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Una crítica transfeminista al deliberacionismo incondicionado en ciencia y política

 

Resumen

En los últimos años ha habido un aumento en la visibilidad del colectivo trans. Si bien esta ganancia en visibilidad ha permitido un mayor reconocimiento de los problemas que sufre esta colectividad, ello también ha generado desencuentros en la esfera pública entre los activismos trans y posiciones trans-escépticas o trans-excluyentes. Estas controversias han dado lugar a fuertes rupturas comunicacionales entre ambos sectores. Es en este contexto donde la deliberación ha sido invocada como el único mecanismo capaz de manejar y resolver este conjunto de controversias. Sin embargo, algunos de los partidarios de la deliberación han prestado insuficiente atención a las asimetrías subyacentes a estos desencuentros, lo cual ha llevado a sostener lo que aquí se caracteriza como un deliberacionismo incondicionado. Mi objetivo en el presente artículo consiste en mostrar bajo qué escenarios puede ser exitoso un ejercicio deliberativo. Como se verá, el estado actual de la discusión no es ideal para un ejercicio de este tipo; si nuestra intención es apostar por la argumentación, resulta necesario combatir la marginalización que sufre la población trans para evitar que el ejercicio deliberativo colapse en un mero simulacro.

Abstract

In recent years, there has been an increase in the visibility of trans people. Although this gain in visibility has allowed greater recognition of the problems suffered by this community, it has also generated disagreements in the public sphere between trans activists and trans-exclusionary positions. These controversies have given rise to strong communication breakdowns between both sectors. In this context deliberation has been invoked as the only mechanism capable of managing and resolving this set of controversies. However, some supporters of deliberation have paid insufficient attention to the asymmetries underlying these disagreements, leading to what is here characterized as unconditional deliberationism. My goal in this paper is to show under what scenarios a deliberative exercise can be successful. As will be shown, the current state of the discussion is not ideal for such an exercise; if our hopes are placed on argumentation, it is necessary to dismantle the marginalization suffered by trans communities in order to prevent the collapse of the deliberative exercise into a mere simulacrum.


Introducción

Podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que en los últimos años hemos asistido a un parteaguas en lo que se refiere a la visibilidad de las personas trans. Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país pues parece ocurrir con mayor o menor intensidad a todo lo largo del mundo occidentalizado. Se antoja caracterizar esta situación con el calificativo de global pues, tanto la mayor visibilidad de las personas trans como el surgimiento de movimientos que abiertamente se oponen al avance de los derechos del colectivo trans obedecen a dinámicas regionales e internacionales, cuyo análisis no puede limitarse a los contextos propios de cada país (sobre los movimientos anti-género y su carácter global, véase Kuhar y Paternotte (2017)).

En cualquier caso, al menos para nuestro continente, sí parece ser cierta la afirmación de que las comunidades trans están irrumpiendo en la esfera pública de una forma inédita. Hoy, por ejemplo, hablamos de infancias y adolescencias trans, de literatura trans, de personas trans en los deportes y en las fuerzas armadas, de acciones afirmativas encaminadas a incluir a población trans en espacios estratégicos como son los puestos de representación popular e, incluso, de personas trans en concursos de belleza. En general, lo que persiguen todas las voces que enarbolan estas diversas causas es la despatologización y desestigmatización de las vidas trans, para así dar lugar a un nuevo entendimiento de la realidad de este colectivo en el cual se considere que el ser trans es simplemente una forma distinta pero igualmente legítima de vivirse.

Esta situación, sin embargo, ha generado numerosas controversias1 en las cuales diversos sectores de la sociedad han cuestionado tanto posiciones concretas dentro de debates específicos en torno a la presencia de las personas trans en cierto tipo de espacios o actividades,2 como también el hecho mismo de que se normalice y visibilice la realidad cotidiana de las personas trans. Cabe señalar que tales polémicas han terminado por polarizarse, pues las posiciones críticas o escépticas de la inclusión de las personas trans han sido caracterizadas como transfóbicas e, incluso, como cómplices de la enorme violencia estructural que las personas trans experimentan. De hecho, no es infrecuente que se argumente que los supuestos razonamientos críticos o escépticos no solamente emanan de prejuicios o de pánicos morales sino que abiertamente racionalizan y popularizan tales prejuicios y pánicos morales, generando con ello la perpetuación de los ciclos de violencia cisexista (Guerrero Mc Manus 2021). Como podrá esperarse, estos señalamientos han sido rechazados por quienes enarbolan las posturas escépticas pues consideran que estas acusaciones son un intento de vulnerar su libertad de expresión (De Lora 2019).

A la luz de lo anterior, no debe sorprender el que estas controversias hayan sido sumamente ríspidas, dando lugar, en sus momentos más álgidos, a rupturas comunicacionales3 en la deliberación pública. Tanto en Europa como en América se han dado incidentes que o bien podrían calificarse como conatos de violencia o bien como abiertos enfrentamientos entre los grupos involucrados en estas polémicas. Para muchas personas tal ruptura en la deliberación pública debe ser incondicionalmente condenada pues consideran que es violatoria de la libertad de expresión y que por ello mismo obstruye la posibilidad de deliberar públicamente en torno a estas polémicas por medio de la argumentación y la evidencia y no por medio de la fuerza y la imposición de un punto de vista.

Hay que decir que esta última postura ha ido ganando popularidad, pues parece invitar a resolver tales controversias por medio del diálogo y no a través del enfrentamiento y la polarización. Sin embargo, como buscaré hacer ver a lo largo del presente ensayo, dicha posición parte de un diagnóstico simplista de las causas de las rupturas comunicacionales. En primer lugar, esta postura pasa por alto el hecho de que tanto el diálogo como la deliberación pública requieren, para su correcta implementación, de una serie de condiciones de posibilidad que en este caso no se cumplen; los fuertes desencuentros ya referidos surgen de la insatisfacción de tales condiciones e, incluso, como se mostrará más adelante en el texto, pueden interpretarse como un intento por denunciar y eventualmente remediar dicha insatisfacción.4

Segundo, al obviar el punto anterior, se corre el riesgo de ocultar la existencia de desigualdades cisexistas que impiden al diálogo y a la deliberación darse en condiciones equitativas. En este punto es importante no olvidar que el cisexismo5 y la transfobia tienen efectos corrosivos sobre los derechos humanos de las personas trans, pues limitan su capacidad de poseer el mismo capital económico, social, cultural y simbólico que sus contrapartes cisgénero (Guerrero Mc Manus 2020); los efectos a largo plazo de esta dinámica se traducen en diversas formas de marginalización social reflejada tanto en la falta de oportunidades laborales como en altos índices de suicidio e intentos de suicidio, así como en altas tasas de mortalidad en donde la violencia ha jugado un papel (Almas Cautivas 2019). Sin duda, no puede ignorarse todo lo anterior, pues distorsionaría la capacidad de tener ejercicios deliberativos en condiciones equitativas y podría conducir a la falsa creencia de que se ha llegado a un consenso o a una posición relativamente robusta y argumentada cuando lo que ha ocurrido es el silenciamiento y exclusión de un colectivo minoritario.

Dicho esto, mi objetivo en el presente texto consiste en evidenciar que los tres puntos anteriormente mencionados son el caso y que, dada esta situación, el deliberacionismo será incapaz de dirimir estos desencuentros. En otras palabras, lo que se busca es realizar una crítica transfeminista al deliberacionismo incondicionado antes esbozado. Mi objetivo no es, desde luego, abdicar de la razón y de la argumentación, sino hacer ver que la posibilidad misma de dialogar y deliberar requiere de una serie de estándares mínimos que, si no se satisfacen, conducen no solamente a rupturas comunicacionales sino que entrañan el ocultamiento mismo de las desigualdades y la legitimación de posturas que no emanan del diálogo sino de actitudes monológicas que simplemente simulan el diálogo y que son contrarias al deliberacionismo, al menos en sus versiones sofisticadas.

Para elaborar dicho argumento, el presente ensayo se divide en las siguientes secciones: en una primera parte describiré qué se está entendiendo por deliberacionismo; en segundo lugar, se avanzará la propuesta de que la forma en la cual se presentan estas controversias puede caracterizarse como post-normal pues involucra debates entre expertos y legos; y, en una tercera sección, se presentarán algunas críticas que buscan señalar los límites del deliberacionismo, así como especificar bajo cuáles condiciones es que este puede funcionar de forma confiable, en esta última sección se enfatizará el porqué el deliberacionismo incondicionado puede resultar nocivo. Finalmente, el texto concluye con un tono algo más optimista, señalando las condiciones necesarias para disminuir o eliminar la rispidez anteriormente señalada.

El deliberacionismo. Una caracterización mínima

Sin duda, resulta pertinente aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de deliberacionismo, sobre todo si nuestro objetivo es criticar una versión simplificada del mismo al cual hemos denominado deliberacionismo incondicionado.

Así, el concepto deliberacionismo es propio de la filosofía y la teoría política, y suele empleársele para describir propuestas específicas acerca de cómo caracterizar la democracia y las formas de representación política en las que esta vendría a realizarse.6 El término tiene tintes normativos pues las propuestas descritas como deliberacionistas juegan el papel de un estándar que permite evaluar el grado en el cual los gobiernos de facto y sus mecanismos democráticos se aproximan a los ideales contenidos en dichas propuestas.

El deliberacionismo como opción política fue tomando relevancia sobre todo en la modernidad tardía tras el debilitamiento de las monarquías tradicionales de carácter absolutista. Es así que el parlamentarismo en países como Inglaterra es un ejemplo de deliberacionismo en el cual hay una representación política indirecta de los habitantes de una nación; en principio, la voluntad del Estado habrá de emanar de estos representantes que, mediante el diálogo, construirán las políticas que regirán al interior de dicho Estado (Arango 2020).

En la primera mitad del siglo XX, uno de los grandes defensores del deliberacionismo fue sin duda Hans Kelsen, padre del positivismo jurídico. Para este autor, el corazón del deliberacionismo radica en su carácter secular y racionalista, pues esta forma de representación toma distancia de aquellas formas de gobierno basadas en el carisma o la tradición. En este punto, Kelsen revela la influencia que el pensamiento weberiano tuvo sobre él al contraponer la razón con el carisma o la tradición. Para Kelsen es indiscutible el hecho de que ninguna persona posee un acceso privilegiado a la verdad -al menos en lo que respecta a temas de interés público- lo cual se traduce en que la esfera pública está necesariamente arrojada a una multitud de juicios todos ellos relativos a la posición de quien los enuncia. Dado lo anterior, este autor entiende la sociedad como irreductiblemente plural y, por ello, considera que únicamente la razón puede servir como mediadora de tal diversidad de posturas. La razón es la única alternativa ante las dictaduras, sean estas de corte autocrático o las dictaduras del proletariado (Arango 2020).

En cualquier caso, el carácter secular de la razón deliberativa y su atención a la inmanencia, es decir, a la circunstancia actual más allá de toda lectura metafísica o trascendental de la sociedad, es lo que permite a la razón fungir su papel como un mecanismo de escucha y diálogo capaz de informar las opiniones presentes en la esfera pública de tal modo que se privilegie siempre la búsqueda de posturas públicamente justificadas (Arango 2020). Este último punto ha sido retomado por filósofos posteriores como John Rawls (1993 y 1995).

Ahora bien, el deliberacionismo puede también caracterizarse a través de una vía negativa, i. e., al contrastarlo con otras posiciones al interior de la filosofía política que también elaboran posturas normativas acerca de cómo entender la democracia, la representación política o ambas. Ejemplos de esto serían tanto el decisionismo de Karl Schmitt, contemporáneo de Kelsen o, más recientemente, las concepciones competitivas o agregacionistas de la democracia.

El caso de Schmitt es instructivo, pues este autor sostuvo posiciones radicalmente antagónicas a las que, de manera muy sucinta, le hemos atribuido a Kelsen. Para Schmitt es un error considerar que la libertad de expresión, discusión y deliberación sea un principio constitutivo del pensamiento. Ello es así pues el campo político suele estructurarse en términos de amigos o enemigos, de posturas que, o bien son compatibles, o bien son incompatibles con la nuestra. De allí que el conflicto sea inevitable y que la razón esté siempre muy acotada en su capacidad para mediar entre puntos de vista diferentes (Arango 2020).

El propio Schmitt considera que la única forma de evitar este impasse es apostar por la búsqueda de la verdad, asumiendo que hay posiciones epistemológicamente privilegiadas; en ello hay una doble ruptura con la postura de Kelsen pues, por un lado rechaza la lectura relativista que sostiene que cada quien elabora juicios de carácter situado que han de interpretarse como si tuviesen la misma autoridad epistémica, y, por otro, Schmitt aspira a alcanzar un conocimiento de carácter trascendental que rebase la inmanencia de la circunstancia y que esté asentado sobre principios metafísicos que le otorguen legitimidad. Así, hay una interpretación radicalmente diferente de aquello que justifica una postura.

Dicha diferencia se traduce en que para Schmitt las soluciones mesiánicas o autocráticas no son necesariamente problemáticas. De igual forma, Schmitt considera que la homogeneidad es un prerrequisito indispensable de la democracia y que esto justifica incluso la eliminación de aquello que resulta heterogéneo. No sorprende, por tanto, que esta forma de entender la representación sea descrita como decisionismo, pues pone en el centro la existencia de un gobernante que decide sobre la base de su supuesto mejor entendimiento de la realidad social y que de igual manera asume las consecuencias de las decisiones que así ha tomado. Para Schmitt, esto último es una virtud pues ata la responsabilidad con el acto de gobernar, algo que para este autor es imposible bajo una mirada deliberacionista pues allí no hay quien tome responsabilidad por las decisiones colectivamente asumidas. En ese sentido, la postura de este teórico no es solamente anti-deliberativa sino también anti-liberal (Arango 2020).

Nótese que, en función de lo ya dicho, el deliberacionismo es ante todo una teoría de la representación política y de la democracia como forma de gobierno. Dicha teoría privilegia la escucha y el diálogo allí donde hay una pluralidad de posturas. Ello se traduce en que en el deliberacionismo no se busca imponer la voluntad de las mayorías como sí ocurre en las concepciones agregacionistas de la democracia en las que simplemente se elige la posición mayoritaria como la postura del Estado sin que importe mucho el proceso mismo de formación de la opinión pública (Gallardo 2011). Este último punto es fundamental pues también permite diferenciar este modelo de aquellos enfoques competitivos de la demo cracia que son de corte neoliberal y en los cuales la racionalidad del mercado se impone sobre la racionalidad política (Brown 2017); en estos últimos enfoques sí se atiende la importancia de la formación de una opinión pública pero no a través de la razón, la escucha y el diálogo sino mediante mecanismos retóricos y efectistas -como la propagación de pánicos morales- que buscan ganar adeptos empleando cualquier artilugio disponible (Gallardo 2011).

Dicho todo lo anterior y para concluir esta sección, quisiera mencionar dos puntos adicionales cuya relevancia quedará clara en secciones posteriores. Primero, pareciese que es constitutivo del deliberacionismo tener que evitar dos posibles escenarios indeseables. Por un lado, se corre el riesgo de sobrestimar la racionalidad de los agentes políticos -o de privilegiar ciertas formas de ejercer dicha racionalidad- y devenir, por ello, en un mecanismo de representación cognitivamente elitista, pues de facto solamente unos pocos serán capaces de participar en tales prácticas dialógicas. Por otro lado, si se busca evitar este último escenario se puede, por el contrario, desenfatizar el proceso de formación de opinión pública, lo cual llevaría a que el deliberacionismo colapse en una mera agregación de las opiniones de un colectivo, invitando con ello a la tiranía de las mayorías (Gallardo 2011).

Segundo, todo lo anterior deja categóricamente desatendidas dos cuestiones. Por un lado, no es del todo claro cuáles habrán de ser los mecanismos que gobiernen tal deliberación y, por otro, quiénes son los sujetos que serán considerados como participantes legítimos. Estas dos preguntas no son incidentales pues en las sociedades contemporáneas existe una tensión innegable entre experticia y democracia que amenaza con poner en jaque la posibilidad de la deliberación que aquí hemos esbozado.

Deliberación, ciencia y escenarios post-normales

La sección anterior nos permitió ofrecer una caracterización mínima del deliberacionismo. Como vimos, este término es propio de la filosofía y teoría política y se emplea para describir propuestas específicas acerca de cómo articular la representación política y la democracia. Vimos que resulta central para esta postura justificar las posiciones políticas que se sostienen en la esfera pública por medio de la argumentación atendiendo a un mismo tiempo las posibles objeciones a través de una escucha respetuosa de nuestras diferencias.

Sin embargo, el deliberacionismo también parece presuponer un relativismo que emana del hecho de que nadie posee un acceso privilegiado a la verdad y que, por ende, todos contamos con la misma autoridad epistémica, al menos en lo que se refiere a asuntos de interés público; dicha tesis parece igualar a quienes son desiguales en otros aspectos. Empero, también señalamos que estos mecanismos deliberativos pueden dar lugar a un elitismo cognitivo, algo que es particularmente claro en sociedades como la actual en la cual hay una tensión ineliminable entre experticia y democracia.

Es justo a raíz de esto último el que la preocupación acerca de la falta de claridad de cuáles habrán de ser los mecanismos que gobiernen tal deliberación y de quiénes son los sujetos que serán considerados como participantes legítimos emerge con toda su fuerza. Pensemos en este sentido que si se abandona el presupuesto del relativismo y se reconoce que hay asimetrías epistémicas, entonces ya no resulta claro si la deliberación tiene que incluirnos a todos o solamente a aquellos con el mayor capital cognitivo.

Justamente, preocupaciones parecidas a esta se han presentado a lo largo de los últimos cincuenta años en aquellas controversias en donde se busca despatologizar y normalizar las diversidades sexo-genéricas. Bayer (1987) narra que la despatologización de la homosexualidad por parte de la Asociación Psiquiátrica Americana generó muchas incomodidades, pues los psiquiatras, en su calidad de expertos, sentían que eran ellos quienes debían deliberar acerca de si la homosexualidad era una disfunción o una conducta sub-óptima; por el contrario, tal debate implicó la irrupción de voces activistas que cuestionaron la autoridad epistémica de dichos expertos y sostuvieron que los únicos expertos en la homosexualidad eran los homosexuales. En este ejemplo histórico hubo una metacontroversia acerca de cuáles eran los espacios en los que debía desarrollarse la deliberación, cuáles eran los criterios que debían guiar dicha deliberación y quiénes eran los sujetos que legítimamente debían participar en dicho debate.

No está por demás señalar que las controversias mencionadas en la segunda nota al pie de este ensayo parecen invitar a las mismas meta-controversias pues tampoco aquí es claro cuáles habrán de ser los espacios en los que deberá desarrollarse la deliberación, cuáles habrán de ser los criterios que deberán guiar dicha deliberación y quiénes serán los sujetos que legítimamente deberán participar en dicho debate. Por ejemplo, en el debate en torno al reconocimiento de las infancias y adolescencias trans, hay quienes argumentan que, precisamente por su edad, tanto las infancias como las adolescencias carecen de la capacidad de participar activamente en dicha controversia puesto que habría aquí una asimetría epistémica que emana de su juventud -y de la posibilidad de que no sean todavía sujetos capaces de comprender plenamente las consecuencias de identificarse como personas trans-; así, en este debate se privilegia la voz de personas adultas y de expertos en salud mental bajo la lógica de que en algún sentido las identidades trans, si bien ya no se consideran una enfermedad mental, sí requieren todavía de un diagnóstico y de una tutela médica (Guerrero Mc Manus 2021; Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras 2018b).

De igual forma, en el caso de la inclusión de las mujeres trans en los deportes se suele considerar que esta es una discusión entre expertos en medicina del deporte y que, por ende, la inclusión de las personas trans dentro de dicho ejercicio deliberativo está fuera de lugar. Se apela, por tanto, a un estilo argumentativo basado en evidencias científicas que pareciera que solo pueden satisfacer los propios expertos.

Ahora bien, y a modo de tercer y último ejemplo, podría parecer que no todas las controversias mencionadas en la ya citada nota al pie son del mismo tipo pues, por ejemplo, la inclusión de las mujeres trans dentro las cuotas de género que buscan obtener la paridad entre hombres y mujeres no parece involucrar ninguna clase de experticia. Sin embargo, esto no es del todo cierto pues hay quienes todavía argumentan que las identidades trans son patológicas y que, por ende, lo que habría que hacer es intervenir medicamente a dichas personas. Para quienes sostienen estas posturas resultaría absurdo incluir a “personas mentalmente enfermas” dentro de ejercicios deliberativos, lo cual sería una evidencia de que se postula una asimetría epistémica que en este caso emergería de la supuesta afectación mental de un sector de la población. Pero incluso si no se sostiene una postura tan extrema, hay quienes argumentan que la discusión acerca de quién es un hombre o una mujer no es algo que deba deliberarse públicamente sino que compete únicamente a los expertos en anatomía, fisiología o embriología; así, también en este caso observamos la existencia de una meta-controversia acerca de quiénes pueden deliberar y cuál es el espacio correcto para hacerlo.

Nótese que en todos estos casos las controversias allí descritas involucran, por un lado, tanto ejercicios deliberativos que ocurren al interior de academias o disciplinas especializadas, i. e., involucran a expertos debatiendo en foros en los cuales suelen emplearse estándares contextuales propios de tales espacios como, por otro lado, ejercicios de deliberación que ocurren en foros públicos no especializados -a los que tradicionalmente se les ha denominado como la esfera pública- y en los cuales se debate en calidad de persona interesada en un tópico que quizás es de interés colectivo o cuyas consecuencias para el interés colectivo están aún por explorarse. Estos escenarios sin duda que complejizan nuestra forma de entender lo que es el deliberacionismo.

Al interior de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad a estos escenarios se les ha caracterizado como una instancia de ciencia post-normal (Funtowicz y Ravetz 1993), término que claramente evoca la noción kuhniana de ciencia normal. Recordemos que la ciencia normal fue descrita por Kuhn como un ejercicio epistémico centrado en la articulación y sofisticación de un paradigma o matriz disciplinaria (Pérez Ransanz 1999). La ciencia normal era en ese sentido una tarea que consistía en la ampliación de las instancias de éxito de un paradigma o matriz y se llevaba a cabo al interior de las comunidades científicas que compartían una misma matriz. Esta descripción de la práctica científica vislumbra a la ciencia como un quehacer relativamente independiente de su contexto social y en el cual hay poco intercambio entre los expertos y los legos. Para Kuhn la ciencia normal solo entra en crisis cuando surge una anomalía que obliga a repensar si el paradigma es todavía explicativamente útil; pero incluso en situaciones como esa, el quehacer científico sigue involucrando únicamente a los expertos.

A diferencia de ese tipo de escenarios, en la ciencia post-normal se reconoce que los ejercicios deliberativos no pueden ni deben involucrar únicamente a los expertos. Si bien esto no implica que se abandone la distinción entre legos y expertos, sí conlleva que la deliberación se desarrolle en foros mixtos, esto es, foros en los cuales convergen tanto expertos como legos. En este sentido, la ciencia post-normal acarrea una reconceptualización radical de cómo operan -y deben operar- las comunidades científicas.

En general, los escenarios en los cuales las ciencias funcionan de manera post-normal son aquellos en los cuales las consecuencias de la práctica científica pueden resultar de interés público. En tales casos suele ocurrir que, o bien los legos irrumpen en los espacios de deliberación científica o, también, que los científicos son interpelados cuando llevan a cabo pronunciamientos en foros públicos; un ejemplo paradigmático de ciencia post-normal ocurrió en las décadas de los años 80 y 90 del siglo pasado, cuando en plena crisis de la epidemia del VIH-SIDA grupos organizados de la sociedad civil cuestionaron la forma en la cual se desarrollaba la investigación que buscaba comprender tanto las causas del SIDA como una posible terapia para detener esta epidemia (Epstein 1996). Ese ejemplo ilustra que la ciencia post-normal puede incluso transformar el modo en el cual se lleva a cabo la investigación científica pues termina por incorporarse a personas no especialistas tanto en el diseño mismo de una investigación como en su realización y evaluación posterior.

A la luz de lo anterior, podríamos afirmar que las controversias actuales en torno a la normalización y presencia de la población trans en múltiples espacios pueden describirse como instancias de ciencia post-normal. Esto es así pues la deliberación involucra tanto a expertos -que pueden tener posiciones favorables o desfavorables ante ciertos tópicos- como a legos -usualmente activistas con posiciones favorables a una causa, pero también grupos que sostienen posturas escépticas o abiertamente desfavorables ante dicho tópico-. Sea como fuere, no debemos pasar por alto que en las controversias que aquí nos interesan las experticias académicas fueron históricamente el principal espacio de patologización y criminalización de las identidades trans, algo que apenas comienza a cambiar; de igual modo, la inmensa mayoría de personas trans que han participado en estas controversias lo han hecho en calidad de legos que, además, gozan de poca credibilidad a causa de los prejuicios cisexistas.

Como espero resulte claro, en escenarios como los mencionados se combinan dos tipos diferentes de deliberacionismo. Por un lado, está el deliberacionismo que hemos esbozado en la sección anterior y que es propio de la esfera pública en su acepción más tradicional. Empero, está, por otro lado, un tipo de deliberacionismo mucho más cercano a la epistemología y a la filosofía de la ciencia. Si bien ambos tipos de deliberacionismo comparten un núcleo de premisas fundamentales, como la centralidad que se le otorga a la argumentación y a la escucha: allí donde hay una pluralidad de posturas relativamente encontradas hay también importantes diferencias. En el caso del deliberacionismo entre expertos, el ejercicio deliberativo está confinado a los foros académicos propios de una disciplina e involucra a personas respaldadas por marcadores primarios y secundarios de experticia (Collins y Evans 2008) que los acreditan como especialistas, ya sea directamente, al evaluar su competencia mediante las interacciones entre pares -marcadores primarios- o, indirectamente, a través de títulos, premios y reconocimientos -marcadores secundarios.

Cabe señalar que el deliberacionismo entre expertos ha sido defendido por autores tan disímiles como Polanyi (1962), Popper (2014), Brandom (1994) e, incluso, epistemólogas feministas como Longino (2002). Para Polanyi, por ejemplo, el buen funcionamiento de la ciencia requiere que las academias implementen ideales liberales en los cuales se privilegia la libertad de expresión, discusión y deliberación; para ello, cada científico debe ser capaz de expresar sus puntos de vista sin que medie coerción o coacción alguna. Eso sí, la respuesta de sus pares deberá ser profundamente crítica exigiendo que toda afirmación sea justificada por argumentos o evidencias y, de no serlo, sea retractada.

Algo semejante encontramos en el caso de Brandom, quien ofrece una caracterización de las dinámicas deliberacionistas de nuestras prácticas cognitivas que de igual manera privilegia el ejercicio de dar y pedir razones como aquello que está en el centro de estas. Para Brandom afirmar que se sabe algo implica un compromiso deontológico por justificar públicamente tal aseveración.

Dejo para la siguiente sección revisar la postura de Longino pues, a diferencia de Polanyi o Popper, a esta filósofa sí le importa explicitar bajo qué condiciones el deliberacionismo habrá de ser exitoso. En otras palabras y empleando el lenguaje del fiabilismo epistemológico, pareciera que tanto Polanyi como Popper defienden deliberacionismos incondicionados que consideran que la deliberación siempre es un mecanismo confiable para producir conocimiento objetivo y justificado pues, por su propia dinámica, este inhibe la aceptación de cualquier proposición por causas de naturaleza no epistémica como pudieran ser la coerción, la coacción, la tradición, etc. Sin embargo, esta no parece ser la postura ni de Brandom ni de Longino, pero es quizás esta última autora la que detalla con mayor cuidado las condiciones en las cuales el deliberacionismo es en efecto confiable. Así, sus posturas se alejan de lo que aquí denominamos deliberacionismo incondicionado y se acercan mucho más a las de filósofas como Fraser (2021) que han hecho señalamientos muy parecidos al interior de la filosofía política.

Sea como fuere, y antes de pasar a la siguiente sección, quisiera recapitular lo que se ha establecido en esta sección. En primer lugar, que los ejercicios deliberativos en torno a lo trans suelen caracterizarse por la presencia de asimetrías epistémicas, pues algunos sujetos participan en estos debates en calidad de expertos, mientras que otros lo hacen en calidad de legos, muchos de los cuales habitan las categorías que están bajo discusión. Segundo, si esto ocurre es precisamente porque tales ejercicios deliberativos son una instancia de lo que se ha denominado ciencia post-normal; en este tipo de escenarios, el deliberacionismo propio de lo político y que suele desarrollarse en la esfera pública se superpone con el deliberacionismo entre expertos que usualmente se desarrolla en foros especializados.

Tercero, tanto en el caso del deliberacionismo en política como en epistemología hay la asunción de que estamos ante un mecanismo confiable; empero, valdría la pena preguntarse dos cosas. Por un lado, bajo qué condiciones es que el deliberacionismo es confiable. Por otro, dado el hecho de que los escenarios de ciencia post-normal implican asimetrías epistémicas estructurales -y en muchas ocasiones también asimetrías no epistémicas-, cabe la duda de si esto no habrá de traducirse en que el deliberacionismo tenga que ser revisado para examinar si en efecto es confiable en tales escenarios y, si así fuera, bajo qué circunstancias.

El deliberacionismo, sus condiciones de posibilidad y sus límites

Quisiera comenzar esta sección señalando que las críticas al deliberacionismo no son nuevas. No lo son ni al interior de la filosofía política, ni tampoco al interior de la epistemología/filosofía de la ciencia. Tanto en un caso como en otro, las críticas elaboradas por autoras feministas han resultado fundamentales para evidenciar los límites y condiciones de posibilidad dentro de los cuales el deliberacionismo puede operar eficazmente. Sin duda que los transfeminismos7 pueden abrevar de esta producción teórico-política para elaborar sus propias posturas críticas. Justo este es el objetivo de la presente sección.

En ese sentido, es importante evocar la crítica que en su momento Fraser (2021) articuló en contra de la posición que Habermas sostuvo en la década de los años 60 del siglo XX (Habermas 1991 [1962]). De acuerdo con esta teórica, en la obra temprana de Habermas había todavía un dejo de idealización de la concepción liberal de la esfera pública a la que se le representa como un espacio regido por virtudes como la publicidad (o transparencia) y accesibilidad y en la cual debe imperar únicamente la razón, haciéndose caso omiso de las diferencias de estatus entre los individuos.

Si bien la tesis anterior tiene un carácter prescriptivo, para Fraser dicha normatividad desatiende una serie de aspectos de carácter descriptivo que harían inoperante dicha norma. Concretamente, Fraser cuestiona que la esfera pública exhiba las virtudes de transparencia y accesibilidad que Habermas considera indispensables; ello ocurre porque las diferencias de estatus entre los individuos de hecho afectan su capacidad tanto de participar en la esfera pública -accesibilidad- como de poder obtener información acerca de lo que allí se debate - transparencia-. Esto es particularmente claro cuando reconocemos que hay incluso un sesgo de género en el tipo de virtudes que se asocian con la deliberación pública pues suele enfatizarse la importancia de una racionalidad argumentativa no atravesada por afectos o emociones.

Esta filósofa añade que tales desigualdades y sesgos no pueden simplemente “suspenderse” u obviarse sino que es menester impulsar la igualdad social sustantiva pues únicamente cuando esta se consiga es que será posible un ejercicio deliberativo verdaderamente paritario. Ahora bien, Fraser también afirma que las desigualdades existentes han llevado a la creación de lo que ella denomina contra-públicos subalternos, i. e., espacios de deliberación creados por los grupos subalternos que usualmente no tienen acceso a los foros que tradicionalmente se han considerado como co-extensos con la esfera pública. Para esta teórica, resulta un error considerar que esta fractura al interior de la esfera pública es indeseable, al indicar esta la existencia de profundas desigualdades que han conducido a lo que en este ensayo hemos denominado rupturas comunicacionales. Para esta autora, así como debemos impulsar la igualdad social sustantiva, debemos, de igual forma, posibilitar los diálogos entre los diversos públicos. Empero, ello requiere entender el porqué se generaron tales rupturas así como también el combatir la exclusión y la desigualdad pues solo así será posible un diálogo genuinamente productivo.

Por su parte, la también filósofa feminista Helen Longino (2002) ha concentrado sus esfuerzos en mostrar la relevancia del deliberacionismo tanto al interior de las epistemologías feministas como en el grueso de los abordajes interesados en dar cuenta de una noción de objetividad que no presuponga agentes epistémicos idealizados. El suyo es un proyecto de epistemología social, en el cual la objetividad debe entenderse como inter-subjetividad crítica, dialógica y plural. Ella retoma las intuiciones originalmente desarrolladas por teóricos como Polanyi o Popper pero reconoce que estos autores idealizaron la estructura social de las academias y dieron por supuesto que era suficiente con un ejercicio deliberativo crítico -esto es, un intento por avanzar hipótesis aventuradas para luego buscar defenderlas o refutarlas- para así crear dinámicas epistémicamente robustas que pudieran asegurar el carácter objetivo de la ciencia.

Para Longino, la crítica y el diálogo son en sí mismos insuficientes si se pasa por alto el carácter situado de todo agente epistémico. En esto, Longino coincide con abordajes clásicos al interior de la epistemología feminista, los cuales señalaron que todo acto de producción y justificación de conocimiento se lleva a cabo desde una posición epistémica y social específica y, por ende, presupone también el punto de vista de quien lo genera (Haraway 2020; Harding 2013). Esto último es importante porque un diálogo crítico entre personas que comparten un mismo punto de vista será sin duda muy limitado en su capacidad de eliminar los posibles sesgos que pudiera tener el conocimiento así producido.

En cualquier caso, si bien las epistemologías feministas ayudan a entender las limitaciones presentes en los deliberacionismos de Polanyi y Popper, dichas epistemologías no son ellas mismas una alternativa del todo satisfactoria, pues estas suelen tener dos limitaciones importantes. En primer lugar, presuponen que el reconocimiento del carácter situado del propio conocimiento es suficiente para edificar un nuevo tipo de epistemología mucho más atenta a los sesgos de quien afirma poseer conocimiento. Sin embargo, para Longino, la reflexión y la imaginación no son capaces de eliminar todo posible sesgo idiosincrásico. De allí que, a modo de segunda limitación, ella considere que es un error el no incluir como parte de una epistemología feminista los ejercicios deliberativos.

Así, el proyecto epistemológico de Longino apuesta por conjugar las fortalezas de ambas propuestas al considerar que un diálogo crítico solo es robusto allí donde convergen posturas diversas asentadas en experiencias de vida diferentes. Justo esto subyace detrás de su aseveración de que la objetividad debe entenderse como un diálogo crítico entre una pluralidad de subjetividades diversas o, como lo expresé anteriormente, como una inter-subjetividad crítica, dialógica y plural. Pero esto solo será posible si se satisfacen cuatro puntos que habrán de asegurar que el intercambio es genuinamente un diálogo basado en la argumentación y que no atiende dinámicas como la coerción, la coacción o la imposición de una postura. Dichas condiciones son:

  1. Deben existir canales adecuados para expresar las posturas críticas que puedan surgir ante un modelo teórico, explicación, etcétera.

  2. La crítica expresada a través de dichos canales debe ser reconocida como un acto de interpelación al cual se le debe ofrecer una respuesta.

  3. Los estándares que habrán de guiar el ejercicio de dar y pedir razones deben ser de carácter público y deben ser reconocidos como tales por todas las personas que participan de dicho ejercicio.

  4. Deberá existir una equidad intelectual atemperada entre quienes participan de dicho diálogo.

Este último requisito implica que, si bien distintas personas cuentan con diversos grados de experticia en un tópico dado y, por ende, gozan de diversos grados de prestigio, ello no debe implicar que la coerción, la coacción, ni tampoco el prestigio en sí mismo se empleen para dirimir un debate. Solo la argumentación y la evidencia puede jugar este papel. Como espero pueda verse, el proyecto de Longino enumera una serie de mínimos que habrán de asegurar que la deliberación sea un mecanismo epistemológicamente confiable respecto a su capacidad de producir un conocimiento objetivo y justificado.

Llegado este punto, cabe la pregunta de qué es lo que podría ocurrir si desatendemos las observaciones de estas autoras e insistimos en realizar ejercicios deliberativos allí donde hay profundas desigualdades. Para responder esto podríamos recuperar algunos de los elementos centrales del trabajo de Cass R. Sunstein (2006), quien ha mostrado que los ejercicios deliberativos pueden y suelen fallar cuando se generan procesos de silenciamiento que llevan a que posiciones minoritarias -usualmente asociadas con sectores minoritarios- simplemente no sean escuchadas a causa de procesos como: i) la presión informacional, o, ii) la influencia social.8

El primer término -la presión informacional- describe situaciones en las cuales las personas que sostienen posiciones minoritarias simplemente se autocensuran, ya sea porque la fuerza de la opinión mayoritaria genera una corrosión en la autoconfianza de la persona en tanto agente epistémico, o bien porque la persona no desea enfrentar en solitario una numerosa masa de personas con una posición contraria. El segundo término -la influencia social-, refiere a procesos en los cuales abiertamente se ejerce coerción o coacción para eliminar posturas disidentes.9 Nótese que en sentido estricto las concepciones clásicas en torno al deliberacionismo solo excluyen al segundo tipo de situaciones, pero no así al primer tipo. De hecho, tales concepciones ni siquiera anticipan la posibilidad de que una mera asimetría en la proporción del número de personas que sostiene una posición dada pueda llevar a dinámicas donde el deliberacionismo fracase.

Empero, Sunstein muestra que esto sí suele ocurrir y que no es infrecuente que se den al menos cuatro tipos de fracasos deliberativos causados por tales asimetrías. Estos son: a) amplificación del error; b) efectos del conocimiento en común; c) cascadas informacionales / reputacionales, y, d) polarización grupal. De manera sucinta, en el primer escenario lo que ocurre es que el silenciamiento de las posiciones minoritarias conduce a que no se examinen adecuadamente las posturas que se discuten y que, por ende, posturas potencialmente injustificadas sean colectivamente aceptadas simplemente porque no hubo interpelación alguna o porque dicha interpelación no fue asumida10 -nótese que esto viola abiertamente la segunda norma estipulada por Longino-. En el segundo escenario lo que ocurre es que se alimenta la ilusión de consenso al ocultar todo elemento potencialmente en tensión con la postura que se interpreta como consensuada; ello, a su vez, genera la impresión de que no había críticas importantes ante dicha postura.

El tercer escenario se divide en dos subtipos. Tanto en un caso como en otro lo que ocurre es que las personas no revelan información disonante con las posturas mayoritarias ya sea porque desean eliminar toda posibilidad de conflicto -cascada informacional- o porque no desean ver disminuida su reputación al sostener una postura disidente y minoritaria11 -cascada reputacional-. Finalmente, en el cuarto escenario la deliberación fracasa porque las posiciones más extremas y comunes no son interpeladas y eventualmente van cobrando fuerza al punto de que el disenso se acrecienta haciendo que sea cada vez menos viable el sostener posturas menos radicales.

Dicho esto, quisiera concluir esta sección con tres puntos que me parece importante recalcar. Primero, que los fracasos deliberativos anteriormente esbozados solo exploran los efectos en la asimetría de las proporciones con las cuales se sostiene una postura dada. Muy seguramente, allí donde las asimetrías involucran factores adicionales la posibilidad del fracaso es aún mayor. No sorprende, por tanto, el énfasis que pone Fraser en la igualdad social sustantiva o la importancia que da Longino a la equidad intelectual atemperada, así como a la existencia de críticas y, sobre todo, de respuestas a dichas críticas.

Segundo, desatender el hecho de que el deliberacionismo solo es confiable bajo ciertas condiciones puede llevarnos a caer en actitudes monológicas, i. e., a incurrir en meros simulacros de diálogo donde la posibilidad de interpelación es inexistente; esto puede ocurrir por dinámicas como la autocensura o el silenciamiento (véase la nota al pie no. 6) o, incluso, simplemente por el hecho de que la postura hegemónica no asume que ha sido interpelada, pues simplemente desatiende las críticas que recibe. El riesgo de que algunos de estos escenarios ocurran consiste en que se genere la impresión de que una postura ha sido aceptada gracias a ejercicios de dar y pedir razones de los que ha salido airosa; sin embargo, lo que bien puede haber ocurrido es que dicha postura no haya sido interpelada o la interpelación simplemente haya sido ignorada pues se realizó en un contra-público subalterno no reconocido por los espacios hegemónicos.

Finalmente, el corolario debería ser claro pues en debates como los que aquí hemos esbozado pareciera que estamos ante un deliberacionismo incondicionado en el que han habido ya numerosos fracasos deliberativos. Mi hipótesis es que los llamados a deliberar suelen provenir de personas con actitudes monológicas que simplemente subestiman el alcance de los procesos de silenciamiento por autocensura, por un lado, y, por otro, ignoran la existencia de argumentos elaborados al interior de contra-públicos subalternos (las comunidades trans) en los que por más de medio siglo se han elaborado críticas que no suelen ser siquiera reconocidas como tales por dichas personas -incluso puede ocurrir que tales personas no sepan de su existencia pues el cisexismo ha llevado a que tales posturas no sean conocidas-. Si estoy en lo cierto, la búsqueda del diálogo en las condiciones actuales es fútil y lo que debería buscarse es desmontar las asimetrías cisexistas antes de plantear un ejercicio deliberativo.

Libertad de expresión, desigualdad y silenciamiento

En la sección anterior se estableció que, para que la deliberación opere como un mecanismo confiable y capaz de conducir a la construcción de argumentos públicamente justificados, es necesario que se satisfagan una serie de condiciones mínimas para hacer posible un diálogo en condiciones de equidad. Ahora bien, a la luz de esto último cabría preguntarse si ello no implica en algún sentido el limitar la libertad de expresión en aquellas situaciones donde tales condiciones no se satisfacen. Esta posibilidad no es desde luego ni trivial ni inocente pues parte de la preocupación de que tal limitación pudiese conducir al completo abandono del diálogo y la escucha como métodos de resolución de controversias como las anteriormente descritas.

Justamente, mi intención en la presente sección es mostrar que en las versiones más sofisticadas del deliberacionismo liberal la compleja relación entre la libertad de expresión y otras libertades nos conduce a un diagnóstico radicalmente distinto al que suele acompañar a la preocupación formulada en el párrafo anterior. Aclaro que si me concentro aquí en el deliberacionismo al interior del liberalismo político es porque considero que la defensa del deliberacionismo incondicionado suele hacerse desde posturas de corte liberal.

En este sentido quisiera aludir al trabajo de John Rawls, probablemente el máximo exponente del liberalismo filosófico en la actualidad. Quisiera señalar que Rawls, tanto en su obra clásica Teoría de la justicia (1995) como en su texto más tardío Political liberalism (1993), hace una serie de observaciones que resultan pertinentes para lo que aquí discutimos. Empero, quisiera únicamente recordar que la teoría de la justicia que elabora Rawls está construida sobre dos principios fundamentales. Por un lado, nos encontramos con un principio de equidad que exige el más extenso sistema de libertades básicas para cada persona. Por otro lado, hay un segundo principio que se centra en la distribución y que está encaminado a garantizar que cada ser humano viva en condiciones dignas.

Lo anterior es importante, al ser ambos principios necesarios para llevar a buen puerto un ejercicio deliberativo capaz de edificar un orden social racional y legítimo; nótese que si alguno de estos principios no se satisface, se corre el riesgo de que tal ordenamiento carezca de legitimidad. Que no se nos olvide, por tanto, que Rawls es heredero de las viejas teorías del contrato social aunque en su caso dicho contrato se fundamenta en aquel muy conocido experimento mental en el cual se nos pide imaginar en qué mundo querríamos vivir si un velo de ignorancia -conocido también como la posición original- nos ocultase la posición social que habrá de correspondernos en tal sociedad. Para este autor, este ejercicio nos lleva a imaginar como el mundo más deseable -y más justo- a aquel en el cual las asimetrías entre diversas posiciones sociales son mínimas.

Dicho esto, y para adentrarnos en el punto que nos convoca, quisiera señalar en primer lugar que, para Rawls, hay una relación de mutuo fortalecimiento entre las distintas libertades básicas; lo anterior está íntimamente relacionado con la tesis de que entre los diversos derechos humanos hay una relación de integralidad en la cual la capacidad de ejercer cualquier derecho se ve robustecida si el resto está en proceso de consolidación o se ha consolidado ya. Nótese que esto también guarda relación con aquella afirmación que en su momento realizara Nussbaum (2012) cuando sostenía que el debilitamiento de un derecho tiene un efecto corrosivo sobre el resto de los derechos; en cierto sentido, estamos ante la misma tesis, pero en el caso de esta última teória, la aseveración se construye enfatizando el debilitamiento general de todo el sistema de derechos allí donde un derecho no se ejerce cabalmente.

Podría parecer que el punto anterior milita en favor de la preocupación esbozada al comienzo de esta sección. Sin embargo, el propio Rawls menciona que mientras más se consoliden las diversas libertades, mayor es la capacidad con la cual podrá ejercerse la libertad de expresión. A mi parecer, esto último admite una lectura por demás interesante, pues podríamos inferir que la libertad de expresión puede ejercerse con mayor plenitud allí donde las consecuencias de los actos de habla de los hablantes -en calidad de sujetos políticos- resultan incapaces de vulnerar o debilitar los marcos jurídicos que protegen al conjunto de las libertades o derechos de las que gozan las personas. Para decirlo con otro lenguaje más propio del feminismo post-estructuralista y que le resultaría ajeno a Rawls, allí donde se logran limitar los efectos performativos de un discurso de tal manera que estos no lesionen los marcos de derechos que protegen a los sujetos es donde, y por consiguiente, se puede ejercer la libertad de expresión con mayor plenitud.12

Cuando, por el contrario, los actos de habla pueden debilitar tales marcos jurídicos poniendo incluso en riesgo a un sector de la población es entonces legítimo que este último sector no solamente se pronuncie en contra de tales actos sino que abiertamente señale los efectos perniciosos que estos tienen sobre su propio bienestar. El propio Rawls hace una observación de este tipo en el contexto de las posibles desavenencias entre diversos grupos religiosos; sobre esto Rawls afirma:

La conclusión, por tanto, es que mientras una secta intolerante no tiene derecho a quejarse de la intolerancia, su libertad únicamente puede ser restringida cuando el tolerante, sinceramente y con razón, cree que su propia seguridad y la de las instituciones de libertad están en peligro. El tolerante habría de limitar al intolerante solo en este caso. El principio fundamental es establecer una constitución justa con las libertades de igual ciudadanía. Lo justo debe guiarse por los principios de la justicia, y no por el hecho de que el injusto no pueda quejarse. Finalmente, debe tenerse en cuenta que, aun cuando la libertad del intolerante se limite para salvaguardar una constitución justa, esto no se hace en nombre de una libertad total. Las libertades de unos no se restringen simplemente para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia prohíbe esta clase de razonamientos en conexión con la libertad, del mismo modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas. Es solo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y esto se hace en favor de una libertad justa con una justa constitución, cuyos principios reconocerían los mismos intolerantes en la posición original. (Rawls 1995, 209, las cursivas son mías)

Como espero pueda verse, los pasajes anteriores ilustran dos puntos importantes. Por un lado, que la defensa de la libertad de expresión no puede llevarse a cabo ignorando las asimetrías sociales ni los procesos de silenciamiento que puedan sufrir diversos grupos subalternos. Por otro lado, que la única estrategia legítima para consolidar la libertad de expresión general pasa por el fortalecimiento de las capacidades de interpelación de los grupos históricamente marginados así como por el combate a las causas que han llevado a su marginalización y que sostienen tales asimetrías; esto es, por dotarles de plenos derechos.

Evidentemente, ninguno de estos puntos se consigue apostando por un deliberacionismo incondicionado en el cual se pretenda deliberar sin previamente haber desmontado las asimetrías que han conducido al silenciamiento y a la marginalización de un sector o, incluso y como vimos en la sección anterior, a la posibilidad de que la posición social que tal sector ocupa sea erradicada. Así, fortalecer la libertad de expresión puede requerir, paradójicamente, postergar ciertas discusiones hasta que estemos en condiciones de mayor equidad pues, de lo contrario, se corre el riesgo de que la deliberación se vea viciada por la inequidad y conduzca a conclusiones sesgadas.

Conclusiones

Mi objetivo en el presente texto ha consistido en señalar que las controversias asociadas con la mayor visibilidad y presencia de las personas trans en diversos espacios no pueden resolverse por medio de lo que aquí se ha descrito como un deliberacionismo incondicionado. He argumentado que las rupturas comunicacionales que han dado lugar a desacuerdos profundamente ríspidos son un síntoma de las profundas desigualdades y asimetrías que han marginalizado a la población trans tanto en el eje epistémico como en muchos otros.

Esto es así ya que el cisexismo, en tanto mecanismo de opresión, conlleva la erosión de los derechos humanos de las personas trans al irlas desposeyendo de aquellas formas de capital -cultural, simbólico, social y financiero- que serían necesarias para ejercer a cabalidad su condición de ciudadanxs y sujetxs políticos plenos. Ello ocurre a través de formas de discriminación directas e indirectas en las cuales los discursos que promueven estereotipos y prejuicios, así como emociones políticas como el asco, el odio o el desprecio, juegan un papel importante. La consecuencia de todo lo anterior es que las personas trans terminan sufriendo injusticias de corte epistémico que implican: i) la falta de recursos hermenéuticos para defender sus derechos y denunciar y desmontar los discursos que promueven una visión negativa de las identidades trans; ii) la autocensura, pues muchas personas trans simplemente optarán por no expresar opiniones en la esfera pública que pudieran hacerlas blanco de violencias transfóbicas y, finalmente, iii) el silenciamiento, pues aquellas personas trans que deseen intervenir en ciertos debates verán su credibilidad epistémica disminuida a causa de los prejuicios que las colocan como agentes epistémicos poco confiables -al asociarles con la enfermedad mental o la criminalidad-, lo que no solamente se traduce en que sus opiniones serán poco escuchadas sino que muchos espacios públicos y foros de discusión simplemente no considerarán importante darle espacio a estas voces.

Asimismo, el cisexismo tendría al menos dos efectos adicionales que vale la pena evidenciar. Por un lado, conduciría a una subrepresentación de la población trans en espacios académicos, lo cual se traduciría en que dicho sector estaría de facto ausente en muchos foros especializados. Por otro lado, incluso en contextos post-normales como los aquí descritos, el cisexismo tendría como consecuencia el hecho de que la inmensa mayoría de personas trans participaran en tales ejercicios deliberativos únicamente en calidad de legos, esto es, como personas a las que no se les reconoce una alta credibilidad epistémica.

Justo por todo lo anterior es que se ha enfatizado en que la única forma en la cual se puede encauzar el deliberacionismo es si evitamos toda simulación como la que caracteriza a las actitudes que en este texto hemos descrito como monológicas. Por el contrario, es necesario buscar una igualdad social sustantiva y una equidad intelectual atemperada en la cual las personas trans no estén ya silenciadas o autocensuradas a causa del cisexismo y la transfobia. Solo de este modo, es decir, solo al asegurar el pleno ejercicio de los derechos humanos de las personas trans se estará en condiciones de llevar a cabo genuinos ejercicios deliberativos que no estén destinados a ser presa de los diversos tipos de fracasos deliberativos aquí descritos. Mientras esto no ocurra, los grupos hegemónicos podrán y seguirán ignorando la producción intelectual trans que hasta ahora está confinada a los contra-públicos subalternos y seguirán sin asumir que de facto hay posiciones críticas de la transexclusión.

La ironía es que tales grupos se ufanan de defender la deliberación y la libertad de expresión mientras fomentan discursos que perpetúan la marginalización del colectivo trans. Esto, paradójicamente, alimenta la autocensura y el silenciamiento de la población trans y lleva a que las pocas voces críticas estén confinadas a nichos muy específicos, lo cual le permite a los sectores hegemónicos simplemente ignorar toda crítica y seguir actuando como si sus posturas gozaran de gran apoyo. Nótese que esto vulnera claramente las condiciones B) a D) que Longino considera indispensables para un diálogo deliberativo exitoso.

Pasar por alto todo lo anterior implica, asimismo, desatender que hoy en día los discursos escépticos o críticos de la inclusión trans tienen efectos performativos que afectan incluso los fundamentos ontológicos mismos de las identidades trans pues nos re-colocan en el lugar de la patología, de la enfermedad mental y de la abyección, lo cual lesiona nuestra agencia epistémica, nuestra capacidad de dar testimonio en la esfera pública y de participar como pares en los ejercicios deliberativos que en principio se defienden.

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Notes

[1] Empleo el término “controversia” en el sentido técnico que se le da al interior de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. En trabajos anteriores, he buscado mostrar su relevancia para el grueso de los estudios trans (Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras 2018a).

[2] Una lista no exhaustiva de tales controversias podría incluir: i) el acceso de las infancias y adolescencias trans al reconocimiento de sus identidades vía trámites administrativos que no involucren diagnósticos ni tampoco ninguna forma de medicalización; ii) la presencia de mujeres trans en espacios deportivos profesionales; iii) la presencia de las personas trans en las fuerzas armadas; iv) la posibilidad de que se incluya a las mujeres trans dentro las cuotas de género que buscan obtener la paridad entre hombres y mujeres; v) la inclusión de las mujeres trans dentro de las instituciones y marcos legales enfocados en combatir y eliminar la violencia hacia las mujeres; vi) la inclusión de mujeres trans en concursos de belleza como Miss Universo, etcétera.

[3] El término “ruptura comunicacional” —communication breakdown— lo he tomado de Thomas Kuhn (2000). Para este filósofo, las rupturas comunicacionales se dan allí donde dos posiciones se tornan mutuamente ininteligibles. Ello puede deberse ya sea al hecho de que emplean términos semánticamente inconmensurables, es decir, no traducibles entre sí, o bien al hecho de que poseen axiologías inconmensurables, esto es, sus fines y valores son radicalmente diferentes.

[4] Esta observación no es trivial porque nos aporta una interpretación alternativa sobre la rispidez de tales rupturas comunicacionales. En ese mismo sentido, la filósofa de la ciencia Cailin O’Connor (2019) ha mostrado, a través de herramientas de modelización, basadas en la teoría de juegos, que allí donde hay una fuerte asimetría entre grupos, causada, por ejemplo, por el racismo o el sexismo o algún otro mecanismo de discriminación, suele darse el caso de que las posiciones hegemónicas simplemente controlen la forma en la cual se estructura la convivencia en la vida social. O’Connor demuestra que en tales escenarios no es infrecuente que surjan protestas muy intensas que puedan afectar el prestigio, la credibilidad o incluso cierto bienestar de los grupos minoritarios; si bien esto podría parecer irracional, O’Connor considera que estas estrategias sí son racionales porque obligan a los agentes hegemónicos a tener que atender las demandas que emanan de tales sectores minoritarios y que tienen como objetivo la restructuración de las normas que hasta entonces han regido en las interacciones entre ambos sectores.

[5] El término cisexismo —también en ocasiones escrito como cis-sexismo— refiere a la sistemática subordinación, marginalización y exclusión de las personas trans. Siguiendo a Julia Serano (2020), podríamos caracterizar el cisexismo como un tipo de sexismo por oposición; esto es, a diferencia del sexismo tradicional, que implica una jerarquización entre hombres y mujeres, en el sexismo por oposición nos encontramos con mecanismos de discriminación, exclusión y marginalización, que castigan a todo sujeto que transgreda las fronteras entre aquello que se considera propio de las mujeres y aquello que se considera propio de los hombres; tanto el heterosexismo como el cisexismo serían las formas más comunes de sexismo por oposición, pues implican el abandono del presupuesto cis-heteronormativo de que a cierta genitalidad debe corresponderle cierta identidad y cierto deseo (por caso, tener pene tendría que implicar ser un hombre atraído exclusivamente por mujeres).

[6] En el presente ensayo, he optado por una estrategia en la cual se caracteriza el deliberacionismo al rastrear sus diversas formulaciones al interior de la filosofía política. Sin embargo, también habría sido posible atender las reconstrucciones formales que hoy existen y que buscan describir el modo en que opera —o en que debe operar— el deliberacionismo. Estos enfoques toman como su punto de partida el teorema de Condorcet, y en la actualidad se les denomina epistemologías democráticas. Tales apuestas son parte de la epistemología social contemporánea y tienen en común con el presente texto interesarse por las condiciones de posibilidad para asegurarse de que el deliberacionismo sea confiable o, por el contrario, de que no lo sea. Para un acercamiento a tales enfoques véanse Goldman y Whitecomb (2011), en especial los capítulos 10 y 14.

[7] En el presente texto hablo de “los transfeminismos” y no de “el transfeminismo”, pues las formas en las cuales las personas trans retoman los diversos feminismos son muy variables y contextuales. Lo anterior hace imposible hablar de un único transfeminismo. Sin embargo, recomiendo las siguientes lecturas para quien tenga interés en adentrarse en la relación entre lo trans y el feminismo: Lo trans y su sitio en la historia del feminismo (Guerrero Mc Manus 2019) y Transfeminismos en América Latina (Sentiido 2021).

[8] En este punto es importante mencionar que el cisexismo suele dar lugar a situaciones en las cuales operan la presión informacional y la influencia social. El caso más extremo de esto último lo encontramos en los así llamados detransicionadores, esto es, en personas que retornan a su identidad de género asignada al nacer. Como muestran Turban et al. (2021), el 82.5% de las personas que detransicionan reconocen la influencia de factores externos como la discriminación o la falta de apoyo familiar como aspectos que jugaron un papel central en su retorno al género asignado al nacer.

[9] En la epistemología social contemporánea existe una distinción semejante a la aquí presentada. Autoras como Kristie Dotson (2011) consideran que en ambos casos estaríamos ante injusticias testimoniales en las cuales la credibilidad de un agente epistémico se ve erosionada generándose así situaciones en las cuales su conocimiento es sistemáticamente ignorado. Dotson distingue entre, por un lado, casos de autocensura a los cuales esta filósofa denomina como atragantamiento epistémico —epistemic choking— y que se asemejarían a la presión informacional de Sunstein y, por otro lado, estarían los casos de silenciamiento —silencingsensu stricto que se asemejan a la influencia social. De acuerdo con autores como Almagro Holgado et al. (2021) las injusticias testimoniales no solamente erosionarían la credibilidad de un agente, sino que eventualmente conducirían a una pérdida de autoconfianza que llevaría al debilitamiento de su agencia epistémica.

[10] El silenciamiento está de hecho bien documentado en las controversias aquí descritas. Por ejemplo, en el Reino Unido han habido ya múltiples denuncias de que la cobertura mediática de aquel país exhibe un marcado sesgo en favor de las posturas trans-excluyentes. Sobre esto, véanse las siguientes notas: https://www.pinknews.co.uk/2022/01/03/bbc-trans-protestlondon/; https://xtramagazine.com/power/transphobia-britain-terf-uk-media-193828 (consultadas, ambas, por última vez el 15 de noviembre de 2022).

[11] También hay ejemplos claros de esto último. Naomi Wolf ha denunciado que su apoyo a la comunidad trans ha generado que se le recomiende no hacerlo públicamente, ello para no afectar su prestigio. Sobre esto véase la siguiente nota: https://www.reuters.com/article/ britain-lgbt-history-idUSL8N2ID2IG (consultada por última vez el 15 de noviembre de 2022).

[12] Cabe señalar en este punto que la idea de que el lenguaje puede tener efectos dañinos sobre grupos vulnerables es algo que la propia Judith Butler ya señalaba desde finales de los años 90 del siglo XX (Butler 1997).