Introducción
Podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que en los últimos años hemos asistido
a un parteaguas en lo que se refiere a la visibilidad de las personas trans. Este
fenómeno no es exclusivo de nuestro país pues parece ocurrir con mayor o menor intensidad
a todo lo largo del mundo occidentalizado. Se antoja caracterizar esta situación con
el calificativo de global pues, tanto la mayor visibilidad de las personas trans como el surgimiento de movimientos
que abiertamente se oponen al avance de los derechos del colectivo trans obedecen
a dinámicas regionales e internacionales, cuyo análisis no puede limitarse a los contextos
propios de cada país (sobre los movimientos anti-género y su carácter global, véase
Kuhar y Paternotte (2017)).
En cualquier caso, al menos para nuestro continente, sí parece ser cierta la afirmación
de que las comunidades trans están irrumpiendo en la esfera pública de una forma inédita. Hoy, por ejemplo, hablamos de infancias y adolescencias trans,
de literatura trans, de personas trans en los deportes y en las fuerzas armadas, de
acciones afirmativas encaminadas a incluir a población trans en espacios estratégicos
como son los puestos de representación popular e, incluso, de personas trans en concursos
de belleza. En general, lo que persiguen todas las voces que enarbolan estas diversas
causas es la despatologización y desestigmatización de las vidas trans, para así dar
lugar a un nuevo entendimiento de la realidad de este colectivo en el cual se considere
que el ser trans es simplemente una forma distinta pero igualmente legítima de vivirse.
Esta situación, sin embargo, ha generado numerosas controversias1 en las cuales diversos sectores de la sociedad han cuestionado tanto posiciones concretas
dentro de debates específicos en torno a la presencia de las personas trans en cierto
tipo de espacios o actividades,2 como también el hecho mismo de que se normalice y visibilice la realidad cotidiana
de las personas trans. Cabe señalar que tales polémicas han terminado por polarizarse,
pues las posiciones críticas o escépticas de la inclusión de las personas trans han
sido caracterizadas como transfóbicas e, incluso, como cómplices de la enorme violencia
estructural que las personas trans experimentan. De hecho, no es infrecuente que se
argumente que los supuestos razonamientos críticos o escépticos no solamente emanan
de prejuicios o de pánicos morales sino que abiertamente racionalizan y popularizan
tales prejuicios y pánicos morales, generando con ello la perpetuación de los ciclos
de violencia cisexista (Guerrero Mc Manus 2021). Como podrá esperarse, estos señalamientos han sido rechazados por quienes enarbolan
las posturas escépticas pues consideran que estas acusaciones son un intento de vulnerar
su libertad de expresión (De Lora 2019).
A la luz de lo anterior, no debe sorprender el que estas controversias hayan sido
sumamente ríspidas, dando lugar, en sus momentos más álgidos, a rupturas comunicacionales3 en la deliberación pública. Tanto en Europa como en América se han dado incidentes que o bien podrían calificarse
como conatos de violencia o bien como abiertos enfrentamientos entre los grupos involucrados
en estas polémicas. Para muchas personas tal ruptura en la deliberación pública debe
ser incondicionalmente condenada pues consideran que es violatoria de la libertad de expresión y que por
ello mismo obstruye la posibilidad de deliberar públicamente en torno a estas polémicas
por medio de la argumentación y la evidencia y no por medio de la fuerza y la imposición
de un punto de vista.
Hay que decir que esta última postura ha ido ganando popularidad, pues parece invitar
a resolver tales controversias por medio del diálogo y no a través del enfrentamiento
y la polarización. Sin embargo, como buscaré hacer ver a lo largo del presente ensayo,
dicha posición parte de un diagnóstico simplista de las causas de las rupturas comunicacionales.
En primer lugar, esta postura pasa por alto el hecho de que tanto el diálogo como
la deliberación pública requieren, para su correcta implementación, de una serie de
condiciones de posibilidad que en este caso no se cumplen; los fuertes desencuentros ya referidos surgen de
la insatisfacción de tales condiciones e, incluso, como se mostrará más adelante en
el texto, pueden interpretarse como un intento por denunciar y eventualmente remediar
dicha insatisfacción.4
Segundo, al obviar el punto anterior, se corre el riesgo de ocultar la existencia
de desigualdades cisexistas que impiden al diálogo y a la deliberación darse en condiciones
equitativas. En este punto es importante no olvidar que el cisexismo5 y la transfobia tienen efectos corrosivos sobre los derechos humanos de las personas
trans, pues limitan su capacidad de poseer el mismo capital económico, social, cultural
y simbólico que sus contrapartes cisgénero (Guerrero Mc Manus 2020); los efectos a largo plazo de esta dinámica se traducen en diversas formas de marginalización
social reflejada tanto en la falta de oportunidades laborales como en altos índices
de suicidio e intentos de suicidio, así como en altas tasas de mortalidad en donde
la violencia ha jugado un papel (Almas Cautivas 2019). Sin duda, no puede ignorarse todo lo anterior, pues distorsionaría la capacidad
de tener ejercicios deliberativos en condiciones equitativas y podría conducir a la
falsa creencia de que se ha llegado a un consenso o a una posición relativamente robusta
y argumentada cuando lo que ha ocurrido es el silenciamiento y exclusión de un colectivo minoritario.
Dicho esto, mi objetivo en el presente texto consiste en evidenciar que los tres puntos
anteriormente mencionados son el caso y que, dada esta situación, el deliberacionismo
será incapaz de dirimir estos desencuentros. En otras palabras, lo que se busca es
realizar una crítica transfeminista al deliberacionismo incondicionado antes esbozado. Mi objetivo no es, desde luego, abdicar de la razón y de la argumentación,
sino hacer ver que la posibilidad misma de dialogar y deliberar requiere de una serie
de estándares mínimos que, si no se satisfacen, conducen no solamente a rupturas comunicacionales
sino que entrañan el ocultamiento mismo de las desigualdades y la legitimación de
posturas que no emanan del diálogo sino de actitudes monológicas que simplemente simulan el diálogo y que son contrarias al deliberacionismo, al menos
en sus versiones sofisticadas.
Para elaborar dicho argumento, el presente ensayo se divide en las siguientes secciones:
en una primera parte describiré qué se está entendiendo por deliberacionismo; en segundo
lugar, se avanzará la propuesta de que la forma en la cual se presentan estas controversias
puede caracterizarse como post-normal pues involucra debates entre expertos y legos;
y, en una tercera sección, se presentarán algunas críticas que buscan señalar los
límites del deliberacionismo, así como especificar bajo cuáles condiciones es que
este puede funcionar de forma confiable, en esta última sección se enfatizará el porqué
el deliberacionismo incondicionado puede resultar nocivo. Finalmente, el texto concluye
con un tono algo más optimista, señalando las condiciones necesarias para disminuir
o eliminar la rispidez anteriormente señalada.
El deliberacionismo. Una caracterización mínima
Sin duda, resulta pertinente aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de deliberacionismo,
sobre todo si nuestro objetivo es criticar una versión simplificada del mismo al cual
hemos denominado deliberacionismo incondicionado.
Así, el concepto deliberacionismo es propio de la filosofía y la teoría política,
y suele empleársele para describir propuestas específicas acerca de cómo caracterizar
la democracia y las formas de representación política en las que esta vendría a realizarse.6 El término tiene tintes normativos pues las propuestas descritas como deliberacionistas juegan el papel de un estándar
que permite evaluar el grado en el cual los gobiernos de facto y sus mecanismos democráticos se aproximan a los ideales contenidos en dichas propuestas.
El deliberacionismo como opción política fue tomando relevancia sobre todo en la modernidad
tardía tras el debilitamiento de las monarquías tradicionales de carácter absolutista.
Es así que el parlamentarismo en países como Inglaterra es un ejemplo de deliberacionismo
en el cual hay una representación política indirecta de los habitantes de una nación;
en principio, la voluntad del Estado habrá de emanar de estos representantes que,
mediante el diálogo, construirán las políticas que regirán al interior de dicho Estado
(Arango 2020).
En la primera mitad del siglo XX, uno de los grandes defensores del deliberacionismo
fue sin duda Hans Kelsen, padre del positivismo jurídico. Para este autor, el corazón
del deliberacionismo radica en su carácter secular y racionalista, pues esta forma
de representación toma distancia de aquellas formas de gobierno basadas en el carisma
o la tradición. En este punto, Kelsen revela la influencia que el pensamiento weberiano
tuvo sobre él al contraponer la razón con el carisma o la tradición. Para Kelsen es
indiscutible el hecho de que ninguna persona posee un acceso privilegiado a la verdad
-al menos en lo que respecta a temas de interés público- lo cual se traduce en que
la esfera pública está necesariamente arrojada a una multitud de juicios todos ellos
relativos a la posición de quien los enuncia. Dado lo anterior, este autor entiende
la sociedad como irreductiblemente plural y, por ello, considera que únicamente la
razón puede servir como mediadora de tal diversidad de posturas. La razón es la única
alternativa ante las dictaduras, sean estas de corte autocrático o las dictaduras
del proletariado (Arango 2020).
En cualquier caso, el carácter secular de la razón deliberativa y su atención a la
inmanencia, es decir, a la circunstancia actual más allá de toda lectura metafísica
o trascendental de la sociedad, es lo que permite a la razón fungir su papel como
un mecanismo de escucha y diálogo capaz de informar las opiniones presentes en la
esfera pública de tal modo que se privilegie siempre la búsqueda de posturas públicamente
justificadas (Arango 2020). Este último punto ha sido retomado por filósofos posteriores como John Rawls (1993 y 1995).
Ahora bien, el deliberacionismo puede también caracterizarse a través de una vía negativa, i. e., al contrastarlo con otras posiciones al interior de la filosofía política
que también elaboran posturas normativas acerca de cómo entender la democracia, la
representación política o ambas. Ejemplos de esto serían tanto el decisionismo de Karl Schmitt, contemporáneo de Kelsen o, más recientemente, las concepciones competitivas o agregacionistas de la democracia.
El caso de Schmitt es instructivo, pues este autor sostuvo posiciones radicalmente
antagónicas a las que, de manera muy sucinta, le hemos atribuido a Kelsen. Para Schmitt
es un error considerar que la libertad de expresión, discusión y deliberación sea
un principio constitutivo del pensamiento. Ello es así pues el campo político suele
estructurarse en términos de amigos o enemigos, de posturas que, o bien son compatibles,
o bien son incompatibles con la nuestra. De allí que el conflicto sea inevitable y
que la razón esté siempre muy acotada en su capacidad para mediar entre puntos de
vista diferentes (Arango 2020).
El propio Schmitt considera que la única forma de evitar este impasse es apostar por la búsqueda de la verdad, asumiendo que hay posiciones epistemológicamente
privilegiadas; en ello hay una doble ruptura con la postura de Kelsen pues, por un
lado rechaza la lectura relativista que sostiene que cada quien elabora juicios de
carácter situado que han de interpretarse como si tuviesen la misma autoridad epistémica, y, por otro, Schmitt aspira a alcanzar un conocimiento de carácter trascendental
que rebase la inmanencia de la circunstancia y que esté asentado sobre principios
metafísicos que le otorguen legitimidad. Así, hay una interpretación radicalmente
diferente de aquello que justifica una postura.
Dicha diferencia se traduce en que para Schmitt las soluciones mesiánicas o autocráticas
no son necesariamente problemáticas. De igual forma, Schmitt considera que la homogeneidad
es un prerrequisito indispensable de la democracia y que esto justifica incluso la
eliminación de aquello que resulta heterogéneo. No sorprende, por tanto, que esta
forma de entender la representación sea descrita como decisionismo, pues pone en el
centro la existencia de un gobernante que decide sobre la base de su supuesto mejor
entendimiento de la realidad social y que de igual manera asume las consecuencias
de las decisiones que así ha tomado. Para Schmitt, esto último es una virtud pues
ata la responsabilidad con el acto de gobernar, algo que para este autor es imposible
bajo una mirada deliberacionista pues allí no hay quien tome responsabilidad por las
decisiones colectivamente asumidas. En ese sentido, la postura de este teórico no
es solamente anti-deliberativa sino también anti-liberal (Arango 2020).
Nótese que, en función de lo ya dicho, el deliberacionismo es ante todo una teoría
de la representación política y de la democracia como forma de gobierno. Dicha teoría
privilegia la escucha y el diálogo allí donde hay una pluralidad de posturas. Ello
se traduce en que en el deliberacionismo no se busca imponer la voluntad de las mayorías
como sí ocurre en las concepciones agregacionistas de la democracia en las que simplemente se elige la posición mayoritaria como la
postura del Estado sin que importe mucho el proceso mismo de formación de la opinión
pública (Gallardo 2011). Este último punto es fundamental pues también permite diferenciar este modelo de
aquellos enfoques competitivos de la demo cracia que son de corte neoliberal y en los cuales la racionalidad del
mercado se impone sobre la racionalidad política (Brown 2017); en estos últimos enfoques sí se atiende la importancia de la formación de una opinión
pública pero no a través de la razón, la escucha y el diálogo sino mediante mecanismos
retóricos y efectistas -como la propagación de pánicos morales- que buscan ganar adeptos
empleando cualquier artilugio disponible (Gallardo 2011).
Dicho todo lo anterior y para concluir esta sección, quisiera mencionar dos puntos
adicionales cuya relevancia quedará clara en secciones posteriores. Primero, pareciese
que es constitutivo del deliberacionismo tener que evitar dos posibles escenarios
indeseables. Por un lado, se corre el riesgo de sobrestimar la racionalidad de los
agentes políticos -o de privilegiar ciertas formas de ejercer dicha racionalidad-
y devenir, por ello, en un mecanismo de representación cognitivamente elitista, pues
de facto solamente unos pocos serán capaces de participar en tales prácticas dialógicas. Por
otro lado, si se busca evitar este último escenario se puede, por el contrario, desenfatizar
el proceso de formación de opinión pública, lo cual llevaría a que el deliberacionismo
colapse en una mera agregación de las opiniones de un colectivo, invitando con ello
a la tiranía de las mayorías (Gallardo 2011).
Segundo, todo lo anterior deja categóricamente desatendidas dos cuestiones. Por un
lado, no es del todo claro cuáles habrán de ser los mecanismos que gobiernen tal deliberación
y, por otro, quiénes son los sujetos que serán considerados como participantes legítimos.
Estas dos preguntas no son incidentales pues en las sociedades contemporáneas existe
una tensión innegable entre experticia y democracia que amenaza con poner en jaque
la posibilidad de la deliberación que aquí hemos esbozado.
Deliberación, ciencia y escenarios post-normales
La sección anterior nos permitió ofrecer una caracterización mínima del deliberacionismo.
Como vimos, este término es propio de la filosofía y teoría política y se emplea para
describir propuestas específicas acerca de cómo articular la representación política
y la democracia. Vimos que resulta central para esta postura justificar las posiciones políticas que se sostienen en la esfera pública por medio de la argumentación
atendiendo a un mismo tiempo las posibles objeciones a través de una escucha respetuosa de nuestras diferencias.
Sin embargo, el deliberacionismo también parece presuponer un relativismo que emana
del hecho de que nadie posee un acceso privilegiado a la verdad y que, por ende, todos contamos con la misma autoridad epistémica, al menos en lo que se refiere a asuntos de interés público; dicha tesis parece igualar
a quienes son desiguales en otros aspectos. Empero, también señalamos que estos mecanismos
deliberativos pueden dar lugar a un elitismo cognitivo, algo que es particularmente claro en sociedades como la actual en la cual hay una
tensión ineliminable entre experticia y democracia.
Es justo a raíz de esto último el que la preocupación acerca de la falta de claridad
de cuáles habrán de ser los mecanismos que gobiernen tal deliberación y de quiénes
son los sujetos que serán considerados como participantes legítimos emerge con toda
su fuerza. Pensemos en este sentido que si se abandona el presupuesto del relativismo
y se reconoce que hay asimetrías epistémicas, entonces ya no resulta claro si la deliberación tiene que incluirnos a todos o solamente
a aquellos con el mayor capital cognitivo.
Justamente, preocupaciones parecidas a esta se han presentado a lo largo de los últimos
cincuenta años en aquellas controversias en donde se busca despatologizar y normalizar
las diversidades sexo-genéricas. Bayer (1987) narra que la despatologización de la homosexualidad por parte de la Asociación Psiquiátrica
Americana generó muchas incomodidades, pues los psiquiatras, en su calidad de expertos,
sentían que eran ellos quienes debían deliberar acerca de si la homosexualidad era
una disfunción o una conducta sub-óptima; por el contrario, tal debate implicó la
irrupción de voces activistas que cuestionaron la autoridad epistémica de dichos expertos
y sostuvieron que los únicos expertos en la homosexualidad eran los homosexuales.
En este ejemplo histórico hubo una metacontroversia acerca de cuáles eran los espacios
en los que debía desarrollarse la deliberación, cuáles eran los criterios que debían
guiar dicha deliberación y quiénes eran los sujetos que legítimamente debían participar
en dicho debate.
No está por demás señalar que las controversias mencionadas en la segunda nota al
pie de este ensayo parecen invitar a las mismas meta-controversias pues tampoco aquí
es claro cuáles habrán de ser los espacios en los que deberá desarrollarse la deliberación,
cuáles habrán de ser los criterios que deberán guiar dicha deliberación y quiénes
serán los sujetos que legítimamente deberán participar en dicho debate. Por ejemplo,
en el debate en torno al reconocimiento de las infancias y adolescencias trans, hay
quienes argumentan que, precisamente por su edad, tanto las infancias como las adolescencias
carecen de la capacidad de participar activamente en dicha controversia puesto que
habría aquí una asimetría epistémica que emana de su juventud -y de la posibilidad
de que no sean todavía sujetos capaces de comprender plenamente las consecuencias
de identificarse como personas trans-; así, en este debate se privilegia la voz de
personas adultas y de expertos en salud mental bajo la lógica de que en algún sentido
las identidades trans, si bien ya no se consideran una enfermedad mental, sí requieren
todavía de un diagnóstico y de una tutela médica (Guerrero Mc Manus 2021; Guerrero Mc Manus y Muñoz Contreras 2018b).
De igual forma, en el caso de la inclusión de las mujeres trans en los deportes se
suele considerar que esta es una discusión entre expertos en medicina del deporte
y que, por ende, la inclusión de las personas trans dentro de dicho ejercicio deliberativo
está fuera de lugar. Se apela, por tanto, a un estilo argumentativo basado en evidencias
científicas que pareciera que solo pueden satisfacer los propios expertos.
Ahora bien, y a modo de tercer y último ejemplo, podría parecer que no todas las controversias
mencionadas en la ya citada nota al pie son del mismo tipo pues, por ejemplo, la inclusión
de las mujeres trans dentro las cuotas de género que buscan obtener la paridad entre
hombres y mujeres no parece involucrar ninguna clase de experticia. Sin embargo, esto
no es del todo cierto pues hay quienes todavía argumentan que las identidades trans
son patológicas y que, por ende, lo que habría que hacer es intervenir medicamente
a dichas personas. Para quienes sostienen estas posturas resultaría absurdo incluir
a “personas mentalmente enfermas” dentro de ejercicios deliberativos, lo cual sería
una evidencia de que se postula una asimetría epistémica que en este caso emergería
de la supuesta afectación mental de un sector de la población. Pero incluso si no
se sostiene una postura tan extrema, hay quienes argumentan que la discusión acerca
de quién es un hombre o una mujer no es algo que deba deliberarse públicamente sino
que compete únicamente a los expertos en anatomía, fisiología o embriología; así,
también en este caso observamos la existencia de una meta-controversia acerca de quiénes
pueden deliberar y cuál es el espacio correcto para hacerlo.
Nótese que en todos estos casos las controversias allí descritas involucran, por un
lado, tanto ejercicios deliberativos que ocurren al interior de academias o disciplinas
especializadas, i. e., involucran a expertos debatiendo en foros en los cuales suelen
emplearse estándares contextuales propios de tales espacios como, por otro lado, ejercicios
de deliberación que ocurren en foros públicos no especializados -a los que tradicionalmente se les ha denominado como la esfera pública- y en los cuales se debate en calidad
de persona interesada en un tópico que quizás es de interés colectivo o cuyas consecuencias
para el interés colectivo están aún por explorarse. Estos escenarios sin duda que
complejizan nuestra forma de entender lo que es el deliberacionismo.
Al interior de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad a estos escenarios se
les ha caracterizado como una instancia de ciencia post-normal (Funtowicz y Ravetz 1993), término que claramente evoca la noción kuhniana de ciencia normal. Recordemos que
la ciencia normal fue descrita por Kuhn como un ejercicio epistémico centrado en la
articulación y sofisticación de un paradigma o matriz disciplinaria (Pérez Ransanz 1999). La ciencia normal era en ese sentido una tarea que consistía en la ampliación de
las instancias de éxito de un paradigma o matriz y se llevaba a cabo al interior de
las comunidades científicas que compartían una misma matriz. Esta descripción de la
práctica científica vislumbra a la ciencia como un quehacer relativamente independiente
de su contexto social y en el cual hay poco intercambio entre los expertos y los legos.
Para Kuhn la ciencia normal solo entra en crisis cuando surge una anomalía que obliga
a repensar si el paradigma es todavía explicativamente útil; pero incluso en situaciones
como esa, el quehacer científico sigue involucrando únicamente a los expertos.
A diferencia de ese tipo de escenarios, en la ciencia post-normal se reconoce que
los ejercicios deliberativos no pueden ni deben involucrar únicamente a los expertos.
Si bien esto no implica que se abandone la distinción entre legos y expertos, sí conlleva
que la deliberación se desarrolle en foros mixtos, esto es, foros en los cuales convergen
tanto expertos como legos. En este sentido, la ciencia post-normal acarrea una reconceptualización
radical de cómo operan -y deben operar- las comunidades científicas.
En general, los escenarios en los cuales las ciencias funcionan de manera post-normal
son aquellos en los cuales las consecuencias de la práctica científica pueden resultar
de interés público. En tales casos suele ocurrir que, o bien los legos irrumpen en
los espacios de deliberación científica o, también, que los científicos son interpelados
cuando llevan a cabo pronunciamientos en foros públicos; un ejemplo paradigmático
de ciencia post-normal ocurrió en las décadas de los años 80 y 90 del siglo pasado,
cuando en plena crisis de la epidemia del VIH-SIDA grupos organizados de la sociedad
civil cuestionaron la forma en la cual se desarrollaba la investigación que buscaba
comprender tanto las causas del SIDA como una posible terapia para detener esta epidemia
(Epstein 1996). Ese ejemplo ilustra que la ciencia post-normal puede incluso transformar el modo
en el cual se lleva a cabo la investigación científica pues termina por incorporarse
a personas no especialistas tanto en el diseño mismo de una investigación como en
su realización y evaluación posterior.
A la luz de lo anterior, podríamos afirmar que las controversias actuales en torno
a la normalización y presencia de la población trans en múltiples espacios pueden
describirse como instancias de ciencia post-normal. Esto es así pues la deliberación
involucra tanto a expertos -que pueden tener posiciones favorables o desfavorables
ante ciertos tópicos- como a legos -usualmente activistas con posiciones favorables
a una causa, pero también grupos que sostienen posturas escépticas o abiertamente
desfavorables ante dicho tópico-. Sea como fuere, no debemos pasar por alto que en
las controversias que aquí nos interesan las experticias académicas fueron históricamente
el principal espacio de patologización y criminalización de las identidades trans,
algo que apenas comienza a cambiar; de igual modo, la inmensa mayoría de personas
trans que han participado en estas controversias lo han hecho en calidad de legos
que, además, gozan de poca credibilidad a causa de los prejuicios cisexistas.
Como espero resulte claro, en escenarios como los mencionados se combinan dos tipos
diferentes de deliberacionismo. Por un lado, está el deliberacionismo que hemos esbozado
en la sección anterior y que es propio de la esfera pública en su acepción más tradicional.
Empero, está, por otro lado, un tipo de deliberacionismo mucho más cercano a la epistemología
y a la filosofía de la ciencia. Si bien ambos tipos de deliberacionismo comparten
un núcleo de premisas fundamentales, como la centralidad que se le otorga a la argumentación
y a la escucha: allí donde hay una pluralidad de posturas relativamente encontradas
hay también importantes diferencias. En el caso del deliberacionismo entre expertos,
el ejercicio deliberativo está confinado a los foros académicos propios de una disciplina
e involucra a personas respaldadas por marcadores primarios y secundarios de experticia (Collins y Evans 2008) que los acreditan como especialistas, ya sea directamente, al evaluar su competencia
mediante las interacciones entre pares -marcadores primarios- o, indirectamente, a
través de títulos, premios y reconocimientos -marcadores secundarios.
Cabe señalar que el deliberacionismo entre expertos ha sido defendido por autores
tan disímiles como Polanyi (1962), Popper (2014), Brandom (1994) e, incluso, epistemólogas feministas como Longino (2002). Para Polanyi, por ejemplo, el buen funcionamiento de la ciencia requiere que las
academias implementen ideales liberales en los cuales se privilegia la libertad de
expresión, discusión y deliberación; para ello, cada científico debe ser capaz de
expresar sus puntos de vista sin que medie coerción o coacción alguna. Eso sí, la
respuesta de sus pares deberá ser profundamente crítica exigiendo que toda afirmación
sea justificada por argumentos o evidencias y, de no serlo, sea retractada.
Algo semejante encontramos en el caso de Brandom, quien ofrece una caracterización
de las dinámicas deliberacionistas de nuestras prácticas cognitivas que de igual manera
privilegia el ejercicio de dar y pedir razones como aquello que está en el centro
de estas. Para Brandom afirmar que se sabe algo implica un compromiso deontológico
por justificar públicamente tal aseveración.
Dejo para la siguiente sección revisar la postura de Longino pues, a diferencia de
Polanyi o Popper, a esta filósofa sí le importa explicitar bajo qué condiciones el
deliberacionismo habrá de ser exitoso. En otras palabras y empleando el lenguaje del
fiabilismo epistemológico, pareciera que tanto Polanyi como Popper defienden deliberacionismos incondicionados
que consideran que la deliberación siempre es un mecanismo confiable para producir conocimiento objetivo y justificado pues, por su propia dinámica, este
inhibe la aceptación de cualquier proposición por causas de naturaleza no epistémica
como pudieran ser la coerción, la coacción, la tradición, etc. Sin embargo, esta no
parece ser la postura ni de Brandom ni de Longino, pero es quizás esta última autora
la que detalla con mayor cuidado las condiciones en las cuales el deliberacionismo
es en efecto confiable. Así, sus posturas se alejan de lo que aquí denominamos deliberacionismo
incondicionado y se acercan mucho más a las de filósofas como Fraser (2021) que han hecho señalamientos muy parecidos al interior de la filosofía política.
Sea como fuere, y antes de pasar a la siguiente sección, quisiera recapitular lo que
se ha establecido en esta sección. En primer lugar, que los ejercicios deliberativos
en torno a lo trans suelen caracterizarse por la presencia de asimetrías epistémicas,
pues algunos sujetos participan en estos debates en calidad de expertos, mientras
que otros lo hacen en calidad de legos, muchos de los cuales habitan las categorías
que están bajo discusión. Segundo, si esto ocurre es precisamente porque tales ejercicios
deliberativos son una instancia de lo que se ha denominado ciencia post-normal; en
este tipo de escenarios, el deliberacionismo propio de lo político y que suele desarrollarse
en la esfera pública se superpone con el deliberacionismo entre expertos que usualmente
se desarrolla en foros especializados.
Tercero, tanto en el caso del deliberacionismo en política como en epistemología hay
la asunción de que estamos ante un mecanismo confiable; empero, valdría la pena preguntarse
dos cosas. Por un lado, bajo qué condiciones es que el deliberacionismo es confiable.
Por otro, dado el hecho de que los escenarios de ciencia post-normal implican asimetrías
epistémicas estructurales -y en muchas ocasiones también asimetrías no epistémicas-,
cabe la duda de si esto no habrá de traducirse en que el deliberacionismo tenga que
ser revisado para examinar si en efecto es confiable en tales escenarios y, si así
fuera, bajo qué circunstancias.
El deliberacionismo, sus condiciones de posibilidad y sus límites
Quisiera comenzar esta sección señalando que las críticas al deliberacionismo no son
nuevas. No lo son ni al interior de la filosofía política, ni tampoco al interior
de la epistemología/filosofía de la ciencia. Tanto en un caso como en otro, las críticas
elaboradas por autoras feministas han resultado fundamentales para evidenciar los
límites y condiciones de posibilidad dentro de los cuales el deliberacionismo puede
operar eficazmente. Sin duda que los transfeminismos7 pueden abrevar de esta producción teórico-política para elaborar sus propias posturas
críticas. Justo este es el objetivo de la presente sección.
En ese sentido, es importante evocar la crítica que en su momento Fraser (2021) articuló en contra de la posición que Habermas sostuvo en la década de los años 60
del siglo XX (Habermas 1991 [1962]). De acuerdo con esta teórica, en la obra temprana de Habermas había todavía un dejo
de idealización de la concepción liberal de la esfera pública a la que se le representa
como un espacio regido por virtudes como la publicidad (o transparencia) y accesibilidad y en la cual debe imperar únicamente la razón, haciéndose caso omiso de las diferencias
de estatus entre los individuos.
Si bien la tesis anterior tiene un carácter prescriptivo, para Fraser dicha normatividad
desatiende una serie de aspectos de carácter descriptivo que harían inoperante dicha
norma. Concretamente, Fraser cuestiona que la esfera pública exhiba las virtudes de
transparencia y accesibilidad que Habermas considera indispensables; ello ocurre porque
las diferencias de estatus entre los individuos de hecho afectan su capacidad tanto
de participar en la esfera pública -accesibilidad- como de poder obtener información
acerca de lo que allí se debate - transparencia-. Esto es particularmente claro cuando
reconocemos que hay incluso un sesgo de género en el tipo de virtudes que se asocian
con la deliberación pública pues suele enfatizarse la importancia de una racionalidad
argumentativa no atravesada por afectos o emociones.
Esta filósofa añade que tales desigualdades y sesgos no pueden simplemente “suspenderse”
u obviarse sino que es menester impulsar la igualdad social sustantiva pues únicamente cuando esta se consiga es que será posible un ejercicio deliberativo
verdaderamente paritario. Ahora bien, Fraser también afirma que las desigualdades
existentes han llevado a la creación de lo que ella denomina contra-públicos subalternos, i. e., espacios de deliberación creados por los grupos subalternos que usualmente
no tienen acceso a los foros que tradicionalmente se han considerado como co-extensos
con la esfera pública. Para esta teórica, resulta un error considerar que esta fractura
al interior de la esfera pública es indeseable, al indicar esta la existencia de profundas
desigualdades que han conducido a lo que en este ensayo hemos denominado rupturas
comunicacionales. Para esta autora, así como debemos impulsar la igualdad social sustantiva,
debemos, de igual forma, posibilitar los diálogos entre los diversos públicos. Empero,
ello requiere entender el porqué se generaron tales rupturas así como también el combatir
la exclusión y la desigualdad pues solo así será posible un diálogo genuinamente productivo.
Por su parte, la también filósofa feminista Helen Longino (2002) ha concentrado sus esfuerzos en mostrar la relevancia del deliberacionismo tanto
al interior de las epistemologías feministas como en el grueso de los abordajes interesados
en dar cuenta de una noción de objetividad que no presuponga agentes epistémicos idealizados.
El suyo es un proyecto de epistemología social, en el cual la objetividad debe entenderse
como inter-subjetividad crítica, dialógica y plural. Ella retoma las intuiciones originalmente desarrolladas por teóricos como Polanyi
o Popper pero reconoce que estos autores idealizaron la estructura social de las academias
y dieron por supuesto que era suficiente con un ejercicio deliberativo crítico -esto
es, un intento por avanzar hipótesis aventuradas para luego buscar defenderlas o refutarlas-
para así crear dinámicas epistémicamente robustas que pudieran asegurar el carácter
objetivo de la ciencia.
Para Longino, la crítica y el diálogo son en sí mismos insuficientes si se pasa por
alto el carácter situado de todo agente epistémico. En esto, Longino coincide con
abordajes clásicos al interior de la epistemología feminista, los cuales señalaron
que todo acto de producción y justificación de conocimiento se lleva a cabo desde
una posición epistémica y social específica y, por ende, presupone también el punto de vista de quien lo genera (Haraway 2020; Harding 2013). Esto último es importante porque un diálogo crítico entre personas que comparten
un mismo punto de vista será sin duda muy limitado en su capacidad de eliminar los
posibles sesgos que pudiera tener el conocimiento así producido.
En cualquier caso, si bien las epistemologías feministas ayudan a entender las limitaciones
presentes en los deliberacionismos de Polanyi y Popper, dichas epistemologías no son
ellas mismas una alternativa del todo satisfactoria, pues estas suelen tener dos limitaciones
importantes. En primer lugar, presuponen que el reconocimiento del carácter situado
del propio conocimiento es suficiente para edificar un nuevo tipo de epistemología
mucho más atenta a los sesgos de quien afirma poseer conocimiento. Sin embargo, para
Longino, la reflexión y la imaginación no son capaces de eliminar todo posible sesgo
idiosincrásico. De allí que, a modo de segunda limitación, ella considere que es un
error el no incluir como parte de una epistemología feminista los ejercicios deliberativos.
Así, el proyecto epistemológico de Longino apuesta por conjugar las fortalezas de
ambas propuestas al considerar que un diálogo crítico solo es robusto allí donde convergen
posturas diversas asentadas en experiencias de vida diferentes. Justo esto subyace
detrás de su aseveración de que la objetividad debe entenderse como un diálogo crítico
entre una pluralidad de subjetividades diversas o, como lo expresé anteriormente,
como una inter-subjetividad crítica, dialógica y plural. Pero esto solo será posible
si se satisfacen cuatro puntos que habrán de asegurar que el intercambio es genuinamente
un diálogo basado en la argumentación y que no atiende dinámicas como la coerción,
la coacción o la imposición de una postura. Dichas condiciones son:
-
Deben existir canales adecuados para expresar las posturas críticas que puedan surgir
ante un modelo teórico, explicación, etcétera.
-
La crítica expresada a través de dichos canales debe ser reconocida como un acto de
interpelación al cual se le debe ofrecer una respuesta.
-
Los estándares que habrán de guiar el ejercicio de dar y pedir razones deben ser de
carácter público y deben ser reconocidos como tales por todas las personas que participan
de dicho ejercicio.
-
Deberá existir una equidad intelectual atemperada entre quienes participan de dicho
diálogo.
Este último requisito implica que, si bien distintas personas cuentan con diversos
grados de experticia en un tópico dado y, por ende, gozan de diversos grados de prestigio,
ello no debe implicar que la coerción, la coacción, ni tampoco el prestigio en sí
mismo se empleen para dirimir un debate. Solo la argumentación y la evidencia puede
jugar este papel. Como espero pueda verse, el proyecto de Longino enumera una serie
de mínimos que habrán de asegurar que la deliberación sea un mecanismo epistemológicamente
confiable respecto a su capacidad de producir un conocimiento objetivo y justificado.
Llegado este punto, cabe la pregunta de qué es lo que podría ocurrir si desatendemos
las observaciones de estas autoras e insistimos en realizar ejercicios deliberativos
allí donde hay profundas desigualdades. Para responder esto podríamos recuperar algunos
de los elementos centrales del trabajo de Cass R. Sunstein (2006), quien ha mostrado que los ejercicios deliberativos pueden y suelen fallar cuando
se generan procesos de silenciamiento que llevan a que posiciones minoritarias -usualmente asociadas con sectores minoritarios-
simplemente no sean escuchadas a causa de procesos como: i) la presión informacional, o, ii) la influencia social.8
El primer término -la presión informacional- describe situaciones en las cuales las
personas que sostienen posiciones minoritarias simplemente se autocensuran, ya sea
porque la fuerza de la opinión mayoritaria genera una corrosión en la autoconfianza
de la persona en tanto agente epistémico, o bien porque la persona no desea enfrentar
en solitario una numerosa masa de personas con una posición contraria. El segundo
término -la influencia social-, refiere a procesos en los cuales abiertamente se ejerce
coerción o coacción para eliminar posturas disidentes.9 Nótese que en sentido estricto las concepciones clásicas en torno al deliberacionismo
solo excluyen al segundo tipo de situaciones, pero no así al primer tipo. De hecho,
tales concepciones ni siquiera anticipan la posibilidad de que una mera asimetría
en la proporción del número de personas que sostiene una posición dada pueda llevar
a dinámicas donde el deliberacionismo fracase.
Empero, Sunstein muestra que esto sí suele ocurrir y que no es infrecuente que se
den al menos cuatro tipos de fracasos deliberativos causados por tales asimetrías. Estos son: a) amplificación del error; b) efectos del conocimiento en común; c) cascadas informacionales / reputacionales, y, d) polarización grupal. De manera sucinta, en el primer escenario lo que ocurre es que el silenciamiento
de las posiciones minoritarias conduce a que no se examinen adecuadamente las posturas
que se discuten y que, por ende, posturas potencialmente injustificadas sean colectivamente
aceptadas simplemente porque no hubo interpelación alguna o porque dicha interpelación
no fue asumida10 -nótese que esto viola abiertamente la segunda norma estipulada por Longino-. En
el segundo escenario lo que ocurre es que se alimenta la ilusión de consenso al ocultar
todo elemento potencialmente en tensión con la postura que se interpreta como consensuada;
ello, a su vez, genera la impresión de que no había críticas importantes ante dicha
postura.
El tercer escenario se divide en dos subtipos. Tanto en un caso como en otro lo que
ocurre es que las personas no revelan información disonante con las posturas mayoritarias
ya sea porque desean eliminar toda posibilidad de conflicto -cascada informacional-
o porque no desean ver disminuida su reputación al sostener una postura disidente
y minoritaria11 -cascada reputacional-. Finalmente, en el cuarto escenario la deliberación fracasa
porque las posiciones más extremas y comunes no son interpeladas y eventualmente van
cobrando fuerza al punto de que el disenso se acrecienta haciendo que sea cada vez
menos viable el sostener posturas menos radicales.
Dicho esto, quisiera concluir esta sección con tres puntos que me parece importante
recalcar. Primero, que los fracasos deliberativos anteriormente esbozados solo exploran
los efectos en la asimetría de las proporciones con las cuales se sostiene una postura
dada. Muy seguramente, allí donde las asimetrías involucran factores adicionales la
posibilidad del fracaso es aún mayor. No sorprende, por tanto, el énfasis que pone
Fraser en la igualdad social sustantiva o la importancia que da Longino a la equidad
intelectual atemperada, así como a la existencia de críticas y, sobre todo, de respuestas
a dichas críticas.
Segundo, desatender el hecho de que el deliberacionismo solo es confiable bajo ciertas
condiciones puede llevarnos a caer en actitudes monológicas, i. e., a incurrir en meros simulacros de diálogo donde la posibilidad de interpelación
es inexistente; esto puede ocurrir por dinámicas como la autocensura o el silenciamiento
(véase la nota al pie no. 6) o, incluso, simplemente por el hecho de que la postura
hegemónica no asume que ha sido interpelada, pues simplemente desatiende las críticas
que recibe. El riesgo de que algunos de estos escenarios ocurran consiste en que se
genere la impresión de que una postura ha sido aceptada gracias a ejercicios de dar
y pedir razones de los que ha salido airosa; sin embargo, lo que bien puede haber
ocurrido es que dicha postura no haya sido interpelada o la interpelación simplemente
haya sido ignorada pues se realizó en un contra-público subalterno no reconocido por
los espacios hegemónicos.
Finalmente, el corolario debería ser claro pues en debates como los que aquí hemos
esbozado pareciera que estamos ante un deliberacionismo incondicionado en el que han
habido ya numerosos fracasos deliberativos. Mi hipótesis es que los llamados a deliberar
suelen provenir de personas con actitudes monológicas que simplemente subestiman el
alcance de los procesos de silenciamiento por autocensura, por un lado, y, por otro,
ignoran la existencia de argumentos elaborados al interior de contra-públicos subalternos
(las comunidades trans) en los que por más de medio siglo se han elaborado críticas
que no suelen ser siquiera reconocidas como tales por dichas personas -incluso puede
ocurrir que tales personas no sepan de su existencia pues el cisexismo ha llevado
a que tales posturas no sean conocidas-. Si estoy en lo cierto, la búsqueda del diálogo
en las condiciones actuales es fútil y lo que debería buscarse es desmontar las asimetrías
cisexistas antes de plantear un ejercicio deliberativo.
Libertad de expresión, desigualdad y silenciamiento
En la sección anterior se estableció que, para que la deliberación opere como un mecanismo
confiable y capaz de conducir a la construcción de argumentos públicamente justificados,
es necesario que se satisfagan una serie de condiciones mínimas para hacer posible
un diálogo en condiciones de equidad. Ahora bien, a la luz de esto último cabría preguntarse
si ello no implica en algún sentido el limitar la libertad de expresión en aquellas
situaciones donde tales condiciones no se satisfacen. Esta posibilidad no es desde
luego ni trivial ni inocente pues parte de la preocupación de que tal limitación pudiese
conducir al completo abandono del diálogo y la escucha como métodos de resolución
de controversias como las anteriormente descritas.
Justamente, mi intención en la presente sección es mostrar que en las versiones más
sofisticadas del deliberacionismo liberal la compleja relación entre la libertad de expresión y otras libertades nos conduce
a un diagnóstico radicalmente distinto al que suele acompañar a la preocupación formulada
en el párrafo anterior. Aclaro que si me concentro aquí en el deliberacionismo al
interior del liberalismo político es porque considero que la defensa del deliberacionismo incondicionado suele hacerse
desde posturas de corte liberal.
En este sentido quisiera aludir al trabajo de John Rawls, probablemente el máximo
exponente del liberalismo filosófico en la actualidad. Quisiera señalar que Rawls,
tanto en su obra clásica Teoría de la justicia (1995) como en su texto más tardío Political liberalism (1993), hace una serie de observaciones que resultan pertinentes para lo que aquí
discutimos. Empero, quisiera únicamente recordar que la teoría de la justicia que
elabora Rawls está construida sobre dos principios fundamentales. Por un lado, nos
encontramos con un principio de equidad que exige el más extenso sistema de libertades básicas para cada persona. Por otro lado, hay un segundo principio que se centra en la distribución y que está encaminado a garantizar que cada ser humano viva en condiciones dignas.
Lo anterior es importante, al ser ambos principios necesarios para llevar a buen puerto
un ejercicio deliberativo capaz de edificar un orden social racional y legítimo; nótese
que si alguno de estos principios no se satisface, se corre el riesgo de que tal ordenamiento
carezca de legitimidad. Que no se nos olvide, por tanto, que Rawls es heredero de
las viejas teorías del contrato social aunque en su caso dicho contrato se fundamenta
en aquel muy conocido experimento mental en el cual se nos pide imaginar en qué mundo
querríamos vivir si un velo de ignorancia -conocido también como la posición original- nos ocultase la posición social que
habrá de correspondernos en tal sociedad. Para este autor, este ejercicio nos lleva
a imaginar como el mundo más deseable -y más justo- a aquel en el cual las asimetrías
entre diversas posiciones sociales son mínimas.
Dicho esto, y para adentrarnos en el punto que nos convoca, quisiera señalar en primer
lugar que, para Rawls, hay una relación de mutuo fortalecimiento entre las distintas
libertades básicas; lo anterior está íntimamente relacionado con la tesis de que entre
los diversos derechos humanos hay una relación de integralidad en la cual la capacidad de ejercer cualquier derecho se ve robustecida si el resto
está en proceso de consolidación o se ha consolidado ya. Nótese que esto también guarda
relación con aquella afirmación que en su momento realizara Nussbaum (2012) cuando sostenía que el debilitamiento de un derecho tiene un efecto corrosivo sobre el resto de los derechos; en cierto sentido, estamos ante la misma tesis, pero
en el caso de esta última teória, la aseveración se construye enfatizando el debilitamiento
general de todo el sistema de derechos allí donde un derecho no se ejerce cabalmente.
Podría parecer que el punto anterior milita en favor de la preocupación esbozada al
comienzo de esta sección. Sin embargo, el propio Rawls menciona que mientras más se
consoliden las diversas libertades, mayor es la capacidad con la cual podrá ejercerse
la libertad de expresión. A mi parecer, esto último admite una lectura por demás interesante,
pues podríamos inferir que la libertad de expresión puede ejercerse con mayor plenitud
allí donde las consecuencias de los actos de habla de los hablantes -en calidad de
sujetos políticos- resultan incapaces de vulnerar o debilitar los marcos jurídicos
que protegen al conjunto de las libertades o derechos de las que gozan las personas.
Para decirlo con otro lenguaje más propio del feminismo post-estructuralista y que
le resultaría ajeno a Rawls, allí donde se logran limitar los efectos performativos de un discurso de tal manera que estos no lesionen los marcos de derechos que protegen
a los sujetos es donde, y por consiguiente, se puede ejercer la libertad de expresión
con mayor plenitud.12
Cuando, por el contrario, los actos de habla pueden debilitar tales marcos jurídicos
poniendo incluso en riesgo a un sector de la población es entonces legítimo que este
último sector no solamente se pronuncie en contra de tales actos sino que abiertamente
señale los efectos perniciosos que estos tienen sobre su propio bienestar. El propio
Rawls hace una observación de este tipo en el contexto de las posibles desavenencias
entre diversos grupos religiosos; sobre esto Rawls afirma:
La conclusión, por tanto, es que mientras una secta intolerante no tiene derecho a
quejarse de la intolerancia, su libertad únicamente puede ser restringida cuando el
tolerante, sinceramente y con razón, cree que su propia seguridad y la de las instituciones de
libertad están en peligro. El tolerante habría de limitar al intolerante solo en este caso. El principio fundamental
es establecer una constitución justa con las libertades de igual ciudadanía. Lo justo
debe guiarse por los principios de la justicia, y no por el hecho de que el injusto
no pueda quejarse. Finalmente, debe tenerse en cuenta que, aun cuando la libertad
del intolerante se limite para salvaguardar una constitución justa, esto no se hace
en nombre de una libertad total. Las libertades de unos no se restringen simplemente
para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia prohíbe esta clase de
razonamientos en conexión con la libertad, del mismo modo que lo hace a la vista de
la suma de ventajas. Es solo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y
esto se hace en favor de una libertad justa con una justa constitución, cuyos principios
reconocerían los mismos intolerantes en la posición original. (Rawls 1995, 209, las cursivas son mías)
Como espero pueda verse, los pasajes anteriores ilustran dos puntos importantes. Por
un lado, que la defensa de la libertad de expresión no puede llevarse a cabo ignorando
las asimetrías sociales ni los procesos de silenciamiento que puedan sufrir diversos
grupos subalternos. Por otro lado, que la única estrategia legítima para consolidar
la libertad de expresión general pasa por el fortalecimiento de las capacidades de interpelación de los grupos históricamente
marginados así como por el combate a las causas que han llevado a su marginalización
y que sostienen tales asimetrías; esto es, por dotarles de plenos derechos.
Evidentemente, ninguno de estos puntos se consigue apostando por un deliberacionismo
incondicionado en el cual se pretenda deliberar sin previamente haber desmontado las
asimetrías que han conducido al silenciamiento y a la marginalización de un sector
o, incluso y como vimos en la sección anterior, a la posibilidad de que la posición
social que tal sector ocupa sea erradicada. Así, fortalecer la libertad de expresión
puede requerir, paradójicamente, postergar ciertas discusiones hasta que estemos en
condiciones de mayor equidad pues, de lo contrario, se corre el riesgo de que la deliberación
se vea viciada por la inequidad y conduzca a conclusiones sesgadas.