron- sin saber qué fue de sus desaparecidos,
por qué se los llevaron, quiénes se los llevaron, a dónde, y qué hicieron de ellos,
interrogantes que el Estado nunca respondió, ni tuvo la intención de hacerlo, situación
que continúa hasta la actualidad (salvo en algunos contados casos como abordaremos
más adelante) y ha dejado en el olvido el derecho a la verdad y a la justicia, así
como la oportunidad de vivir un duelo para sus seres queridos, dejando una herida
abierta que marca no solo a cientos de familias, sino la historia reciente de nuestro
país.
Es precisamente en torno a estos episodios de indolencia donde tiene lugar la participación
de especialistas de diversas disciplinas científicas, entre ellas la antropología,
desde tres de sus subdisciplinas: arqueología, antropología física y antropología
social, desarrollando labores que abonan al reconocimiento del contexto social y forense
de las víctimas y, a través de ello, a la búsqueda de la verdad y la justicia.
La guerra sucia
Algunos autores ubican el periodo de “la guerra sucia” en las décadas de los años
sesenta y los setenta del siglo XX.2 Para Carlos Montemayor (2010) los testimonios de los generales Marcelino García Barragán y Félix Galván López constituyeron,
en un primer momento, elementos relevantes para comprender la violencia del Estado
ejercida desde mediados del siglo XX; en lo particular, destacando episodios como
el movimiento estudiantil y con este, la matanza del 2 de octubre del 68 en Tlatelolco;
la matanza del Jueves de Corpus ocurrida el 10 de junio de 1971; así como la represión
a los movimientos sociales previos y posteriores a esas fechas; la tortura, la detención-desaparición
y asesinato de líderes sindicales, magisteriales y campesinos; entre otros atentados
al ejercicio de los derechos humanos.
La proximidad de estos personajes castrenses con los presidentes Gustavo Díaz Ordaz
y Luis Echeverría, provista entre sus múltiples epístolas, así como entre las entrevistas
ofrecidas a medios de comunicación en años posteriores en relación con diversos sucesos
violentos en los que participó el Ejército mexicano, pusieron sobre la mesa de debate
información relevante acerca de las posturas y prioridades políticas de ambos presidentes,
quienes gobernaron durante un contexto político encumbrado por el autoritarismo, el
cual orilló a los movimientos sociales a “resignarse a la represión y a la masacre,
o intentar el recurso de la vía armada” (Montemayor 2010, 15).
Los movimientos armados no siempre lo fueron; antes, varios de sus integrantes participaron
en movimientos sociales, civiles, incluso pacíficos y legales. Pero se enfrentaron
a formas duras y autoritarias del poder, que en múltiples casos los orilló a la toma
de las armas. (Mendoza 2011)
En este marco emergieron grupos guerrilleros en distintas regiones y ciudades del
país, conformando guerrillas rurales y guerrillas urbanas (Piñeyro 2005). Un referente importante de las primeras fue la guerrilla rural en el estado de
Guerrero, encabezada por el maestro Lucio Cabañas (Silva 2016), egresado de la Normal
Isidro Burgos (hoy conocida a nivel mundial por la desaparición de los 43 jóvenes
de Ayotzinapa); mientras que, entre las guerrillas urbanas, la Liga Comunista 23 de
Septiembre atrajo la atención del Estado, porque sus bases sociales se encontraban
disipadas en distintas ciudades, entre ellas: Culiacán, Sinaloa; Guadalajara, Jalisco;
Monterrey, Nuevo León, y en el Valle de México. Hecho que marcó hito en la conformación
de guerrillas más allá de un solo espacio regional (Rodríguez Kuri 2021).
A la par de la emergencia de las guerrillas aparecieron, o, en varios casos, tomaron
mayor fuerza y poder, grupos de choque y grupos paramilitares auspiciados por el Estado
(ejemplo emblemático de estos fueron los “Halcones”) participando, entre otras de
sus funciones, como infiltrados para entregar información al personal del Ejército
mexicano acerca de las acciones y decisiones de las guerrillas o movimientos sociales
disidentes. Cientos de personas que fueron parte de la guerrilla, o solo sospechosas
de serlo, fueron víctimas de desaparición forzada, tortura, encarcelamiento, e incluso
asesinadas; en algunos casos tirados al mar en la Costa Grande del estado de Guerrero
(Silva 2016) logrando, de esta forma, una persecución abierta y de exterminio de las
guerrillas a manos del Estado durante esas décadas.
La catalogación de los Halcones como grupo paramilitar no es certera. No fue la única
vez que militares mexicanos formaron, entrenaron y jefaturaron grupos paramilitares
en nuestro país. En las últimas décadas del siglo XX y en los inicios del XXI surgieron
grupos paramilitares que fueron empleados en la guerra sucia, según reconoció el general
Félix Galván; también surgieron en Chiapas desde 1995 para sitiar al EZLN […] fuera
de la estructura del Estado han surgido en el crimen organizado: a principios del
siglo XXI, el caso más conocido era el de los Zetas en el narcotráfico. (Montemayor 2010, 136-137)
Es precisamente en el marco de las desapariciones forzadas ejecutadas durante la guerra
sucia en Guerrero que, el 25 de agosto de 1974, es detenido el campesino, cantautor
y expresidente de Atoyac de Álvarez, Rosendo Radilla Pacheco, en un retén militar
instalado en la carretera entre Chilpancingo y Atoyac, Guerrero. El motivo de su detención:
componer canciones acerca de los profesores Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, también
acerca de la vida rural y sobre demandas sociales del Partido de los Pobres (PDLP).3
Entre Cacalutla y Alcholoa, un retén militar de la Secretaría de la Defensa Nacional
(Sedena) detuvo al camión. Uno de los militares lo reconoció y no le permitió continuar
su viaje. Cuando Rosendo les preguntó de qué se le acusaba, los militares le respondieron:
“De componer corridos a Lucio Cabañas”. Se lo llevaron preso al ex cuartel militar
de Atoyac de Álvarez donde fue visto por última vez. Víctima de desaparición forzada,
nada se sabe aún de su paradero.4
Irónicamente, al cuartel al que fue llevado preso Rosendo Radilla era el mismo que
él había gestionado la construcción, durante su periodo como presidente municipal
de Atoyac entre los años de 1955 y 1956. Días después de su detención se le vio golpeado
dentro de ese cuartel militar. No se volvió a saber de su paradero.
Entre cientos de desapariciones forzadas en la región (Radilla 2007), el caso de Rosendo Radilla Pacheco constituyó un referente a nivel nacional e internacional,
a causa de la lucha incansable de sus familiares por encontrarlo, a través de la Comisión
Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), así como de la Asociación
de Familiares de Detenidos-Desaparecidos y Víctimas de Violaciones a los Derechos
Humanos en México (AFADEM), y quienes, una vez agotados los recursos jurídicos en
nuestro país, presentaron su caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos,
el 15 de noviembre del 2001, logrando, ocho años después, la sentencia donde la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado mexicano por la desaparición
forzada de Rosendo Radilla fechada el 15 de diciembre 2009.
En el periodo de tres décadas entre la desaparición forzada de Rosendo Radilla Pacheco
y la sentencia emitida por la CIDH contra el Estado mexicano, vino la transición de
gobiernos priistas al panismo; con ello, en diciembre del año 2000, las palabras emitidas
por el presidente electo Vicente Fox brindaban un halo de justicia para los cientos
de personas desaparecidas, así como de otros delitos en el que el Estado había intervenido,
por acción directa, connivencia u omisión; delitos que las instituciones y estructuras
corruptas del Estado habían dejado en el olvido:
[…] ninguna relación con el pasado es saludable si no está fincada en la verdad. Sin
sustituir a las instancias de procuración e impartición de justicia, me propongo abrir
lo que ha permanecido cerrado en episodios sensibles de nuestra historia reciente
e investigar lo que no ha sido resuelto, mediante una instancia que atienda los reclamos
por la verdad de la mayoría de los mexicanos.
No es posible contener la justa indignación social: los grandes corruptos del pasado,
del presente y del futuro rendirán cuentas; no habrá para ellos borrón y cuenta nueva.
No habrá piadoso olvido para quienes delinquieron; tampoco habrá tolerancia para quienes
pretendan continuar con privilegios hoy inaceptables […].5
Dos años después de este discurso, se crea la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales
y Políticos del Pasado (FEMOSPP)6 como parte de la entonces Procuraduría General de la República (PGR), ante la disyuntiva
de la creación de una Comisión de la Verdad o de una Fiscalía acorde con el discurso
de transición política del país. “Todo hacía pensar que, ante las dificultades que
enfrentaría el camino ministerial, Fox se decidiría por una Comisión de la Verdad,
sin implicaciones inmediatamente judiciales; sin embargo, sorpresivamente, se inclinó
por una Fiscalía Especial” (Hilares 2017, 76).7
Entre las funciones principales de dicho organismo se encontraban “concretar y conocer
las investigaciones, integrar las averiguaciones previas y perseguir los delitos federales
cometidos contra personas vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado
(Montemayor 2010, 237-238). Las expectativas en esta Fiscalía fueron altas, al grado de que su propio titular,
Ignacio Carrillo Prieto, “le llamó ‘la solución mexicana’ porque daría justicia, verdad
y reparaciones” para los familiares de personas desaparecidas durante la guerra sucia
(citado en Aguayo y Treviño 2007, 724). En palabras del profesor de la Universidad de Oxford, Ezequiel González (citado
por Yankelevich, 2020):
[…] (La FEMOSPP) preparó y consignó numerosas acusaciones contra oficiales militares
de alto perfil y un expresidente, pero sus esfuerzos fueron en vano […] ninguno de
los casos llevados ante las cortes penales resultó en condenas. De hecho, ninguno
de ellos alcanzó la etapa de juicio.8
Si bien la valoración de las acciones realizadas por esta Fiscalía fue prematura,
apenas cuatro años después de haber sido creada, su desaparición tuvo lugar el día
30 de noviembre del 2006 (último día de gobierno del presidente Vicente Fox). De acuerdo
con el discurso oficial, la razón principal de su eliminación era que ya había cumplido
su labor. No obstante, en una de las entrevistas realizadas por Carlos Montemayor
al director del Proyecto de Investigación Histórica de la Fiscalía Especial, José
Sotelo Marbán, este afirmó, el 4 de abril de 2006, lo siguiente:
No se puede jugar con la fantasía de que la Fiscalía ya cumplió con su propósito ni
en el área ministerial ni en la histórica [...] Le comentaba que en los archivos de
la Sedena pudimos establecer conexión de 80 casos de desaparición forzada en los que
el propio ejército reporta las detenciones. […] Todo ello me permite afirmar que hay
elementos para un trabajo intenso que no puede concluir, según mi diagnóstico, ni
en abril ni en diciembre de este año [...] Y quizás ni en el año próximo. […] De absorberse
esta estructura en otra mayor será poco probable que se aproveche la experiencia adquirida
[...] es necesario que el Ejecutivo instruya al ejército para que aporte cierta documentación
[...] en particular aquella en la que específicamente se ordenan los traslados de
todos los detenidos que hemos probado que quedaron en su poder [...] Es necesario
que le ordene al ejército colaborar, en lugar de obstaculizar. Que el ejército aporte
todos los testimonios respecto al paradero de más de 80% del total de las personas
desaparecidas, porque finalmente quedaron en su poder [...] Es necesario también efectuar
todos los estudios de campo que tiene pendientes la Fiscalía […] Hay testimonios sobre
cementerios clandestinos en las propias instalaciones de lo que fue el Campo de Concentración
de Atoyac [...] Hay testimonios de que había calderas en el Campo Militar Número Uno
donde pudieron haber incinerado cuerpos. Hay testimonios de ejecuciones sumarias en
campos de tiro de la Sedena. Es necesario hacer todos estos peritajes con la colaboración
de las más altas autoridades militares y no en situación de altísimo riesgo y a contracorriente
de la institución. Es necesario que el ejército se deslinde y, en lugar de ser cómplice,
dignifique su condición. (Citado en Montemayor 2010, 239-240)
Estos hechos, aunados a la participación de “funcionarios dentro de la FEMOSPP vinculados
con la época represiva que se investigaba” (Dutrénit y Argüello 2011, 136) dejaron en entredicho la imparcialidad y autonomía de las investigaciones y decisiones
que se llevaron a cabo durante el ejercicio de esta institución.
En consecuencia, la FEMOSPP concluyó labores emitiendo un informe a manera de libro
blanco donde narró el trabajo realizado hasta diciembre del 2005. En dicho documento
se desatacó:
[…] la responsabilidad del Estado, no solo de individuos, en la comisión de múltiples
violaciones de derechos humanos, es decir, se configuraba una política de Estado y
no la acción de individuos malintencionados o corruptos: se mostraba el entramado
que coordinó a las corporaciones policiales civiles y al ejército en esta labor.9
De tal forma, este documento fue el motivo del despido de los 27 investigadores signantes.
Con todo y los problemas que devinieron de la divulgación de dicho informe entre intelectuales
en México10 -y, asimismo, colgado en el portal de la National Security Archive de la Universidad George Washington- fue considerado como prueba y citado su coordinador,
ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por el caso Rosendo Radilla contra
el Estado mexicano, cuyo fallo positivo a favor de los querellantes fue dado a conocer
en 2009. No obstante, los gobiernos siguientes hicieron todo lo posible para que el
informe fuera lo menos conocido posible (García López S. f.).
Por ende, este informe (entre otras pruebas periciales y testimonios relevantes)11 fue retomado por la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), sirviendo
de fundamento para emitir la sentencia del caso a finales del año 2009. Dicha sentencia
fue el marco bajo el cual se llevaron a cabo diversas intervenciones de especialistas
en antropología y arqueología forense en nuestro país.
La guerra contra el narco
[…] Sé que restablecer la seguridad no será fácil ni rápido, que tomará tiempo, que
costará mucho dinero e incluso, por desgracia, vidas humanas. Pero ténganlo por seguro:
esta es una batalla en la que yo estaré al frente, es una batalla que debemos librar
y que unidos los mexicanos vamos a ganar a la delincuencia […]12
Fueron las palabras con las cuales Felipe Calderón -tras ser investido como presidente
de la república (2006-2012) en medio de un polémico fallo electoral- vaticinaba lo
que el 11 de diciembre de 2006, formalizaría a través de la declaratoria de guerra
contra el narcotráfico,13 comenzando con el despliegue de miles de elementos de seguridad en la tierra caliente
de Michoacán, entre ellos 4,260 soldados, 1,054 marinos y 1,420 policías federales,
quienes conformaban el Operativo Conjunto Michoacán,14 y tendrían la encomienda de recuperar el territorio que estaba en manos del grupo
delictivo “La Familia Michoacana”.15
Este Operativo Conjunto sería la prueba piloto de la forma en que intervendrían las
fuerzas de seguridad en distintas regiones del país; entre ellas en los estados de
Baja California, Guerrero, Nuevo León, Tamaulipas, Sinaloa, Veracruz, Durango y Chihuahua,
a partir de 2007. Lugares donde la violencia se proyectaría a niveles nunca vistos
por su población hasta la actualidad. El entonces secretario de Seguridad Pública
de Calderón, Genaro García Luna (hoy preso por vínculos con el Cartel de Sinaloa durante
la administración calderonista) reconocería mediante un comunicado filtrado por WikiLeaks (07MEXICO604) que “la presión del gobierno de Calderón contra los cárteles, previamente,
este mismo año, engendró más violencia” (Rábago y Vergara 2011). Declaraciones que
eran contrarias al discurso triunfalista del Estado con respecto a la guerra contra
el narcotráfico.
Los resultados a corto, mediano y largo plazo se traducirían, como ya lo anunciaba
García Luna, en un incremento acelerado de homicidios y los supuestos “daños colaterales”
de dicha guerra, eufemismo que se tradujo a lo largo del sexenio (y posteriores),
en violencia, muertes, personas desaparecidas y desplazamientos forzados. En este
sentido, hasta el año 2010 del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), existió en
el sitio web de la Presidencia de la República una base de datos llamada “Base de Datos de Fallecimientos
Ocurridos por Presunta Rivalidad Delincuencial”, en la cual se contabilizaba un total
de 34,612 muertos entre 2006 y diciembre de 2010, más 12,903 muertos de enero a septiembre
del 2011; es decir, en menos de cinco años del sexenio de Felipe Calderón, había un
registro de 47,515 asesinatos vinculados con enfrentamientos violentos.16
Estas cifras eran similares a las reportadas por la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (CNDH), donde se tenía un registro de 46,015 personas ejecutadas en ese sexenio
(2006-2012); dentro de esas cifras daban cuenta de 15,921 cadáveres no identificados
y 1,421 cuerpos sepultados en fosas clandestinas.17 Asimismo, la CNDH reportaba 2,126 casos de desaparición forzada bajo investigación
y 5,397 personas reportadas como extraviadas o ausentes en dicho sexenio.18 En contraparte, el Estado destacaba los aciertos de la guerra contra el narcotráfico,
y ocasionalmente anunciaba decomisos, así como la captura o abatimiento de presuntos
líderes de los cárteles, los cuales proliferaron -cual Hidra de Lerna- ante la división
creada tras la caída de algún capo regional (Ángel 2017).
Entre esos “triunfos” para el Estado, se develaba en forma paulatina el incremento
de la saña con la cual reaccionaban los grupos delictivos, ya fuera entre sí, por
la disputa y control de territorios, o contra el Estado, como muestras de rebelión
ante la incursión de policías federales, militares y marinos que intervenían aquellas
regiones ocupadas (históricamente en algunos casos) por el narcotráfico. Asimismo,
los grupos delictivos viraron sus actos contra la población que quedaba en medio del
fuego cruzado, ejerciendo violencia de manera exacerbada, los cuales se mantuvieron
al alza, con algunas variaciones, desde el 2006 hasta la actualidad.
Lo anterior quedó registrado ante medios de comunicación, los cuales han documentado
cientos de masacres a lo largo y ancho del país. Inicialmente, los diarios regionales
y nacionales fungieron como mensajeros -algunas veces pagados, otras veces “por dar
la nota” y otras bajo amenaza- exponiendo los “narcomensajes” ya no solo entre los
cárteles, sino también reproduciendo mensajes dirigidos hacia el Estado por su intervención,
connivencia u omisión ante el trabajo y operaciones ilícitas en distintas regiones
del país.
De manera explícita e implícita, el mensaje de una guerra contra un enemigo difuso,
y profuso, alcanzaba a la población en lo general, la cual se encontraba asediada
por el clima de violencia ilimitada.
Cientos de noticias de atrocidades sacudieron al país y, de igual manera, alertaron
el ámbito forense. Pasamos en cuestión de meses de la noticia de cinco cabezas arrojadas
sobre una pista de un prostíbulo en Uruapan,19 a aquella acaecida el 25 de enero de 2009, acerca del señor Santiago Meza López,
de oficio albañil, quien entre el argot regional era llamado el “pozolero” por cocinar
a narcotraficantes contrarios, del cartel del grupo de los Arellano Félix,20 por un pago de 600 dólares a la semana en la frontera norte del país.21
En este contexto, en agosto del año 2010, tuvo lugar la masacre de 72 migrantes en
San Fernando, Tamaulipas. La noticia la daba la Secretaría de Marina, cuyos elementos
habían tenido un enfrentamiento contra integrantes del grupo delictivo de “Los Zetas”,
tras recibir el testimonio de un migrante ecuatoriano que había escapado del lugar
donde lo tenían secuestrado a él y a otras personas. Al arribar a una bodega en el
ejido El Huizachal, los militares encontraron a 58 hombres y 14 mujeres asesinadas
con disparos en la espalda, maniatados y apilados (Hernández et al. 2020). Este hecho ponía sobre la mesa un problema del que la Comisión Nacional de Derechos
Humanos ya tenía registro; sin embargo, aquí como en otros casos, las cifras que rebasaban
las 9 mil personas migrantes secuestradas, y en muchos casos desaparecidas, entre
septiembre de 2008 y febrero de 2009,22 no representaron mayor información para alertar a las autoridades; únicamente sobre
el contexto (sin contemplar las cifras negras de esta problemática) bajo el cual el
Estado era señalado por su omisión ante la inseguridad de este sector vulnerable en
su paso por México.
Pese a los hechos previamente mencionados y, derivado de esto, las recomendaciones
internacionales hacia el Estado mexicano, la violencia continuó no solo en el resto
del país, sino en el mismo municipio hasta suscitarse otra atrocidad a inicios de
abril de 2011, solo nueve meses después, esta vez ser trataba de 193 cuerpos sin vida
hallados en 47 fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas (Rodríguez 2021).
Finalmente, el sexenio donde había iniciado “la guerra contra el narco” concluyó.
No así las cifras e historias de miles de personas desaparecidas, homicidios y masacres
a lo largo y ancho de nuestro país durante el próximo sexenio hasta la actualidad.
Las víctimas fueron alejándose de forma acelerada del discurso que les revictimizaba,
pues en los inicios de “la guerra contra el narco” se difundió la idea de que quienes
eran víctimas de la delincuencia o de parte del Estado, era por “andar en malos pasos”23 o solo “daños colaterales”; afortunadamente, ese discurso se fue debilitando con
casos emblemáticos de violaciones de derechos, como algunos mencionados hasta este
momento, y, asimismo, como los hechos ocurridos en la noche del 26 de septiembre de
2014, cuando cuarenta y tres estudiantes normalistas fueron víctimas de desaparición
forzada por policías que más tarde los entregaron a un grupo delictivo en el estado
de Guerrero, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto.
Antropología forense en contextos de búsqueda de personas desaparecidas
A finales de la década de los años noventa, comenzaron a realizarse una serie de exhortos
por parte de familiares de víctimas de presos políticos y detenidos-desaparecidos
en torno a la desclasificación de archivos relacionados con crímenes políticos del
pasado, cometidos por las autoridades bajo mando y conducción del propio Estado, enfocándose
principalmente en el periodo de la guerra sucia. No obstante, dichas peticiones tuvieron
éxito hasta una década después con la creación de la FEMOSPP, como ya hemos revisado.
Pero, ¿qué implicaciones tuvo la creación de esta Fiscalía para la antropología? Las
indagatorias que salieron a la luz llevaron a la necesidad de localizar y excavar
fosas clandestinas de víctimas que fallecieron a consecuencia de la guerra interna
entre el gobierno y grupos disidentes; y es justo en este contexto, cuando comienza
a involucrarse un grupo interdisciplinario de antropólogos en torno a las tareas de
búsqueda, recuperación y análisis, y años más tarde, en la exhumación del profesor
Lucio Cabañas Barrientos, comandante de la guerrilla y dirigente del Partido de los
Pobres y de los miembros del mismo partido, la de Lino Rosas y la de Esteban Mesino,
en el 2003 (Jácome 2007; Jácome y Escorcia 2015).
Posteriormente, en 2007, a raíz de las recomendaciones hechas por la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH), la Procuraduría General de la República (PGR) realizó
las primeras prospecciones en el ex cuartel de Atoyac de Álvarez, Guerrero, dando
inicio a la búsqueda de los restos de Rosendo Radilla Pacheco, y demás víctimas de
la guerra sucia, entre los que se enlistan 121 casos de personas desaparecidas.24 Sin embargo, después de dos diligencias y ante la carencia de técnicas especializadas
para su localización, la PGR se vio en la necesidad de requerir personal y equipo
adecuado de otras instituciones (Sánchez y Rangel 2017). De este modo, en marzo de 2011, la PGR solicitó la participación de profesionistas
en materia de antropología física del Instituto Nacional de Antropología e Historia
(INAH). En dicha intervención se aplicó un modelo de análisis con un enfoque bioarquelógico,
utilizando métodos y técnicas desarrolladas para contextos prehispánicos y virreinales,
pero en esta ocasión aplicados al contexto forense (Díaz 2011; Avilés 2011).
A partir de ese evento y ante la necesidad de capacitar a su personal en las técnicas
de búsqueda, recuperación y análisis de restos humanos, la PGR en colaboración con
el INAH llevaron a cabo un foro titulado “Técnicas de prospección y excavación en
búsqueda de restos óseos humanos”, celebrado en el Museo Nacional de Antropología,
en donde investigadores de arqueología y antropología física compartieron sus conocimientos
con peritos de las distintas ciencias forenses.25 Anterior a esos eventos, la PGR únicamente requería de antropólogos físicos del INAH
para descartar si un resto óseo era prehispánico o contemporáneo. De acuerdo con el
Código Federal de Procedimientos Penales, artículo 225, se establecía que si la institución
no contaba con un experto, tendría que buscar peritos en otras dependencias del gobierno
federal o en instituciones académicas.
En este punto cabe preguntarse, ¿desde qué momento la antropología tiene reconocimiento
como ciencia forense en los contextos legales en nuestro país? La antropología forense
es un campo amplio que involucra la antropología en general, así como las distintas
especialidades: antropología física, arqueología, antropología social y demás subdisciplinas
de la antropología; estas pueden intervenir en diferentes momentos en los casos forenses
o criminalísticos (Lagunas 2009). Su implementación en el contexto legal en México
se da hacia inicios de la década de los años setenta, con la incursión de los primeros
antropólogos físicos en las labores de trabajo de la Procuraduría General de Justicia
del entonces Distrito Federal (PGJDF) (Lagunas y Reyes 2009; Valencia y Methadzovic 2009). No obstante, se reconoce que la antropología forense comenzó a desarrollarse desde
finales del siglo XIX con la llamada antropología criminal, con objetivos y una ideología
completamente distinta a la actual,26 más vinculada con lo que hoy conocemos como criminología.
El uso de los métodos y técnicas desarrolladas por la osteología antropológica comenzaron
a implementarse en la identificación de personajes históricos, como el de Cuauhtémoc,
tlatoani mexica, Moctezuma II, Sor Juana Inés de la Cruz (Lagunas y Reyes 2009). Sin embargo, es en la década de los setenta, que la antropología física forense
se concibe tal y como la conocemos hoy en día con la incursión de los antropólogos
físicos27 en trabajos de identificación humana a partir de restos esqueletizados, recuperados
por la PGJDF. De esta manera, especialistas en la materia comenzaron a ser consultados
para la identificación de restos óseos humanos vinculados con un contexto legal (Lagunas y Reyes 2009; Valencia y Methadzovic 2009). Asimismo, algunos otros colegas se integraron laboralmente en los servicios médicos
forenses (Semefos) de distintas dependencias de gobierno.28
Hasta la década de los años noventa, se reconocía únicamente a la antropología física
como antropología forense. De hecho, en la memoria editada de un conversatorio internacional
organizado en 201729 por Anne Huffschmid (Freie Universität Berlín), el Equipo Mexicano de Antropología
Forense30 (Diana Bustos Ríos) y la Colectiva de Intervención ante las Violencias (Celeste Perosino),
responden a la pregunta: ¿qué entendemos, exactamente, por antropología forense?,
las académicas contestan: “Nos referimos a una rama de las ciencias forenses que aplica
los principios, técnicas y metodología de la antropología física, aquella que se ocupa
del cuerpo humano, a un contexto médico-legal.”
No obstante, sabemos que la antropología forense incluye todas las disciplinas de
la antropología, que si bien inicia con la aplicación de los métodos y técnicas propias
de la antropología física, la emergencia forense por la que atraviesa el país, particularmente
con el problema de personas desaparecidas y los nuevos patrones de violencia como
los descritos hasta este momento, ha requerido que la práctica forense dé un giro
y se implementen nuevos conocimientos desarrollados en especialidades como la arqueología,
particularmente para los casos de búsqueda, exhumación y recuperación de contextos
forenses. Por otra parte, la antropología social debería llevar a cabo la recopilación
de datos sobre la persona desaparecida, que permitan contrastar y/o confrontar la
información ante mortem con los datos post mortem (AM-PM). Además de la relevancia que tiene la antropología social para indagar de
forma interdisciplinaria en análisis de contextos socioculturales en torno a las desapariciones
y/o fosas o lugares de inhumaciones clandestinas.
Desde mediados de la década de los años noventa y hasta la fecha, la docencia y la
investigación en materia de antropología forense comenzó a perfilarse en México. Para
1996, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) se impartió por vez
primera un curso como materia optativa sobre antropología forense,31 el cual despertó el interés no solo entre alumnos de la licenciatura de antropología
física, sino también en arqueología. Asimismo, en la ENAH se creó el Proyecto de Investigación
Formativa (PIF), titulado “El campo de la arqueología y la antropología forense en
México”, impartido por el antropólogo físico Arturo Talavera y el arqueólogo Martín
Rojas, quienes, a su vez, en 1996, conformaron el equipo de bioarqueología de la Dirección
de Antropología Física del INAH. Un equipo con la idea de poner en práctica los conocimientos
de las ciencias antropológicas (antropología física y arqueología) aplicados en la
recuperación y análisis de indicios procedentes de fosas clandestinas (Talavera y Rojas 2018; Jácome 2007).
Mientras tanto, en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM se desarrollaba
el proyecto titulado “La cara del mexicano o CARAMEX”, integrado por varios antropólogos
físicos y encabezado por los doctores Carlos Serrano Sánchez y María Villanueva, el
cual surgió como una necesidad de la PGJDF para los sistemas de identificación. Se
trataba desde un inicio de un sistema computarizado para elaborar retratos hablados
a partir de rasgos faciales de individuos mexicanos (Serrano, Villanueva, Luy y Link 1996).32
Dicho proyecto antecedió el desarrollo de otras propuestas que culminaron como trabajos
de tesis, donde se abordaron el uso de nuevas técnicas en la reconstrucción facial
escultórica y la aplicación de los métodos y técnicas arqueológicas en los contextos
forenses.33 Así también, la creación del Laboratorio de Antropología Forense en el Instituto
de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, con fines de impulsar la investigación
en ese ámbito. En ese sentido, el Laboratorio de Antropología Física de la Facultad
de Medicina de la UNAM, desde hace ya varios años ha detentado un papel importante34 y, asimismo, la Dirección de Antropología Física del INAH; todos ellos albergan en
sus instalaciones significativas colecciones de referencia de esqueletos humanos de
población mexicana contemporánea, que han sido utilizadas para generar nueva información
particularmente relacionada con métodos y técnicas para la estimación de algunos de
los parámetros que conforman el perfil biológico en el proceso de identificación humana.
Volviendo a nuestro punto de partida, cabe desatacar que las primeras capacitaciones
sobre la búsqueda y recuperación de los restos humanos enterrados o insepultos se
impartieron desde 1998 en el INAH, con el “Diplomado en antropología forense”, y más
tarde, en 2001, con la organización del “Primer diplomado de peritaje en ciencias
antropológicas”,35 ambos enfocados en ofrecer los elementos necesarios en el peritaje antropológico
desde diferentes disciplinas forenses como la antropología física, la lingüística
y la arqueología (en lo que respecta al patrimonio).
Así también, se crearon líneas de investigación en el ámbito forense dentro de los
programas de posgrado en antropología física de la ENAH y el posgrado de antropología
de la UNAM. Impartiéndose un importante número de cursos a cargo de especialistas
en la materia, provenientes del extranjero.
Sin embargo, debido a que el problema de la desaparición de personas en nuestro país
no ha cesado en los últimos años, sino todo lo contrario, esta situación ha llevado
a la creación de licenciaturas y especialidades que puedan formar profesionales con
enfoques interdisciplinarios. En este contexto, en 2014, la ENAH se convierte en la
primera institución educativa en México, que ofrece a nivel superior la especialidad
en antropología forense, con un enfoque interdisciplinario y con un diseño curricular
enfocado en la necesidad profesional del contexto forense actual de nuestro país.
Mientras tanto, en la UNAM se crea, en 2013, la licenciatura en ciencia forense, adscrita
a la Facultad de Medicina.
Pero, ¿qué ha sucedido con la inserción laboral de especialistas en antropología dentro
de las distintas instituciones del sector público?, esto ha sido paulatino. Recién
entrada la primera década del siglo XXI, fue notable el incremento de violencia en
nuestro país creando con ello una emergencia forense principalmente destinada a la
búsqueda e identificación de personas desaparecidas. La inclusión de antropólogos
en instituciones como el Semefo de la ahora Ciudad de México y en la entonces Procuraduría
General de la República, ahora Fiscalía (FGR) dieron apertura al campo laboral de
peritos en antropología forense.
En el año 2002, por ejemplo, por primera vez, la entonces PGR publicó una convocatoria
en la que solicitaron especialistas de varias disciplinas entre las que se encontraba
la antropología. Sin embargo, a pesar de que el campo de la antropología forense estaba
ampliamente difundido en el extranjero, en México su aplicación era poco conocida,
de modo que dicha institución al considerar la incorporación de antropólogos sin enfatizar
la especialidad, certificó como peritos forenses a los antropólogos sociales Eva Reyes,
Guadalupe Mercado y Carlos Jiménez, quienes si bien su formación los capacitaba para
participar y coadyuvar en el sistema de justicia, no así en los temas de identificación
humana y excavación. No obstante, a lo largo de su estancia en la institución, recibieron
capacita ciones, cursos, asesorías y demás acciones para dar atención a la alta demanda
que devino a su ingreso.
La apertura en el campo laboral tanto en la actual FGR, como en las fiscalías generales
de justicia de los estados o como profesionales independientes, ha ido avanzando de
forma paulatina, así como la integración de profesionales a esos espacios (Jiménez 2021).
En este sentido, es importante resaltar la creación de grupos de investigación independientes
conformados por especialistas de distintas disciplinas, como el llamado Bufete Internacional
de Antropología y Arqueología Forense (BIAAF),36 creado en 2001, y en el que participaron peritos de la PGR que habían incursionado
en casos emblemáticos, como los ocurridos durante el levantamiento del EZLN, los asesinatos
de integrantes de la Organización Campesina Sierra Madre del Sur (OCSS) en Aguas Blancas,
Guerrero, y en el caso de las desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua
(Sánchez y Rangel 2017). Se trató del primer grupo independiente creado en México, el cual incluyó entre
sus especialistas forenses a profesionales de la antropología, entre ellos se encontraban
las antropólogas físicas Lilia Escorcia y Lorena Valencia, así como también el arqueólogo
Carlos Jácome (Jácome 2007). Sin embargo, a pesar del tiempo efímero que duró este grupo (menos de un año),
quienes lo conformaron se dieron cuenta de la enorme necesidad que tenía el país y
la carencia que había de personal especializado en el ámbito antropológico forense,
de manera que decidieron formar un nuevo grupo de trabajo, conformado inicialmente
como un proyecto de investigación de maestría,37 el denominado Equipo Mexicano de Identificación Humana (EMIH), encabezado por Carlos
Jácome y Edgar Gaytán, que posteriormente se reconocería como el Equipo Mexicano de
Antropología y Arqueología Forense (EMAAF) (Jácome 2007) y, años más tarde, en el 2013, daba origen al Equipo Mexicano de Antropología Forense
(EMAF), primera asociación civil en nuestro país conformada por especialistas en antropología
forense surgida como respuesta a las desapariciones forzadas.
No obstante, el contexto social ha propiciado la incursión de otros equipos que han
encontrado en el trabajo interdisciplinario una respuesta distinta a la del Estado
a favor de las víctimas. Un caso es el Grupo de Investigaciones en Antropología Social
y Forense (GIASF), que nació dentro del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores
en Antropología Social (CIESAS) y, donde actualmente, se han diseñado manuales de
apoyo, así como protocolos de notificación para las familias de personas desaparecidas
a partir del trabajo colaborativo que se ha venido realizando entre especialistas
en antropología social, arqueología, antropología física forense, criminalística,
psicología y sociedad en general.38
A modo de reflexión…
En este tenor, las masacres, desapariciones y demás atrocidades cometidas en el marco
de las dos guerras en México enunciadas hasta este momento (“la guerra sucia” y “la
guerra contra el narco”), así como a las incursiones de la antropología forense en
torno a diversos sucesos donde así ha sido requerida por el Estado -por lo general
a causa de la presión social más que por voluntad política y/o reconocimiento de incompetencia-
en nuestro país, son la representación de un contexto social complejo, donde se ha
generado información importante que ha visibilizado la necesidad social de la intervención
profesional de la antropología forense dentro del ámbito legal. Pues, a lo largo de
los últimos años, el quehacer de la antropología forense adquiere una relación intrínseca
con el trabajo realizado por los equipos forenses latinoamericanos en México, los
cuales han dejado una huella importante, desde su participación en el ‘Caso González
y otras vs. México (Campo Algodonero)’ a fines de la década de los años noventa en Ciudad Juárez,
Chihuahua, hasta el ‘Caso Iguala’ y en él, un compendio de fosas clandestinas localizadas
en la región, lo que vaticinó la crisis forense en la que vivimos hoy en día.
La intervención de equipos latinoamericanos de antropología forense ha dado la pauta
y abierto caminos, aportando técnicas y modos de hacer y buscar; exhumando fosas clandestinas,
y demás derroteros de este andar al pie de fosa con los familiares de personas desaparecidas.
Sin embargo, las especificidades de las atrocidades cometidas en el contexto mexicano,
así como la acumulación de casos que de forma paulatina adquieren la connotación de
relevantes (acaso por las características deplorables de la violencia ejercida sobre
los cuerpos y restos humanos) van más allá de las desapariciones forzadas que tuvieron
lugar en el cono sur como ya lo han reflejado los diálogos entre equipos de antropología
forense.39
Por ende, ante el panorama de violencia como el que acontece en nuestro país, con
miles de personas desaparecidas, aunadas a poco más de 52 mil cuerpos sin identificar
(Martínez y Méndez 2021), así como a los nuevos modus operandi de los grupos delictivos, que cada día perfeccionan su actuar para la desaparición
de los restos, anulando cualquier posibilidad de identificación de las víctimas, ante
la premisa criminal “sin cuerpo no hay delito”, en un México don de lo que impera
entre las averiguaciones previas y las carpetas de investigación son expedientes mal
integrados, con pocas o nulas indagatorias, policías, personal ministerial y pericial
amenazados/cooptados y/o parsimoniosos en su actuar y obligaciones; donde los planes
de trabajo para las búsquedas son iniciativas de la población que demanda, no de los
servicios de inteligencia del Estado, el resultado de todo este conglomerado es la
impunidad y la indolencia para con las víctimas, y, en términos concretos, la no garantía
de la verdad y la justicia.
Ante este escenario se ha desarrollado una antropología forense a la mexicana -o hecha
en México inicialmente por algunos expertos extranjeros y connacionales- que continúa
forjando y definiendo su actuar, a la par de las atrocidades y crímenes de lesa humanidad
(Dayán 2016), los cuales acontecen paralelamente en el día y hora en que se excava en un punto,
o en la misma ciudad donde se busca a una persona desaparecida. Su definición, esa
antropología forense para el contexto mexicano, tiene cabida a partir de las particularidades
de su ejercicio profesional en torno a la búsqueda de la verdad y la justicia en medio
de la violencia generalizada, pues no son profesionales en busca de dar cuenta de
hechos atroces de décadas pasadas, sino que, en un presente convulso que no posibilita
visualizar en el horizonte, se busca un espacio temporal para desarrollar un análisis
e interpretaciones antropológicas y multidisciplinarias que aporten a la comprensión
del contexto forense a corto o mediano plazo.
Esta situación adquiere una connotación importante, porque aunado al trabajo que ha
sobrepasado al escaso personal forense dentro de las fiscalías, así como en los Semefos
estatales y federales, con su falta de mantenimiento, equipos y espacio, aunado a
la presión y malas prácticas que se han alimentado entre personas deshonestas que
lucran con la vida y con la muerte (y el ADN) de las personas desaparecidas y familiares
(Mónaco y Pérez 2021), se exige y marca el ritmo de los lugares donde se deben realizar búsquedas, aunque
el sitio ya haya sido inspeccionado; se exige y marca el ritmo de los restos a analizar
aunque dichos cuerpos ya hayan sido identificados en anteriores ocasiones, y sean
retenidos en los Semefos acaso para la gestión de recursos que representan el sustento
de profesionistas, colectivos, ONG’s y demás interesados en que la verdad demore un
poco más. Se exige bajo la premisa de ser minuciosos en el reconocimiento de los restos.
Se crean polarizaciones y dobles discursos entre quienes trabajan por la búsqueda
de las personas desaparecidas. Por un lado, anhelando el encuentro con vida de sus
seres queridos, o bien, ya sean sus restos, para vivir un duelo negado por años a
las familias. Mientras que, por el otro, la negación de la muerte en los casos que
son identificados los restos, también constituye un acto político que alude directamente
a un compromiso social más que personal con las personas que se busca (Delacroix 2020); esto da cuenta de las relaciones que se tejen a partir de compartir el dolor de
las ausencias, en las cuales el trabajo de la antro pología social forense tiene mucho
que decir.
La desaparición de personas es una problemática muy compleja, resulta ser el enunciado
implícito que el Estado reproduce hasta creerlo y quedar pasmado. Esto ha llevado
a un reclamo social en las últimas décadas de tal magnitud que ha presionado a organismos
nacionales e internacionales para la modificación y/o adaptación de estándares y procesos
de búsqueda de personas desaparecidas. Con ellos, la promulgación y reformas a las
leyes y marcos normativos en torno a las víctimas de este crimen de lesa humanidad
(Dayán 2016).
En conjunto, la desaparición de personas y los crímenes relacionados con esta práctica
delictiva han reclamado a las ciencias antropológicas virar el timón hacia la violencia
exacerbada y sus expresiones en aras de comprender no solo que del delito existe una
víctima, sino, además, un imputado que tiene que ser llevado a juicio por actos inadmisibles,
que reproducen hoy día en cualquier región y municipio de nuestro país, hasta tocar
la puerta de nuestras instituciones de antropología.40
Lo anterior nos ha llevado a reflexionar y repensar los contextos sociales y forenses
en torno a las exhumaciones clandestinas donde la participación de especialistas en
arqueología forense ha dado nombre y reinterpretación de los tipos de fosas clandestinas
realizadas por los diferentes cárteles de la droga; estos van desde la identificación
de una variedad de fosas hasta la forma de depositar los restos humanos, incluido
el desmembramiento, la alimentación de animales con restos humanos y la destrucción
química de los mismos (Jácome y Escorcia 2015). Cada uno de estos registros da cuenta
de actos que asemejan huellas de actores sociales muy específicos que faltan en el
lego de la memoria de la justicia.
¿Y los otros desaparecidos?
En una entrevista con el antropólogo peruano José Pablo Baraybar, miembro activo del
Comité Internacional de la Cruz Roja, este respondía con palabras contundentes ante
el diario madrileño Público cuando le preguntaba acerca de las implicaciones por parte de los Estados para la
búsqueda e identificación de per sonas migrantes tanto en contextos armados como en
desastres naturales: “Todos los Estados están listos para responder e investigar la
mortalidad propia, pero no tanto la extranjera”, frase que ejemplificaba con los hechos
derivados del tsunami en Indonesia durante el año 2004, y agregaba: “Hubo una gran
movilización de los países, europeos, sobre todo, para identificar a sus nacionales.
Pero quedaron unos 250 mil indonesios sin identificar. Creo que eso responde la pregunta”
(Vargas 2021).
Hemos dado cita acerca de la desaparición de personas en un contexto de desastre natural;
sin embargo, la expectativa de un organismo internacional como la Cruz Roja, y de
cualquier persona que tiene un familiar desaparecido, es que los Estados respondan
ante dicha crisis humanitaria independientemente de la nacionalidad, que pongan todos
sus instrumentos e insumos materiales y humanos para aclarar la problemática que confronta
a una nación; aunque tiene claro que por lo general la mayoría de los países responden
a los intereses internos antes que hacer por el extranjero. Ante este escenario, ¿dónde
estamos como país si ni siquiera podemos dar respuesta para los poco más de 90 mil
casos de personas desaparecidas acumulados por estas guerras ambiguas, traducidas
hoy día en un desastre social que da cuenta del contexto de impunidad e indolencia
en que vivimos? ¿Qué estamos haciendo como sociedad y como disciplina ante esta crisis
forense, que cualquier día puede dejar afuera de nuestros domicilios un tráiler lleno
de personas asesinadas?, ¿acaso esperamos que esos desaparecidos sean los nuestros,
que en plena luz del día, en cualquier punto de la ciudad, sean “levantados” y no
dejen mayor rastro en el lugar que un silencio sepulcral entre los testigos por el
miedo de ser víctimas?, o bien, ¿esperamos la buena voluntad política y/o reacción
inequívoca del Estado para dar instrucciones y presupuesto a nuestras instituciones
y así dar alivio, a través de nuestras acciones, a las familias que afrontan dicha
problemática en la actualidad, cuando sabemos que el ritmo de la emergencia de nuevas
fiscalías, puestos en gobierno, invitación de profesionales en la antropología y sus
respectivos presupuestos, ha venido por presión social más que por voluntad política?
Las desapariciones de personas continúan de forma cotidiana y en plena luz de día,
como fueron los casos de Marco Antonio Montoya Juárez y Eduardo Rodríguez Bustos,
acaecidos en la ciudad de Celaya, Guanajuato; estos hechos son reflejo de la crisis
social y forense, que no da tregua a la implementación efectiva de recursos económicos
y humanos que contengan dicha situación de violencia. En este sentido, mientras encontremos
respuesta a las interrogantes previamente enunciadas, habrá un pueblo en vilo, anhelante de una solución cercana al fenómeno de personas desaparecidas, a la cual
podrá abonar desde su praxis la antropología forense especializada como parte de un equipo interdisciplinario
que contribuya a hacer valer el derecho a la verdad y la justicia para el caso mexicano.
Nos hemos acercado al gran problema de los desaparecidos en México, con la pretensión
de entender su complejidad histórica y social a partir de dos guerras internas, y,
derivado de ello, reflexionar sobre el desarrollo de las políticas públicas y el quehacer
de la antropología forense para el caso mexicano. En este tenor, se deberían establecer
en un futuro inmediato una serie de acciones efectivas sobre los retos y desafíos
que el mismo Estado mexicano a través de sus instituciones judiciales y académicas
deberían afrontar en conjunto ante la desaparición forzada y por particulares en nuestro
país.