El ensayo costurero
Este texto se abre como una especie de costurero, esa cajita de metal que solía contener
galletas y que hoy contiene hilos, tijeras, agujas, alfileres con puntas de colores…
Esa lata que muchas mamás, abuelas y/o costurerxs tienen en su casa. Un espacio en
el que las ideas y propuestas son contenidas y se entremez clan, no siempre de la
manera más ordenada. Es un acercamiento personal y colectivo al mismo tiempo, para
buscar otras estrategias narrativas y poder pensar los relatos de y desde lo trans*.
El ensayo surge así, como un primer intento por organizar esta caja, cuyo contenido
abarca distintas herramientas identificadas a lo largo de mi investigación, algunas
de las cuales podemos disponer las personas trans* para relatar nuestras propias experiencias,
e introducirlas de manera más o menos ordenada en este ensayo-caja-costurero.
Este ensayo toma distancia de alguna manera de la escritura académica, como estrategia
para poder recolectar y narrar historias, en la línea de la propuesta de Donna Haraway,
quien rescató también del trabajo de Ursula K. Le Guin, la habilidad de contar historias
para poder seguir con el problema… (Haraway 2022).
No pretendo en este escrito proponer un método, nada más lejos de mi intención. Este
es más bien, en todo caso, un contra-método, un texto que pretende problematizar los
esquemas narrativos de los cuales bebemos para pensar y narrar el mundo, nuestro mundo,
desde esos márgenes narrativos tan difusos y concretos al mismo tiempo.
Existen tantos relatos trans como contadorxs de estos, y cada experiencia se revela,
así, como única e inigualable. Por este motivo, intentar trazar una forma única de
construirlos sería un error incipiente.
En este sentido, me interesa, en un primer momento, sacar de esta cajita algunas de
las propuestas críticas alrededor de la construcción de narrativas y ponerlas a dialogar
entre sí, para poder pensar sobre estas grietas existentes en los relatos de los que
hemos abrevado, y ver de qué manera esas grietas se convierten en relato, dejando
de lado estructuras y narrativas basadas en sistemas de opresión que nos han constituido
en nuestro inconsciente colectivo.
Propongo reflexionar sobre la propuesta de Ursula K. Le Guin (1986) quien, a través de su Teoría de la bolsa de transporte de la no ficción, pone en cuestión la construcción narrativa de las tecnologías y de cómo estas, a
su vez, han sido herramientas alrededor de las cuales se han estructurado los relatos
desde tiempos prehistóricos hasta nuestros días.
Me interesa, después, hacer un primer acercamiento a la “metáfora narrativa” como
una herramienta proveniente de las prácticas narrativas1 pudiendo ser esta un asa de la cual agarrar esa bolsa de la que hablaba Le Guin,
para pensar y articular los relatos de una comunidad; en este caso y en concreto de
la comunidad trans*, respetando y honrando toda su diversidad.
Finalmente, como propuesta estética/política, propongo pensar El devenir monstrux como una metáfora narrativa que tiene el potencial de proponer otras derivas para
las narrativas trans, abriendo una multiplicidad de posibilidades a la imaginación
de lx espectadorx.
Hablo de lx espectadorx desde mi lugar y posición como cineasta o realizador de documental
trans, en donde me interesa de manera totalmente explícita apelar a estx espectadorx
como un espectadorx emancipadx; que construye imaginarios potenciales a partir de
la mediación entre el filme y su propia experiencia. En este sentido, este texto se
trata de una propuesta autoetnográfica cualitativa. Pienso en esx espectadorx emancipadx
en la línea de lo que propone Rancière, teniendo en cuenta que:
El poder común a los espectadores no reside en su calidad de miembros de un cuerpo
colectivo o en alguna forma específica de interactividad. Es el poder que tiene cada
uno o cada una de traducir a su manera lo que él o ella percibe, de ligarlo a la aventura
intelectual singular que los hace semejantes a cualquier otro en la medida en que
dicha aventura no se parece a ninguna otra. (Rancière 2010, 23)
Así, en este intento de desenmarañar este ensayo-costurero, espero que este texto
pueda ser fácilmente transportado y que al mismo tiempo pueda transportar a lxs lectorxs
que se asomen a su interior.
La teoría de la bolsa de transporte de la ficción de Ursula K. Le Guin: una propuesta
para descentrar los relatos
Todos hemos oído de los palos y las lanzas y las espadas,
las cosas para atizar y para pinchar y para golpear, las
cosas largas, duras,
pero todavía no hemos oído de la
cosa que sirve para poner cosas dentro,
el contenedor para el contenido.
Esto es un nuevo relato. Esto es algo nuevo.
Ursula K. Le Guin (1986, 2)
Con esta frase, Ursula K. Le Guin golpea con su bolso de señora mayor enfadada, no
solo a ese Héroe decrépito que ha eclipsado todo el resto de relatos a lo largo de la historia, sino
también, y sobre todo, hace tambalear las estructuras y ci mientos que sostienen los
relatos que hemos consumido a lo largo de tantos siglos de cultura.
En 1986, en un momento en el que desde los feminismos se reclamaba el poder narrativo
y de la representación de las mujeres desde distintas áreas de la cultura y las artes,
la novelista, escritora de ciencia ficción y teórica feminista Ursula K. Le Guin escribe
un texto totalmente disruptivo. Haciendo uso de una retórica perfectamente hilvanada,
va construyendo un cuerpo de pensamiento para, por un lado, desgranar la estructura
narrativa del ‘Viaje del Héroe’, y, por otro, proponer otros relatos que abren múltiples
posibilidades. Descrito por primera vez por Joseph Campbell en su libro El héroe de las mil caras, el ‘Viaje del Héroe’ se refiere a un arquetipo narrativo generalmente dividido en
tres etapas, la separación, la iniciación y el retorno.2 A lo largo de la historia numerosas autoras feministas han criticado y cuestionado
esta estructura narrativa que deja fuera la experiencia de todos aquellos individuos
que no pueden identificarse con esa figura heroica.
El viaje del héroe es una historia masculina, contada por hombres, para hombres, y
que celebra la masculinidad y las virtudes patriarcales. En lugar de adoptar este
modelo patriarcal, necesitamos desarrollar modelos de heroísmo que reflejen la complejidad
y la diversidad de la experiencia humana. (bell hooks 2004, 51)
Si el 80% de la dieta de los homínidos que habitaban las regiones templadas y tropicales
en el Paleolítico, Neolítico y tiempos prehistóricos se basaba en vegetales, ¿por
qué el único relato que hemos escuchado es el de esos valientes cazadores que con
sus lanzas derribaban aquellos monstruosos mamuts?, y, ¿dónde están los relatos de
aquellxs que recolectaban la avena brava, aquellxs que sostenían la vida?
Estos relatos no están porque simplemente no contienen un Héroe, y en el mejor de
los casos, de aparecer, están al servicio del relato de este.
¿Por qué conocemos los más antiguos artefactos de guerra, lanzas, puntas, flechas,
pero no ese primer artefacto cultural, que fue probablemente una suerte de recipiente
que contenía aquellos productos recolectados?
La flecha se impone en este sentido como una fórmula perfecta para trazar estos relatos
heroicos, con un principio y un fin claros y alineados. Pero Ursula K. Le Guin viene
en este texto, que es contenedor de muchas ideas, a proponer la bolsa como una posible
alternativa que estructure o más bien desestructure el relato del Héroe.
Una bolsa entendida como un contenedor, se plantea como un artefacto tecnológico en
el que, en su interior, el Héroe, despojado de su pedestal y sus artefactos de guerra
no queda bien, parece un conejo en un saco.
Los ingredientes que contiene este contenedor no pueden reducirse únicamente al conflicto.
La bolsa como propuesta narrativa tampoco tiene como objetivo resolver un conflicto
ni quedarse inmóvil ante él, es más bien un acercamiento a un proceso que es continuo.
En este escenario en el que tanto la figura del Héroe, como la estructura de la flecha
resultan no solo insuficientes, sino también opresivas, surge la necesidad de nuevas
historias que nos hablen de contenedores, pero, sobre todo, que provengan y nos cuenten
de todxs aquellxs que vivieron en las sombras del Héroe. Este relato nos ha mantenido
en los márgenes de la humanidad a una buena parte de la población, pues no hemos podido
ni querido, ocupar ese lugar heroico. Sin embargo, nuestros relatos siempre han estado
ahí, permeando a distintos niveles a eso que conocemos como humanidad.
Por eso, al igual que a Ursula le apasionaba la novela, a mí me emocionan los documentales,
los cuales en lugar de héroes contienen personas.
Yo no llego arrastrando un saco, sino que vengo con mi mudanza, con mis cajas de cartón,
llenas de anécdotas, fanzines arrugados, recipientes de todos los tamaños, formas
y colores en los que puedo cada día saborear un plato diferente hecho con los mismos
ingredientes que el día anterior. Porque, como un día dijo mi colega poeta performancera
Lía García:3 “las personas trans* siempre somos quienes nos tenemos que mover de lugar”.
Y a seis meses de mi última mudanza, me sumerjo nuevamente en la complejidad de contar
un relato centrado en una vida trans*, llena de principios sin finales, de pérdidas
y transformaciones y que no está necesariamente centrada en el conflicto, y en la
línea de lo que propone Ursula K. Le Guin, ¿quién dijo que hacer un documental fuera
fácil?
Si el documental es un archivo de la memoria de un determinado momento de la historia
de la “humanidad” (entendiendo que el cine, como tecnología, solo abarca un pequeñísimo
periodo de esta), entonces es fundamental que los relatos de aquellxs que no estamos
en el lugar del Héroe se preserven como un tesoro.
Si el documental trans* es la mitología moderna de las personas trans dentro del cine,
entonces su mito es trágico. Lo trans* dentro de las narrativas documentales solo
tiene dos posibilidades, la tragedia o el triunfo.
La tragedia que da cuerpo al mito de lo trans* en el cine, se construye prin cipalmente
a partir de historias que hablan de estos personajes cuyas vidas son construidas como
gestas heroicas y con un final trágico. En la mayoría de los casos terminan con la
muerte o, en el mejor de los casos abocadas al trabajo sexual, entendiendo este como
un lugar también trágico tal y como se construye, un final a evitar dentro de estas
narrativas, que no problematizan la realidad tan compleja que están retratando.
El triunfo que se propone es también parte de la mitología trans* moderna, y pertenece
a una propuesta más reciente que está en plena ebullición hoy, compuesta de una serie
de narrativas con personajes trans* que apuntan al éxito, entendido en términos de
una cierta asimilación a una sociedad heteronormativa, colonial y capitalista, y cuyos
parámetros suelen medirse en función de las capacidades (re)productivas y de acumulación
de capital.
En este sentido, quisiera centrarme en narrativas que escapen de esta dicotomía, narrativas
que tal vez exploren otras gramáticas de la posibilidad, en la línea de lo que propone
Jack Halberstam, me interesa profundizar en el fracaso como una forma más creativa
y cooperativa de estar en el mundo. “Fracasar es algo que las personas queer hacen
y han hecho siempre muy bien; para las personas queer el fracaso puede ser un estilo
(...) y merece la pena cuando se compara con esos escenarios lúgubres del éxito que
dependen del “intentarlo una y otra vez”. (Halberstam 2011, 5). El fracaso surge aquí como un posible arco narrativo que otorgue posibilidades
distintas a los paradigmas del triunfo o la tragedia.
Además, si en cambio, parafraseando a K. Le Guin: “unx evita el modo linear, progresivo,
de flecha-que-mata-el-Tiempo de lo techno-heroico” (Le Guin 1989b, 29) y redefinimos de alguna manera los relatos trans como una mudanza más que como un
arma, tal vez podríamos entender estos como un campo menos rígido, no necesariamente
una gesta heroica o apocalíptica, mucho menos mítico que realista. Algo tan realista
y extraño como una mudanza, que parte y se moviliza a partir del mismo fracaso.
Metáforas narrativas para acercarnos a lo trans*
Trazar las constelaciones no cambió las estrellas
ni lo negro que las circunda,
cambió la forma en la que la gente las veía.
Berger (1991)
Esta cita de Berger me lleva a pensar, ¿de qué manera construimos las metáforas que
nos explican?, ¿qué hacer cuando esas metáforas ya no sirven y son opresivas?
Desde hace unos años las prácticas narrativas han estado rodeándome, coqueteando con
personas cercanas y colectividades a las que pertenezco y con las que me relaciono.
Hace unos meses decidí sumergirme en esta(s) práctica(s), ávido de herramientas que
me permitan narrar, narrarnos desde otro lugar y, sobre todo, poner en cuestión las
mismas bases y estructuras de la narración.
La terapia narrativa se desarrolló en la década de los años ochenta y noventa del
siglo XX, a través del trabajo de terapeutas como Michael White y David Epston, en
Australia y Nueva Zelanda, respectivamente. Estos terapeutas se inspiraron en las
ideas del construccionismo social y comenzaron a aplicarlas a la terapia.
Las prácticas narrativas fueron desarrolladas por Michael White y David Epston en
un contexto terapeútico: “Las prácticas narrativas implican un enfoque respetuoso
y colaborativo para explorar las historias que dan forma a la vida de las personas,
y un compromiso creativo con las posibilidades de cambio que existen dentro y entre
esas historias” (White 1996).
En muchos lugares aparece la definición de terapia narrativa como un enfoque respetuoso
y no culpabilizador que sitúa a las personas como expertas de sus propias vidas (Morgan
2004). White (2002) señala también otro de los fundamentos de las prácticas narrativas, los saberes locales
o populares, de donde surge la práctica colectiva narrativa.
En un primer acercamiento a este campo, tuve la posibilidad de entender que los discursos
que nos constituyen y nos relatan se cimientan sobre lo que se conceptualiza desde
aquí como metáforas narrativas, que se han ido desarrollando y naturalizando para
poder darle sentido al relato que [co]-creamos del mundo.
Las metáforas tienen que ver con la yuxtaposición de dos imágenes, ideas o conceptos,
para crear un tercer espacio. No se prestan para evaluarse como verdaderas o falsas,
solamente son portadoras de los efectos generados por ese tercer espacio abierto a
partir de ella. Desde las prácticas narrativas, se propone evaluarlas en seis áreas
diferentes: i) ¿cómo afecta la relación con nosotrxs?; ii) ¿cómo afecta la relación
entre nosotrxs?, iii) ¿cómo afecta la relación con el territorio?; iv) ¿cómo afecta
la forma en la que articulamos la experiencia, memoria?; v) ¿cómo afecta las posibilidades
imaginativas?, y, finalmente, vi) ¿cómo afecta el trabajo, las formas en las que movemos
el cuerpo?4
Uno de los fundamentos de las prácticas narrativas, y que va en la línea de la propuesta
interseccional5 y/o del conocimiento situado,6 es que nos invitan a entender la identidad como un entramado de relatos, y, en ese
sentido, a proble matizar de nuevo, ¿qué espacio se abre a partir de esto y cómo es
que este tercer espacio afecta la relación que tengo conmigo, entre nosotrxs, con
el territorio, con la memoria, con la imaginación y con el trabajo?
La del “Cuerpo equivocado” ha sido una de las metáforas narrativas construidas por
el imaginario alrededor de lo trans. Su alcance y consecuencias han sido cuestionadas
desde hace más de dos décadas por el movimiento trans* alrededor del mundo. Sin embargo,
esta metáfora ha permeado fuertemente los relatos sobre de lo trans*, construyendo
un imaginario común de nuestras vivencias. Según este relato, las personas trans nacimos
en un cuerpo que no corresponde con nuestra vivencia interna.
Reflexiones como las de Miquel Missé en A la conquista del cuerpo equivocado, tratan de poner el foco en las macroestructuras que validan y construyen el género
en función de parámetros construidos y que en muchas ocasiones están al servicio de
intereses políticos diversos, abonan a la reflexión crítica alrededor de esta metáfora.
El autor cuestiona y analiza el relato más popular sobre la transexualidad al señalar
que nuestro malestar reside en nuestro cuerpo y la solución es transformarlo (Missé 2018).
Harry Benjamin, Robert J. Stoller y John Money fueron tres figuras clave en la conceptualización
de la transexualidad moderna, en los campos de la medicina y la psicología. Fue Harry
Benjamin quien comienza a dar tratamientos hormonales a pacientes transexuales en
lugar de tratar de “curarlos”. Tomando prestada la idea de Karl Heinrich, quien, en
1860, estableció el concepto de “alma de mujer en el cuerpo de hombre”, se refiere
a una de sus pacientes como “una mujer que accidentalmente poseía el cuerpo de un
hombre”.7
Esta metáfora proviene, por ende, de una conceptualización del cuerpo desde la medicina,
posteriormente de la psiquiatría y, finalmente, constituida como una metáfora al servicio
de complejos e intrincados intereses comerciales.
Un ejemplo de una película mexicana contemporánea narrada y estructurada a partir
de esta metáfora es Made in Bangkok, de Flavio Florencio (2015). En esta película, su protagonista Morganna Love, conocida
cantante y actriz trans acude a un concurso de belleza para mujeres trans* en Tailandia
para competir con mujeres de todo el mundo. El premio de 10 mil dólares le permitirá
a Morganna realizarse su tan anhelada cirugía de reasignación de género.
Este filme, estructurado como el viaje del héroe, muestra a lx espectadorx un “renacer”,
tanto en términos narrativos, como en palabras de su protagonista, “un encuentro con
su verdadera identidad”.
A lo largo del filme, vemos cómo Morganna se somete a varias cirugías y cómo, discursivamente,
reafirma este imaginario vinculado con el cuerpo equivocado. En varios momentos de
la película ella afirma que para sentirse completa debe adecuar su cuerpo por medio
de una serie de intervenciones quirúrgicas.
Lejos de querer individualizar y juzgar el proceso de transición de Morganna, en este
texto, creo fundamental problematizar las causas estructurales subyacentes a este
deseo tan profundo de la protagonista. En este sentido, me interesa analizar esta
imagen de “el cuerpo equivocado” observando ese tercer espacio que se abre a partir
de las seis áreas descritas con anterioridad.
En primer lugar, problematizar: ¿cómo afecta la relación con nosotrxs?, es decir,
¿cómo podemos relacionarnos con nosotrxs mismxs, partiendo de la base de que nuestro
cuerpo no se corresponde con lo que sentimos? En esta línea, este relato nos orilla,
en una primera instancia, a individualizar el problema, a sentir que nuestro cuerpo
está mal y, por lo tanto, en el mejor de los casos, a acudir a una serie de tecnologías
que provienen del campo médico y farmacéutico, para adecuar nuestro cuerpo a la expectativa
social de cómo debería verse un cuerpo (siempre con base en los parámetros de una
sociedad cisgénero). Cirugías, tratamientos hormonales, y una serie de tecnologías
implementadas por la misma estructura que construye cuerpos válidos y no válidos,
dentro de este sistema, son el horizonte narrativo que propone este modelo a la hora
de relacionarnos con nosotrxs mismxs. Esto tiene consecuencias fatales para las personas
que están atravesando un proceso de transición, que realizan un movimiento con respecto
al género que se les asignó al nacer.
Para la siguiente pregunta: ¿cómo afecta la relación con el territorio?, nos encontramos
de nuevo en una encrucijada, pues asumir este relato como propio, nos aleja de las
experiencias situadas en los diferentes territorios que habitamos. Es una metáfora
que, cómo ya comenté, proviene del campo médico, y sería importante añadir que se
construye, igualmente, como un discurso que nace en un contexto occidental (Estados
Unidos y Europa), y que se totaliza al resto de territorios, borrando la memoria y
las experiencias de estos y asumiendo la forma de vivirse trans como única e ineludiblemente
desde este malestar con el cuerpo. Este discurso es una suerte de colonialismo epistémico
que establece una forma universal e imperialista de cómo debe entenderse/sentirse
“el cuerpo trans”.
En este sentido, la articulación de la experiencia y de la memoria se ven fuertemente
afectadas por esta metáfora, al invitar a entender este malestar como algo transversal
en la vida de las personas trans, algo que además nos aleja de nuestra genealogía
de vida, al tener que asumirnos y vivirnos desde el género elegido, borrando las memorias
de las vivencias anteriores a la transición, colocando el momento de la transición
como una muerte y un renacer.
Así, este discurso limita radicalmente las posibilidades de imaginarse fuera de las
corporalidades socialmente aceptadas, y genera un horizonte narrativo en donde el
passing sería el mayor de los logros para una persona trans. “Parecer lo menos trans posible”
o “que se te note lo menos posible lo trans”, significa que el mundo te vea como una
persona cisgénero, que es a lo que invita este relato y sus metarrelatos subsecuentes,
es decir, a eliminar todo rastro de “anormalidad”. Estos relatos generan varias brechas
puesto que el acceso a las tecnologías de modificación corporal varían en función
de la capacidad adquisitiva y, por lo tanto, lo que la sociedad consideraría como
una persona trans aceptable pasa por tener acceso a un capital del que no disponen
la mayoría de las personas trans. Esto genera inevitablemente una eterna frustración
y aumenta la sensación de disforia8 en el camino de lograr algo que para muchas personas es inalcanzable (por motivos
económicos, sociales o de la propia corporalidad).
Este relato tiene consecuencias directas en las posibilidades de acceso al mercado
laboral, así como en las formas en las que movemos el cuerpo. Desde un cuerpo equivocado
es complejo acceder a lugares reservados para determinadas corporalidades y vivencias
del cuerpo. Desde la educación para el trabajo, los “cuerpos equivocados” no aparecen
en los relatos que engloban estas áreas, de tal manera que se ven restringidos a vivir
en los márgenes o, en el mejor de los casos, a asimilarse a vivencias ajenas que refuerzan
nuevamente este discurso del “cuerpo equivocado”.
Con base en este análisis, solo me queda concluir que esta metáfora pudo servir en
un determinado momento de la historia a ciertos intereses cuyo objetivo era medicalizar
y colonizar lxs cuerpos trans por medio de la disciplina médica. Incluso, me atrevería
a decir, obedece a unas lógicas que pretenden construir la sexualidad y el género
como fundamentos ontológicos del sujeto (Sabsay 2014, 52). Asimismo, forjarse como un relato único y universal tiene consecuencias brutales
a nivel individual y colectivo, y no invita a ningún tipo de desplazamiento, pues
ancla la experiencia trans a un relato de disforia, un callejón sin salida en el que
tenemos que aceptar que nuestros cuerpos no son apropiados en términos de lo que la
sociedad exige de ellos.
En este sentido, me interesa explorar otra metáfora narrativa surgida en un contexto
más reciente desde los activismos trans latinoamericanos. Esta metáfora invita a pensarse
desde un lugar que amplía el horizonte narrativo de algunas (que no todas) de las
corporalidades y vivencias de género que no se alinean a la norma. Es una idea difícil
de mapear y, por lo mismo, interesante de analizar, sin la pretensión de realizar
su genealogía, puesto que es un concepto manejado desde distintas geografías en diferentes
momentos; pero, parto aquí del poema con el mismo título de la poeta y activista trans
argentina Susy Shock9 “reivindico mi derecho a ser monstruo”.
Esta metáfora me resulta una propuesta interesante para poder pensar desde otro lugar
los relatos trans. Teniendo en cuenta que estos se constituyen a partir de eventos
priorizados frente a una infinidad de eventos que suceden de manera simultánea, creo
de verdad interesante poder, en determinados contextos, hacer uso de esta metáfora
para [re]pensar, lejos de las metáforas médicas e imperialistas, las potencialidades
de los relatos trans*.
El devenir monstrux
Yo, monstruo de mi deseo,
carne de cada una de mis pinceladas,
lienzo azul de mi cuerpo,
pintora de mi andar,
no quiero más títulos que cargar,
no quiero más cargos ni casilleros adonde encajar,
ni el nombre justo que me reserve ninguna ciencia.
Susy Shock- Yo, monstruo mío
Desde los años setenta del siglo pasado, Michel Foucault propone esta metáfora del
monstruo como ser biológicamente “imposible” cuando habla de anormalidad:
El monstruo es ante todo el objeto de una condena y de una exclusión, pero es también,
en su soledad misma, una presencia silenciosa que perturba y que es preciso conjurar.
Se lo niega, se lo evoca para abolirlo, se lo invoca para rechazarlo. Se hace de él
una imagen visible de lo que se quiere erradicar de la sociedad; pero también una
figura que marca el límite más allá del cual la sociedad misma sería monstruosa. (Foucault 1975, 24)
Georges Canguilhem, por su lado, habla de la monstruosidad como una forma de resistencia
a la norma, que rompe con la idea de la salud como una norma biológica a seguir:
El monstruo es la figura misma de la excepción a la norma, la encarnación de una inadaptación
o una disfunción; pero su existencia es también la demostración de que la norma existe
y que se ejerce una fuerza de integración que tiende a excluir todo lo que no se ajusta
a ella. (Canguilhem 1986)
Lo monstruoso entendido como una posibilidad de fugarse del lugar higienizado y universalizante
que propone el proyecto de la diversidad sexo-genérica, aparece en este contexto como
una posible metáfora de la que asirse en aras de escapar otra vez a la asimilación
de una promesa de humanidad fallida al servicio del entramado colonial-capitalista-heteropatriarcal.
Asimismo, se generan ecos en la región de la necesidad de huir de la categoría “humanx”
como estrategia de narrarse fuera de una concepción binaria del género. Hija de Perra,
activista travesti, actriz, cantante y performancera chilenx (1980-2014) respondía
en una entrevista: “En este caso [refiriéndose a ella misma] no hay ningún hombre
sino que un monstruo que divaga en este binarismo de género, las cosas son muy diferentes,
entonces las personas que ‘cortan el queque’ no entienden nada y se horrorizan.” (Cortés 2017).
El horror y la monstruosidad se han usado en distintos momentos de la historia, no
solo para alejarse de la norma sino como un espacio en el que construir colectividad
y como propuesta estética en distintos campos artísticos. En este sentido, podemos
leer la metáfora de la monstruosidad o el devenir monstruo10 como una salida de emergencia11 que permite cuestionar cómo se entiende el cuerpo en relación con los mecanismos
de control biopolítico. A diferencia de quienes buscan el reconocimiento legal de
los cuerpos “anormales”, las demandas de esta expresión artística están dirigidas
a retar y cuestionar la normatividad estatal.
La idea de lo monstruoso abre así un tercer espacio de posibilidades en cuanto a la
relación con nosotrxs mismxs. Unx monstrux nos ofrece la posibilidad de percibirnos
como un cuerpo singular, ya no se encuentra compitiendo por el llegar a ser, sino
que recupera su significado propio, alejándose de la expectativa de la norma. Abre
la posibilidad de experimentar con la propia vivencia y [re] conocerse como unx(s)
otrx(s) posible(s) fuera de la cisgeneridad. Asimismo, se convierte en una especie
de posibilidad de habitar el cuerpo de manera colectiva, es una oportunidad de agenciamiento
frente a un discurso biomédico y del estado que nos coloca en un lugar de pasividad
y asimilación que acaba individualizando las vivencias trans.
En este sentido, es una metáfora que ofrece la posibilidad de articularse con todas
aquellas corporalidades que estando afuera de la hegemonía deciden desvincularse de
esta, creando alianzas desde estos márgenes. Así lxs monstruxs solo pueden surgir,
articularse y manifestarse de manera contextual, esto es, a partir de un escenario
que lxs crea.
“Jeffrey Jerome Cohen escribía, en 1997, en sus siete tesis sobre la monstruosidad,
que el cuerpo del monstruo es un cuerpo cultural, diferencia hecha carne que, cuando
toma la palabra, interroga su propia razón de ser y, con ella, el propio aparato social
que produjo la monstruosidad en primer término.” (Ira 2022).
Así se establece una relación muy peculiar con el territorio. La historia de la monstruosidad
nombrada por Susy Shock es una de inconmensurabilidad racial, étnica y luego de género.
Estas categorías no son monstruosas por su posición discursiva, sino porque existen
como una amenaza material a la normatividad estatal. Para Shock, identificarse como
“trava” es buscar una nueva “zona de libertad”, una que desafíe las lógicas de contención
burocrática del Estado (Pierce 2020, 314) .
Es así, que en un contexto en donde existe cierto avance en términos de derechos para
las poblaciones trans, sigue habiendo una profunda violencia y una brecha histórica
en términos de acceso a estos derechos. En este contexto la propuesta monstruosa invita
a resistir a las políticas neoliberales de inclusión y asimilación de la región.
Asimismo, esta metáfora invita a una rearticulación de la experiencia y de la memoria,
permitiendo no solo pensarse desde otro lugar, sino pensar y realizar una arqueología
situada de las corporalidades y vivencias monstruosas a lo largo de la historia, y
cuáles fueron las relaciones sociales que se establecían alrededor de estas. Finalmente,
permite también un horizonte narrativo, en el que las posibilidades de imaginarse
monstrux se reactiven desde distintas áreas la imaginación política y estética de
las corporalidades abyectas.
En la película Obscuro barroco de Evangelina Krainiotti (2018), protagonizada por Luana Muniz, conocida activista
trans y del trabajo sexual de la ciudad de Río de Janeiro se produce una suerte de
monstrificación.
En este ensayo cinematográfico la cineasta Evangelina Kranioti y la activista trans
Luana Muniz nos conducen por los claroscuros de la noche carioca y de la experiencia
trans a través del dispositivo del emblemático carnaval de Río. Por medio de la lectura
en off de extractos de la novela Agua viva de Clarice Lispector, nos transportamos a través
del poema visual a las entrañas del monstruo, que no es más que la ciudad construida
como una metáfora de la experiencia trans. “La ciudad de Río es una ciudad de sueños
y pesadillas, en esos sueños algunos se pierden, otros se encuentran, pero ninguno
entra en el mismo Río dos veces”.12
Luana aparece por momentos viendo a cámara, recitando versos en los que hace alusión
al proceso de construirse, de resistir: “Crearse a unx mismo como un ser, es un asunto
serio. Yo me estoy creando, y andando en la oscuridad completa, en la búsqueda de
nosotrxs mismxs, es lo que hacemos. Nacimiento, muerte, nacimiento. Como la respiración
del mundo”.13
La experiencia trans* y la ciudad se funden en uno solo, la oscuridad es significada
como posibilidad, como un espacio/tiempo en el que las corporalidades trans*, paradójicamente,
pueden dejarse ver.
Lxs monstruxs que salen solo en la noche y algunos de sus relatos están plasmados
en esta película de manera que invitan a pensar en lo monstruoso como una de las posibilidades
más bellas de resistencia.
Este ensayo cinematográfico es una propuesta y una apuesta por una estética monstruosa;
si el cine es luz, esta película invita a explorar la oscuridad, los contrastes, pero,
por encima de todo, invita a reflexionar con/desde la experiencia trans.
Conclusiones
Este costurero que a veces se pierde y abolla entre tanta mudanza, entre tanto movimiento,
enreda varias herramientas, otra vez de manera desordenada, inconclusa, después de
viajar bolsa en mano, y de golpear al héroe con la bolsa de Ursula.
Lxs monstruxs saben bien que su cuerpo no está equivocado, sino que lo equivocaron.
Encuentro a raíz de abrir este costurero de Pandora, la posibilidad de articular los
relatos, pensando en clave de las metáforas que nos narran y que nos construyen. Sin
embargo, en este trayecto sigo dejándome guiar por el fracaso, en los intentos por
producir cine desde las plataformas que ofrece la industria del cine independiente.
Entendiendo las películas como una mudanza, como un movimiento constante. Con la herramienta
de la metáfora narrativa y aproximándome a lo monstruoso desde ahí, propongo pensar
los relatos documentales trans* poniendo el foco en el fracaso, pero no solo en el
fracaso de las historias narradas, sino explorando el fracaso de la producción documental
en sí misma, y las posibilidades dentro de esta. Propongo evidenciar este fracaso
en el filme, un fracaso que, en mi experiencia, ha sido lo que más y mejor he logrado.
La industria cinematográfica está impregnada por un imaginario del éxito, luces, reflectores,
festivales, premios, glamour… Por un camino del quehacer cine en donde el capital
es fundamental para la realización, y en donde la estética imperante, reservada también
para determinadas regiones marca, junto con las temáticas de tendencia, lo que se
determina como exitoso.
Propongo, frente a esta realidad que de por sí es excluyente y elitista, construir
redes de monstruxs, que desde las diferentes trincheras del audiovisual seamos capaces
de cooperar y escapar de las lógicas de la industria, construyendo formas de hacer
cine que vayan hacia “un ejercicio de posicionamiento político y social, en sociedades
que frecuentemente invisibilizan y marginan” (Gumucio 2014, 53).
Esto que propongo no es algo nuevo, pero sí es algo revolucionario. Voltear la mirada
al cine comunitario, aprender de las metodologías de las distintas experiencias en
la región latinoamericana y problematizar los límites de los diferentes modelos que
se encuentran vigentes hoy para la producción cinematográfica, puede ser una luz para
pensar el quehacer del cine documental de la región.