Introducción
En los últimos quince años, al interior de la teoría feminista y los estudios trans,
hemos visto la incorporación y celebración de lo que hoy se conoce como el nuevo materialismo feminista (NMF). Tal recepción se debe, en parte, a que el NMF permite complejizar la manera
de comprender el cuerpo de tal forma que no se piense de manera dicotómica, ya sea
como puro discurso o como pura biología (Alaimo et al. 2008). De esta manera, el NMF busca superar esta escisión y generar un diálogo interdisciplinario
entre las ciencias y las humanidades (Grosz 1994 y 2011).
Lo anterior es visto como la posibilidad de superar una serie de problemas. Por un
lado, un acercamiento a la materialidad permite atender las críticas realizadas a
la teoría feminista, por haber caído en análisis centrados en el discurso sin comprometerse
con la realidad. Y, por el otro, en la medida en que el NMF se ancla en una noción
de materialidad no determinista es que considera la posibilidad de incorporar el saber
biológico-biomédico, sin que esto se traduzca en los biologicismos y la biopolítica
de la biología del siglo XX, funcionales a la subordinación y opresión de las mujeres
y la diversidad sexogenérica (Alaimo et al. 2008).
Una de las voces referentes de este “giro a la materia” dentro de la teoría feminista
la encontramos en el trabajo de la filósofa Elizabeth Grosz quien, a partir de poner
en diálogo distintas tradiciones como el psicoanálisis, la fenomenología, el posestructuralismo,
el darwinismo y el feminismo de la diferencia sexual, busca proponer una nueva teoría
del cuerpo y la diferencia sexual. Sin embargo, el trabajo de Grosz ha sido criticado
al interior de los estudios trans (Salamon 2010; Stephano 2018), por la manera en que su reconstrucción de la diferencia sexual y el cuerpo termina
por ser excluyente con las corporalidades de las personas trans. El filósofo Oli Stephano (2018) señala que Grosz termina por construir una diferencia sexual que privilegia la diferencia
cisexual de tal forma que la corporización trans es dejada fuera al construir al cuerpo
sexuado como algo fijo.
Lo anterior, de una u otra forma, deja entrever dos aspectos que considero importantes.
Por un lado, que el nuevo materialismo feminista, a pesar de sus promesas, no está
libre de la generación de nuevas biopolíticas que funcionen para excluir colectivos.
Este entusiasmo por la “materialidad”, y en particular por la del cuerpo sexuado,
no está exento de controversias biopolíticas en relación con qué es la materialidad,
cuál es la materialidad que importa y cuáles son sus límites. Marcar los límites materiales
de la diferencia sexual no tendría que ser entendido solamente como un compromiso
con la agencialidad de la materia, sino también como una forma de fundar proyectos
políticos en ciertas formas de comprender la materia que puede desembocar en invalidar
ciertas subjetividades y experiencias. Por el otro lado, este discurso sobre la diferencia
sexual es un nuevo discurso biopolítico en la historia de lo trans en la medida que,
a diferencia de la biopolítica médica asimilacionista del siglo XX, y que aún sigue
existiendo en determinados contextos, esta nueva biopolítica busca la exclusión y
negación del cuerpo trans.
Habiendo dicho esto, mi objetivo en este texto es señalar la manera en que una parte
del nuevo materialismo feminista, en el trabajo de Grosz, termina gestando un proyecto
biopolítico que excluye y niega la corporalidad trans. Si bien el nuevo materialismo
feminista ha sido celebrado por una parte del pensamiento feminista y transfeminista,
no tendríamos que desatender la nueva biopolítica que ya le acompaña.
Para argumentar esto, el texto se dividirá en cuatro apartados. En el primero presentaré
lo que es el nuevo materialismo y cuál ha sido su propuesta sobre el cuerpo, poniendo
especial énfasis en por qué este nuevo materialismo ha sido bien recibido dentro de
los estudios trans y el transfeminismo. En un segundo apartado, presentaré la propuesta
de Grosz sobre el cuerpo y la diferencia sexual. En un tercer momento, mostraré el
porqué la propuesta de Grosz genera una nueva biopolítica sobre el cuerpo trans, la
cual tendría que tener en consideración el transfeminismo, los estudios trans y el
feminismo filosófico en general. Finalmente, presentaré unas breves conclusiones.
Nuevo materialismo feminista y estudios trans
En primera instancia, pondré sobre la mesa que los estudios trans, el transfeminismo,
y el feminismo en general han tenido una recepción del nuevo materialismo feminista
porque generan una nueva manera de ver la materia y el cuerpo. Pero quizá, antes de
profundizar sobre esto es necesario explicar brevemente lo que es el nuevo materialismo
feminista.
El nuevo materialismo feminista es la versión feminista del nuevo materialismo que
en filosofía aboga por un regreso a la noción de “materialidad” como un componente
fundamental para el análisis filosófico (Alaimo et al. 2008; Coole y Frost 2010). Este giro “material”, como también se le suele llamar, parte de un diagnóstico
en el cual la filosofía cayó presa de un textualismo o discursivismo en la comprensión
del mundo en la segunda década del siglo XX. De acuerdo con el nuevo materialismo,
la filosofía ha hecho de la realidad, la naturaleza, los objetos y la materia un efecto
de la subjetividad, la cultura, el lenguaje, el poder y el discurso.
En el caso de la teoría feminista, la crítica sería similar pues se señala que aquí
el cuerpo, la materia y la naturaleza son comprendidos como carentes de agencia siendo
mera pasividad (Alaimo et al. 2008; Pitts-Taylor 2016). El discurso y el lenguaje, en cambio, serían aquello que construiría el mundo y
sus procesos. Esto, autoras como Noela Davis (2009) han dicho que lo encontramos en trabajos como los de Judith Butler, en donde la materialidad
del cuerpo sexuado no puede entenderse fuera de los marcos de la cultura y las normas
de género.
Las razones por las cuales la filosofía y la teoría feminista se centraron en la subjetividad
y el discurso en detrimento de la materialidad serían diversas, pero quisiera mencionar
una. Este distanciamiento y desconfianza en nociones como realidad y materia buscaba
criticar el proyecto biopolítico de la modernidad en el que la naturaleza, anclada
en el discurso de las ciencias biológicas y médicas, funcionaba como estrategia discursiva
para justificar todo tipo de biologicismos que ocultaban el carácter contingente y
sociopolítico de los saberes científicos (Alaimo et al. 2008; Pitts-Taylor 2016). De hecho, estas son las críticas que el feminismo lanzó a la biología y a la medicina
al considerarlas discursos al servicio de la subordinación y opresión de las mujeres.
Lo que permitieron todas estas críticas fue la politización de categorías que antes
se asumían autoevidentes y dadas, como naturaleza, ciencia, biología y materia.
Sin embargo, el NMF señala que esta forma de comprender el mundo, aunque nos ha dado
la oportunidad de darle la vuelta a los determinismos, también ha traído otra serie
de problemas. En primer lugar, el NMF considera que la materialidad ha sido concebida
como pasiva, ahistórica y desprovista de agencia y resistencia (Barad 2008). Esto, como señala Grosz (1994), ha mantenido un menosprecio por el cuerpo, al poner por encima el discurso, la subjetividad
y la razón. La consecuencia de esto es que lleva a que la filosofía y el feminismo
vean los saberes de la ciencia y la tecnología como un discurso meramente ideológico,
de tal manera que el cuerpo y el mundo solo necesitan ser entendidos desde las humanidades
y las ciencias sociales (Grosz 1994). Lo anterior, en términos políticos, se traduciría en una somatofobia (Kirby 1991; Grosz 1994) en donde toda referencia a la biología y materialidad del cuerpo siempre es vista
como algo que limita la búsqueda de justicia social y la igualdad (Grosz 1994), de tal forma que no se atiende a la manera en la cual las injusticias se imbrican
con la materialidad del mundo y los cuerpos (Weasel 2106). Esto, señalan distintas autoras (Grosz 1994; Barad 2008; Alaimo et al. 2008), termina promoviendo una jerarquización en donde el cuerpo y la materia son puestos
en segundo plano.
Debido a lo anterior, el NMF propone una reconceptualización de la noción de materia
y materialidad. Esta reconceptualización busca distanciarse de una mirada determinista
y ahistórica de la materia, la cual ha estado ligada al proyecto biopolítico de la
modernidad, pero igualmente de la pasividad y flexibilidad en la cual la ha colocado
el discursivismo filosófico (Grosz 1994; Barad 2008). La materia, entonces, sería activa-agencial, plástica, histórica y con constreñimientos
que no la hacen radicalmente flexible, sino que también resiste la agencia humana.
En la medida en que la materialidad importa para comprender los fenómenos, esto, de
una u otra manera, llevaría a que la filosofía no pueda centrarse exclusivamente en
los saberes de las ciencias sociales y las humanidades, sino también en lo que las
ciencias naturales y biomédicas dicen al respecto (Grosz 1994).
Para la teoría feminista, lo anterior se ha traducido en que el NMF avanza un nuevo
modelo sobre la corporalidad buscando superar las dicotomías (Grosz 1994; Alaimo et al. 2008). El cuerpo sería, al mismo tiempo, biología y cultura, naturaleza y sociedad, materia
y discurso. Es por esto que, aunque sea biología, no podría ser reducido a esto pues
también sería psicología, experiencia fenomenológica, simbolización y relación social.
Lo cual, en cierta medida, condensa los tres sentidos de materialidad que suelen ser
movilizados dentro del NMF. El biológico-causal, que buscaría enfatizar la manera
en la cual el mundo tiene estructuras causales (Barad 2008); el fenomenológico, que señalaría la relevancia del cuerpo en tanto materialidad
como el asiento de la subjetividad, pero no reducida a biología sino entendida como
la manera en que un cuerpo se vive por un sujeto en función de sus capacidades (Grosz, 1994). Y, el tercer sentido, proveniente del marxismo, el cual señalaría que el cuerpo
y la materia también son relación socioeconómica (Meißner 2016).
Así, se generarían recuentos más complejos sobre el cuerpo humano y la materialidad
que permitirían dar cuenta de cómo es que la materialidad biológica del cuerpo posibilita
la subjetividad y el mundo humano, al mismo tiempo que la cultura, la política, el
poder y la economía impactan de múltiples maneras en los cuerpos humanos. En este
sentido, los cuerpos serían biosociales; los discursos se materializan en los cuerpos, y la materia participa en la construcción
de discursos sobre el cuerpo.
Esta nueva manera de ver el cuerpo y la materialidad es lo que ha generado que una
parte del transfeminismo y los estudios trans vean con entusiasmo al NMF como una
nueva manera de entrar en diálogo con la biología y la noción de materia, sin que
esto se traduzca en biologicismos o determinismos. De hecho, es un cambio en relación
con las herramientas que históricamente han usado los estudios trans desde su surgimiento
en la década de los años noventa del siglo pasado, pues, como señala el investigador
indo trans, Max van Midde (2016), y el investigador Toby Beauchamp (2017), desde muy temprano los estudios trans abrazaron las posiciones filosóficas constructivistas
del posestructuralismo enfocadas en las identidades y las subjetividades. Esto se
debió, en parte, a la hegemonía del paradigma performativo del género, pero también
a que la materialidad ha estado ligada a nociones esencialistas con las cuales se
ha buscado, y se sigue buscando, patologizar, borrar y rechazar la existencia de las
identidades trans (Van Midde, 2016).
De esta manera, el nuevo materialismo ha sido integrado en los estudios trans, y en
efecto, la historiadora Susan Stryker y la filósofa Thalia Bettcher (2016) lo sitúan
como un componente relevante en los estudios trans actuales. Quizá esto no sea una
sorpresa si consideramos que, en realidad, Sandy Stone, fundadora de los estudios
trans estadounidenses, tuvo como mentora a Donna Haraway, una de las madres de los
nuevos materialismos feministas (Stryker, 2016). La escritura de El imperio contraataca. Un manifiesto posttransexual, de Stone (1987), se inspira en el Manifiesto cyborg, de Haraway (1995), no solo en el estilo de la escritura a forma de manifiesto sino en la recuperación
de la idea del cuerpo humano como un híbrido de biología y tecnología, material y
semiótico, para estudiar y dignificar el cuerpo transexual.
Sin embargo, que los estudios trans incorporaran el nuevo materialismo se dio, en
realidad, a raíz de que autoras/autores trans comenzaron a problematizar que el marco
posestructuralista, dentro del cual se encontraba la teoría queer, no permitía dar
cuenta de la corporalidad trans y de lo que le pasaba al cuerpo en una experiencia
de transición. Ya comenzado el siglo XXI, Emi Koyama (2001) escribía en el Manifiesto transfeminista que la construcción del sexo no era una idea abstracta sino una realidad por la que
pasaban los cuerpos trans e intersex al ser intervenidos por la medicina. Henry Rubin,
de acuerdo con Van Midde (2016) señalaría, en 2003, que la experiencia trans no podía ser entendida desde las teorías
de la construcción social, pues, en la vivencia trans, el cuerpo es fundamental para
la formación de la identidad y la percepción. Por su parte, Beatriz Preciado (2016), quien en el año 2000 había escrito el Manifiesto contrasexual, señalando el carácter artificial, construido y plástico del sexo, para el 2008,
en su libro Testo yonki, narraría (Preciado 2020) a modo de autoetnografía, su experiencia de automedicación con testosterona la cual
la llevaría, no solo a volverse Paul Preciado, sino a afirmar que la performatividad
del género butleriana es insuficiente para dar cuenta de lo que le pasa a los cuerpos
trans con el género. Preciado (2020) sostiene que es necesario un transfeminismo materialista que haga ver que la performatividad del género no se queda en la superficie de los
cuerpos, sino que se da incluso a nivel molecular con las terapias de remplazo hormonal.
Estos malestares, con la desatención hacia la materialidad del cuerpo trans, continuarán
incluso en la segunda década del siglo XXI con trabajos como los de los investigadores
Gayle Salamon y Riki Lane. Salamon (2010) busca señalar la importancia de recuperar una materialidad fenomenológica del cuerpo
para dar cuenta de la corporización trans. Él no busca distanciarse de la materialidad
sino enfatizar que la subjetividad no se puede explicar solo en términos de cuerpos
biológicos, sino que implica atender la manera en la cual los cuerpos son “sentidos”.
Por su parte, Lane (2016) sostiene que los estudios sobre lo trans se han construido sobre dicotomías como
la de sexo-género, real-construido, e innato-aprendido en donde lo trans es causado
ya sea por la construcción social o por estructuras ancladas en la biología. Desde
su perspectiva, arribar a una etiología de lo trans implica conjuntar la sociología
con la biología.
En cambio, una referencia explícita al nuevo materialismo para comprender el cuerpo
trans lo encontramos en los trabajos de Max van Midde, la filósofa Siobhan Guerrero (2018), y en otros de mis trabajos (Muñoz 2018). Van Midde (2016) señala la importancia de este marco conceptual para comprender las transiciones de
los hombres trans prestando atención a los objetos que posibilitan su corporalidad.
Esto, incluso, es lo que lo lleva a sostener (Van Midde et al. 2018), junto con Ludovico Vick Vurtu y Olga Cielemecka, que es necesario hablar de transmaterialidad. Con este concepto, inspirado en la filósofa Karen Barad (2008), quieren enfatizar que la realidad material de los cuerpos trans se crea a partir
de la imbricación de la corporalidad con los discursos y prácticas médicas, legales,
psiquiátricas, científicas, políticas, pero también por su relación con las normas
sociales de género y los sistemas de opresión como el racismo, el sexismo y el clasismo.
Guerrero (2018), por su parte, mediante un análisis autoetnográfico, señala cómo un tránsito de género
implica una intermaterialidad en donde los discursos, los afectos y la biología se entrecruzan para darle forma
al cuerpo trans. En mi caso, he sostenido que el nuevo materialismo en conjunción
con los nuevos saberes de la biología contemporánea podrían ayudarnos a comprender
cómo se materializa la identidad de género en los cuerpos trans, desprendiéndonos
de perspectivas que ven en la identidad de género pura discursividad (Muñoz 2018).
Esta incorporación del nuevo materialismo por parte de los estudios trans no tendría
que entenderse simplemente por un interés epistémico que busque dar mejores recuentos
de lo que le pasa a los cuerpos trans. Desde mi perspectiva, esto tiene que ser comprendido
como parte de un interés político de contrarrestar los discursos que buscan borrar
y excluir a las personas trans al reducirlas y acusarlas de ser meros sentimientos
o identidades sin ningún correlato material o desligadas del cuerpo biológico (Muñoz 2018). En este sentido, el trabajo de Toby Beauchamp (2017) es importante, al señalar que las críticas existentes dentro del feminismo a las
identidades trans pasan por alto que estas están ancladas materialmente al igual que
el resto de las identidades cisgénero. Beauchamp señala que lo trans surgió dentro
del paradigma médico occidental en el que las configuraciones corporales fungen como
marcadores de género que dan sostén a identidades sociales generizadas. En este sentido,
la construcción del cuerpo transexual a mediados del siglo XX, fue una manera de instanciar esa forma de comprender la identidad social. Las críticas a los cuerpos trans de
ser un estereotipo, señala Beauchamp, en realidad pasan por alto que las personas
trans materializan su identidad al adquirir los marcadores corporales que igualmente
son necesarios para que los cuerpos cisgénero tengan una identidad social inteligible,
solo que en estos últimos la materialidad siempre se asume como dada, desatendiendo
las múltiples maneras que la cisgeneridad también modifica su corporalidad en función
de una identidad social.1
Todo lo anterior, de una u otra manera, son los atributos que el feminismo y los estudios
trans han visto en el nuevo materialismo. Sin embargo, como busco hacer ver en las
siguientes secciones, este regreso a la materia, a la biología y a las ciencias no
está libre de generar nuevos proyectos biopolíticos que una vez más aten a las personas
trans a aquello de lo que se han buscado liberar.
Elizabeth Grosz, cuerpo y diferencia sexual
Habiendo presentado lo que es el nuevo materialismo feminista y el porqué el feminismo
y los estudios trans lo han tomado como una herramienta analítica para dar mejores
recuentos sobre los cuerpos, mi propósito en esta sección es presentar las ideas de
la filósofa Elizabeth Grosz, quien es una conocida representante de esta nueva corriente
filosófica. Me centraré en sus elaboraciones sobre la ontología de la diferencia sexual
y sus implicaciones para los cuerpos trans.
Quizá lo primero que hay que decir es que Grosz es una filósofa feminista de la diferencia
sexual. Esto es importante no solo porque su proyecto sobre el cuerpo y la materialidad
busca ser un aporte a la filosofía desde el pensamiento feminista, sino porque ella
busca llevar este recuento a los derroteros del feminismo de la diferencia sexual.
En este sentido, Grosz (1994 y 2011), junto con feministas como Alison Stone (2006) y Rosi Braidotti (2004), es parte de las teóricas que buscan construir un nuevo materialismo a partir del
marco teórico y político de la diferencia sexual.
De forma general, Grosz comparte el diagnóstico y la propuesta del NMF que presenté
en la sección anterior. Al igual que el conjunto de las teóricas del NMF, ella también
busca reconceptualizar lo que entendemos por cuerpo y por materia. Para Grosz (1994 y 2011), retomando la tradición spinoziana y deleuziana, la materia es siempre materia viva
en constante actividad, creatividad y autodiferenciación. Es esta vitalidad de la
materia, la cual emerge de su dinamismo e indeterminación, la que ha hecho que el
universo esté poblado de entidades diferentes y con distintas capacidades. La materia
orgánica sería una de estas entidades que mediante sus capacidades puede acumular
la historia de la materia, generando memoria y constreñimiento. Sin embargo, esta
materialidad para Grosz no está cerrada al cambio, pues sus capacidades son también
lo que permite darle orientación al futuro. Este constante devenir es lo que le daría
vitalidad a la materia, al llevarla constantemente a producir una diferencia que es
novedosa y positiva porque alimenta su apertura al cambio.
Esta concepción sobre la materia es la que subyace a su forma de ver el cuerpo humano
ya que, para Grosz (1994), la complejidad psíquica y social de lo humano no sería otra cosa sino parte de lo
que la vitalidad de la materia orgánica puede generar con su constante creatividad
y autodiferenciación. Esto, de hecho, es lo que lleva a que Grosz se oponga a dicotomizar
el cuerpo, de tal forma que defiende que la psique y lo social emergen del cuerpo.
Para Grosz, lo psíquico y lo subjetivo es una interiorización de aquello que le pasa
al cuerpo y sus partes, y es al mismo tiempo lo psíquico lo que estructura la manera
en que los cuerpos humanos son vividos. Pero lo psíquico tampoco estaría dado de una
vez y para siempre pues siempre podría cambiar en función de lo que pase con ese cuerpo.
Aquello que podría pasarle al cuerpo estaría definido por su historicidad pues, para
Grosz (1994), el cuerpo en tanto objeto social es reinscrito de maneras distintas por lo político,
lo económico, lo médico, lo tecnológico-científico, y lo jurídico. Igualmente, las
relaciones de poder, los objetos del mundo, y las conexiones con otros cuerpos dejan
improntas en nuestros cuerpos que no son solamente discursivas o simbólicas sino también
en la carne.
Es a partir de esta manera de ver el cuerpo y la materialidad que Grosz (1994 y 2011) va a construir su propuesta sobre la ontología diferencia sexual. Para comprender
este recuento, es necesario presentar brevemente a qué nos referimos cuando hablamos
de diferencia sexual, misma que, de hecho, inaugura una tradición del feminismo que
lleva ese nombre: feminismo de la diferencia sexual. De acuerdo con la filósofa Alison Stone (2007), el concepto de diferencia sexual, que proviene de Lacan pero que la filósofa y psicoanalista
Luce Irigaray nombra de tal forma, históricamente ha referido a los significados y
asociaciones simbólicas que las culturas y los individuos le dan a los cuerpos femeninos
y masculinos. Es decir, es una interpretación o simbolización de los cuerpos sexuados.
En principio, la diferencia sexual no se referiría ni a cuerpo sexuado, ni tampoco
a género. Y esto se debe a que el feminismo de la diferencia sexual, cuyos orígenes
están en Francia, tenía una disputa con el feminismo estadounidense anclado en la
teoría de género, basada en que los cambios sociales en las normas de género no transformaban
las simbolizaciones que articulaban las experiencias de las mujeres y los hombres.
De acuerdo con Irigaray (Stone 2006 y 2007), históricamente, la simbolización de la mujer se ha mantenido constante en los discursos
de la filosofía occidental como pasividad y corporalidad.
Lo que Irigaray busca con esta noción, siguiendo el recuento de Stone (2006 y 2007), es señalar que la manera en que los cuerpos de las mujeres y los hombres se viven
en las sociedades occidentales responde a un orden simbólico falocéntrico, el cual
ha construido a las mujeres como opuestas a los hombres. Esto es, como su ausencia,
complemento, deficiencia, atrofia y carencia. Lo anterior, además de ser jerárquico
y definir a la mujer en relación con el hombre, lleva a un rechazo y negación de la
identidad femenina, que en última instancia participa de la opresión y explotación
de las mujeres (Stone 2006). Por lo anterior, Irigaray considera que la diferencia sexual en nuestra cultura
se vive de manera monosexual porque afirma a un sexo mientras niega la identidad y
diferencia del otro. Para Irigaray esto se traduce en que en términos políticos se
debe modificar al nivel de lo simbólico la manera en la cual el cuerpo femenino ha
sido construido, de tal modo que la feminidad pueda ser reafirmada en otros términos;
por ejemplo, como inteligible independientemente de la masculinidad.
Sin embargo, de acuerdo con Stone (2006), esta sería solo la primera Irigaray centrada en la diferencia sexual como simbólica,
pues la segunda Irigaray daría un vuelco ontológico para situar esta diferencia no
en el discurso sino en la realidad de los cuerpos sexuados. Para la segunda Irigaray,
señala Stone (2006), el situar la diferencia sexual al nivel de lo simbólico parecía comprometerla con
la jerarquización con la que quería acabar. Dado que inicialmente Irigaray quería
reafirmar simbólicamente el cuerpo femenino, esto implicaba reformular la manera en
que la materia, la naturaleza y el cuerpo habían sido pensadas y simbolizadas por
la filosofía, pues la mujer solía ser denigrada mediante su asociación con la materia
y la naturaleza. No obstante, la segunda Irigaray se dará cuenta de que considerar
la diferencia sexual solamente como una representación de la manera en que la cultura
concebía los cuerpos sexuados parecía llevarla a reforzar la jerarquía en donde lo
cultural está por encima de los cuerpos. Una vez más, la materialidad, históricamente
feminizada, terminaba siendo devaluada y concebida como pasividad desde el primer
recuento irigariano. Es por lo dicho, que Irigaray da un giro ontológico y busca reconceptualizar
la noción de materia dentro de una filosofía del cuerpo que la piense de manera afirmativa
y activa, y no sometida a la cultura. Lo cultural ya no sería definitorio de los cuerpos
sexuados sino que, de hecho, en un acto de justicia, tendría que encargarse de darle
reconocimiento y cabida a la diferencia sexual que emana de los cuerpos.
Es dentro de este proyecto filosófico que se inserta la propuesta de Grosz sobre la
diferencia sexual, solo que, en su caso, ve al nuevo materialismo como una manera
de avanzar la ontología que le interesaba a Irigaray. Grosz hace un recorrido muy
similar al de Irigaray en su concepción de la diferencia sexual, pues, inicialmente,
Grosz la sitúa mediada por lo simbólico pero eventualmente la colocará como emanada
de la materialidad del cuerpo, la cual, además, tendrá las características de ser
irreductible y fija. Este tránsito que hace en su concepción de la diferencia sexual
pone en tensión, al mismo tiempo, todo su recuento sobre el cuerpo y la materialidad,
ya que si bien otorga cierta fluidez, plasticidad e historicidad a la materia y al
cuerpo, en cuanto teoriza la diferencia sexual, el cuerpo se vuelve algo más rígido,
fijo y universalista, dejando de lado la contextualidad, historicidad y plasticidad
del cuerpo.
En Volatile bodies, Grosz (1994) aborda la diferencia sexual de manera contradictoria, pues por algunos momentos parece
sostener la idea de que la diferencia sexual es una experiencia fenomenológica material
y socialmente mediada, y, por otros, parece sostener que es algo que emerge de los
cuerpos. Esto se ve cuando habla de la diferencia sexual que se da por la diferencia
en los fluidos corporales. De acuerdo con ella, la manera en que las mujeres y los
hombres experimentan sus cuerpos estaría mediada por la manera en que estos cuerpos
son simbolizados. El semen y la sangre menstrual, sostiene Grosz, en la medida en
que son simbolizados de manera distinta por nuestra cultura, generan que tanto hombres
como mujeres construyan una relación distinta con su cuerpo.2 Así pues, Grosz parece otorgar un lugar a lo cultural en la manera en que se da la
diferencia sexual, pues los cuerpos no tendrían ningún valor en sí mismos sino las
simbolizaciones serían las productoras de determinadas experiencias. Esta manera de
concebir la diferencia sexual sería materialista en la medida en que Grosz reconoce
que esta simbolización ocurre de manera diferida debido a la presencia de propiedades
y capacidades diferidas y específicas que tienen los cuerpos sexuados, lo cual hace
que construyan una relación con su cuerpo y con el mundo.
Sin embargo, igualmente ella (Grosz 1994, 208) parece contradecirse y eliminar la mediación simbólica de la diferencia sexual cuando
señala que esta es “pre-epistémica” y “pre-ontológica”. Esto se confirma cuando dice
que los sujetos son “fundamentalmente un efecto de la diferencia pura que constituye
todos los modos de materialidad”. De hecho, a esta declaración se sigue la afirmación
(Grosz 1994, 208) de que la identidad sexual no es algo que pueda desligarse de la diferencia sexual,
pues esta “debe ser vista como el sustento en el que las identidades sexuales y sus
relaciones externas son hechas posibles”. Esto, en cierta medida, parece desprenderse
de su concepción de la corporalidad pues para ella la psique es una interiorización
de lo que pasa al cuerpo y sus partes.
Sin embargo, si la diferencia sexual es una forma de autoevidencia corporal sin mediación
simbólica, ¿cuál es la materialidad corporal que posibilita esta diferencia sexual?,
¿exactamente en qué partes o procesos la encontraríamos?, o, ¿cuál es la relación
de la materialidad del cuerpo y la diferencia sexual? Grosz señala que la diferencia
sexual no puede ser identificada o rastreada en un proceso o estructura particular
pues, como señala, es “irreductible”. De esto daría cuenta la experiencia trans la
cual, al modificar partes del cuerpo socialmente sexualizadas, nunca podría rebasar
la diferencia sexual:
Los hombres, contrario a la fantasía del transexual, nunca podrán; incluso con intervención
quirúrgica, sentir o experimentar lo que es ser, vivir, como una mujer. A lo más el
transexual puede vivir su fantasía de feminidad -una fantasía que en sí misma es usualmente
decepcionante con las muy crudas transformaciones efectuadas por la intervención quirúrgica
y química. El transexual puede lucir como una mujer, pero nunca podrá sentir o ser
como una mujer. Un único sexo, hombre o mujer o cualquier otro término, solo puede
experimentar y vivir, de acuerdo con (y ojalá en exceso de) las significaciones culturales
del cuerpo sexualmente específico. (Grosz 1994, 207-208)
En Becoming undone, ella hace una afirmación similar:
Irigaray argumenta que lo que sea que uno pueda ser -cualquier raza, clase, sexualidad,
nacionalidad, etnicidad, y religión a la que uno pueda ser asignado- uno es asignado
solo como macho, o solo como hembra, o en el modo de alguna identificación con macho
o hembra. Ella cuestiona, no la homosexualidad, ni la identificación étnica, sino
la negación de la especificidad morfológica de uno propio. Por muy queer, transgénero,
y étnico que uno pueda ser, uno viene de un hombre y una mujer, y continúa como un
hombre o como una mujer, incluso en el caso de la reasignación de género o de la transformación
química y quirúrgica de un sexo en la apariencia de otro. La diferencia sexual sigue
existiendo incluso en la medida que uno se identifica con o activamente busca los
órganos sexuales y el aparato del sexo “opuesto”: a lo mucho, uno puede cambiar la
apariencia y el significado social del cuerpo, pero el cuerpo sexualmente específico
que es alterado continúa sexualmente específico. La diferencia sexual no tiene una
ubicación, ni un órgano o condición. Debido a esto es que las alteraciones quirúrgicas
u hormonales de hecho no dan a uno el cuerpo del otro sexo, en vez de eso proveen
una alteración de solo algunos de los marcadores sociales de género relevantes. (Grosz 2011, 109-110)
A pesar de que ella reconoce en su concepción de cuerpo que aquello que le pase al
cuerpo tiene un correlato psíquico, parece que para la diferencia sexual no es suficiente
con poseer las características corporales mediante las cuales los cuerpos sexuados
son leídos socialmente como masculinos o femeninos, pues la experiencia de las mujeres
trans a pesar de conseguir esto, según Grosz nunca alcanzaría la experiencia de las
mujeres. Esto se debe a que Grosz retoma de Irigaray una concepción de la diferencia
sexual anclada en una fenomenología del cuerpo sexuado y sus procesos como un todo.
Es decir, como una manera de percibir el mundo y la relación con los otros a partir
de determinada corporalidad y morfología. Las mujeres trans al no poseer procesos
como la menstruación, la gestación, el parto y la menopausia, quedarían distanciadas
de la materialidad que posibilita la diferencia sexual. En otras palabras, las mujeres
trans no vivirían sus cuerpos como fluidos, irracionales, carentes o ausentes, porque
no tendrían la experiencia corporal que posibilita esa simbolización e interiorización
psíquica. Esto haría no solo que la diferencia sexual fuera irreductible sino también
imposible de cruzar para las mujeres y los hombres.
Las diferencias reproductivas, de acuerdo con ella, serían las encargadas de producir
una diferencia fenomenológica que el otro sexo no puede pasar y vivir, que siempre
se escapará.
Esta especificidad irreductible de ninguna manera universaliza las maneras particulares
en que las mujeres experimentan sus cuerpos y sus fluidos corporales. Pero dada la
significancia social de estos procesos corporales que son investidos en y por los
procesos de reproducción, todos los cuerpos de las mujeres están marcados como diferentes
a los de los hombres (e inferiores a ellos) particularmente en esas regiones corporales
donde las diferencias de las mujeres son más visiblemente manifiestas. (Grosz 1994, 207)
De esta manera, la noción de diferencia sexual que Grosz construye además de ser autoevidente
es fija e irreductible y anclada en el cuerpo y sus procesos. Esta idea aparece en
muchos momentos en los textos de Grosz de forma contradictoria con una comprensión
de la diferencia sexual como algo socialmente mediado y que tiene que ver con los
valores que socialmente se les asignan a los cuerpos. Esta contradicción en parte
se debe a que, de acuerdo con Stone (2006, 6), la segunda Irigaray pensaba esta diferencia como una diferencia real y natural en
“los ritmos que (entre otras cosas) regulan la energía sexual y las formas de percepción
y experiencia”. Aunque Stone (2006) señala que Irigaray nunca habla de la diferencia sexual en términos de biología,
sí señala que las diferencias en las experiencias de mujeres y hombres se deben al
hecho de tener distintas corporalidades. Es decir, a una manera de sentir y vivir
el cuerpo y el mundo que es distinta entre hombres y mujeres debido a que su percepción
se da desde corporalidades distintas con procesos distintos.
La importancia de esta diferencia, para Irigaray y Grosz, se debería a que las experiencias
de mujeres y hombres merecen un trato y reconocimiento distinto en la sociedad. Negar
la diferencia sexual implicaría hacer de la sociedad monosexualidad, en donde la experiencia
de un sexo es la que organiza el espacio político y social, sin atender a lo que las
mujeres y hombres necesitan por sus distintas corporalidades. Pero, este no sería
el único motivo ya que para Irigaray y Grosz el reconocimiento de la diferencia sexual
tiene que ver con reconocer la manera en que la materia y la naturaleza operan en
el mundo. Según Stone (2006), en Irigaray hay una filosofía de la naturaleza que ve el mundo y la materia como
regidos por una dualidad, que permite la diferencia y que es lo que da paso a la diferenciación.
Esto mismo es lo que Grosz ve en su interpretación deleuziana de la diferencia sexual,
un principio de la materia que permite la novedad y el cambio en el mundo. Los cuerpos
humanos serían la expresión de esa diferencia, y en la medida en que este principio
es positivo y productivo es que hay que afirmarlo, respetarlo y no negarlo.
Muy seguramente es por esta idea de la diferencia sexual que Grosz sostiene al final
de Volatile bodies que la diferencia sexual es “pre-ontológica” y “pre-epistémica”. Posteriormente,
en Becoming undone, Grosz (2011) parece profundizar su idea de que la diferencia sexual es “pre-epistémica” pues la
construye como una fuerza de la naturaleza que incluso existe anteriormente al humano,
y que habría emergido en el momento en que surgieron los sexos y la selección sexual
en la historia evolutiva del mundo vivo. Grosz llega a esta idea a partir de señalar
que la diferencia sexual es un proceso positivo y una fuerza presente no solo en lo
humano sino en el mundo vivo, es lo que daría al mundo vivo y a la materia viva la
apertura al cambio. Señala que el carácter productivo de la diferencia sexual en Irigaray
tiene el mismo carácter productivo que Darwin ve en la selección sexual. Así como
Irigaray había señalado que la diferencia sexual es una condición universal de donde
emanan todas las demás diferencias en lo humano, igualmente Darwin habría señalado
que el surgimiento de los sexos y la selección sexual sería la condición para la emergencia
de otras diferencias relevantes en el proceso evolutivo de los seres vivos sexuados
y en el surgimiento de lo humano. De esta manera, parece que la diferencia sexual
de Grosz es igualada al surgimiento del sexo y la selección sexual, y que en el surgimiento
de esto último es que también apareció la primera.
De este modo, la diferencia sexual estaría ligada a un proyecto ético, político y
filosófico que ve la diferencia como afirmación, y que en el negar esta diferencia
se cometerían una serie de violencias contra las mujeres, pero también contra el principio
creativo y afirmativo del mundo. Es por esto que, para Grosz e Irigaray, el que las
mujeres trans modifiquen sus cuerpos es cometer una forma de violencia en contra de
los cuerpos de las mujeres.
Biopolítica de la diferencia sexual y cuerpo trans
Como señalé en el primer apartado, el nuevo materialismo feminista hoy está teniendo
una amplia recepción en la filosofía y la teoría feminista por sus promesas epistémicas
y políticas. Epistémicamente promete mejores formas con las cuales dar cuenta del
mundo y el cuerpo, y políticamente promete dejar atrás la biopolítica ligada a las
ciencias y, al mismo tiempo, dar cuenta de cómo desde los cuerpos biológicos se vive
y se encarna la política, la protesta, el deseo, la desigualdad y la injusticia. No
obstante estas buenas promesas, mi intención en este apartado es señalar que de hecho
el NMF, en el trabajo de Elizabeth Grosz, está gestando una nueva biopolítica anclada
en los saberes y filosofías de las ciencias que excluye a las personas trans.
Para comprender lo anterior es importante explicar qué es la biopolítica y cuál es
la biopolítica que históricamente ha estado asociada con los cuerpos trans. De acuerdo
con el filósofo Michel Foucault (2000), el concepto de biopolítica sería una nueva forma de ejercer el poder surgida entre
los siglos XVIII y XIX en el mundo occidental, en la cual las poblaciones, en tanto
entidad biológica, se volvieron objeto del poder y cálculo político (Foucault 2000; Rabinow y Rose 2006; Cooper 2011; Lemke 2011; Stryker 2014). En sus inicios -nos dice Foucault- la biopolítica tuvo sus orígenes como una forma
de consolidar los Estados-nación al hacer una administración de los cuerpos humanos
con fines políticos. Es decir, para orientarlos a la optimización económica y reproductiva.
Es así que, en este proceso, los saberes sobre las ciencias humanas, en particular
la biología y la medicina, tuvieron una gran relevancia, pues la conformación de un
saber sobre los cuerpos humanos permitía intervenirlos y regularlos en función de
determinados fines políticos. Es por esto que la biopolítica se refiere a la manera
en la cual los saberes sobre la vida tienen un poder, en tanto legitimidad y conocimiento
experto, permitiéndoles funcionar bajo lógicas y fines políticos.
Una de las características de esta nueva manera de ejercer el poder, tal como lo teorizó
Foucault, es que se compone de una bipolaridad en donde, por un lado, este poder se
ejerce disciplinando los cuerpos individuales y, por otro lado, ejerciendo un control
regulatorio sobre las poblaciones (Lemke 2011; Stryker 2014). Lo primero, surgido en el siglo XVII, es lo que se conoce como la faceta disciplinaria
en donde el poder disciplina y supervisa los cuerpos individuales para la producción
de sujetos de acuerdo con determinados imperativos, y haciendo uso de distintas técnicas
disciplinarias como la escuela, el hospital, la fábrica o el manicomio. En el caso
del poder centrado en el control regulatorio, desplegado en la segunda mitad del siglo
XVIII, encontramos que estaría enfocado en regular y controlar procesos a nivel poblacional
como el nacimiento, la tasa de mortalidad, la esperanza de vida, la calidad de la
salud, o la producción de riqueza (Lemke 2011). Es decir, este poder se enfoca en una administración de los peligros y los riesgos
que resultan de las dinámicas poblacionales en tanto entidades biológicas (Lemke 2011). De esta manera, la diferencia entre ambos no es solamente que uno se centre a nivel
individual y otro a nivel colectivo sino que también ambos se despliegan de formas
distintas ya que el primero se moviliza a partir del desarrollo de las disciplinas
y los saberes disciplinarios mediante las instituciones, mientras que la regulación
de la población está organizada y centrada en el Estado (Lemke 2011).
Uno de los momentos clave del despliegue de la biopolítica en el análisis de Foucault (2014) lo encontramos en lo que él llama el dispositivo de la sexualidad. Esto es relevante no solo porque en este se evidencia el carácter bipolar de la
biopolítica, sino también porque el cuerpo trans surge a partir de la gestión biopolítica
de la sexualidad del cuerpo sexuado. Los discursos y prácticas alrededor de la sexualidad,
siguiendo a Foucault (2014), operan como discurso disciplinario y subjetivante, en la medida en que construyen
sujetos comprendidos a partir de estas prácticas y saberes, que para el siglo XIX
se daban en el ámbito médico-biológico y a partir del eje normal-patológico. La faceta
reguladora del dispositivo de la sexualidad está en que al producir sujetos sexuales
regidos por el imperativo de la heterosexualidad y la reproducción es que la población,
en tanto colectivo biológico, cumplía con los fines político-económicos de la producción
capitalista y del mantenimiento de la blanquitud (Foucault 2014).
En este terreno biopolítico de la sexualidad de finales del siglo XIX e inicios del
siglo XX es donde va a surgir el cuerpo trans. Los discursos de la medicina y la biología
de mediados del siglo XX habrán construido al cuerpo trans como un cuerpo patológico
debido a que no se ajustaba al paradigma de la normalidad cisheterosexual enfocada
en la reproducción (Hausman 1995). La sexología, la endocrinología, la cirugía plástica y la psiquiatría verán al
cuerpo trans como portador de una enfermedad sobre la cual hay que ejercer una terapéutica
que permita, si bien no curarla, sí aliviar los síntomas consecuencia del desajuste
entre cuerpo sexuado e identidad (Hausman 1995; Meyerowitz 2004). Este modelo biopolítico, que de hecho traía aparejada la categoría diagnóstica
de transexualidad, fue el que se exportó de Estados Unidos, en la década de los años
setenta y ochenta, al resto del mundo occidental a partir de su incorporación a manuales
internacionales de enfermedades, como el de la Organización Mundial de la Salud.
De esta forma, en este modelo biopolítico los saberes de las ciencias biomédicas fungieron
como patologizantes y, al mismo tiempo, como terapéuticas que permitían asimilar y
disciplinar los cuerpos trans a la mirada cisnormativa. En la década de los años noventa
e inicios del siglo XXI, este modelo biopolítico asimilacionista sufriría críticas
por la proliferación de las críticas transfeministas a la patologización de lo trans
y al control normativo que la biomedicina ejercía sobre el género, el cuerpo sexuado
y la experiencia trans (Stone 1987; Missé y Coll-Planas, 2010). Como lo señalé en la primera sección de este texto, la crítica proveniente de las
ciencias sociales, las humanidades y el posestructuralismo fueron útiles para articular
nuevas comprensiones sobre el cuerpo, el género, la sexualidad y la experiencia trans
que no pasaran necesariamente por el dominio de la medicina. Como consecuencia de
estas críticas y nuevos discursos es que se despatologizó la experiencia trans en
el año 2018 (De Benito, 2018) e igualmente se avanzaron legislaciones en distintos países, como México y Argentina,
donde el reconocimiento de la identidad de género no estuviera supeditado a la validación
de la medicina.
Si traigo a cuenta este breve recuento del papel biopolítico que jugaron las ciencias
biomédicas desde la segunda mitad del siglo XX sobre el cuerpo trans y los cambios
que ha tenido este modelo biopolítico a partir de la crítica transfeminista y posestructuralista,
es debido a que no obstante esto, actualmente nos encontramos con el surgimiento de
nuevos discursos biopolíticos, emanados desde los saberes biológicos, que giran alrededor
del cuerpo sexuado y el cuerpo trans. Si bien es cierto que en la segunda mitad del
siglo XX existieron otros discursos biopolíticos sobre el cuerpo trans provenientes
del feminismo radical (Raymond 1979) y del feminismo de la diferencia sexual, no ha sido el caso que en estos los saberes
de las biociencias hayan sido centrales para su formulación. En este sentido, el discurso
de Grosz representa una nueva biopolítica del cuerpo trans que, en relación con los
saberes de las biociencias, se diferencia de la biopolítica médica asimilacionista
del siglo pasado, en la medida en que su discurso no radica en la patologización y
terapéutica de la sexología, la endocrinología y la cirugía plástica, sino en la apelación
a una diferencia sexual anclada en un saber del cuerpo que se presume plástico, antidicotómico
y que por ende no despreciaría los saberes de la biología pero tampoco del feminismo,
la filosofía y la fenomenología. La novedad de la biopolítica que promueve Grosz no
se reduce solamente a la diversidad de saberes que recluta; lo novedoso también se
encuentra en que su discurso no promueve una asimilación del cuerpo trans a la cisnorma,
sino una negación de la experiencia trans al usar la biología evolutiva para construir
barreras y fronteras ancladas en una materialidad de la diferencia sexual que el cuerpo
trans medicalizado jamás podrá cruzar. En este sentido, la biopolítica que promueve
Grosz se parece menos al asimilacionismo médico y más a la biopolítica con fines excluyentes
y discriminatorios a partir de la cual se reguló la raza y se promovió el racismo
a lo largo del siglo XX mediante políticas eugenésicas (Rose 2007).
Lo anterior lo vemos en que, como se mencionó en la sección anterior, el discurso
de Grosz se encuentra en medio de una serie de tensiones, pues mientras postula al
cuerpo (y a la materia), como histórico, plástico, culturalmente mediado y social,
la materialidad del cuerpo que posibilita la diferencia sexual parece no compartir
estos atributos, pues en su perspectiva es una materialidad fija y autoevidente. ¿Qué
es lo que evidencia para Grosz que la diferencia sexual sea rígida, autoevidente y
no plástica? La experiencia de la mujer trans. No importa todas las modificaciones
que tenga el cuerpo de una mujer trans en sus caracteres sexuales, la diferencia sexual
nunca podrá ser cruzada. Es decir, los cuerpos de las mujeres trans siempre tendrán
una experiencia corporal como del género que se les asignó al nacer debido a que carecen
del cuerpo femenino que posibilita la experiencia de las mujeres. Lo autoevidente,
según Grosz, estaría en que “El transexual puede lucir como una mujer, pero nunca
sentirá o será una mujer”. Nada de esto parece ser mostrado por Grosz sino simplemente
asumido. Es por esto que el teórico Gayle Salamon (2010) señala que Grosz hace del cuerpo trans el límite de la diferencia sexual. Es decir,
no importa qué tanto se modifique la corporalidad, la experiencia nunca se alcanzará
por la existencia de un límite.
Para Salamon (2010), este uso de la diferencia sexual solo es una manera de asegurar el género como una
experiencia anclada en el cuerpo sexuado independientemente de cuánto se modifique
ese cuerpo. La razón por la cual la mujer trans no cruza la diferencia sexual es porque,
a pesar de modificar sus características sexuales, su experiencia fenomenológica corporal
se encuentra fija en la forma y los procesos del sexo que se le asignó al nacer. Esto
es problemático por dos motivos. El primero porque asume que los procesos y las formas
del cuerpo sexuado son fijas, y, por otro lado, que la experiencia del cuerpo es siempre
la autoevidencia de la percepción del cuerpo sin ningún tipo de mediación social.
De acuerdo con el investigador Oli Stephano (2018) esto hace que Grosz haga de la diferencia sexual, el cuerpo sexuado y la materialidad
algo inmutable, autoevidente y ajeno a la cultura.
Lo que niega Grosz es que muchos de los cuerpos de las personas trans no solamente
cambian en su “superficie”, pues las intervenciones fisiológicas de los cuerpos traen
consigo cambios en los procesos y las formas de ese cuerpo. Los fluidos sexuales,
las hormonas y la reproducción -todos constantemente referidos por Irigaray como procesos
que articulan la experiencia sexual- son procesos que no permanecen fijos en los tránsitos
de género, así como tampoco la forma del cuerpo y sus partes. Si, de acuerdo con Grosz
y con Irigaray, la diferencia sexual se da por una manera de vivir el cuerpo y sus
procesos, la experiencia trans muestra que esta diferencia sexual no es fija en la
medida en que los procesos del cuerpo tampoco son fijos. Los tránsitos de sexo-género
traen consigo la ausencia de algunos fluidos y la presencia de otros, nuevas dinámicas
hormonales, y una nueva relación con la forma de los cuerpos. Tal es el caso de los
testimonios de mujeres trans que narran la manera en que el semen es un fluido que
como tal desaparece con la transición hormonal, mientras que aparece la posibilidad
de que las mamas generen secreciones similares a las que se producen en la lactancia.
Las mamas, al cambiar en forma y sensibilidad, generan la posibilidad de una nueva
erogeneidad en el cuerpo, pero también de una nueva manera de vivir el riesgo asociado
con ciertas partes del cuerpo debido a que la transición hormonal en mujeres trans
trae aparejada la posibilidad de desarrollar cáncer de mama, el cual es hormonodependiente.
En el caso de los cuerpos de los hombres trans sucede algo similar debido a que sus
transiciones suelen estar acompañadas de un cambio en los fluidos como la menstruación.
No pretendo decir que los cuerpos de las personas trans tienen exactamente los mismos
procesos corporales que las personas cis. No creo que sea el caso, debido a que ni
siquiera todas las personas cis ni todas las personas trans tienen exactamente los
mismos procesos y las mismas formas corporales. Algunas mujeres cis pueden gestar,
otras no, algunas menstrúan, algunas no. Algunas mujeres trans tienen vaginas y otras
no. Algunas mujeres cis no poseen úteros y tampoco pasan por la lactancia, al igual
que las mujeres trans. En todo caso, el punto que más bien busco hacer es señalar
que los procesos y las formas corporales a los cuales refieren constantemente Irigaray
y Grosz no siempre permanecen fijos en las personas trans, por lo cual no se sigue
que la diferencia sexual y la fenomenología sea fija en esos cuerpos.3
Lo mismo podríamos decir del resto de los seres vivos sexuados en donde la diferencia
sexual tampoco es uniforme y fija como lo sugieren Grosz e Irigaray al señalar que
la diferencia sexual fija es un principio de la naturaleza que no puede ser cruzado.
La ecóloga Joan Roughgarden (2013) narra cómo en distintas especies los machos pueden volverse hembras, y las hembras
pueden volverse machos. Tal es el caso de los peces llamados “damisela” y los “wrasse”
los cuales, en función de las condiciones ecológicas, pueden cambiar de macho a hembra
y de hembra a macho. Incluso, en muchas otras especies la diferencia sexual habita
en un mismo cuerpo y no en cuerpos distintos como serían los organismos hermafroditas.
A pesar de que en gran parte del mundo vivo exista la diferencia sexual esta no es
inmutable.
Por otro lado, si bien la fenomenología de los procesos y las formas del cuerpo no
es algo fijo, tampoco es algo que se dé de manera autoevidente como sugieren Irigaray
y Grosz. La idea de que el cuerpo no se vive como facticidad biológica de manera universal
es algo que han dicho distintas filósofas. Para Simone de Beauvoir, la idea del cuerpo
vivido precisamente buscaba señalar que los cuerpos y sus procesos constantemente
estaban adquiriendo significados en función de los valores y las acciones de los sujetos
(Stone 2007). Igualmente, la filósofa Amy Mullin, criticando los recuentos fenomenológicos universalistas
de la gestación, señalaba que la manera en la cual los sujetos responden a sus cuerpos
siempre está afectada por el contexto (Stone 2007). Por esto, Salamon señala que la comprensión fenomenológica del cuerpo trans no
puede entenderse como dato biológico sino como mediada por lo cultural.
En este sentido, la fenomenología de las mujeres trans no estaría dada por una biología
autoevidente, sino que estaría siendo mediada por las construcciones simbólicas y
normativas que nuestra sociedad hace de las mujeres y la feminidad. La vivencia del
cuerpo femenino y la mujer como falta, incontrolable o irracional, no se debería a
un tipo de carencia biológica que la mujer trans tenga que alcanzar sino a la manera
en que la corporalidad femenina y la mujer es simbolizada en nuestra sociedad jerárquica.
Esto tampoco significa que la fenomenología del cuerpo es puro simbolismo pues, retomando
el ejemplo del cáncer de mama, el vivir determinadas zonas del cuerpo con riesgo es
algo posibilitado por la presencia de cierta materialidad, pero no se da de manera
autoevidente, sino que lo social reviste con sus afectos la manera en que se valoran
ciertas zonas del cuerpo puestas en riesgo. En todo caso, la relación de la fenomenología
del cuerpo con su materialidad no sería autoevidente, pero eso no significa que la
materialidad del cuerpo no posibilite ciertas experiencias y significados en los cuerpos
con determinadas configuraciones. La fenomenología del cuerpo es material, pero no
una materialidad determinista, pues múltiples arreglos materiales pueden producir
fenomenologías similares. El cuerpo se vive en función de la simbolización y las capacidades
de los cuerpos.
El rechazo de Grosz e Irigaray a considerar todas las dimensiones y complejidades
de la corporización de las personas trans, es lo que lleva a que Stefano señale que
Grosz construye la diferencia sexual como cisexual que se apoya en la exclusión de
la experiencia trans. La dimensión biopolítica de Grosz estaría entonces en la manera
en que ella moviliza un discurso sobre la materialidad del cuerpo para trazar los
límites de la fenomenología del cuerpo y sus posibilidades materiales. La fluidez
y plasticidad del cuerpo de la que habla en otras facetas le es negada a las personas
trans en su corporización cada vez que ella menciona el cuerpo trans. Este uso de
la diferencia sexual genera lo mismo que Butler ya señalaba de la categoría de sexo.
La construcción del sexo como autoevidente en realidad es un mecanismo que busca naturalizar
el género y su regulación.
Esta nueva biopolítica sobre el cuerpo trans proveniente de los nuevos materialismos
tiene que ser comprendida igualmente a partir de las particularidades de la biopolítica
en el siglo XXI. De acuerdo con el sociólogo de la medicina Nikolas Rose (2007), la biopolítica de nuestro tiempo se caracteriza por la presencia de individuos somáticos;
es decir, subjetividades para las cuales la corporalidad y los saberes sobre el cuerpo
provenientes de la biomedicina y las biociencias están en el centro de su constitución.
Esto sucede no solo en quien articula de manera individual su vida en función de los
criterios y saberes médicos sobre la salud, la enfermedad y/o el riesgo, sino también
en la posibilidad de formar identidades colectivas que puedan ser politizadas y organizadas
alrededor de los saberes sobre la salud y/o el cuerpo. Esto, a su vez, ha estado ligado
a la proliferación de distintos tipos de experticias desde las cuales es posible hablar
sobre lo concerniente a la vida, dentro de las cuales está la bioética, pero también
la filosofía. Lo anterior no es menor pues, de acuerdo con Rose (2007), en la medida en que el cuerpo humano está atravesado por múltiples experticias es
que se ha establecido un régimen anclado en el discurso de la ética y sus imperativos.
Esta etopolítica, como Rose le llama, haría que no fuera completamente necesario recurrir
al lenguaje de la justicia, la equidad o la igualdad para juzgarnos y evaluar nuestras
vidas y decisiones, pues los valores de la bioética serían los encargados de instalar
la constante autoevaluación sobre cómo debemos regir la vida y nuestras vidas.
Lo anterior permite comprender el marco biopolítico en el que se desliza la propuesta
de Grosz pues, por un lado, su propuesta se da en un momento histórico en el que los
saberes biológicos fungen un rol relevante en la formación de identidades y subjetividades
políticas. Pero, contrario a la manera ingenua en que Rose (2007) concibe la biopolítica del siglo XXI, en donde la formación de identidades biológicas
para él no implican proyectos discriminatorios o excluyentes sino fundamentalmente
la exigencia de derechos en términos de salud o la inteligibilidad de nuevas experiencias
médicas, el recurso a la materialidad de la diferencia sexual anclada en una biología
inmutable sirve como criterio y discurso para fundar una identidad y subjetividad
femenina que excluya a las mujeres trans, tal y como funcionaba una parte de la biopolítica
de las biociencias del siglo XX. El regreso a este tipo de biopolítica del siglo pasado,
de hecho, no es propio del discurso de Grosz, sino que también lo vemos en otros discursos
políticos actuales que también recurren al discurso de las biociencias para fundar
identidades políticas que excluyan a las mujeres trans. En el caso de Grosz, esta
exclusión de las mujeres trans como cuerpos que cruzan la diferencia sexual no se
basa solo en recuperar un discurso que apela a una biología postdualista sino también
en un recurso a la ética a partir de la materialidad de la diferencia sexual. Para
Grosz, el reconocimiento de la diferencia sexual implica un proyecto ético que no
busque anular las diferencias, pues dicha anulación (llevada a cabo por los cuerpos
trans) es “una violencia que ocurre a un grupo (en este caso a las mujeres cuya diferencia
es borrada)” (Grosz 1994, 208).
De esta manera, el discurso biopolítico de Grosz se hace desde la posibilidad y el
privilegio de un discurso experto, como lo es la filosofía y en específico el nuevo
materialismo feminista, que se da a la tarea de hablar sobre la vida, el cuerpo, la
ciencia o la materia. Esto coloca a las filosofías destinadas a reflexionar sobre
“la vida” o “lo vivo” dentro de las experticias de nuestra época con capacidad de
ejercer un poder disciplinante sobre distintos cuerpos y subjetividades, como el cuerpo
trans. Las implicaciones biopolíticas tendrían que pensarse, como bien sugieren Paul Rabinow y Rose (2006), a nivel de la regulación y subjetivación, pues un discurso así puede tener consecuencias
importantes en un contexto como en el que actualmente pasamos en Norteamérica, Latinoamérica
y Europa, donde los discursos sobre el cuerpo sexuado y la materialidad se han vuelto
centrales para buscar excluir a las personas trans y eliminar sus derechos bajo el
argumento de que su materialidad es sospechosa, “superficial”, o violenta. La diferencia
sexual de Grosz, como bien lo señala Salamon, es una manera de vigilar y fortalecer
el orden de género.